La esfinge del sendero

LA ESFINGE DEL SENDERO. (1916)
de Jenaro Cardona

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I

Allá, en la troje, se oía la animada charla de los dos muchachos. Ella, graciosa chiquilla de 14 años, lista y vivaracha, con esa acuciosidad que revela desde la infancia a la mujer casera y hacendosa, que se preocupa del orden y los quehaceres domésticos. El abundante cabello negro de un negro profundo como sus ojos, como las cejas-graciosos arcos que parecían trazados por un pincel mojado en tinta china-lIevábalo recogido hacia atrás con un pedazo de cinta azul, color de que era muy amante, quizá porque una tímida intuición de coquetería le había enseñado que tal color y el rosado armonizaban lindamente con los cutis morenos como el de ella. El sol y el aire libre del campo habían puesto en sus mejillas esas rosas que acusan, a más de excelente salud, un temperamento sanguíneo, rosas que se esfumaban suavemente en su delicioso color moreno, formando un contraste encantador. Era la chiquilla una armonía, la armonía de la forma que se vigoriza en deliciosas cun-aturas, en la transición precoz, aquí en los trópicos, de la infancia a la pubertad. El chico, que apenas contaría 17 años, era de cuerpo enjuto, un tanto delicado, pálido; pero llamaban desde luego la atención sus grandes ojos pardos obscuros, de un iris formado por puntitos dorados, que parecían brillar suavemente; ojos luminosos que miraban con inteligencia y dulzura, orlados por largas pestañas negras, todo lo cual le había valido alguna vez el mote de ojos de santo. Tenía, además, el chico, una alta y hermosa frente, nariz recta, un tanto carnosa, y en su boca, de líneas fuertes y acentuadas, ya se dibujaban precoces rasgos de energía y resolución.

Ambos estaban sentados, el uno frente al otro, sobre las mazorcas de maíz que llenaban la tercera parte de la troje, mantenían entre las piernas sendos canastos de mimbre, en los cuales iban echando el maíz a medida que lo desgranaban de las mazorcas, previamente despojadas de la tusa.

Llamábase el chico Rafael María; era huérfano; de diez años había sido recogido por ñor Ignacio, su padrino, uno de los vecinos más ricos y considerados de la villa de San Roque, y dos años después lo había mandado al Padre Juan Bautista, cura del lugar, para que sirviera allí en los menesteres de la casa, y se fuera aficionando a los cosas de la iglesia, hacia las cuales el chico manifestaba una ardiente inclinación. Poco a poco fué tomando tanto gusto a dichas cosas, que, cuando no tenía que desgranar maíz, echar de comer a los cerdos y a las gallinas, bañar el caballo del cura o barrer el patio y demás dependencias de la casa cural, se escapaba para la sacristía, y allí se estaba las horas muertas mirándolo todo y trasteando por lo rincones con cuanto cachivache encontraba· pero, eso sí, con toda la veneración y respeto que siempre le inspiraban las cosas santas.

Pronto fué el brazo derecho del Padre Juan, pues aun cuando el sacristán de la Iglesia devengaba veinticinco colones mensuales, era todo un haragán y señor don Cómodo, y aunque parezca exageración, más bruto que un becerro. Comprendió que el chico era listo y diligente, y poco a poco le fué cargando de quehaceres, al punto que ya no se ocupaba ni en hacer las hostias que consumía la feligresía.

(Tachado en el texto de orígen) Mirá, Rafaelillo, esta noche tenés que tocar las ocho, porque tengo que ir a un rosario y hay baile y dan chocolate, y mañana tenés que barrerme la Iglesia, porque tengo un dolor aquí en el brazo, que Dios me ayude, y ya que vas me tocás la misa y me la ayudás...Ah, y no se te olvide que hay que limpiar los candeleros y mudarle el fustán a la virgen de las Mercedes, porque el qye tuene ya está muy chorrido.

Sólo le faltaba agregar que fuera el último del mes donde el mayordomo, retirara la soldada de los veinticinco y se los metiera en el bolsillo para que hiciese de ellos lo que la gana le diera; pero bien se guardaba de esto el muy ladino.

El chico recibía casi orgulloso y muy agradecido este chaparrón de encargos, y para hacerle justicia, los desempeñaba a conciencia con gran satisfacción, pues en sus adentros ya se juzgaba persona necesaria e importante.

Era una gloria para él subir al campanario, empuñar las cuerdas de las campanas y empezar a tocar la misa cuando el oriente se ilumina con los primeros fulgores de la aurora. Primero, unos cuantos golpes fuertes que guardaban entre sí un intervalo de tiempo exacto; luego iban haciéndose más contínuos y seguidos, y al propio tiempo más suaves, casi hasta adormecerse, para volver a surgir después vigorosos, vibrantes como gritos de victoria, guardando siempre, matemáticamente el mismo intervalo entre campanazo y campanazo. Su imaginación infantil le sugería, siempre que tocaba a misa, la misma idea, el mismo símil: se figuraba el sonido algo así como un carro de montaña rusa, que al desprenderse de la cima de uua cordillera, como la que él tenía enfrente, sonaba fuertemente; a medida que el carro descendía, iba apaciguándose el sonido hasta hacerse casi imperceptible, cuando se arrastraba por el valle, para volver a subir triunfante y victorioso hasta arriba, en el crescendo fuerte, acompasado y seguro de sus golpes, mentras golpeaba las campanas parecía estar en un éxtasis, émulo de Quasimodo. con las naricillas dilatadas, la vista fija allá en las azules lontananzas que empezaban a bañarse con la luz del sol y de las cuales iban levantándose dulce y perezosamente las nieblas blanquecinas que habían dormitado en los boscajes y en las laderas, Al concluir, volvía en sí. echaba una mirada triunfante sobre el pequeño vallecito que dominaba desde el modesto campanario. y bajaba lentamente, pensando... ¡pensando en tantas cosas!...