La estocada de la tarde: 04
Capítulo IV
Las luces de la feria se iban apagando poco a poco. Todavía brillaban los arcos voltaicos de un cinematógrafo y a lo lejos un tiovivo cargado de dorados y lentejuelas daba vueltas a los sones de ramplona musiquilla, que llegaban hasta allí apagados y melancólicos.
Comenzaban los vendedores a cerrar sus puestos y a recogerse en ellos; hombres, mujeres y niños, formando enormes familiones, venidos de la montaña para presenciar las fiestas del patrón, ambulaban atontados de un lado a otro buscando un refugio para pasar la noche, y la población toda, de común tan tranquila, ardía en una vida ficticia.
En la terraza que bajo los soportales de la plaza había improvisado el dueño del Hotel Imperial acababan de tomar el chocolate, de vuelta del teatro, la Montaraz y los demás de la pandilla, más algunos «aficionados» y admiradores del «Arrojadito». Discutían todos los lances y peripecias del taurino festejo de la tarde, y mientras don Godofredo, con el tirolés verde, que, según Julito, más parecía un huevo frito caído sobre la oreja, discutía con el monstruoso don Zenón los floreos del «Bomba», los otros reían y hacían chistes subidos de color. Sólo María, de un humor endiablado, no prestaba atención a los discreteos, y puesto en ello sus cinco sentidos, espiaba, con el rabillo del ojo, a dos aventureras de vistoso atavío y buen palmito que bebían champaña, sentadas a otra mesa, en compañía de un tipo que ella conocía de verle rodar por las salas de juego de San Sebastián y Biarritz. No le cabía duda que una de ellas (la rubia del sombrero encarnado, por más señas) se estaba «timando» con el torero, y aún que (y esto era lo que le sacaba de quicio) él correspondía a sus miradas con otras, si no tan incendiarias, también cargaditas de electricidad.
Aunque aún no tenía derechos adquiridos, pues entre ella y el muchacho no había sino un escandaloso flirteo, los manejos de la zurlipanta para birlarle a su adorador le estaba poniendo los nervios de punta. ¿Qué se había creído la tía aquella? ¡Habrase visto pendón! ¡Mirar a un hombre que era suyo, que estaba enamorado de ella!
Porque Joaquín estaba loco por ella, de eso estaba segura. No había sino mirarle a la cara para observar el cambio enorme operado en aquellos quince días. Más pálido, más ojeroso, con no sé qué brillo malsano en las pupilas y qué extraña sequedad en los labios, la envolvía en largas miradas sombrías. Además, él tan formal, tan buen chico, no hablaba para nada de volver a su casa con su mujer y su nena, sino que empalmaba corrida con corrida y seguía junto a la dama que, a decir verdad, no se mostraba esquiva con él. Aquel mismo rendimiento era su mayor enemigo, pues segura ella de su poder, sabía con supremo talento de mujer hecha en tales lides, negarse y ofrecerse alternativamente, resistiendo unas veces a sus rudas acometidas con el tesón de una virgen sagrada, desarmando otras su enojo con una caricia, ondulante, escurridiza, camaleóntica, cediendo siempre sin llegar a caer nunca. Por vez primera él, aquella noche, separaba los ojos de ella para fijarlos interesado en otra mujer. Así, la Montaraz, nerviosa, inquieta, esperaba el momento de recogerse con cierto temor de que él quisiera quedarse allí.
De pronto latiole violentamente el corazón; el galán de aquellas señoras se había puesto en pie y venía a ellos. Llegado a la mesa, saludó a todos, y luego, acercándose al «Arrojadito» habló con él en voz baja. María aguzó la oreja para tratar de enterarse, pero hablaba muy quedo y sólo alcanzó frases truncadas.
-...Sabes, esas del «Olimpo», la del escándalo...
-Sí, sí; ya sé quién son -replicaba el torero-, pero ahora estoy con estas señoras y no puedo.
No pudo la curiosa dama enterarse del nuevo argumento empleado por el tentador y sí sólo de la respuesta de su amado, que menos cuidadoso hablaba más alto.
-Te digo que ahora no puedo.
-Si no es ahora, es cuando se suban -argüía el otro impaciente.
Joaquín parecía vacilar. Una opresión extraña ahogaba a la dama y el anhelo loco de una negativa agitó su corazón. Se vio defraudada. El torero, tras breves instantes de duda, pareció tomar su partido.
-Bueno, espérame; en cuanto les deje, volveré a bajar.
María sentía insensata rabia. ¡Infames! Luego, la dulce duda la ofreció un refugio. ¡Bah! No bajaría; había aceptado para librarse de aquel pelmazo y zafarse del compromiso. ¿Cómo conseguir una certeza? Un ardid femenino se le ocurrió. Interrogarle a él. Si decía verdad, era señal de que no pensaba bajar; si mentía, la aceptación era cierta.
-Oiga usted -interrogó con aire indiferente como el que no quiere la cosa-. ¿Qué buscaba el trasto ese? ¿Algún recado de las pelanduscas?
Mintió él.
-Nada, tonterías. Un billete «pa» los toros de mañana. Le he dicho que en «er» despacho hay un tío que los vende.
Despechada, nerviosísima, deseando despejar la incógnita, María sintió invencible sueño y mirando su reloj, se dispuso a subir.
-¡Pero ustedes saben la hora que es! ¡Las dos! ¡Y mañana hay que madrugar!
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Con prodigiosa rapidez de transformista, María concluía su tocado nocturno. Las voces de Julito y Joaquín, que hablaban en el pasillo, le tranquilizaban respecto a la oportunidad de su salida. Mientras el elegante estuviese allí, «Arrojadito» no bajaría a la cita de las prójimas. Había que ganar tiempo, y la excitada señora daba los últimos toques a «deshabillé». Hay que confesar que estaba guapa, con el perverso encanto de bacante o de sacerdotisa de un culto lascivo y pasional. Una bata de muselina blanca moldeaba la ambigua gracia de su cuerpo de adolescente, dejando desnudo merced al cuadrado escote y a las cortas mangas, el cuello fino y los redondos y torneados brazos. Había sacudido la cabellera corta y rizada que nimbaba de sombra el rostro pálido en que los labios eran encendidas brasas.
Al fin oyó a Calabres que se despedía y al torero que entraba en su cuarto; luego, una pausa silenciosa, y al fin una puerta que chirriaba, y escuchó pasos de persona que avanza quedamente. ¡Él! Resueltamente abrió la puerta y diose de manos a boca con «Arrojadito».
Con habilidad de artista consumada fingió profundo asombro:
-¡Ay!
Él se detuvo, y disimulando con una risa falsa su turbación, interrogó:
-¿Le asusto?
-Asustarme, no -aseguró ella-. Pero como les creía a todos durmiendo...
-Yo, no -y buscó inútilmente un pretexto con que excusar su salida.
Más dueña ella de sí, dijo a modo de explicación:
-Yo no podía dormir con una jaqueca atroz que se me ha levantado, y como antes vi una terracita que daba sobre un jardín, se me ha ocurrido ir a tomar el fresco allí para ver si así se me pasa el dolor.
-¿Se puede acompañarla? -interrogó él.
Vaciló la Montaraz, fluctuando entre tomarlo en serio o a risa, y decidiose al fin por este último partido:
-¡Hombre, le puede hacer daño el relente!
Él imploró humilde vencido al encanto de la dama:
-Déjeme ir. ¡«Pue» que mañana me mate «er» toro y «jasí» llevaré su recuerdo «ar» otro mundo!
Había una súplica tan apasionada en su voz que María cedió:
-Venga usted, si quiere.
Caminaron pasillo adelante, y al llegar ante una puerta vidriera abrió ella y penetraron ambos en una pequeña terraza que avanzaba sobre el jardín.
Era un jardín provinciano, lleno de un gran encanto melancólico. Así, bajo la diáfana claridad de la luna que lucía en el cielo azul obscuro como un ópalo caído en un tapiz cobalto bordado de oro, adquirían las cosas una belleza vaga ensoñadora. Entre macizos de bojes y arrayanes, que comenzaban trazados de calles inacabadas, florecían los rosales.
Bajo la luz del sol debía de ser aquel un jardín vulgar; pero así, visto a la teatral claridad de la luna, tenía poética belleza. Como en la escena del balcón de «Romeo y Julieta», María se apoyó en la balaustrada. Toda blanca, hecha de gasas y de luna, manchada la eucarística albura del rostro por la sacrílega herida de los labios, semejaba una aparición a la vez pasional y mística. Joaquín se colocó junto a ella, y ambos permanecieron silenciosos. Él la miraba turbado por intensa sensación pasional, sin atreverse a hablar. Ella, las narices dilatadas de voluptuosidad, aspiraba el acre aroma del jardín. Al fin ella, más dueña de sí, habló:
-Parece que se me pasa el dolor de cabeza.
Luego, como él siguiese callado, bromeó:
-¿Se ha dormido?
Con voz temblorosa de pasión comenzó a hablar:
-No me he dormido: es que cuando estoy a su vera siento como un ahogo que no me deja hablar. «É» como una alegría «mu» grande que me diera gana de llorar; «argo» que «é» pena y alegría.
Hizo una pausa y después siguió:
-A veces, allá en mi tierra, he «sentío» cosas de éstas cuando andaba solito por los campos y olía a gloria y cantaban los ruiseñores. Entonces, como ahora, sentía esta penita muy dulce, muy buena...
Y como ella callase tercamente, interrogó tuteándola de súbito:
-¿Sabes por qué, di, sabes por qué? ¡Porque te quiero!
Y como ella siguiese silenciosa, un brazo audaz rodeó su cintura.
María no protestó, no hizo resistencia. ¿Para qué? Le quería. Se daba exactamente cuenta de que su voluntad entera no le serviría para defenderse una hora más. Una de aquellas súbitas rachas pasionales que le dominaban de vez en cuando se había enseñoreado de ella ahora. Le quería; más que quererle, sentía una atracción invencible hacia él; una incapacidad física de resistencia. Él, a su vez, en contacto con el cuerpo de la morena, que adivinaba semidesnuda al través del liviano tejido de la bata, experimentaba loca ansiedad de morder aquellos labios prometedores de voluptuosidades y de mirarse en el fondo de las pupilas agitadas por la tormenta pasional.
Poco a poco se fue estrechando contra ella en loco abrazo que le hacía sentir las tibias carnes de la mujer moldeándose a su cuerpo; sus labios secos, quemantes, se posaron en el desnudo cuello, y en una caricia dulce, mordedora, fueron subiendo hasta encontrar los labios de la amada y fundirse con ellos en un beso interminable, mientras los ojos se hundían en el abismo de los ojos.
La luna, avergonzada, escondió su rostro en una nube, y en la paz de la noche vibró un cantar:
- Fueron mis ilusiones
- flor del almendro;
- flor temprana que al soplo
- muere del viento.