La escuela y la librería
La escuela de la cartilla y el Cristo, del catón de San Casiano y de la pauta, implantada en tiempo del antiguo régimen, no se conoció por aquí hasta mediados del siglo pasado, y aún eso mismo, sólo en el hospicio de los Padres de la Compañía con su aula de latinidad. Expulsados de estos dominios por el año 1767, pasó la escuela y sus útiles a los religiosos franciscanos; pero sólo para quien podía pagar la enseñanza.
Veintiséis años después apareció un particular —Don Mateo Cabral— solicitando permiso para poner una escuela de primeras letras, paga, por supuesto (1796) que le fue concedido.
La escuela gratuita no se conocía. La primera que se estableció fue para niños pobres el año 95, en los Ejercicios, fundada por Doña María Clara Zabala, cuyo nombre, entre paréntesis, bien merecía el honor de figurar en la nomenclatura de las públicas. Pero, para qué tanto trabajo, ni gastar pólvora en salvas. Obra al fin de tiempos de oscurantismo, sin bombos ni otras gangas.
Catorce años después, cuando la muy fiel San Felipe y Santiago contaba con 7 a 8 mil habitantes, recién se preocupó el Cabildo de seguir las huellas de doña María Clara, acordando el establecimiento de escuela gratuita para niños pobres (1809) asignando 500 pesos anuales de sueldo al maestro, que lo fue el Padre Arrieta.
Reglamentóla el Cabildo, como lo había hecho con el Coliseo. ¿Tendrá el lector curiosidad de saber cómo? Por si acaso, sacaremos del polvo un pedazo.
Admisión de niños pobres sin ninguna retribución pecuniaria, proporcionándoles papel, tinta y plumas gratis, y eso que la lechera no daba para gracias. Prohibición de mezclar los niños blancos de los de color. Prohibición del uso de la palmeta, pero en cambio se permitían los azotes hasta seis. Autorización a los ayudantes para recibir 4 reales de los padres pudientes que quisiesen voluntariamente darlos, con obligación los ayudantes de acompañar sus hijos de ida y vuelta a la escuela. Llevar diariamente los niños a misa. Visita mensual del Regidor decano y del Síndico Procurador. Examen anual de aritmética. Gramática, Ortografía y demás ramos que se enseñasen, y adjudicación de premios.
Despuéa vino la Escuela de la Patria, gratuita, dirigida por el Padre Lamas. Cuando ésta desapareció, la sustituyó la del Cabildo en la misma condición, gratis, siendo maestros de ella Villalba, Vergara y algún otro.
Por fin, el año 21 vino la excelente escuela de la Sociedad Lancasteriana, completamente gratuita, establecida en el Fuerte y dirigida por el reputado educacionista Cátala y Codina, teniendo por auxiliares a Orta y al Padre Gadea. La misma que funcionó hasta el año 25, pero quedando el boga el sistema de enseñanza de Lancaster, el más adelantado que se conocía en aquellos tiempos y cuya introducción se debió a los esfuerzos del sabio Larrañaga.
De las escuelas particulares de ambos sexos, pagas, con los cuatro reales de cada discípulo, excusamos hablar dentro y fuera de muros. Desde la de Pagola, Lombardini, Calaguy, Irigoyen y Vidal en la ciudad, hasta la de Argerich en el Cardal, la de Bonilla en el Peñarol, y Peirayo entre Aguada y Cordón, con sus bandas de Roma y Cartago.
¿Y maestras? Desde la San Martín, Ferrada, Rodríguez, hasta la beata Rosita, Delanti, y la cojita de la esquina del canario.
Librería o cosa parecida, ¡de adonde! La antigua metrópoli, por sistema, no quería muchos libros en las colonias. Gracias con los de misa y vidas de los santos, para los que supiesen leer. Y después la Inquisición...
Vaya una muestra. Corría el año 7, cuando tomada esta plaza por los ingleses, desembarcaron varios visitantes de los que se hallaban en los transportes. Ocurrióle a uno entrar en un tendejón buscando libros. Oíd todo lo que halló por junto, según lo que publicó a su regreso a Londres, en un bosquejo del Virreinato: "Así que llegué, fue uno de los objetos de mi investigación buscar una venta o almacén de libros; y como notase sobre la puerta de una casa particular un anuncio de que allí se vendían libros y papel, hube de entrar en ella. Detrás del mostrador estaba una joven decentemente vestida que resultó ser la mujer del librero. Pregunté por varias obras españolas, como Don Quijote y el Padre Feijóo, y nada. La obra más notable que descubrí fue una en latín de los conventos. Un libro viejo en inglés titulado Essay on sermoso. Un tratado en francés sobre la estructura anatómica del cuerpo humano y tres grandes folios de teología en español. Una lista de libros prohibidos por la Inquisición, en doce volúmenes en octavo. Esto puede dar idea de la literatura del lugar.
Pasó tiempo, antes que apareciese el bolichito de Yañes en la esquina del Fuerte, con su mostradorcito de vara y media y sus cuatro tablitas de armazón, en que se vendía el medio de tinta, el papel y las plumas de ave para los muchachos de escuela y la cartilla con la tabla de sumar y el catón cristiano y el devocionario, y pare usted de contar. Calle de San Carlos, algo mejorcito.
Siguióle nuestro Domeneque en la calle de San Carlos, algo mejorcito, en donde siquiera se encontraba, a más del libro de misa y las novenas, el Belisario, Robinson y las fábulas de Samaniego, en su vidrierita, para no mezclar sus libros con los garbanzos, el chocolate y la loza.
¿Y dónde dejamos al mentado Varela de la Plaza Matriz? Oh, aquello era lo que había. Cartillas, cartones, Catecismos de Astete, novenas y el ordinario, en mezcla de rosarios, arroz, azúcar, jabón, almidón, pescado frito, botones y pelotas.