La felicidad vengativa

La felicidad vengativa

¡Ah, la felicidad en pantuflas! No habrá sin duda otra felicidad mayor, desde que tiene el poder de hacer vengativos a sus cultores, personas que gozan fama de ser la gente más buena del mundo.

El tío Casiano es una de esas personas. Mi familia lo considera algo así como un santo pachón, un alma de Dios acérrimamente casera.

Y yo, seré franco, no tengo ningún inconveniente en que se le crea requetebueno, a pesar de lo pasado ayer. ¡He dicho a pesar! ¡Pues no: por lo mismo! ¿No ha sido acaso esa mezquina escena la completa revelación de su bondad? Porque he pensado mucho en ella, y he concluído en que, en efecto, tío Casiano, junto a tía Transustanciación, sin hijos, sin preocupaciones complicadas, cultivando su dulce pachorra de hogar en medio mismo del vértigo bonaerense, no aspirando a ninguna de cuantas cosas inquietan y revuelven a los conciudadanos, es el menos molesto de ellos, en consecuencia el más bueno.

Nada que la opinión de la familia no tiene vuelta: tío Casiano es un santo.

¿Cuánto tiempo hacía que no subíamos a tomar el té con tía Transustanciación? es lo que pregunté ayer a mi hermana Luisa, en mitad de nuestros correteos por el centro, cuando nos disponíamos a entrar a la confitería.

¡Cierto: cuánto tiempo! Y decidimos andar media cuadra y subir allá, al segundo piso, forzosamente por la escalera, pues la casa, que ha quedado un poco rezagada en medio del progreso general, no tiene ascensor aún. Estaría tía, pensábamos, en el final de su consabida siesta.

Pues no era así. Algo extraordinario que ignorábamos acontecía esa tarde en casa de tía; algo extraordinario que sospeché, por las pocas palabras embarazosas de tía y el aturdimiento súbito de tío, constituía el punto supremo y glorioso de aquella casera felicidad. Y, ya lo dije: ese algo extraordinario era que tío Casiano se hallaba en casa a media tarde. De vez en vez, meses de por medio, a eso de la siesta, lo he sabido hoy, suele hacer, toda su rozagante y pesada humanidad, una irrupción en su hogar, con un paquete de masas que alarga a su consorte, risueñamente sorprendida. Para eso elige siempre un día espléndido, uno de esos atemperados y vivificantes días que tienen el poder de angustiar, con nostalgias de campo y cielo abierto a cuanto infeliz se halla sumido en el fondo lóbrego y árido de una oficina.

Supongo que parecidas nostalgias asaltan en tales casos el alma cándida de tío. Y como fué grande el disgusto mal disimulado que nuestra visita le causó, deduzco además que haría tiempo no se proporcionaba su máximo grado de felicidad.

Las masas estaban ahí, sobre una silla, junto a la máquina en que momentos antes cosería tía.

Cerca, en el balcón, tío Casiano, ya en zapatillas y no conforme con haberse libertado del cuello y el saco de lustrina, sacábase el chaleco en el preciso instante en que nosotros entrábamos.

¡Vaya un estúpido gusto el nuestro! ¡ destruir, sin más ni más, la idílica placidez de dos golosos cuarentones!

Pero allí estábamos, sin embargo, a tan ingratos efectos.

Yo me he concretado a saludar con un apretón de manos, y a sentarme, a respetable distancia, como tratando de significar con eso que nuestro ánimo no había sido destructor. Más aún: hasta creo que me quedo pesaroso.

No así Luisa. Alborotada y alegre como es, va de tía a tío, de tío a tía, preguntona, parlanchina, ruidosa, al punto que no puede competir con su bulla el estrepitoso rumor del tráfico callejero, ni el redoble infatigable del canario del tercer piso.

Veo que mi tía se pondría no alegre a media sino contenta del todo, a los halagos e ingenuos cariños de Luisa. Sólo que mira a tío, el cual, con los ojos al suelo, coloradote, sudoroso, a cada frase de mi hermana suelta a su pesar un ";uh!", un enigmático "uh!", muy expresivo para mí, pues equivale a "iya, ya, cabeza hueca!" o bien a "; sí, sí, te conozco, mojigata!" Y entonces tía, la pobre, queriendo compartir el estado de ambos, se azora que es una lástima.

— Tía, tan gorda, tan rosada, tan buena moza que está!

—¡Uh!

—¡Y Vd., tío, siempre lo mismo: vendiendo salud!

—¡Uh!

¡Qué bien ha hecho tío, ¿verdad, tía?, en venir a verla de tarde!

—¡Uh!

—Viene todos los días?¡ Bien hecho está!

—¡No, no, no, Luisa! No es posible!—se apresura a corregir tía, escandalizada ante la idea de que pudiera ser continua esa dicha de dioses.

—¡Uh!—subraya con más fuerza tío.

Ese "uh!" quiere decir ahora "¿qué te has creído, borregüela!" Y a influjos de esa manifestación de extravagante regocijo de Luisa, tía explica la inmensa excepción que representa en la vida de ellos aquella tarde en común.

¡Dios de Dios! ¡ Hemos profanado un santuario!

Ahí está el altar: un quilo de masas tentadoras sobre una silla.

— Oh, qué lástima! — exclama Luisa, con un acento y un abrir desmesurado de ojos tan inocentes, que casi me arranca de mi atrincheramiento tristón, provocándome una risotada como un cañonazo.

Saco mi cortaplumas y me pongo a limpiar las uñas, recurso de confianza al que apelo, hace diez años, en mis visitas a tía, y del cual no había echado manos antes debido a las circunstancias referidas.

Animosa de pronto, tía mueve su mole, tratando de allanar dificultades de seres mal avenidos, expresando que va a la cocina a hacer que preparen té para cuatro.

Y henos ahí ante el altar.

No nos atrevemos a mirar más que de reojo, o con miradas raudas como aletazos de golondrina, esas artísticas y bien olientes masas multicolores puestas en montículo, y a las que comienza a aureolar, ¡ execrable herejía!, un enjambre de socarronas y vagabundas moscas.

—¡Espléndida tarde! — susurro.

Luisa espeta una conferencia vertiginosa sobre el día radiante y el gentío bullente.

—¡Uh!

contesta tío, pasándose el pañuelo por su rostro de queso de bola que mana agua como un porrón de barro.

—De fijo, hace calor — arriesgo otra vez yo.

Pero bien sabe tío, pues lo dice con otro "¡uh!", que sin duda es por el sofocón reconcentrado que le causamos. A no ser eso, el airecito de su adorable balcón ya le hubiese proporcionado un regodeante fresco.

—¡Vaya: servido el té!

prorrumpe al rato tía, aunque no lo ha servido, pero para que nos alleguemos a la mesa.

Lo hace tío, y luego yo. En tanto Luisa, que aun no se percata de nada, se ha apoderado de la mecedora, y en un loco ir y venir se balancea.

—¡Ay, qué lindo, tío! ¡qué fresco! Aquí, en el balcón ¡qué felicidad la suya!

Tío mira a Luisa con expresión de mordiente odio.

Tía, casi simultáneamente, dejando la tetera, va en auxilio de Luisa.

—¡Oh, qué cosa! — exclama incorporándose afligida mi hermana, mirándose la blanca bata manchada y luego el balcón, donde, en chorro intermitente, cae agua sucia de tierra sobre la hamacarefiere tía condolida en verdad yo que hacía un rato aseguraba a Casiano que ya no regaban más las plantas a esta hora, los del tercero!

Y yo Y entonces, al ir a consolar a Luisa, como lo hago, y mientras se limpia ella la bata con una toalla, cuando el santo varón casero de mi tío recobra de una sola vez su mayor felicidad perdida. Desde la última pieza lo veo, cuan grande es, puesto de pie, saltar y agitar las manazas flojas, pretendiendo hacer chasquear los dedos, como un nene enorme festejando una travesura. Le brillan chisporroteantes los ojos. Y de la boca abierta le sale la risa sin sonido. En pos de todo lo cual, se atraganta con la primera masa arrebatada delirantemente del montón.

Era ese el rito inicial, hasta el momento estorbado por nosotros, en el culto secreto de su palurda, rolliza y espejeante felicidad.

¡Ah! ¡Que Dios se la conserve por un siglo, querido tío Casiano!