XXVIII

De Fernando Calpena a D. Pedro Hillo


Villarcayo, Agosto.

¿Qué yo vaya a La Guardia, querido clérigo? ¿Con qué fin, con qué razón o apariencias de ella? ¿Por verte y abrazarte? Para eso, más natural es que tú vengas aquí; si así lo hicieres, en ello me darías mucho gusto, y me evitarías el decirte por escrito lo que con más prontitud y claridad se dice de palabra.

Por de pronto, sabrás que recibí los libros: desde que a mis manos llegaron, he vivido en ellos, ya reanudando antiguas amistades, ya entablándolas nuevas. Grandes y leales amigos son los libros, ¿verdad, mi caro capellán? Gracias a ellos, ningún vacío de nuestra existencia deja de amenguarse un poco. Leemos, y lentamente caen sobre nuestra alma gotitas de un bálsamo consolador. Lo que siento infinito es que no encontraras las Voces interiores del gran Hugo, que anhelo conocer, y ojalá suenen tanto que apaguen la vibración de las mías. Confío en que Boix no dejará de pedir y enviarme ese libro, y lo espero porque sé que no falta en Madrid quien le apremie para complacerme. Gracias mil a todos.

Mi drama ya no es drama: la última escena conocida se me presenta en forma de leyenda de un color harto lúgubre, sobria en sus líneas, altamente patética. Como todas las leyendas que ha puesto en circulación el romanticismo, reviste forma enigmática, o así me lo parece a mí, sin duda porque no conozco más que un fragmento de ella. Verás: una mujer desconocida, de mísero aspecto, aparece en La Guardia portadora de un mensaje para cierto caballero residente a la sazón en Villarcayo. No encontrando al caballero en ese pueblo donde tú estás, dirígese a este donde estoy yo; pero al llegar a Miranda muere... En las leyendas, como en la vida, la muerte viene siempre a tiempo, es decir, cuando según nuestro criterio no debe venir. La oportunidad del morir es siempre contraria a todos nuestros deseos y previsiones. Sin esta lógica artística del morir no habría leyendas, ni tampoco vida, la cual también es una gran obra de arte. Falta en la leyenda lo más interesante, que yo me atrevo a planear del modo siguiente: Lee: Muerta la señora, es enterrada. Sabedor de ello el caballero, corre a Miranda, y obtenido permiso de la autoridad, exhuma a la señora: quiere reconocerla, recoger la carta... ¡Oh, gran Hillo! vieras allí la tristísima escena: abrirse la tierra, entregando su secreto; vieras la duda curiosa penetrando con atrevida mano en el seno de una tumba, para sacar lo que al olvido y a la descomposición pertenecía ya. Todo eso verías tú, si lo vieras. Sale el cadáver, después de tres días de descanso y corrupción, y el caballero le dice: «¿Quién eres? Dame la carta».

Ya te oigo preguntándome: «¿Quién era? ¿Qué decía la carta?». No contesto, porque esta segunda parte no es más que una idea, es lo que yo debí haber hecho y no hice ni haré. Desde que he renunciado a la voluntad, no sé dar fin a las leyendas, ni aun siendo tan reales como la que te cuento. Me quedo en mis horribles dudas tejiendo con ellas nuevas historias, terminadas siempre en ignorancias que desgarran el corazón, en enigmas que trastornan la mente. Con los libros platico, en ellos busco soluciones, les pido consejo, les doy mis ideas a cambio de las suyas; pero la ardiente amistad que con ellos trabo no me da la serenidad que apetezco, no me despeja el cerebro de sombras. Los libros me compadecen; pero no pueden, y bien claro me lo dicen, no pueden remediar mi mal. Ellos imitan la vida, pero no son la vida; son obra de un artista, no de Dios.

¿Y en tal situación quieres que yo vaya a La Guardia? No puede ser. Quien ha venido a ser mi dueño absoluto y mi gobernante no me ha mandado eso, ni me lo mandará, porque me ama y me estima, y no me pondrá jamás en una situación desairada. Así me lo ha dicho Valvanera, que es como ella misma, y además la propia discreción. Yo no puedo pretender los favores de la divina Palas, porque pretendiéndolos, tendría que fingir una disposición de espíritu que estoy muy lejos de tener, desgraciadamente. ¿Soy un aventurero? No. Ni ella ni tú podéis suponerlo. La situación moral y psicológica en que me encuentro aumenta de un modo increíble mi respeto a la sin par mayorazga. Creo que, si ante ella me viese de improviso, me turbaría como pobre chicuelo sin sociedad, educado en convento o seminario, que tiembla y se ruboriza ante una mujer. Observo qué sentimientos nacen en mí al pensar en Demetria, y por más que me estudio, sólo encuentro vergüenza, cortedad, una infinita modestia ante criatura tan fuerte y grande. No dudes que soy una nulidad social y moral. Mi amor propio en ruinas me señala como el último de los seres. Si alguien lograra restaurar en mí la arrogancia perdida, me sentiría yo menos pequeño, y al paladearme, empleando en mi propio examen el sentido del gusto, me encontraría menos desabrido.

Además, oh prudente amigo y maestro, la descomposición de mi voluntad ha dejado en mi alma un residuo amargo, la duda, que se ha extendido por todo mi ser, y no puedo ya pensar en cosa ni persona sin que al punto la vea desvirtuada y deslucida. Dudo de cuanto existe. Cierto que no puedo negar la virtud, los méritos notorios de la niña de Castro; pero si a ella me aproximara con las intenciones que tú quieres sugerirme, cree que a mis ojos desmerecería. No podría ser ya la Demetria en quien vi tantas perfecciones... Contémplala en su altura, en su apartamiento, que ella, como todo lo sagrado, más ha de valer y representar cuanto más distante se encuentre de la acción de nuestros sentidos, y déjame a mí en esta miseria tristísima. Estoy recogiendo uno a uno los huesos dispersos de mi esqueleto, hecho pedazos en el espantoso choque de la caída. Poco a poco iré armando mi personalidad, que con tantas soldaduras y pegotes no podrá ser nunca lo que fue. Gracias que pueda sacar de mí mismo la resignación, o sea la cola con que me voy pegando, y uniendo mis propios fragmentos. Luego que el vaso esté bien sujeto con lañaduras, recogeré, si puedo, las varias esencias del alma que salieron volando en la catástrofe, y andan por ahí como vapores que trae y lleva el viento. Procuraré condensarlo todo. Algo he recogido ya, pero es poco; no sé por qué espacio andarán esencias mías muy sutiles, de las cuales no me ha quedado más que el olor... Ya, ya sé lo que vas a decirme... que algo mío anda por ahí y que debo ir a buscarlo. No: lo único mío que en la explosión pudo volar hacia La Guardia es el respeto, y ese vale más que se quede por allá, para que lo unas a tu admiración y hagas un lindo ramillete con que obsequiar a la celeste Palas. Otra clase de flores no me pidas. Ya sabes, Mentor mío, que las rosas

no nacen entre el hielo; y si nacieran,
sólo al tocarlas yo se marchitaran.

Por hoy no te marea más tu fiel amigo -Fernando.