La estocada de la tarde: 06

La estocada de la tarde
de Antonio de Hoyos y Vinent
Capítulo VI

Capítulo VI

Reclinado en el fondo del automóvil que le llevaba, carretera del Pardo adelante, camino del merendero donde había de tener lugar la entrevista solicitada por María Montaraz, Joaquín se entregaba alternativamente a locas esperanzas y negros descorazonamientos.

La víspera, y tras varios intentos frustrados de ver a su amiga, había recibido de ella unos lacónicos renglones en que le daba cita en aquel merendero solitario de la carretera del Pardo. Desde el momento en que recibió la carta, nerviosa impaciencia se apoderó de él. Le decía el corazón que una catástrofe sentimental le amagaba, y un presentimiento vago le avisaba el fin de sus amoríos. ¡Y justamente ahora, cuando una loca esperanza de triunfo le galvanizaba! ¡Dentro de cuatro días, Pascua de Resurrección, y el lunes toreaba él! ¡Allí quería verlos! Ante la fiera, en el lance supremo de jugarse la vida, recobraría todo su prestigio a los ojos de la mujer amada. Allí no había señoritos finos, ni copleros, ni pintamonas que valieran. Allí no había sino tener valor y jugarse el pellejo. Sería un héroe, y la amada, ante el olor de la sangre y el redoble de los aplausos, sentiría renacer su amor.

Tarde de primavera. El automóvil corría rápido por la carretera, bordeada de grandes árboles. Al fondo el paisaje tenía tonalidades velazqueñas, con sus lomas grises, ondulantes, con sus robles centenarios que tendían la sombra obscura de sus copas, propicia al descanso de los príncipes cazadores, y al fondo, recortándose sobre el cielo diáfano, los azulados picos del Guadarrama. A los lados el panorama era «muy Goya» sobre todo a la parte del río, que corría menguado por su polvoriento cauce, formando grandes charcos en que brillaba el sol. Los lavaderos, con sus cuerdas de ropas albeantes, y los miserables merenderos, alegres como quevedescos mendigos, completaban la nota pintoresca, a que las frondas verde esmeralda de la cercana Casa de Campo servían de telón de fondo.

Velázquez y Goya son, he pensado muchas veces, los que mejor han dado en el paisaje la sensación del alma española. Sobria, casta y un poco finchada, en las horas de serenidad; incoherente, desbaratada, hórrida, con una fiebre de locura o sangre, mezcla extraña de superstición y de lujuria, en los momentos de alegría...

El «auto» se detuvo ante un senderillo que llevaba a menguado edificio desierto y silencioso aún en aquella temprana estación. Pagó el torero, y mientras el coche volvíase hacia Madrid comenzó a andar buscando a su amiga. Una mujer vieja, sucia y desgreñada se asomó a la puerta del albergue, y al ver a un torero tan elegante le saludó con la mejor de sus sonrisas:

-¿Busca a una señorita «mu maja»? «Pus» hacia el río «s’a dido».

Echó a andar en la dirección que le habían indicado, y después de caminar algunos pasos, al volver una tapia semiderruida, cubierta de plantas trepadoras, vio destacarse sobre el eglógico fondo del paisaje la airosa figura de su amada, como una dríada perversa y caprichosa sobre el fondo de un tapiz de cartón mitológico-campestre. Corrió a ella:

-¡María!

-¡Joaquín!

Se estrecharon las manos cordialmente, como si en vez de una ruptura fuese aquello una cita de amor. Sólo que él puso en aquel ademán apasionado impulso y ella amical frialdad.

María había preparado aquella entrevista cuidando, en mujer avezada a tales lances, de todos los detalles de la escenografía romántico-amatoria. Ella era persona de buen gusto y le placía hacer las cosas bien. Decidida a romper, había resuelto buscar un final bonito para aquel idilio, algo poético. Estudió soluciones; la puñalada como remate de los amores toreriles era cosa muy gastada ya; escribir una carta patética, recurso de burguesa primeriza con vistas al «chantage»; cerrarse en la torre de marfil y hacerse inabordable, recurso aburrido, y, en cambio, en aquella entrevista a orillas del río podía decir todas las cosas bonitas que se le pasasen por la cabeza, sin peligro de que le estropeasen la piel, o un juez imprudente leyese sus cartas el día de mañana, o de enmohecerse encerrada en casa. No era, sin embargo, solamente el afán de una sensación romántica lo que le arrastraba a aquella entrevista; era más bien, bajo el frívolo disfraz, una precaución de mujer corrida y que sabe el efecto de ciertas cosas sobre las almas rudas lo que se ocultaba. Bajo su aspecto inconsciente de aturdimiento poseía ella un espíritu sagaz, una facultad observadora admirable, una presencia de ánimo inaudita, y rapidez de determinación que en algunas ocasiones le salvó de los peligros en que su vida aventurera le ponía. En aquélla comprendía que la pasión del torero por ella no podía equipararse con los frívolos devaneos que hasta entonces formaron la liviana urdidumbre de su vida; sentía que se había portado mal con él, que para divertirse unos meses había destrozado la felicidad del muchacho para siempre, y sentía un vago temor por la explosión pasional de su víctima. Julito, parte de buena fe, parte porque los lances sensacionales le encantaban, habíale aconsejado una fuga. María meditó. No. Una fuga no es una solución. En una fuga pueden seguirle a uno y sorprenderle lejos, fuera de su casa y privado de los elementos de defensa que le son a uno familiares; pero, además, de una fuga, tarde o temprano hay que acabar por volver. ¿Una entrevista? Eso era, indudablemente, lo mejor. Claro que había peligro, que era expuesto a cualquier violencia; pero... quien no se aventura, no pasa la mar. Además, si salía bien (y saldría seguramente), ya estaba despejada la incógnita y ella tranquila para siempre.

Dieron juntos ya algunos pasos en silencio. Al fin ella, más dueña de sí, comenzó a hablar lentamente, con tono persuasivo de persona formal que trata de convencer a un niño.

-No te enfades, Joaquín; no te excites ni te pongas fuera de ti por lo que te voy a decir.¡Si tú supieses lo que yo he sufrido antes de decidirme a decírtelo; si vieses lo que sufro ahora, me tendrías lástima! Yo no hubiese querido -prosiguió- que este día llegase nunca; pero la vida es tan cruel, que nos lleva muy aprisa, muy aprisa, por las horas felices, para llegar pronto a la desgracia. ¡No tomes a mal esto, no creas que es un capricho mío; pero es preciso que todo acabe!

-¡Ves, ves como no me quieres ya! -clamó él presa de desesperación inmensa-. ¡Si ya lo sabía yo, si lo estaba viendo venir, si te has cansado de mí, si jamás me has querido!

Ella redobló su dulzura, y reprochadora, triste, recomenzó, fijando en él la muda reprobación de sus doradas pupilas:

-¡No seas injusto! ¡No añadas a mi pena otra pena mayor! Si yo no te hubiese querido, ¿crees tú que te hubiese sacrificado mi nombre, mi reputación, la felicidad de mi casa, todo lo que tenía; di, lo crees?

-Pues si me quieres, ¿por qué me dejas? ¿Por qué vienes a darme una «puñalá» por la espalda? -argumentó el infeliz-. Cuando se quiere a una persona no hay más que «er queré»...

-¡Ojalá fuese cierto! - suspiró la traidora-. Pero eso es bueno para vosotros, que vivís de sentimientos y de pasiones; no para nosotros, que vivimos víctimas de convencionalismos y leyes sociales. ¡Ah, quién pudiera -murmuró ensoñadora- vivir con el corazón! Pero no sabes que para mí existen deberes, obligaciones, reglas... mi casa, mi marido, mi familia, mi posición... No, Joaquín, no puede ser. Esto tiene que acabar.

Él tuvo una explosión salvaje de pasión:

-«Eto» no «pué» acabar, porque yo te quiero, y no quiero que se acabe «ma» que con la «vía»! ¡Si me dejas, si no me quieres ya, te juro que te mato y me mato yo a tu vera!

La crisis temida. Los ojos de él relampaguearon homicidas, y la Montaraz sintió vago temor. ¡El caos de las tormentas! Hizo un llamamiento a su presencia de ánimo, y redoblando la persuasiva ternura, reprochó:

-No seas loco, chiquillo, y no eches a perder con esas tonterías el buen recuerdo que tengo de ti. Mira, amantes no podemos ser, pero seremos amigos, muy amigos, y el recuerdo de estos meses de cariño será la añoranza más bella de nuestra vida. Para mí, la hora en que te conocí...

-¡Maldita sea! -clamó él.

-No digas eso -reprochó suavemente-. La vida no tiene tantos recuerdos felices para que maldigamos los pocos que hay...

Y como le viese casi vencido, próximo a llorar, le cogió la mano con abandono, y susurró afectuosa:

-Chiquillo, no seas malo.

Él la estrechó entre sus brazos en un impulso de pasión:

-¿Verdad que es mentira todo? ¿Verdad que me quieres? -interrogó ansioso.

Ella le rechazó suavemente.

-¡No seas loco! ¡Ves como no se puede ser buena!

Ante la repulsa se apartó de ella con desvío y murmuró sombríamente:

-Yo sé lo que tengo que hacer.

Vagamente atemorizada por aquella amenaza, preguntó ella a su vez en tono de fingida broma:

-¿Me piensas matar?

-¿«Pa» qué? -formuló trágico-. ¡Después de muerta no me habías de querer!

-¿Pues, entonces?

-¡Me mataré yo!

Respiró la pérfida más tranquila, pero, sin embargo, creyó su deber oponerse.

-Mira, no digas desatinos. Antes de irme me has de jurar que no vas a hacer atrocidades.

-¿Qué te importa ya?

-¡Pero, chaval, tú estás malo de la cabeza! ¿Que qué me importa? ¡Pues no había de importarme, con lo que yo te quiero!

-¿Me quieres... -vaciló- como antes?

-Eso no. Como una amiga.

-Entonces, adiós.

Aceptó el rompimiento.

-Adiós.

En pie, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, esperó Joaquín con loca esperanza que ella se arrepintiese, que volviese la cabeza, una palabra, un gesto. Pero la dama se alejaba tranquila, indiferente, en la gloria del crepúsculo.