La estafeta romántica/XXI
XXI
Villarcayo, Junio.
Querido capellán: Hemos pasado unos días crueles con la enfermedad de los niños. Cayó Nicolasa con calenturas el 15 del pasado, reponiéndose al séptimo día; mas antes de que esto sucediera, el segundo de los varones, Federico, fue atacado del mismo mal, que degeneró en tabardillo. Veinte días hemos tenido a la pobre criatura entre la vida y la muerte. Figúrate la ansiedad de los padres, que ha tiempo vienen siendo enfermeros de su prole, dañada de no sé qué mal profundo, insidioso. Tengo la satisfacción, en medio de mis tristezas, de haberme asociado a los afanes de esta noble familia, y por fin, al gozo de verles vencedores del terrible mal. A fuerza de cuidados y desvelos hemos rechazado a la muerte, y lo digo así porque no he sido yo menos padre que ellos, en el sentido de la solicitud vigilante. Cuando el cansancio les rendía, yo he ocupado su puesto, poniendo toda mi alma en aquel servicio humanitario. La gratitud de estos nobles amigos me envanece más que si hubiera yo ganado laureles de los que vivamente halagan el amor propio.
Y no es esta la única conquista que he realizado en estos días de prueba. Ya sé lo que es calor de familia; en mí anidaron y criaron sentimientos dulcísimos que ya llevaré conmigo en lo que de vida me reste; me va muy bien con ellos; me espanta la soledad en que yo quedaría si estos sentimientos me faltasen, y me compadezco de mí, acordándome del tiempo en que no los conocía. Tengo que razonar para convencerme de que no es mi hermano el pobre niño que hemos salvado de la muerte; sus padres no sé qué son míos: sólo afirmo que les quiero y que me quieren. En los días de ansiedad y de lucha con la muerte, respirábamos los tres con un solo aliento; ellos me daban su temor; yo les daba mi esperanza.
La mañana feliz en que consideramos salvado a Federico, Valvanera selló nuestro espiritual parentesco con una confianza sublime. Incapaz de contener su efusión maternal, me llamó a su cuarto, y en presencia de Juan Antonio me descifró el enigma de mi vida. Ya sabía yo que ella y mi madre son amigas íntimas, que desde la infancia se adoran. Ahora sé el nombre que ignoraba, la condición social y otras particularidades de mi nacimiento y de mi niñez... El desgarrón del velo que envolvía mi origen me hizo caer en un estupor parecido al idiotismo: he pasado un día sin darme cuenta de cosa alguna, mirando con embargada atención la fórmula resolutiva de mi problema, y los nuevos problemas que de aquella solución se derivan... Por la noche, solo en mi aposento, lloré largo rato, sintiendo dentro de mí un desconsuelo inexplicable, no sé qué, sin duda reflejo de las aflicciones que por mí ha pasado la persona que me dio la vida. Pensaba que si yo hubiera muerto al nacer, habría evitado sus acerbas penas, y luego las mías. Ya no puedo evitar nada; soy impotente para todo, y la idea de que mi amor y mi gratitud a ese noble ser han de esconderse en la obscuridad y en el disimulo como si fueran delitos, me vuelve loco.
En tanto, mi drama se ha empequeñecido. Dentro de mi espíritu lo veo cada día perdiendo volumen y claridad. Síntomas de olvido empiezan a manifestarse: he notado que pasaban largas horas sin que de su terrible argumento y de sus personas me acordase. Pero ayer y hoy he advertido que me ronda, que viene en mi busca. Una nueva carta de Pedro Pascual me informó ayer de que los Arratias están furiosos contra mí. No ha podido averiguar mi amigo si Aura había regresado al domicilio conyugal: sospechaba que no. Como puedes comprender, estas noticias me inquietan, me trastornan, impidiéndome condensar las ideas y fijar mi voluntad en una sola dirección. Tengo que dividir mi espíritu, como un caudillo militar que dispersa sus tropas para la ofensiva necesaria en un punto y la defensiva en otro. Me halaga la esperanza, querido clérigo, de que se den órdenes para que no se aplace más tiempo tu viaje. Aunque Valvanera y Juan Antonio colman mis anhelos de sociedad y de amistad y todo, parece que me falta algo. ¡Que vengas, hombre! Quiero marearte un poco y hacerte rabiar. Por esta noche no escribo más.
Sábado.- He pasado el día haciendo muñecos de papel al niño convaleciente. Te asombrarías como yo de mi habilidad en este arte. He construido una docena de clérigos graciosísimos con sus tejas descomunales, y otras tantas monjitas con blancas tocas; sobre la cama los iba poniendo en correcta formación el pequeño. En la sección de animales he sido menos afortunado; pero aun así, mis gatos, mis burros y mis elefantes han cumplido el objeto para que fueron creados. Por cada cucharada de alimento o de medicina que toma el chiquillo, cobra anticipadamente una figura, y en ocasiones un cuarto. Por la noche, cuando le rinde el sueño, y después que el contacto de su frente y muñecas nos dice la frescura de su sangre, recogemos en una cestita todas las colecciones clericales y zoológicas, para hacer en ellas las reparaciones convenientes. Pero dudo que mañana obtengan el mismo éxito; ya se me ha indicado para mañana un nuevo mundo que debe salir de mis manos hacedoras: torres, puentes, barcos de guerra y fortalezas con cañones.
Te dije ayer que el drama me acecha: hoy te digo que ha venido Churi; pero no le han permitido entrar en la casa, ni yo he de salir a verle: le tengo miedo. Desde mi ventana le he visto rondar por estas inmediaciones, con cara famélica y ansiosa. ¿Qué querrá decirme? ¿Me traerá alguna carta? Mejor es que no lo sepa. Juan Antonio ha encargado a uno de los mozos que le despabile, amenazándole con dar parte a la justicia y meterle en la cárcel si no se larga de estos contornos. ¡Pobre Churi! ¿Qué me querrá?
Valvanera y su marido me han predicado un cariñoso sermón sobre la obediencia, y yo he reconocido que a ella me obligan todos los respetos y las nuevas afecciones que siento en mí. No haré más que lo que ellos dispongan. Forzosamente vuelvo a la niñez. La querida persona que se ha pasado lo mejor de su vida sin poder acariciarme y gobernarme, quiere hacerlo ahora, y yo me apresuro a ofrecerle mi sumisión incondicional. Es difícil, no obstante, que pueda darle gusto en una cuestión que, según me ha declarado Valvanera, es su sueño dorado. Bien comprenderá que no puedo disputar al Marqués de Sariñán la excelsa niña de Castro, cuyos méritos son tales que hoy me avergonzaría yo de dirigir hacia ella mis aspiraciones. ¿Qué piensas de esto? Sería imponerme una ridiculez; sería lanzarme quizás a un nuevo desastre. Me siento sin fuerza moral para tal empresa; necesito un largo reposo, y restaurar mi espíritu desquiciado y en ruinas.
Y sobre todo, ¿quién soy yo, ¡triste de mí! para pretender honor tan grande como la posesión de esa maravilla de la humanidad? ¿En qué sentimientos he de fundar mi campaña? ¿En la admiración que hacia ella siento? Eso no basta. Mi conciencia, hoy por hoy, no me permitiría expresar otros sentimientos... Me ha revelado Valvanera la situación social dolorosísima en que mi existencia pone a mi madre, y esto acaba de hundirme. Me achico cada día más; me siento enano, microscópico; me pierdo entre las multitudes plebeyas, y deseo que nadie se fije en mí, ni me pregunte quién soy ni de dónde he venido.
La tristeza se me va aposentando en el alma, no como huésped, sino como propietario que se decide a ocupar por siempre su domicilio heredado: no podré arrojarla nunca; la siento que se acomoda y agasaja, que enciende el hogar, que coloca sus muebles, que imprime aquí y allá su huella, y va calentando este y el otro rincón. ¿Pero qué me importa no ser nadie, si soy todo para una sola persona, y esa persona es todo para mí? Te aseguro que si no existiera mi madre y la cadena que a ella me une, para mí no habría un bien como la muerte. Me halaga la idea de no sentir nada; de sentir, si acaso, la vaga impresión de la quietud, de la carencia de todo estímulo. Es dulce notar vacíos de interés los dramas y dormidas en nuestro regazo las pasiones. Ayer fui con el párroco a visitar el cementerio: no puedes figurarte la envidia que me daba de los que duermen bajo aquellas lápidas, protegidos por una cruz. Los hay sin lápida; los hay anónimos, de olvidada filiación; los hay sin cruces ni signo alguno. Toda la noche he visto en mi mente las cruces solitarias, algunas no muy derechas, y me ha sido grato pensar en la placidez de los que duermen en la tierra, soñando quizás que han desaparecido del mundo el mal y la ridiculez. Mándame las Noches de Young, que encontrarás en la librería de Boix, Carrera de San Jerónimo, o en la de Pérez, calle de las Carretas, frente al Correo. Mándame también las Noches lúgubres de Cadalso. Adiós: me acuesto sin sueño.
Domingo. -Hoy, oyendo misa con Juan Antonio en la parroquia, no he cesado de pensar que podrías interpretar torcidamente lo que anoche te escribí acerca de mis nuevas amistades con la muerte. El recelo de que supongas en mí intentos de suicidio me inquieta, querido capellán, pues nada más lejos de mi ánimo que el propósito de poner fin a mi pobre existencia. La convicción de que si a mí mismo no me necesito para nada, a otras personas queridísimas soy necesario, me obliga a rectificar aquellas ideas. El vivir no me gusta; pero es un deber; como tal acepto la vida, y procuraré su conservación. No quiero hacer más víctimas. Que las personas que aman mi vida la tengan, aunque a mí me pese. ¿Sabes lo que discurría anoche, desvelado, dando vueltas en mi cama? Pues que Dios debiera pasar a mi naturaleza la enfermedad, raquitismo, o lo que sea, que destruye a los hijos de Maltrana, transmitiendo a estos mi salud vigorosa. ¡Qué contentos se pondrían sus padres con este cambio! Pues aunque a mí me lloraran, me llorarían una vez, y sus hijos son cinco, cinco duelos en perspectiva. Hoy me rectifico, amado clérigo, y no pido a Dios semejante cambio de naturaleza; es mucho mejor que los chicos y yo vivamos. Por consiguiente, verás que tacho el párrafo en que te pedía me mandases las Noches de Young y de Cadalso. Déjame a mí de Noches, hombre, y mándame días si los hay. En vez de esos librotes que inducen a la melancolía, haz un paquete con el nuevo drama de Víctor Hugo, Angelo, tirano de Padua, con la Gabriela de Belle Isle, de Dumas, y todo lo demás que de este género encuentres en casa de Boix, y me lo echas para acá con el primer ordinario que salga. Que sean en francés: no quiero traducciones.
Última hora: a mí llega un run-run que, si se confirma, me librará de la falsísima, indelicada posición a que quiere llevarme mi buena madre, haciéndome pretendiente de secano de la sin par Demetria. Susurran de La Guardia que al fin hay arreglo, y que en el frontispicio de Castro-Amézaga se pondrá la corona de Sariñán y de Villarroya de la Sierra. Tú lo verás si vas por allí, que yo no pienso verlo. Paréceme muy lógica tal unión, y no siento más que no tener aquí a mi D. Beltrán para pasarle la noticia por los morros. ¿Serán felices? Averígualo tú, que yo no puedo. Vuelvo a creer que sólo los muertos son dichosos.
Ahora que me acuerdo: mándame también el tomo de poesías de Víctor Hugo, Hojas de otoño. Este poeta me enloquece. De Walter Scott quiero la Fiancée de Lamermoor, que conozco y quiero leer de nuevo, y la Hermosa de Perth, que no conozco. Me siento ávido de poesía y literatura; mas no me mandes nada clásico, que me apesta. Tu D. Javier de Burgos y tu D. Félix Reinoso, que me esperen allá hasta el día del Juicio, con sus versos acartonados, que ya deben de saber de memoria sus lectores fervientes, los ratones. Al buen Horacio déjale dormir en mi baúl, junto al somnífero Despreaux. En cambio, me harás feliz si me empaquetas para acá los volúmenes que me quedaban de Lope, ya que no sea posible recuperar los que le presté a Pepe Díaz y a García Gutiérrez, y añades los dos tomos que tenía de Schiller. Relamiéndome estoy pensando en el drama Los bandidos, que leeré hasta aprendérmelo de memoria. Vaya, no te da más jaqueca tu férvido amigo y discípulo -Fernando.
P. S.- Me enseña Juan Antonio un periódico de Madrid que anuncia la reciente publicación de un nuevo tomo de Víctor Hugo, Les voix intérieures. Por lo que más quieras, Hillo de mis pecados, vete corriendo a casa de Boix y cómprame ese libro, si lo tiene, y si no lo tiene dile que lo pida al momento. Aquí no hay medio de encargar ningún libro a París, como no mandes un propio con el dinero. Ya me muero de ansiedad por leer esas Voces... Ya me parece que las oigo antes de leerlas. ¿Quién no tiene voces dentro? Sospecho que las que ha escrito Hugo no son las suyas, sino las mías. -Vale.