La estocada de la tarde: 08
Capítulo VIII
El toque de clarín vibró en los aires. Corrió el banderillero a dejar los pinchos entre barreras, contento de librarse del peligro. La cosa no era para menos. El toro, grande, de fina lámina y afilados pitones, era querencioso y se iba al bulto de una manera realmente inquietante.
Hacía calor, y la tarde amenazaba lluvia. El cielo gris entoldaba la plaza de grandes nubarrones parduzcos, y contrastando con la bochornosa calma de la naturaleza, se alzaba formidable griterío desde las galerías y palcos, en que se prensaba el público en la gloria de los mantones polícronos y el triunfo de las mantillas.
«Arrojadito» acababa de coger los trastos, y con ellos en la mano, se dirigía al palco presidencial para brindar la suerte.
Hízose el silencio para oír las palabras del diestro, pero fue inútil, pues no se oyó sino un confuso murmullo.
La tragedia palpitaba en el aire, y el público, con ese extraño fenómeno de sensibilidad colectiva, dábase vagamente cuenta de que algo sucedía.
El matador se dirigió hacia el toro. ¡Iba a morir! No había ya en su espíritu batalla que librar ni vacilación que resolver. Estaba decidido a acabar. En la obscura noción que en su espíritu había de las cosas brillaba entre sombras la extraña afirmación de haber vivido toda la vida, gloria y miseria, amor y odio. ¡Toda la vida! Estaba frente al toro. El bárbaro duelo del hombre con la bestia comenzaba.
Lentamente desplegó ante los ojos de la fiera el rojo trapo. Arrancose el bicho, y apenas hurtó el cuerpo, retornó el toro y dio otro pase de cerca, y luego otro, y otro aún.
Estalló un aplauso formidable ante aquel ciego valor. El calorcillo del triunfo templó un instante la glaciedad de su alma. ¡Estaba muy bueno aquella tarde! ¡Bah! ¡Qué importaba, puesto que iba a morir!
Dio aún algunos pases y cuadró al toro. Ahora la fiera escarbaba nerviosamente la arena, y sus ojos, inyectados de sangre, se fijaban en el torero.
Dio Joaquín su adiós a la vida. Sus ojos contemplaron por vez postrera el cielo encapuchado de sombríos nubarrones; el amplio circo; aquel público, bueno y cruel al mismo tiempo, que ahora le excitaba y dentro de algunos momentos gritaría de horror; sus amigos, los que como él se jugaban la vida y que en el momento supremo rezaban una salve con el recuerdo puesto en una casita donde sus mujeres, sus madres y sus hijos les aguardaban temblorosos; los que fueron sus amigos, compañeros de ilusiones y malandanzas, y de los que hacía mucho vivía distanciado para entregarse a aquellas gentes que reían en los palcos. Ellos no hubiesen reído; ellos, palpitante el corazón, seguían su faena, dispuestos a jugarse la vida para salvar la suya.
Su mirada se fijó en la Montaraz que, instalada entre Enriqueta Barbanzón y Julito, bebía una copa de jerez, hablando tranquilamente, sin prestar gran atención a su faena. Una ola de hiel invadió su corazón. ¡Y aquel era el ídolo!
Sus ojos siguieron vagando por el circo. De pronto, su corazón latió violentamente. En un tendido acababa de divisar a una mujer. En pie, pálida, muy pálida, en los inmensos ojos de Dolorosa una súplica desesperada de piedad, Rosario le tendía a su hija, que agitaba las manecitas llamando a su padre. ¡Su mujer! La que fue compañera y alentadora; la que en la hora decisiva supo sobreponerse a egoísmos y sacrificar su tranquilidad en aras de su alegría, de él y su niña, esperanza y alegría de su vida.
Algo se derrumbó en su corazón con estrépito: el altar de los falsos dioses.
Quería vivir. Vivir para recomenzar a construir el edificio de su dicha, para amar mucho y hacerse perdonar las horas de crueldad. Quería vivir para ser bueno y feliz.
Arrancó el toro. El instinto de conservación le hizo tender el brazo, y el estoque quedó clavado hasta la cruz, y el bruto, tras de violenta sacudida, rodó por tierra.
En todos los ámbitos de la plaza resonó un aplauso inmenso, formidable.