IV

De Doña María Tirgo a su amiga Doña Juana Teresa. -(Incluida en la anterior)

Hoy, lunes 16.

Ya decía yo, mi amante amiga, que os habíais corrido con harta precipitación a celebrar el funeral, dando por verdaderas las primeras noticias que recibisteis. Os movió a ello sin duda vuestra gran piedad y el deseo de ayudar al buen viejo, con vuestro sufragio, en la reparación de su alma. No necesito decirte cuánto nos hemos alegrado de que viva el noble señor, y de que aún tengáis que sufrir alguna de sus impertinencias, propias de la edad. Mil y mil felicitaciones, amados Juana y Rodrigo, por la vuelta del pródigo D. Gastón. Pero se me ocurre que si continúa tu suegro en lo que llaman el teatro de la guerra... que teatro había de ser para mayor perversión... no esté su vida muy segura, pues allí fusilan a cada triquitraque, y a muerte natural le exponen además sus años cansados y las penalidades, ajetreos y hambres que ha de sufrir. Manda, pues, que se conserve todo lo que se preparó para las frustradas honras, catafalco, blandones y demás, y si por desgracia viniese con veras lo que antes vino con engaño, cumples disponiendo un ceremonial decoroso y modestito, evitando esa traída de señores eclesiásticos, buena cosa para una vez, como demostración de la nobleza y poderío de tu ilustre casa.

Las niñas me encargan os exprese su alegría por esta felicidad de la resurrección del caballero. Las pobrecitas lloraron por su falsa muerte, y ahora no caben en sí de satisfacción: le querían, le quieren; se encantaban oyéndole cuando aquí estuvo con vosotros, y celebraban el recreo y finura de su conversación y su especialísimo donaire para obsequiar a las damas, cualidad en que nadie le iguala debajo del sol. «¡Viva Don Beltrán! -clamaban Demetria y Gracia batiendo palmas-. Quisiéramos tenerle aquí para darle las dos a un tiempo, cada una por su lado, un abrazo apretadísimo».

Y paso a nuestro asunto. Sabrás, mi buena Juanita, que el pájaro, o llámese sujeto, ha parecido. No es que esté aquí, ¡Jesús! Por acá no ha venido, ni creo que venga; pero sabemos dónde está. Después de muchas vueltas de un punto a otro de Vizcaya, buscando en quién descargar su cólera por el chasco sufrido, ha ido a parar, ¿a dónde creerás? a Villarcayo. Allí le tienes hospedado tranquilamente en la casa de tu cuñada Valvanera. No es mal sitio para reposar de tantas fatigas y digerir las enormísimas calabazas. Pues de su presencia y descanso en tierra de Mena tenemos noticia por Sabas, un criado de casa que se llevó de escudero; y aunque todavía sigue a su servicio, ha venido a ver a su madre enferma y sacramentada. Una cosa rarísima, querida Juana: Sabas no ha traído carta del sujeto para las niñas ni para nadie de esta familia. Cuenta que tan sólo le encargó dar a todos las más finas expresiones. Mi hermano, muy contento de saber que vive y está bueno D. Fernando, ha dado en la tecla de escribirle pidiéndole noticias de su vida y milagros en todo este tiempo. Ya he dicho a José María que, persistiendo en nuestra buena memoria del Sr. de Calpena, por el servicio que prestó a las niñas sacándolas de Oñate, debemos abstenernos de entrar ahora con él en relación de cartitas y bobadas, pues ya cumplimos con lo que nos mandaba nuestro agradecimiento. Que en esto del daca y toma de cartas, se sabe dónde se empieza y no dónde se concluye; y hasta podría ser que se nos plantara aquí y no tuviéramos más remedio que alojarle en casa de las niñas o en la nuestra. No, no: bien se está San Pedro... en Villarcayo. Te pasmarás si te digo que tratando ayer en la mesa de este punto grave, de si convenía o no escribirle, y manifestándonos José María y yo de contrapuestos pareceres, Demetria apoyó mi opinión. A esta niña no la entiende nadie.

Tienes razón: he sido una simple al querer atar el cabo de la muerte del satírico madrileño con este otro cabo suelto de acá. Creía yo que las mismas causas podían dar los mismos efectos; pero mirándolo bien, hay menos semejanza entre los dos de lo que a mí me parecía. El de Madrid usaba, en efecto, nombre de un barbero para firmar sus romanticismos prosaicos. Demetria, que conserva todos los libros de la biblioteca de su pobre padre, a quien en otra forma mató el romanticismo, ¡Dios le tenga en su santa gloria! está muy enterada de todo esto, y dice que el difunto suicida era un hombre que con su propio pensamiento, como la cicuta, se amargaba y envenenaba la vida. A este propósito mostró Demetria un libro ya por ella leído, y que pensaba leer de nuevo, en que otro romántico de los más gordos pone el ejemplo del enamorado que se mata por tener la novia casada. Llámase Las cuitas del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la idea negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como Goiti o Goitia. Entiendo yo que Demetria ve más emparentado al D. Fernando con el personaje de esta historia, fingida o real, que con el melancólico y desesperado muerto de Madrid. Ella no dice nada; pero se lo conozco, y me da mala espina esta afición que ha sacado ahora por la literatura, prefiriendo la sentimental y de lloriqueos, tristezas y desastres, pues no sólo anda resobando al tal Uberte o Güerter, sino también a otros libros y novelas de amores contrariados, siendo más extraña esta afición, cuanto que siempre fue perezosa para toda frivolidad. Ahora la ves agrandando cada día los ratitos perdidos, o sea los que consagra a este entretenimiento de los libros, que me parecen son prohibidos, si bien entiendo que por dañosos que sean no han de causar malicia en entendimiento tan claro y voluntad tan sana como la suya. Las de Álava le han traído una historia escrita por ese que se mató, y que se titula El Doncel de no sé qué Rey, y otra de un autor escocés que tú conocerás; yo no acierto a escribir su nombre. Estaré con cien ojos, a ver en qué paran estas lecturas. A Dios, que te me guarde muchos años. -María.