La farisea  de Fernán Caballero
Capítulo X

Capítulo X

Quince días después hallábase instalada Bibiana en el lucido estrado de la casa que había tomado y montado con todo lujo en Madrid.

El lujo, cual la luz a las mariposas, había atraído allí a un crecido círculo de gentes ociosas; y el buen recuerdo del general, que tenía muchos amigos, había reunido al rededor de su mujer militares de graduación y de categoría; por lo cual Bibiana vio con indecible satisfacción a su tertulia mencionada en las gacetillas de los periódicos.

Estaba intrigando y esperaba conseguir el ser convidada a un banquete que debía darse en Palacio; así, pues, había llegado esta mujer al apogeo de su constante afán de figurar, y de su anhelo por la pompa vana. En la embriaguez que le causaban sus satisfacciones y sus lauros, leía con distracción las cartas que recibía de su marido, y con impaciencia las postdatas que solía añadir Luciano, al que encargaba el general que cerrase las cartas. En ellas le decía que el estado del general empeoraba por días, y que éste, solo por lo sufrido que era, y por no alarmarla se lo ocultaba en sus cartas.

-Quiere asustarme, pensaba Bibiana; estará aburrido y querrá venirse, y que le releve yo; pero se engaña: él que con tanta bambolla de cariño se ofreció a acompañarle, que cumpla lo ofrecido.

Entre tanto veía Luciano con dolor que los baños, que meses antes hubieran podido restablecer al general, ya no alcanzaban a salvarle. Inseparable del paciente, ponía en juego en lo material todos los recursos de su entendimiento, y en lo moral todos los de su corazón, para endulzar al noble y excelente anciano los últimos días de su vida.

Mucho sufría Luciano, porque, triste es decirlo, pero ello era que la postración de las fuerzas físicas había traído consigo, a pesar de la varonil serenidad del general, un gran decaimiento de ánimo. Una profunda melancolía al presentir la muerte se había apoderado de aquel que tantas veces la había mirado cara a cara sin pestañear; y lo que más contribuía a aumentarla, era la ausencia de aquella compañera a la que Dios dio por misión ocupar con el Ángel de la guarda la cabecera del compañero moribundo.

La cercanía de la muerte estrecha los lazos de nuestras afecciones, esperando quizá por ambas partes que no se atreverá la cruel a desatarlos. ¡Vana ilusión!-¡Lugar a los venideros! dice la implacable aposentadora: a vos la mansión eterna y sin límites, en la que hay sitio para todos.

-Vendrá? decía una noche que más postrado que otras se hallaba el general.

Luciano, que desde luego comprendió que una vez lanzada en las grandezas y honores aquella mujer de corazón vano y seco, no vendría, contestó:

-Señor, como siempre le escribís que seguís sin novedad, es de creer que no piense en hacer este penoso viaje, y que os aguarde allí.

-Verdades que no he querido alarmar su cariño, pero me siento hoy muy grave, y tanto que no me es posible escribirle; hazlo tú en mi nombre, hijo mío, y dile que antes de morir quiero verla.

Luciano quiso contestar; pero no pudo, porque las lágrimas ahogaron su voz, y se levantó para cumplir los deseos de general.

Pasaron algunos días sin que llegase respuesta de Bibiana.

Una tarde le dijo el médico al general:

-Tenéis una buena esposa, señor; hoy he recibido una carta suya, en la que, llena de interés y de cuidado, me pregunta por el estado en que os halláis, queriendo, si no hubiese mejoría, trasladarse a vuestro lado. Por lo visto le habéis ocultado que desgraciadamente estas aguas no han surtido el deseado efecto.

-No he querido darla esa pena, contestó el excelente hombre.

-Luciano dijo el general cuando el facultativo se hubo ido; toma este reloj, que fue de tu padre, y que me legó a su muerte. Él ha señalado una por una muchas de las horas de nuestra vida, y entre estas horas no hay una cuyo recuerdo haya podido despertar un remordimiento, ni hacer sonrojar nuestra serena frente. Sean las horas de tu vida que señale de aquí en adelante, como las anteriores, puras, honradas y felices; y cuando hagas la elección de la compañera de tu vida, deja a la aguja dar muchas vueltas antes de fijarla.

-Por fin conocéis... exclamó involuntariamente Luciano.

-Que eres el mejor de los amigos y el más tierno de los hijos, le interrumpió el general; por lo cual te dejo mi último y secreto encargo.

-Decid, señor, exclamó Luciano.

-¡Dile que la perdono!-y ahora, hijo mío, manda llamar al padre Cura.

-¡Señor!... repuso consternado Luciano.

-Compláceme, hijo. Las disposiciones religiosas no apresuran la muerte y tranquilizan el espíritu.

Algunos días después de esta escena, estaba Bibiana enajenada de placer y radiante de orgullo satisfecho. Había sido convidada al banquete regio.

Ostentando un traje magnífico, aunque, según su costumbre, serio, estaba delante de su tocador colocándose las últimas joyas de su rico joyero, cuando le fue entregada una carta.

-No me puedo detener a leerla, dijo contrariada. La marquesa de F., con la que voy a Palacio, me está aguardando.

-Es que viene de Aguas-Calientes, repuso la doncella.

-¡Cómo! si no es la hora de la llegada del correo.

-La trae un propio.

Bibiana se detuvo y quedó un momento pensativa.

-Alguna nueva alarma de Luciano, pensó; pero sea lo que fuere... ¿qué puedo yo hacer a esta hora? Nada. Si acaso contiene la carta alguna cosa grave, lo que no creo, que necesitase tomar disposiciones, sean de la clase que sean, hasta mañana nada se podría hacer: un instante después que hubiese llegado, me habría encontrado fuera de casa. ¿Qué hago con leerla? Dado caso que traiga alguna mala noticia, que pida alguna consulta o algún medicamento, nada se podría hacer a estas horas. Leerla sería, pues, proporcionarme inútilmente una mala noche, que me impidiese corresponder a la honra que me ha hecho la reina.

Bibiana guardó la carta sin leerla, se puso su abrigo, y partió.

Cuando entró a la madrugada siguiente, abrió la carta y la leyó.

Era la respuesta del cirujano, que Luciano enviaba con un propio, añadiendo dos renglones en que le decía que su marido iba a ser administrado.

Al leer esta carta Bibiana, sintió uno de esos terribles sacudimientos con que a veces se ablandan los corazones más empedernidos; porque el sentimiento del deber, sofocado, desoído, menospreciado, combatido y al parecer vencido por los sofismas del amor propio, existe en todo aquel que haya oído la palabra de Dios, o siquiera haya sentido la influencia de la cultura moral.

-¡Morir! ¡Morir!... Jesús! repitió con creciente angustia; ¡morir! ¡yo ausente! ¡Qué se dirá!

Bibiana mandó apresuradamente por una silla de postas. Escribió a un facultativo de fama para que la acompañase: se vistió, lo arregló todo con admirable tino y precisión, de manera que pocas horas después todo estaba pronto, y ella lista para partir;... cuando al dirigirse a la puerta para verificarlo, abriose ésta de repente, y en ella se presentó Luciano.

-Es tarde, señora, dijo con voz solemne.-¿Tarde? !Cómo!... ¿Y Campos?

-Ya no os aguarda.

-¡Es decir que ha muerto!

-Como os lo previne.

-Llegó tarde la carta.

-¿Y las anteriores?

-¡Dios mío! ¡No os creí!

-Como yo nunca os he creído a vos.

-¿Venís a insultarme?

-No, señora, vengo a entregaros esta llave.

-¿Qué llave?

-Con esta llave encerré en su féretro, después de haberle cerrado los ojos, al abandonado esposo, al desatendido compañero.

Bibiana cayó sobre un sofá, convulsa y deshecha en lágrimas.

-¡Sabéis llorar? ¡Sabéis llorar? dijo con amarga ironía Luciano. Preciso era que de la tumba se alzase el remordimiento, cual la vara de Moisés, para hacer brotar fuentes de las rocas.

-Advertid, repuso Bibiana levantándose erguida, que me habéis visto atribulada, pero no arrepentida. ¿De qué pudiera yo estarlo?

-De haber merecido el perdón que os traigo: ese último suspiro de aquel que no quiso creerme cuando en su día le dije: «creo que nadie, pero menos que nadie vos, puede hallar la felicidad unido a una persona fría, orgullosa y egoísta.» Ahora, señora, añadió con amargo desdén Luciano, cubríos con vuestro luto, ostentad vuestras tocas de viuda; no os las volváis a quitar; persuadid al mundo que sois la perfecta viuda, como le persuadisteis de que erais la perfecta casada, engañándole con vuestro dolor como le habéis engañado con vuestro cariño

-Ahora, como antes, apareceré y me tendrá el mundo por lo que he sido y soy, repuso Bibiana disimulando con un aire altanero su furor y su humillación.

-A veces, replicó Luciano, se asientan los juicios del mundo, y aun descansa nuestra propia percepción, sobre un colchón de viento, cuyo vacío asombraría al que llegase a palparlo.

-No turbará vuestra constante e incalificable malignidad mi conciencia, dijo Bibiana con altivez.

-No lo dudo, contestó alejándose Luciano; cuando el egoísmo paraliza el corazón... la conciencia está inerte!