La escuela moderna :5

Francisco Ferrer y Guardia, La escuela moderna, 1908.

.V.

COEDUCACIÓN DE AMBOS SEXOS

La manifestación más importante de la enseñanza racional, dado el atraso intelectual del país, lo que por lo pronto podía chocar más contra las preocupaciones y las costumbres, era la coeducación de niñas y niños.

No es que fuera absolutamente nueva en España, porque, como imperio de la necesidad y por decirlo así en estado primitivo, hay aldeas, apartadas de los centros y de las vías de comunicación situadas en valles y montañas, donde un vecino bondadoso, o el cura, o el sacristán del pueblo acogen niños y niñas para enseñarles el catolicismo y a veces el silabario; es más: se da el caso de hallarse autorizada legalmente, o si no tolerada, por el Estado mismo, en pueblos pequeños cuyos ayuntamientos carecen de recursos para pagar un maestro y una maestra; y entonces una maestra, nunca un maestro, enseña a niños y niñas, como yo mismo he tenido ocasión de verlo en un pequeño pueblecillo no lejos de Barcelona; pero en villas y ciudades era desconocida la escuela mixta, y si acaso por la literatura se tenía noticia de que en otros países se predicaba, nadie pensaba en adaptarla a España, donde el propósito de introducir esa importantísima innovación hubiera parecido descabellada utopía.

Conociéndolo, me guardé bien de propagar públicamente mi propósito; reservándome hacerlo privada e individualmente. A toda persona que solicitaba la inscripción de un alumno le pedía alumnas si tenía niñas en su familia, siendo necesario exponer a cada uno las razones que abonan la coeducación, y aunque el trabajo era pesado, resultó fructífero. Anunciado públicamente hubiera suscitado mil preocupaciones, se hubiera discutido en la prensa, los convencionalismos y el temor al qué dirán, terrible obstáculo que esteriliza infinitas buenas disposiciones, hubieran predominado sobre la razón y, si no destruido por completo, el propósito hubiera sido de realización dificilísima: procediendo como lo hice pude lograr la presentación de niños y niñas en número suficiente en el acto de la inauguración, que siempre fué en progresión constante, como lo demuestran las cifras consignadas en el Boletín de la Escuela Moderna que expondré después.

La coeducación tenía para mi una importancia capitalísima, era, no sólo una circunstancia indispensable para la realización del ideal que considero como resultado de la enseñanza racionalista, sino como el ideal mismo, iniciando su vida en la Escuela Moderna, desarrollándose progresivamente sin exclusión alguna e inspirando la seguridad de llegar al término prefijado.

La naturaleza, la filosofía y la historia enseñan, contra todas las preocupaciones y todos los atavismos, que la mujer y el hombre completan el ser humano, y el desconocimiento de verdad tan esencial y trascendental ha sido y es causa de males gravísimos.

En el segundo número del Boletín justifiqué ampliamente estos juicios con el siguiente artículo:

NECESIDAD DE LA ENSEÑANZA MIXTA

La enseñanza mixta penetra por todos los pueblos cultos. En muchos, hace tiempo que se recogen sus óptimos resultados.

El propósito de la enseñanza de referencia es que los niños de ambos sexos tengan idéntica educación; que por semejante manera desenvuelvan la inteligencia, purifiquen el corazón y templen sus voluntades; que la humanidad femenina y masculina se compenetren, desde la infancia, llegando a ser la mujer, no de nombre, sino en realidad de verdad, la compañera del hombre.

Una institución secular, maestra de la conciencia de nuestro pueblo, en uno de los actos más trascendentales de nuestra vida, cuando el hombre y la mujer se unen por el matrimonio, con aparato ceremonioso, le dice al hombre que la mujer es su compañera.

Palabras huecas, vacías de sentido, sin trascendencia efectiva y racional en la vida, porque lo que se ve y se palpa en las iglesias cristianas, y en la ortodoxia católica en especial, es lo contrario de todo en todo a semejante compañerismo. Dígalo, si no, una mujer cristiana, de grande corazón, que rebosando sinceridad, no hace mucho se quejaba amargamente a su iglesia por el rebajamiento moral que sufría su sexo en el seno de la comunión de sus fieles: Atrevimiento impío sería que en el templo osara aspirar la mujer a la categoría del último sacristán.

Padecería ceguera de inteligencia quien no viese que, bajo la inspiración del sentido cristiano, están las cosas, respecto al problema de la mujer, en el mismo ser y estado que lo dejara la Historia Antigua: o quizás peor, y con agravante de mucho peso. Lo que palpita, lo que vive por todas partes en nuestras sociedades cristianas como fruto y término de la evolución patriarcal, es la mujer no perteneciéndose a sí misma, siendo ni más ni menos que un adjetivo del hombre, atado continuamente al poste de su dominio absoluto, a veces... con cadenas de oro. El hombre la ha convertido en perpetua menor. Una vez mutilada ha seguido para con ella uno de los términos de disyuntiva siguiente: o la oprime y le impone silencio, o la trata como niño mimado... a gusto del antojadizo señor.

Si parece que asoma para ella la aurora del nuevo día, si de algún tiempo a esta parte acentúa su albedrío y recaba partículas de independencia, si de esclava va pasando, siquiera con lentitud irritable, a la categoría de pupila atendida, débelo al espíritu redentor de la ciencia que se impone a las costumbres de los pueblos y a los propósitos de los gobernantes sociales.

El trabajo humano, proponiéndose la felicidad de su especie, ha sido deficiente hasta ahora: debe de ser mixto en lo sucesivo; tiene que estar encomendado al hombre y a la mujer, cada cual desde su punto de vista. Es preciso tener en cuenta que la finalidad del hombre en la vida humana, en frente de la misión de la mujer, no es respecto de ésta, de condición inferior ni tampoco, superior, como pretenciosamente nos abrogamos. Se trata de cualidades distintas, y no cabe comparación en las cosas heterogéneas.

Según advierten buen número de psicólogos y sociólogos, la humanidad se bifurca en dos facetas fundamentales: el hombre significando el predominio del pensamiento y el espíritu progresivo; la mujer dando a su rostro moral la nota característica del sentimiento intensivo y del elemento conservador.

Mas precisa tener en cuenta que semejante modo de ser no da pábulo favorable a las ideas de los reaccionarios de toda especie, ni tiene que ver con ellos. Porque si el predominio de la nota conservadora y de la cualidad afectiva se encarna en la mujer por ley natural, no se puede sacar de ello la peregrina legítima consecuencia que a la compañera del hombre, por íntima constitución de su ser, le está vedado pensar en cosas de mucha monta, o en caso contrario, que ejercite la inteligencia en dirección contraria a la ciencia asimilando supersticiones y patrañas de todas clases.

Tener idiosincrasia conservadora no es propender a cristalizar en un estado de pensamiento, o padecer obsesión por todo aquello que sea del revés de la realidad. Conservar quiere decir sencillamente retener, guardar lo que se nos ha producido o lo que producimos nosotros. El autor de La Religión del porvenir, refiriéndose a la mujer en el asunto indicado dice: El espíritu conservador puede aplicarse a la verdad como al error; todo depende de lo que se da para conservarse. Si se instruye a la mujer en ideas filosóficas y científicas, su fuerza conservadora servirá en bien, no en mal de las ideas progresivas.

Por otro lado, dicho se está, la mujer es con intensidad afectiva. Lo que recibe no lo guarda como monopolizadora egoísta; sus creencias, sus ideas, todo lo bueno y lo malo que forman sus tesoros morales, se los saca de sí, y con profusión generosa se los comunica a los seres que por virtud misteriosa del sentimiento se identifican con ella. De aquí lo que es sabido, como moneda corriente: con el arte exquisito, de inconsciencia infalible, sugieren toda su fisonomía moral, toda el alma de ellas, en el alma de sus predilectos amados.

Si las capas de las primeras ideas son gérmenes de verdad, semillas de adecuados conocimientos, sembrados en la conciencia del niño por su primer pedagogo, que aspira el ambiente científico de su tiempo, entonces lo que se produce en el hogar es una obra íntegramente buena, sana de todos lados.

Pero si al hombre, en la primera edad de la vida, se le alecciona con fábulas, con errores de toda especie, con lo opuesto a la orientación de la ciencia, ¿qué cabe esperar de su porvenir? Cuando de niño evolucione en adulto será un obstáculo al progreso. La conciencia del hombre en la edad infantil es de idéntica contextura que su naturaleza fisiológica: es tierna, blanda. Recibe muy fácilmente lo que le viene de afuera. Pero con el tiempo va teniendo conato de rigidez la plasticidad de su ser; se convierte en consistencia relativamente estadiza su primitiva excesiva ductilidad. Desde ese momento tenderá el sedimento primero que le diera la madre, más que a incrustarse, a identificarse con la conciencia del joven. El agua fuerte de ideas más racionales, sugestionadas en el comercio social o efecto de privativos estudios, podrán tal vez raspar de la inteligencia del hombre los conceptos erróneos en la niñez adquiridos. Pero ¿qué tiene que ver en la vida práctica, en la esfera de la conducta, semejante transformación de la mente? Porque no hay que olvidar que quedan, después de todo, la mayoría de las veces, escondidos en los pliegues recónditos del corazón aquellas potentes afectivas inclinaciones que dimanan de las primitivas ideas. De donde resulta que en la mayoría de los hombres, entre su pensar y su hacer, entre la inteligencia y la voluntad existe una antítesis consumada, honda, repugnante, de donde derivan la mayoría de las veces los eclipses del bien obrar y la paralización del progreso. Ese sedimento primario dado por nuestras madres es tan tenaz, tan duradero, se convierte de tal modo en médula de nuestro ser, que energías fuertes, caracteres poderosamente reactivos que han rectificado sinceramente de pensamiento y de voluntad, cuando penetran de vez en cuando en el recinto del yo para hacer el inventario de sus ideas, topan continuamente con la mortificante substancia de jesuíta que les comúnicara la madre.

La mujer no debe estar recluída en el hogar. El radio de su acción ha de dilatarse fuera de las paredes de las casas: debería ese radio concluir donde llega y termina la sociedad. Mas para que la mujer ejerza su acción benéfica, no se han de convertir en poco menos que en cero los conocimientos que le son permitidos: debieran ser en cantidad y en calidad los mismos que el hombre se proporciona. La ciencia, penetrando en el cerebro de la mujer, alumbraría, dirigiéndole certeramente, el rico venero de sentimiento; nota saliente, característica de su vida; elemento inexplotable hasta hoy; buena nueva en el porvenir de paz y de felicidad en la sociedad.

Se ha dicho con Secretan que la mujer es la continuidad y el hombre es el cambio; el hombre es el individuo y la mujer es la especie. Pero el cambio, la mutación en la vida no se comprenderían, serían un parecer fugaz, inconsistente; desprovisto de realidad, si no se tuviera al obrero femenino que afirmara y consolidara lo que el hombre produce. El individuo, representado por el varón, como tal individuo, es flor de un día, de efímera significación en la sociedad. La mujer, que representa la especie, es la que posee la misión de retener, en la misma especie, los elementos que le mejoren la vida, pero, para que éstos sean adecuadamente entendidos, es preciso que ella tenga conocimientos científicos.

La humanidad mejoraría con más aceleración, seguiría con paso más firme y constante el movimiento ascensor del progreso y centuplicaría su bienestar, poniendo a contribución del fuerte impulsivo sentimiento de la mujer las ideas que conquista la ciencia. Dice Ribot que una idea no es más que una idea, un simple hecho de conocimiento que no produce nada, no puede nada, no obra si no es sentido, si no le acompaña un estado afectivo, si no despierta tendencia, es decir, elementos motores.

De aquí se desprende que, para bien del progreso, cuando asoma una idea, consagrada como verdad en el pensamiento científico, no se la puede dejar ni cortos lapsos de tiempo en estado contemplativo. Esto se evita penetrando de sentimiento la idea, comunicándole amor, que cuando se apodera de ella no para, no la deja hasta convertirla en hecho de vida.

¿Cuándo sucederá todo esto? Cuando se realice et matrimonio de las ideas con el corazón apasionado y vehemente en la psiquis de la mujer; entonces será un hecho evidente en los pueblos civilizados el matriarcado moral. Entonces, la humanidad, por una parte, contemplada desde el circulo del hogar, poseerá el pedagogo significado que modele, en el sentido del ideal, las semillas de las nuevas generaciones; y por otra se contará con el apóstol y propagandista entusiasta, que por sobre todo ulterior sentimiento sepa hacer sentir a los hombres la libertad, y la solidaridad a los pueblos.