La farisea
de Fernán Caballero
Capítulo VI

Capítulo VI

Lo que se había anunciado, se verificó a los pocos días. La población de Madrid, encerrada en sus casas, oía con angustia y horror el toque de los tambores, el galope de los caballos, las descargas de fusilería y artillería, y veía todo ese lúgubre y atroz aparato que levantan las pasiones de los hombres en este siglo que se precia de culto, de humanitario y de progresista en sus instituciones.

El capitán general, teniendo a su lado a Luciano, daba acertadas disposiciones, y se veía siempre en donde era mayor el peligro.

La rebelión había sido vencida; solo un numeroso grupo resistía aún. El general, para evitar la efusión de sangre, mandó hacer alto a sus tropas, y dio unos pasos adelante para proponer a los amotinados la rendición. Uno de estos se adelantó y apuntó su fusil al general. Luciano, cual el rayo, se echó sobre el villano, y aunque no pudo impedir el disparo, desvió su dirección, y el general recibió en la rodilla el tiro destinado a su pecho. Las balas silbaron cual fantásticos áspides alrededor de Luciano: pero ninguna le tocó, como si la suerte hubiera querido premiar su bella acción.

Cuando Bibiana vio entrar en parihuelas a su marido, las muestras de su dolor y de su asombro fueron imponderables. Día y noche veló a su cabecera con completa abnegación, sin permitir que nadie la relevase por un momento en su incansable asistencia; no se cuidaba de su alimento ni de su vestir, ni aun apenas de las personas que se apresuraban a tributar homenajes al héroe de aquel memorable día, contándose entre estas las más notables de la corte.

Hasta el tercer día no recobró el herido el conocimiento: quedose algunos momentos callado, y como si la luz de su memoria fuese poco a poco despabilándose y alumbrando sus recuerdos. De pronto exclamó:

-¿Y Luciano?

-Aquí estoy, contestó este acercándose con pasos quedos y reprimiendo su emoción.

-Cedo el puesto, dijo Bibiana apartándose de la cabecera de la cama.

-¡Bibiana, hija mía, le debo la vida! exclamó el paciente.

¡A él sí!... a mí no me debes nada, replicó Bibiana, con esa propiedad que tiene el egoísmo de anteponer lo propio a lo ajeno en todas las circunstancias de la vida.

-Señor, observó Luciano, a los asiduos y esmerados cuidados de la generala es a los que se debe la conservación de vuestra preciosa vida.

El paciente hizo a ambos seña de que se acercasen a él, y tomando en las suyas una mano de Bibiana y otra de Luciano, las unió y dijo enternecido:

-Sois los dos ángeles de mi vida; y puesto que me amáis, amaos por amor mío. Confiesa tú, Bibiana, que hay amistades que no necesitan, para ser tipos de cariño y de abnegación, de los vínculos de la sangre, ni tampoco que los enaltezca y arraigue un sagrado lazo; y tú, Luciano, conoce que el apego de una mujer propia es bien sincero y profundo, cuando se siente y demuestra como lo hace el de Bibiana.

-Bástame, dijo esta, con que tú reconozcas mi cariño; en cuanto a mí, estoy tan exclusivamente satisfecha con el tuyo y con el que te tengo, que no cabe en mí otro sentimiento alguno.

Diciendo estas palabras, se alejó.

Entonces Luciano se echó al cuello del general, y murmuró en su oído:

-Padre mío, con nada puedo pagar la deuda del que me la dejó en respetada herencia.

A medida que el general se iba restableciendo, Luciano se iba retirando de su casa, fuese a causa del desvío cada día más marcado de Bibiana hacia él, o del que, justa o injustamente, sentía Luciano hacia ella. Sucedió, pues, que el excelente general vio con dolor que se apartaba de su intimidad. En vano buscó Bibiana los medios de indemnizarle de esta para ella tan grata pérdida; en vano reunió en torno del convaleciente su más apetecible sociedad, esto es, sus antiguos compañeros de armas. Nada bastó para consolarle de la ausencia de aquel que miraba como su hijo. Era por cierto extraña, aunque no única en su género, la triste situación en que las rivalidades de dos tan distintos cariños ponían al pobre general, que era tan pacífico, tan confiado, tan tolerante. Atormentar por amor, era para él una faz incomprensible de este sentimiento que para él y en él era todo dulzura, condescendencia y abnegación.

Un día entró Luciano con paso acelerado y demudado semblante.

-Estáis depuesto, dijo al general.

-¡Depuesto! exclamó con tanta indignación como asombro Bibiana.

-Mucho lo celebro, hijo mío, dijo el general.

-Es que estáis desterrado, prosiguió Luciano.

-¿Desterrado? exclamaron a un mismo tiempo, el general con dolorosa sorpresa, y Bibiana con pálidos y trémulos labios.

-Así es: el partido contrario ha triunfado en otro terreno. El ministerio ha caído, y con él todos sus adictos, sin consideración a sus méritos y servicios.

-Yo no era adicto a partido alguno, dijo el general.

-Pero erais amigo del ministro, repuso Luciano.

-Y a mucha honra, exclamó el honrado anciano. ¿Y esto me hace reo político?

-Ya lo estáis viendo, señor.

-¿Debí acaso rehusar un puesto en el que había peligro? Esto no era solo contra la disciplina: era contra la honra.

-Decís bien; mas esto no alza vuestro destierro. Os enviaban a Palma; mi tío ha conseguido, a instancias mías, que se os señale para cuartel Hinojosa, que es vuestro pueblo.

-¡Cuánto se lo agradezco, Luciano! le dijo el general.

-¡A Hinojosa!... ¡Un villorro cerril en el riñón de Extremadura! exclamó Bibiana; ¡asombroso trueque!... ¡Agradecidos debemos estaros! ¿Quién os sugirió tan peregrina idea?

-El deseo de complacerme, y ha acertado, respondió a esta pregunta el general.

-En lo que te complace, repuso con disimulada amargura su mujer, parece que poco tomas en cuenta lo que pueda complacerme a mí.

-Nunca pudiéramos pensar ni Luciano ni yo, dijo el general, que pudieses preferir a mi pueblo otro que te fuese igualmente desconocido.

-El señor, replicó Bibiana, que no es ni tan anciano, ni tan modesto, ni tan... oscuro como tú, por demás pudo pensarlo.

El general levantó la cabeza, miró sorprendido a su mujer, y no contestó.

-Señora, exclamó Luciano, ¿cómo había yo de figurarme que para un destierro que necesariamente ha de ser corto, no eligieseis el pueblo de vuestro marido en la Península, que lo es igualmente de vuestro cuñado, donde está establecido con vuestra hermana?

-No había de elegir para mi residencia un pueblo de campo, porque vivan en él oscuros parientes de mi marido, a los cuales no conozco, y de los que quizás apenas se acuerde Campos; ni había de querer habitar un mal pueblo a causa de estar condenada a vivir en él una hermana descastada, con la que no me trato por haber casado a disgusto mío.

-Voy a ver a mi tío para que rectifique la instancia, dijo Luciano tomando su sombrero.

-De modo alguno, exclamó el general.

-¿Por qué? preguntó impaciente Bibiana.

-Lo uno, porque nada quiero pedir, contestó su marido; lo otro, porque esta segunda petición después de la primera, sería ridícula; pero si tanta oposición sientes a venir a Hinojosa, añadió con bondad, permanece en Madrid, hija mía. Mi destierro no puede ser largo, y levantado que sea, volveré a tu lado.

Bibiana vaciló un instante; pero creyendo notar una imperceptible sonrisa en los labios de Luciano, contestó con solemnidad:

-Verdad es que mi permanencia aquí podría serte útil; pero no: ¡nada, ni nadie nos separará nunca, sino la muerte!

Dos días después partieron el general y su señora, sin que hubiese consentido este que la herida en la pierna, que no estaba aún del todo curada, le sirviese, como era justo, de motivo para diferir el viaje.