La esclava de su amante

​La esclava de su amante​ de María de Zayas y Sotomayor


Mi nombre es doña Isabel Fajardo, no Zelima, ni mora, como pensáis, sino cristiana, y hija de padres católicos, y de los más principales de la ciudad de Murcia; que estos hierros que veis en mi rostro no son sino sombras de los que ha puesto en mi calidad y fama la ingratitud de un hombre; y para que deis más crédito, veislos aquí quitados; así pudiera quitar los que han puesto en mi alma mis desventuras y poca cordura. Y diciendo esto, se los quitó y arrojó lejos de sí, quedando el claro cristal de su divino rostro sin mancha, sombra ni oscuridad, descubriendo aquel sol los esplendores de su hermosura sin nube. Y todos los que colgados de lo que intimaba su hermosa boca, casi sin sentido, que apenas osaban apartar la vista por no perderla, pareciéndoles que como ángel se les podía esconder. Y por fin, los galanes más enamorados, y las damas más envidiosas, y todos compitiendo en la imaginación sobre si estaba mejor con hierros o sin hierros, y casi se determinaban a sentir viéndola sin ellos, por parecerles más fácil la empresa; y más Lisis, que como la quería con tanta ternura, dejó caer por sus ojos unos desperdicios; mas, por no estorbarla, los recogió con sus hermosas manos. Con esto, la hermosa doña Isabel prosiguió su discurso, viendo que todos callaban, notando la suspensión de cada uno, y no de todos juntos.

-Nací en la casa de mis padres sola, para que fuese sola la perdición de ella: hermosa, ya lo veis; noble, ya lo he dicho; rica, lo que bastara, a ser yo cuerda, o a no ser desgraciada, a darme un noble marido. Criéme hasta llegar a los doce años entre las caricias y regalos de mis padres; que, claro es que no habiendo tenido otro de su matrimonio, serían muchos, enseñándome entre ellos las cosas más importantes a mi calidad. Ya se entenderá, tras las virtudes que forman una persona virtuosamente cristiana, los ejercicios honestos de leer, escribir, tañer y danzar, con todo lo demás competentes a una persona de mis prendas, y de todas aquellas que los padres desean ver enriquecidas a sus hijas; y más los míos, que, como no tenían otra, se afinaban en estos extremos; salí única en todo, y perdonadme que me alabe, que, como no tengo otro testigo, en tal ocasión no es justo pasen por desvanecimiento mis alabanzas; bien se lo pagué, pero más bien lo he pagado. Yo fui en todo extremada, y más en hacer versos, que era el espanto de aquel reino, y la envidia de muchos no tan peritos en esta facultad; que hay algunos ignorantes que, como si las mujeres les quitaran el entendimiento por tenerle, se consumen de los aciertos ajenos. ¡Bárbaro, ignorante! si lo sabes hacer, hazlos, que no te roba nadie tu caudal; si son buenos los que no son tuyos, y más si son de dama, adóralos y alábalos; y si malos, discúlpala, considerando que no tiene más caudal, y que es digna de más aplauso en una mujer que en un hombre, por adornarlos con menos arte.

Cuando llegué a los catorce años, ya tenía mi padre tantos pretensores para mis bodas, que ya, enfadado, respondía que me dejasen ser mujer; mas como, según decían ellos, idolatraban en mi belleza, no se podían excusar de importunalle. Entre los más rendidos se mostró apasionadísimo un caballero, cuyo nombre es don Felipe, de pocos más años que yo, tan dotado de partes, de gentileza y nobleza, cuanto desposeído de los de fortuna, que parecía que, envidiosa de las gracias que le había dado el cielo, le había quitado los suyos. Era, en fin, pobre; y tanto, que en la ciudad era desconocido, desdicha que padecen muchos. Éste era el que más a fuerza de suspiros y lágrimas procuraba granjear mi voluntad; mas yo seguía la opinión de todos; y como los criados de mi casa me veían a él poco afecta, jamás le oyó ninguno, ni fue mirado de mí, pues bastó esto para ser poco conocido en otra ocasión; pluguiera al Cielo le miraba yo bien, o fuera parte para que no me hubieran sucedido las desdichas que lloro; hubiera sabido excusar algunas; mas, siendo pobre, ¿cómo le había de mirar mi desvanecimiento, pues tenía yo hacienda para él y para mí; mas mirábale de modo que jamás pude dar señas de su rostro, hasta que me vi engolfada en mis desventuras.

Sucedió en este tiempo el levantamiento de Cataluña, para castigo de nuestros pecados, o sólo de los míos, que aunque han sido las pérdidas grandes, la mía es la mayor: que los muertos en esta ocasión ganaron eterna fama, y yo, que quedé viva, ignominiosa infamia. Súpose en Murcia cómo Su Majestad (Dios le guarde) iba al ilustre y leal reino de Aragón, para hallarse presente en estas civiles guerras; y mi padre, como quien había gastado lo mejor de su mocedad en servicio de su rey, conoció lo que le importaban a Su Majestad los hombres de su valor; se determinó a irle a servir, para que en tal ocasión le premiase los servicios pasados y presentes, como católico y agradecido rey; y con esto trató de su jornada, que sentimos mi madre y yo ternísimamente, y mi padre de la misma suerte; tanto, que a importunidades de mi madre y mías, trató llevarnos en su compañía, con que volvió nuestra pena en gozo, y más a mí, que, como niña, deseosa de ver tierras, o por mejor sentir mi desdichada suerte, que me guiaba a mi perdición, me llevaba contenta. Prevínose la partida, y aderezado lo que se había de llevar, que fuese lo más importante, para, aunque a la ligera, mostrar mi padre quién era, y que era descendiente de los antiguos Fajardos de aquel reino. Partimos de Murcia, dejando con mi ausencia común y particular tristeza en aquel reino, solemnizando en versos y prosas todos los más divinos entendimientos la falta que hacía a aquel reino.

Llegamos a la nobilísima y suntuosa ciudad de Zaragoza, y aposentados en una de sus principales casas, ya descansada del camino salí a ver, y vi y fui vista. Mas no estuvo en esto mi pérdida, que dentro en mi casa estaba el incendio, pues sin salir me había ya visto mi desventura; y como si careciera esta noble ciudad de hermosuras, pues hay tantas que apenas hay plumas ni elocuencias que basten a alabarlas, pues son tantas que dan envidia a otros reinos, se empezó a exagerar la mía, como si no hubieran visto otra. No sé si es tanta como decían; sólo sé que fue la que bastó a perderme; mas, como dice el vulgar, «lo nuevo aplace». ¡Oh, quien no la hubiera tenido para excusar tantas fortunas! Habló mi padre a Su Majestad, que, informado de que había sido en la guerra tan gran soldado, y que aún no estaban amortiguados sus bríos y valor, y la buena cuenta que siempre había dado de lo que tenía a su cargo, le mandó asistiese al gobierno de un tercio de caballos, con título de maese de campo, honrando primero sus pechos con un hábito de Calatrava; y así fue fuerza, viendo serlo el asistir allí, y enviar a Murcia por toda la hacienda que se podía traer, dejando la demás a cuenta de deudos nobles que tenía allá.

Era dueña de la casa en que vivíamos una señora viuda, muy principal y medianamente rica, que tenía un hijo y una hija; él mozo y galán y de buen discurso, así no fuera falso traidor, llamado don Manuel; no quiero decir su apellido, que mejor es callarle, pues no supo darle lo que merecía. ¡Ay, qué a costa mía he hecho experiencia de todo! ¡Ay, mujeres fáciles, y si supiésedes una por una, y todas juntas, a lo que os ponéis el día que os dejáis rendir a las falsas caricias de los hombres, y cómo quisiérades más haber nacido sin oídos y sin ojos; o si os desengañásedes en mí, de que más vais a perder, que a ganar! Era la hija moza, y medianamente hermosa, y concertada de casar con un primo, que estaba en las Indias y le aguardaban para celebrar sus bodas en la primera flota, cuyo nombre era doña Eufrasia. Ésta y yo nos tomamos tanto amor, como su madre y la mía, que de día ni de noche nos dividíamos, que, si no era para ir a dar el común reposo a los ojos, jamás nos apartábamos, o yo en su cuarto, o ella en el mío. No hay más que encarecerlo, sino que ya la ciudad nos celebraba con el nombre de «las dos amigas»; y de la misma suerte don Manuel dio en quererme, o en engañarme, que todo viene a ser uno. A los principios empecé a extrañar y resistir sus pretensiones y porfías, teniéndolos por atrevimientos contra mi autoridad y honestidad; tanto, que por atajarlos me excusaba y negaba a la amistad de su hermana, dejando de asistirla en su cuarto, todas las veces que sin nota podía hacerlo; de que don Manuel hacía tantos sentimientos, mostrando andar muy melancólico y desesperado, que tal vez me obligaba a lástima, por ver que ya mis rigores se atrevían a su salud. No miraba yo mal (las veces que podía sin dárselo a entender) a don Manuel, y bien gustara, pues era fuerza tener dueño, fuera él a quien tocara la suerte; mas, ¡ay!, que él iba con otro intento, pues con haber tantos que pretendían este lugar jamás se opuso a tal pretensión; y estaba mi padre tan desvanecido en mi amor, que aunque lo intentara, no fuera admitido, por haber otros de más partes que él, aunque don Manuel tenía muchas, ni yo me apartara del gusto de mi padre por cuanto vale el mundo. No había hasta entonces llegado amor a hacer suerte en mi libertad; antes imagino que, ofendido de ella, hizo el estrago que tantas penas me cuesta. No había tenido don Manuel lugar de decirme, más de con los ojos y descansos de su corazón su voluntad, porque yo no se le daba; hasta que una tarde, estando yo con su hermana en su cuarto, salió de su aposento, que estaba a la entrada de él, con un instrumento, y sentándose en el mismo estrado con nosotras, le rogó doña Eufrasia cantase alguna cosa, y él extrañándolo, se lo supliqué también por no parecer grosera; y él, que no deseaba otra cosa, cantó un soneto, que si no os cansa mi larga historia, diré con los demás que se ofrecieren en el discurso de ella.

Lisis, por todos, le rogó lo hiciese así, que les daría notable gusto, diciendo:

-¿Qué podréis decir, señora doña Isabel, que no sea de mucho agrado a los que escuchamos? Y así, en nombre de estas damas y caballeros, os suplico no excuséis nada de lo que os sucedió en vuestro prodigioso suceso, porque, de lo contrario, recibiremos gran pena.

-Pues con esa licencia -replicó doña Isabel-, digo que don Manuel cantó este soneto; advirtiendo que él a mí y yo a él nos nombrábamos por Belisa y Salicio.

A un diluvio la tierra condenada,
que toda se anegaba en sus enojos,
ríos fuera de madre eran sus ojos,
porque ya son las nubes mar airada.
La dulce Filomena retirada,
como no ve del sol los rayos rojos,
no le rinde canciones en despojos,
por verse sin su luz desconsolada.
Progne lamenta, el ruiseñor no canta,
sin belleza y olor están las flores,
y estando todo triste de este modo,
con tanta luz, que al mismo sol espanta,
toda donaire, discreción y amores,
salió Belisa, y serenóse todo.

Arrojó, acabando de cantar, el instrumento en el estrado, diciendo:

-¿Qué me importa a mí que salga el sol de Belisa en el oriente a dar alegría a cuantos la ven, si para mí está siempre convertida en triste ocaso?

Dióle, diciendo esto, un modo de desmayo, con que, alborotadas su madre, hermana y criadas, fue fuerza llevarle a su cama, y yo retraerme a mi cuarto, no sé si triste o alegre; sólo sabré asegurar que me conocí confusa, y determiné no ponerme más en ocasión de sus atrevimientos. Si me durara este propósito, acertara; mas ya empezaba en mi corazón a hacer suertes amor, alentando yo misma mi ingratitud, y más cuando supe, de allí a dos días, que don Manuel estaba con un accidente, que a los médicos había puesto en cuidado. Con todo eso, estuve sin ver a doña Eufrasia hasta otro día, no dándome por entendida, y fingiendo precisa ocupación con la estafeta de mi tierra; hasta que doña Eufrasia, que hasta entonces no había tenido lugar asistiendo a su hermano, le dejó reposando y pasó a mi aposento, dándome muchas quejas de mi descuido y sospechosa amistad, de que me disculpé, haciéndome de nuevas y muy pesarosa de su disgusto. Al fin, acompañando a mi madre, hube de pasar aquella tarde a verle; y como estaba cierta que su mal procedía de mis desdenes, procuré, más cariñosa y agradable, darle la salud que le había quitado con ellos, hablando donaires y burlas, que en don Manuel causaban varios efectos, ya de alegría, y ya de tristeza, que yo notaba con más cuidado que antes, si bien lo encubría con cauta disimulación. Llegó la hora de despedirnos, y llegando con mi madre a hacer la debida cortesía, y esforzarle con las esperanzas de la salud, que siempre se dan a los enfermos, me puso tan impensadamente en la mano un papel, que, o fuese la turbación del atrevimiento, o recato de mi madre y de la suya, que estaban cerca, que no pude hacer otra cosa más de encubrirle. Y como llegué a mi cuarto, me entré en mi aposento, y sentándome sobre mi cama, saqué el engañoso papel para hacerle pedazos sin leerle, y al punto que lo iba a conseguir, me llamaron, porque había venido mi padre y hube de suspender por entonces su castigo, y no hubo lugar de dársele hasta que me fui a acostar, que habiéndome desnudado una doncella que me vestía y desnudaba, a quien yo quería mucho por habernos criado desde niñas, me acordé del papel y se le pedí, y que me llegase de camino la luz para abrasarle en ella.

Me dijo la cautelosa Claudia, que éste era su nombre, y bien le puedo dar también el de cautelosa, pues también estaba prevenida contra mí, y en favor del ingrato y desconocido don Manuel:

-¿Y acaso, señora mía, ha cometido este desdichado algún delito contra la fe, que le quieres dar tan riguroso castigo? Porque si es así, no será por malicia, sino con inocencia; porque antes entiendo que le sobra fe y no que le falta.

-Con todo mi honor le está cometiendo -dije yo-, y porque no haya más cómplices, será bien que éste muera.

-¿Pues a quién se condena sin oírle? -replicó Claudia-. Porque, a lo que miro, entero está como el día en que nació. Óyele, por tu vida, y luego, si mereciere pena, se la darás, y más si es tan poco venturoso como su dueño.

-¿Sabes tú cúyo es?- le torné a replicar.

-¿De quién puede ser, si no es admitido, sino del mal correspondido don Manuel, que por causa tuya está como está, sin gusto y salud, dos males que, a no ser desdichado, ya le hubieran muerto? Mas hasta la muerte huye de los que lo son.

-Sobornada parece que estás, pues abogas con tanta piedad por él.

-No estoy, por cierto -respondió Claudia-, sino enternecida, y aun, si dijera lastimada, acertara mejor.

-¿Pues de qué sabes tú que todas esas penas de que te lastimas tanto son por mí?

-Yo te lo diré -dijo la astuta Claudia-. Esta mañana me envió tu madre a saber cómo estaba, y el triste caballero vio los cielos abiertos en verme; contóme sus penas, dando de todas la culpa a tus desdenes, y esto con tantas lágrimas y suspiros, que me obligó a sentirlas como propias, solemnizando con suspiros los suyos y acompañando con lágrimas las suyas.

-Muy tierna eres, Claudia -repliqué yo-; presto crees a los hombres. Si fueras tú la querida, presto le consolaras.

-Y tan presto -dijo Claudia-, que ya estuviera sano y contento. Díjome más, que en estando para poderse levantar, se ha de ir donde a tus crueles ojos y ingratos oídos no lleguen nuevas de él.

-Ya quisiera que estuviera bueno, para que lo cumpliera- dije yo.

-¡Ay, señora mía! -respondió Claudia-, ¿es posible que en cuerpo tan lindo como el tuyo se aposenta alma tan cruel? No seas así, por Dios, que ya se pasó el tiempo de las damas andariegas que con corazones de diamantes dejaban morir los caballeros, sin tener piedad de ellos. Casada has de ser, que tus padres para ese estado te guardan; pues si es así, ¿qué desmerece don Manuel para que no gustes que sea tu esposo?

-Claudia -dije yo-, si don Manuel estuviera tan enamorado como dices, y tuviera tan castos pensamientos, ya me hubiera pedido a mi padre. Y pues no trata de eso, sino de que le corresponda, o por burlarme, o ver mi flaqueza, no me hables más en él, que me das notable enojo.

-Lo mismo que tú dices- volvió a replicar Claudia- le dije yo, y me respondió que cómo se había de atrever a pedirte por esposa incierto de tu voluntad; pues podrá ser que aunque tu padre lo acepte, no gustes tú de ello.

-El gusto de mi padre se hará el mío- dije yo.

-Ahora, señora -tornó a decir Claudia-, veamos ahora el papel, pues ni hace ni deshace el leerle, que pues lo demás corre por cuenta del cielo.

Estaba ya mi corazón más blando que cera, pues mientras Claudia me decía lo referido, había entre mí hecho varios discursos, y todos en abono de lo que me decía mi doncella, y en favor de don Manuel; mas, por no darla más atrevimientos, pues ya la juzgaba más de la parte contraria que de la mía, después de haberle mandado no hablase más en ello, ni fuese adonde don Manuel estaba, porfié a quemar el papel y ella a defenderle, hasta que, deseando yo lo mismo que ella quería, le abrí, amonestándola primero que no supiese don Manuel sino que le había rompido sin leerle, y ella prometídolo, vi que decía así:

«No sé, ingrata señora mía, de qué tienes hecho el corazón, pues a ser de diamante, ya le hubieran enternecido mis lágrimas; antes, sin mirar los riesgos que me vienen, le tienes cada día más endurecido; si yo te quisiera menos que para dueño de mí y de cuanto poseo, ya parece que se hallara disculpa a tu crueldad; mas, pues gustas que muera sin remedio, yo te prometo darte gusto, ausentándome del mundo y de tus ingratos ojos, como lo verás en levantándome de esta cama, y quizá entonces te pesará de no haber admitido mi voluntad.»

No decía más que esto el papel. Mas ¿qué más había de decir? Dios nos libre de un papel escrito a tiempo; saca fruto donde no le hay, y engendra voluntad aun sin ser visto. Mirad qué sería de mí, que ya no sólo había mirado, mas miraba los méritos de don Manuel todos juntos y cada uno por sí. ¡Ay, engañoso amante, ay, falso caballero, ay, verdugo de mi inocencia! ¡Y, ay, mujeres fáciles y mal aconsejadas, y cómo os dejáis vencer de mentiras bien afeitadas, y que no les dura el oro con que van cubiertas más de mientras dura el apetito! ¡Ay, desengaño, que visto, no se podrá engañar ninguna! ¡Ay, hombres!, y ¿por qué siendo hechos de la misma masa y trabazón que nosotras, no teniendo más nuestra alma que vuestra alma, nos tratáis como si fuéramos hechas de otra pasta, sin que os obliguen los beneficios que desde el nacer al morir os hacemos? Pues si agradecierais los que recibís de vuestras madres, por ellas estimarais y reverenciarais a las demás; ya, ya lo tengo conocido a costa mía, que no lleváis otro designio sino perseguir nuestra inocencia, aviltar nuestro entendimiento, derribar nuestra fortaleza, y haciéndonos viles y comunes, alzaros con el imperio de la inmortal fama. Abran las damas los ojos del entendimiento y no se dejen vencer de quien pueden temer el mal pago que a mí se me dio, para que dijesen en esta ocasión y tiempo estos desengaños, para ver si por mi causa cobrasen las mujeres la opinión perdida y no diesen lugar a los hombres para alabarse, ni hacer burla de ellas, ni sentir mal de sus flaquezas y malditos intereses, por los cuales hacen tantas, que, en lugar de ser amadas, son aborrecidas, aviltadas y vituperadas.

Volví de nuevo a mandar a Claudia y de camino rogarle no supiese don Manuel que había leído el papel, ni lo que había pasado entre las dos, y ella a prometerlo, y con esto se fue, dejándome divertida en tantos y tan confusos pensamientos, que yo misma me aborrecía de tenerlos. Ya amaba, ya me arrepentía; ya me repetía piadosa, ya me hallaba mejor. Airada y final, me determiné a no favorecer a don Manuel, de suerte que le diese lugar a atrevimientos; mas tampoco desdeñarle, de suerte que le obligase a algún desesperado suceso. Volví con esta determinación a continuar la amistad de doña Eufrasia, y a comunicarnos con la frecuencia que antes hacía gala. Si ella me llamaba cuñada, si bien no me pesaba de oírlo, escuchaba a don Manuel más apacible, y si no le respondía a su gusto, a lo menos no le afeaba el decirme su amor sin rebozo; y con lo que más le favorecía era decirle que me pidiese a mi padre por esposa, que le aseguraba de mi voluntad; mas como el traidor llevaba otros intentos, jamás lo puso en ejecución.

Llegóse en este tiempo el alegre de las carnestolendas, tan solemnizado en todas partes, y más en aquella ciudad, que se dice, por ponderarlo más, «carnestolendas de Zaragoza.» Andábamos todos de fiesta y regocijo, sin reparar los unos en los desaciertos ni aciertos de los otros.

Pues fue así, que pasando sobre tarde al cuarto de doña Eufrasia a vestirme con ella de disfraz para una máscara que teníamos prevenida, y ella y sus criadas y otras amigas ocupadas adentro en prevenir lo necesario, su traidor hermano, que debía de estar aguardando esta ocasión, me detuvo a la puerta de su aposento, que, como he dicho, era a la entrada de los de su madre, dándome la bienvenida, como hacía en toda cortesía otras veces; yo, descuidada, o, por mejor, incierta de que pasaría a más atrevimientos, si bien ya habían llegado a tenerme asida por una mano, y viéndome divertida, tiró de mí, y sin poder ser parte a hacerme fuerte, me entró dentro, cerrando la puerta con llave. Yo no sé lo que me sucedió, porque del susto me privó el sentido un mortal desmayo.

¡Ah, flaqueza femenil de las mujeres, acobardadas desde la infancia y aviltadas las fuerzas con enseñarlas primero a hacer vainicas que a jugar las armas! ¡Oh, si no volviera jamás en mí, sino que de los brazos del mal caballero me traspasaran a la sepultura! Mas guardábame mi mala suerte para más desdichas, si puede haberlas mayores. Pues pasada poco más de media hora, volví en mí, y me hallé, mal digo, no me hallé, pues me hallé perdida, y tan perdida, que no me supe ni pude volver ni podré ganarme jamás y infundiendo en mí mi agravio una mortífera rabia, lo que en otra mujer pudiera causar lágrimas y desesperaciones, en mí fue un furor diabólico, con el cual, desasiéndome de sus infames lazos, arremetí a la espada que tenía a la cabecera de la cama, y sacándola de la vaina, se la fui a envainar en el cuerpo; hurtóle al golpe, y no fue milagro, que estaba diestro en hurtar, y abrazándose conmigo, me quitó la espada, que me la iba a entrar por el cuerpo por haber errado el del infame, diciendo de esta suerte: «Traidor, me vengo en mí, pues no he podido en ti, que las mujeres como yo así vengan sus agravios.»

Procuró el cauteloso amante amansarme y satisfacerme, temeroso de que no diera fin a mi vida; disculpó su atrevimiento con decir que lo había hecho por tenerme segura; y ya con caricias, ya con enojos mezclados con halagos, me dio palabra de ser mi esposo. En fin, a su parecer más quieta, aunque no al mío, que estaba hecha una pisada serpiente, me dejó volver a mi aposento tan ahogada en lágrimas, que apenas tenía aliento para vivir. Este suceso dio conmigo en la cama, de una peligrosa enfermedad, que fomentada de mis ahogos y tristezas, me vino a poner a punto de muerte; estando de verme así tan penados mis padres, que lastimaban a quien los veía.

Lo que granjeó don Manuel con este atrevimiento fue que si antes me causaba algún agrado, ya aborrecía hasta su sombra. Y aunque Claudia hacía instancia por saber de mí la causa de este pesar que había en mí, no lo consiguió, ni jamás la quise escuchar palabra que de don Manuel procurase decirme, y las veces que su hermana me veía era para mí la misma muerte. En fin, yo estaba tan aborrecida, que si no me la di yo misma, fue por no perder el alma. Bien conocía Claudia mi mal en mis sentimientos, y por asegurarse más, habló a don Manuel, de quien supo todo lo sucedido. Pidióle me aquietase y procurase desenojar, prometiéndole a ella lo que a mí, que no sería otra su esposa.

Permitió el Cielo que me mejorase de mi mal, porque aun me faltaban por pasar otros mayores. Y un día que estaba Claudia sola conmigo, que mi madre ni las demás criadas estaban en casa, me dijo estas razones:

-No me espanto, señora mía, que tu sentimiento sea de la calidad que has mostrado y muestras; mas a los casos que la fortuna encamina y el Cielo permite para secretos suyos, que a nosotros no nos toca el saberlo, no se han de tomar tan a pechos y por el cabo, que se aventure a perder la vida y con ella el alma. Confieso que el atrevimiento del señor don Manuel fue el mayor que se puede imaginar; mas tu temeridad es más terrible, y supuesto que en este suceso, aunque has aventurado mucho, no has perdido nada, pues en siento tu esposo queda puesto el reparo, si tu pérdida se pudiera remediar con esos sentimientos y desesperaciones, fuera razón tenerlas. Ya no sirven desvíos para quien posee y es dueño de tu honor, pues con ellos das motivo para que, arrepentido y enfadado de tus sequedades, te deje burlada; pues no son las partes de tu ofensor de tan pocos méritos que no podrá conquistar con ellas cualquier hermosura de su patria. Puesto que más acertado es que se acuda al remedio, y no que cuando le busques no le halles, hoy me ha pedido que te amanse y te diga cuán mal lo haces con él y contigo misma, y que está con mucha pena de tu mal; que te alientes y procures cobrar salud, que tu voluntad es la suya, y no saldrá en esto y en todo lo que ordenares de tu gusto. Mira, señora, que esto es lo que te está bien, y que se pongan medios con tus padres para que sea tu esposo, con que la quiebra de tu honor quedará soldada y satisfecha, y todo lo demás es locura y acabar de perderte.

Bien conocí que Claudia me aconsejaba lo cierto, supuesto que ya no se podía hallar otro remedio; mas estaba tan aborrecida de mí misma, que en muchos días no llevó de mí buena respuesta. Y aunque ya me empezaba a levantar, en más de dos meses no me dejé ver de mi atrevido amante, ni recado que me enviaba quería recibir, ni papel que llegaba a mis manos llevaba otra respuesta que hacerle pedazos. Tanto, que don Manuel, o fuese que en aquella ocasión me tenía alguna voluntad, o porque picado de mis desdenes quería llevar adelante sus traiciones, se descubrió a su hermana, y le contó lo que conmigo le había pasado y pasaba, de que doña Eufrasia, admirada y pesarosa, después de haberle afeado facción tan grosera y mal hecha, tomó por su cuenta quitarme el enojo. Finalmente ella y Claudia trabajaron tanto conmigo, que me rindieron. Y como sobre las pesadumbres entre amantes las paces aumentan el gusto, todo el aborrecimiento que tenía a don Manuel se volvió en amor, y en él el amor aborrecimiento: que los hombres, en estando en posesión, la voluntad se desvanece como humo. Un año pasé en estos desvanecimientos, sin poder acabar con don Manuel pusiese terceros con mi padre para que se efectuasen nuestras bodas; y otras muchas que a mi padre le trataban no llegaban a efecto, por conocer la poca voluntad que tenía de casarme. Mi amante me entretenía diciendo que en haciéndole Su Majestad merced de un hábito de Santiago que le había pedido, para que más justamente mi padre le admitiese por hijo, se cumplirían mis deseos y los suyos. Si bien yo sentía mucho estas dilaciones, y casi temía mal de ellas, por no disgustarle, no apretaba más la dificultad.

En este tiempo, en lugar de un criado que mi padre había despedido, entró a servir en casa un mancebo, que, como después supe, era aquel caballero pobre que jamás había sido bien visto de mis ojos. Mas ¿quién mira bien a un pobre? El cual, no pudiendo vivir sin mi presencia, mudado hábito y nombre, hizo esta transformación. Parecióme cuando le vi la primera vez que era el mismo que era; mas no hice reparo en ello, por parecerme imposible. Bien conoció Luis, que así dijo llamarse, a los primeros lances, la voluntad que yo y don Manuel nos teníamos, y no creyendo de la entereza de mi condición que pasaba a más de honestos y recatados deseos, dirigidos al conyugal lazo. Y él estaba cierto que en esto no había de alcanzar, aunque fuera conocido por don Felipe, mas que los despegos que siempre callaba, por que no le privase de verme, sufriendo como amante aborrecido y desestimado, dándose por premiado en su amor con poderme hablar y ver a todas horas. De esta manera pasé algunos meses, que aunque don Manuel, según conocí después, no era su amor verdadero, sabía tan bien las artes de fingir, que yo me daba por contenta y pagada de mi voluntad. Así me duraran estos engaños. Mas ¿cómo puede la mentira pasar por verdad sin que al cabo se descubra? Acuérdome que una tarde que estábamos en el estrado de su hermana, burlando y diciendo burlas y entretenidos acentos como otras veces, le llamaron, y él, al levantarse del asiento, me dejó caer la daga en las faldas, que se la había quitado por el estorbo que le hacía para estar sentado en bajo. A cuyo asunto hice este soneto:


Toma tu acero cortador, no seas
causa de algún exceso inadvertido,
que puede ser, Salicio, que sea Dido,
si por mi mal quisieses ser Eneas.
Cualquiera atrevimiento es bien que creas
de un pecho amante a tu valor rendido,
muy cerca está de ingrato el que es querido;
llévale, ingrato, si mi bien deseas.
Si a cualquiera rigor de aquesos ojos
te lloro Eneas y me temo Elisa,
quítame la ocasión de darme muerte,
Que quieres la vida por despojos,
que me mates de amor, mi amor te avisa;
tú ganarás honor, yo dulce suerte.

Alabaron doña Eufrasia y su hermano más la presteza de hacerle que el soneto, si bien don Manuel, tibiamente; ya parecía que andaba su voluntad achacosa, y la mía temerosa de algún mal suceso en los míos, y a mis solas daban mis ojos muestra de mis temores, quejábame de mi mal pagado amor, dando al Cielo quejas de mi desdicha. Y cuando don Manuel, viéndome triste y los ojos con las señales de haberles dado el castigo que no merecían, pues no tuvieron culpa en mi tragedia, me preguntaba la causa, por no perder el decoro a mi gravedad, desmentía con él los sentimientos de ellos, que eran tantos, que apenas los podía disimular. Enamoréme, rogué, rendíme; vayan, vengan penas, alcáncense unas a otras. Mas por una violencia estar sujeta a tantas desventuras, ¿a quién le ha sucedido sino a mí? ¡Ay, damas, hermosas y avisadas, y qué desengaño éste, si lo contempláis! Y ¡ay, hombres, y qué afrenta para vuestros engaños! ¡Quién pensara que don Manuel hiciera burla de una mujer como yo, supuesto que, aunque era noble y rico, aun para escudero de mi casa no le admitieran mis padres!, que éste es el mayor sentimiento que tengo, pues estaba segura de que no me merecía y conocía que me desestimaba.

Fue el caso que había más de diez años que don Manuel hablaba una dama de la ciudad, ni la más hermosa, ni la más honesta, y aunque casada, no hacía ascos de ningún galanteo, porque su marido tenía buena condición: comía sin traerlo, y por no estorbar, se iba fuera cuando era menester; que aun aquí había reprensión para los hombres; mas los comunes y bajos que viven de esto no son hombres, sino bestias. Cuando más engolfada estaba Alejandra, que así tenía nombre esta dama, en la amistad de don Manuel, quiso el Cielo, para castigarla, o para destruirme, darle una peligrosa enfermedad, de quien, viéndose en peligro de muerte, prometió a Dios apartarse de tan ilícito trato, haciendo voto de cumplirlo. Sustentó esta devota promesa, viéndose con la deseada salud, año y medio, que fue el tiempo en que don Manuel buscó mi perdición, viéndose despedido de Alejandra; bien que, como después supe, la visitaba en toda cortesía, y la regalaba por la obligación pasada. ¡Ah, mal hayan estas correspondencias corteses, que tan caras cuestan a muchas! Y entretenido en mi galanteo, faltó a la asistencia de Alejandra, conociendo el poco fruto que sacaba de ella; pues esta mujer, en faltar de su casa, como solía mi ingrato dueño, conoció que era la ocasión otro empleo, y buscando la causa, o que de criadas pagadas de la casa de don Manuel, o mi desventura que se lo debió de decir, supo cómo don Manuel trataba su casamiento conmigo. Entró aquí alabarle mi hermosura y su rendimiento, y como jamás se apartaba de idolatrar en mi imagen, que cuando se cuentan los sucesos, y más si han de dañar, con menos ponderación son suficientes. En fin, Alejandra, celosa y envidiosa de mis dichas, faltó a Dios lo que había prometido, para sobrarme a mí en penas; que si faltó a Dios, ¿cómo no me había de sobrar a mí? Era atrevida y resuelta, y lo primero a que se atrevió fue a verme. Pasemos adelante, que fuera hacer este desengaño eterno, y no es tan corto el tormento que padezco en referirle que me saboree tan despacio en él. Acarició a don Manuel, solicitó volviese a su amistad, consiguió lo que deseó, y volvió de nuevo a reiterar la ofensa, faltando en lo que a Dios había prometido de poner enmienda. Parecerá, señores, que me deleito en nombrar a menudo el nombre de este ingrato, pues no es sino que como ya para mí es veneno, quisiera que trayéndole en mis labios, me acabara de quitar la vida. Volvióse, en fin, a adormecer y transportar en los engañosos encantos de esta Circe. Como una división causa mayores deseos entre los que se aman, fue con tanta puntualidad el asistencia en su casa, que fue fuerza hiciese falta en la mía. Tanto, que ni en los perezosos días de verano, ni en las cansadas noches del invierno no había una hora para mí. Y con esto empecé a sentir las penas que una desvalida y mal pagada mujer puede sentir, porque si a fuerza de quejas y sentimientos había un instante para estar conmigo, era con tanta frialdad y tibieza, que se apagaban en ella los encendidos fuegos de mi voluntad, no para apartarme de tenerla, sino para darle las sazones que merecía. Y últimamente empecé a temer; del temer nace el celar, y del celar buscar las desdichas y hallarlas. No le quiero prometer a un corazón amante más perdición que venir a tropezar en celos, que es cierto que la caída será para no levantarse más; porque si calla los agravios, juzgando que los ignora, no se recatan de hacerlos; y si habla más descubiertamente, pierden el respeto, como me sucedió a mí, que no pudiendo ya disimular las sinrazones de don Manuel, empecé a desenfadarme y reprenderlas y de esto pasar a reñirle, con que me califiqué por enfadosa y de mala condición, y a pocos pasos que di, me hallé en los lances de aborrecida. Ofréceseme a la memoria un soneto que hice, hallándome un día muy apasionada, que, aunque os canse, le he de decir:

No vivas, no, dichosa, muy segura
de que has de ser toda la vida amada;
llegará el tiempo que la nieve helada
agote de tu dicha la hermosura.
Yo, como tú, gocé también ventura,
ya soy, como me ves, bien desdichada;
querida fui, rogada y estimada
del que tu gusto y mi dolor procura.
Consuela mi pasión, que el dueño mío,
que ahora es tuyo, fue conmigo ingrato
también contigo lo será, dichosa.
Pagarásme el agravio en su desvío;
no pienses que has feriado muy barato,
que te has de ver, como yo estoy, celosa.


Admitía estas finezas don Manuel, como quien ya no las estimaba; antes con enojos quería desvanecer mis sospechas, afirmándolas por falsas. Y dándose más cada día a sus desaciertos, venimos él y yo a tener tantos disgustos y desasosiegos, que más era muerte que amor el que había entre los dos; y con esto me dispuse a averiguar la verdad de todo, porque no me desmintiese, y de camino, por si podía hallar remedio a tan manifiesto daño, mandé a Claudia seguirle, con que se acabó de perder todo. Porque una tarde que le vi algo inquieto, y que ni por ruegos ni lágrimas mías, ni pedírselo su hermana, no se pudo estorbar que no saliese de casa, mandé a Claudia viese dónde iba, la cual le siguió hasta verle entrar en casa de Alejandra. Y aguardando a ver en lo que resultaba, vio que ella con otras amigas y don Manuel se entraron en un coche y se fueron a un jardín. Y no pudiendo ya la fiel Claudia sufrir tantas libertades cometidas en ofensa mía, se fue tras ellos, y al entrar en el vergel, dejándose ver, le dijo lo que fue justo, si, como fue bien dicho, fuera bien admitido. Porque don Manuel, si bien corrido de ser descubierto, afeó y trató mal a Claudia, riñéndola más como dueño que como amante mío; con lo cual la atrevida Alejandra, tomándose la licencia de valida, se atrevió a Claudia con palabras y obras, dándose por sabidora de quién era yo, cómo me llamaba y, en fin, cuanto por mi había pasado, mezclando entre estas libertades las amenazas de que daría cuenta a mi padre de todo. Y aunque no cumplió esto, hizo otros atrevimientos tan grandes o mayores, como era venir a la posada de don Manuel a todas horas. Entraba atropellándolo todo, y diciendo mil libertades; tanto, que en diversas ocasiones se puso Claudia con ella a mil riesgos. En fin, para no cansaros, lo diré de una vez. Ella era mujer que no temía a Dios, ni a su marido, pues llegó su atrevimiento a tratar quitarme la vida con sus propias manos. De todos estos atrevimientos no daba don Manuel la culpa a Alejandra, sino a mí, y tenía razón, pues yo, por mis peligros, debía sufrir más; estaba ya tan precipitada, que ninguno se me hacía áspero, ni peligroso, pues me entraba por todos sin temor de ningún riesgo. Todo era afligirme, todo llorar y todo dar a don Manuel quejas; unas veces, con caricias, y otras con despegos, determinándome tal vez a dejarle y no tratar más de esto, aunque me quedase perdida, y otras pidiéndole hablase a mis padres, para que siendo su mujer cesasen estas revoluciones. Mas como ya no quería, todas estas desdichas sentía y temía doña Eufrasia, porque había de venir a parar en peligro de su hermano; mas no hallaba remedio, aunque le buscaba. A todas estas desventuras hice unas décimas, que os quiero referir, porque en ellas veréis mis sentimientos mejor pintados, y con más finos colores, que dicen así:

Ya de mi dolor rendida,
con los sentidos en calma,
estoy deteniendo el alma,
que anda buscando salida;
ya parece que la vida,
como la candela que arde
y en verse morir cobarde
vuelve otra vez a vivir,
porque aunque desea morir,
procura que sea más tarde.
  
Llorando noches y días,
doy a mis ojos enojos,
como si fueran mis ojos
causa de las ansias mías.
¿Adónde estáis, alegrías?
Decidme, ¿dónde os perdí?
Responded, ¿qué causa os di?
Mas ¿qué causa puede haber
mayor que no merecer
el bien que se fue de mí?
Sol fui de algún cielo ingrato,
si acaso hay ingrato cielo;
fuego fue, volvióse hielo;
sol fui, luna me retrato,
mi menguante fue su trato,
mas si la deidad mayor
está en mí, que es el amor,
y éste no puede menguar,
difícil será alcanzar
lo que intenta su rigor.
  
Celos tuve, mas, querida,
de los celos me burlaba:
antes en ellos hallaba
sainetes para la vida;
ya, sola y aborrecida,
Tanta en sus glorias soy;
rabiando de sed estoy,
¡ay, qué penas! ¡ay, qué agravios!,
pues con el agua a los labios,
mayor tormento me doy.
  
¿Qué mujer habrá tan loca,
que viéndose aborrecer,
no le canse el padecer
y esté como firme roca?
Yo sola, porque no toca
a mí la ley de olvidar,
venga pesar a pesar,
a un rigor otro rigor,
que ha de conocer amor
que sé cómo se ha de amar.
  
Ingrato, que al hielo excedes;
nieve, que a la nieve hielas,
si mi muerte no recelas,
desde hoy más temerla puedes,
regatea las mercedes,
aprieta más el cordel,
mata esta vida con él,
sigue tu ingrata porfía;
que te pesará algún día
de haber sido tan cruel.
  
Sigue, cruel, el encanto
de esa engañosa sirena
que por llevarte a su pena,
te adormece con su canto;
huye mi amoroso llanto,
no te obligues de mi fe,
porque así yo esperaré
que has de ser como deseo
de aquella arpía Fineo
para que vengada esté.
  
Préciate de tu tibieza,
no te obliguen mis enojos,
pon más capote a los ojos,
cánsate de mi firmeza;
ultraja más mi nobleza,
ni sigas a la razón;
que yo, que en mi corazón
amor carácter ha sido,
pelearé con tu olvido,
muriendo por tu ocasión,
  
Bien sé que tu confianza
es de mi desdicha parte,
y fuera mejor matarte
a pura desconfianza;
todo cruel se me alcanza,
que como te ves querido,
tratas mi amor con olvido,
porque una noble mujer,
o no llegar a querer,
o ser lo que siempre ha sido.
  
Ojos, llorad, pues no tiene
ya remedio vuestro mal;
ya vuelve el dolor fatal,
ya el alma a la boca viene;
ya sólo morir conviene,
porque triunfe el que me mata;
ya la vida se desata
del lazo que al alma dio,
y con ver que me mató,
no olvido al que me maltrata.
  
Alma, buscad dónde estar,
que mi palabra os empeño,
que en vuestra posada hay dueño
que quiere en todo mandar.
Ya, ¿qué tenéis que aguardar,
si vuestro dueño os despide,
y en vuestro lugar recibe
otra alma que más estima?
¿No veis que en ella se anima
y con más contento vive?
  
¡Oh cuántas glorias perdidas
en esa casa dejáis!
¿Cómo ninguna sacáis?
Pues no por mal adquiridas,
mal premiadas, bien servidas,
que en eso ninguna os gana;
pero si es tan inhumana
la impiedad del que os arroja,
pues veis que en veros se enoja,
¡dos vos de buena gana.
  
Sin las potencias salís,
¿cómo esos bienes dejáis?,
que a cualquier parte que vais
no os querrán, si lo advertís.
Mas oigo que me decís
que sois como el que se abrasa,
que viendo que el fuego pasa
a ejecutarle en la vida,
deja la hacienda perdida,
que se abrase con la casa.
  
Pensando en mi desventura,
casi a la muerte he llegado;
ya mi hacienda se ha abrasado,
que eran bienes sin ventura.
¡Oh tú, que vives segura
y contenta en casa ajena!
de mi fuego queda llena,
y algún día vivirá,
y la tuya abrasará;
toma escarmiento en mi pena.
  
Mira, y siente cuál estoy,
tu caída piensa en mí,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía no soy
lo que va de ayer a hoy
podrá ser de hoy a mañana.
Estás contenta y lozana;
pues de un mudable señor
el fiarse es grande error:
no estés tan alegre, Juana.
  
Gloria mis ojos llamó;
mis palabras, gusto y cielos.
Dióme celos, y tomélos
al punto que me los dio.
¡Ah, mal haya quien amó
celosa, firme y rendida,
que cautelosa y fingida
es bien ser una mujer,
para no llegarse a ver,
como estoy, aborrecida!
  
¡Oh amor, por lo que he servido
a tu suprema deidad,
ten de mi vida piedad!
Esto por premio te pido:
no se alegre este atrevido
en verme por él morir;
pero muriendo vivir,
muerte será, que no vida;
ejecuta amor la herida,
pues yo no acierto a pedir.


Sucedió en este tiempo nombrar Su Majestad por virrey de Sicilia al señor Almirante de Castilla y viéndose don Manuel engolfado en estas competencias que entre mí y Alejandra traíamos, y lo más cierto, con poco gusto de casarse conmigo, considerando su peligro en todo, sin dar cuenta a su madre y hermana, diligenció por medio del mayordomo, que era muy íntimo suyo, y le recibió el señor Almirante por gentilhombre de su cámara; y teniéndolo secreto, sin decirlo a nadie, sólo a un criado que le servía y había de ir con él, hasta la partida del señor Almirante, dos o tres días antes mandó prevenir su ropa, dándonos a entender a todos quería ir por seis u ocho días a un lugar donde tenía no sé qué hacienda; que esta jornada la había hecho otras veces en el tiempo que yo le conocía. Llegó el día de la partida, y despedido de todos los de su casa, al despedirse de mí, que de propósito había pasado a ella para despedirme, que, como inocente de su engaño, aunque me pesaba, no era con el extremo que si supiera la verdad de él, vi más terneza en sus ojos que otras veces, porque al tiempo de abrazarme no me pudo hablar palabra, porque se le arrasaron los ojos de agua, dejándome confusa, tierna y sospechosa; si bien no juzgué sino que hacía amor algún milagro en él y conmigo. Y de esta suerte pasé aquel día, ya creyendo que me amaba, vertiendo lágrimas de alegría, ya de tristeza de verle ausente. Y estando ya cerrada la noche, sentada en una silla, la mano en la mejilla, bien suspensa y triste, aguardando a mi madre, que estaba en una visita, entró Luis, el criado de mi casa, o por mejor acertar, don Felipe, aquel caballero pobre, que por serlo había sido tan mal mirado de mis ojos, que no había sido ni antes ni en esta ocasión conocido de ellos, y que servía por sólo servirme. Y viéndome, como he dicho, me dijo:

-¡Ay, señora mía!, y cómo si supieses tu desdicha, como yo la sé, esa tristeza y confusión se volvería en pena de muerte.

Asustéme al oír esto; mas, por no impedir saber el cabo de su confusa razón, callé; y él prosiguió, diciéndome:

-Ya no hay que disimular, señora, conmigo, que aunque ha muchos días que yo imaginaba estos sucesos, ahora es diferente, que ya sé toda la verdad.

-¿Vienes loco, Luis?- le repliqué.

-No vengo loco -volvió a decir-; aunque pudiera, pues no es tan pequeño el amor que como a señora mía te tengo, que no me pudiera haber quitado el juicio, y aun la vida, lo que hoy he sabido. Y porque no es justo encubrírtelo más, el traidor don Manuel se va a Sicilia con el Almirante, con quien va acomodado por gentilhombre suyo. Y demás de haber sabido de su criado mismo, que por no satisfacerte a la obligación que te tiene ha hecho esta maldad, yo le he visto por mis ojos partir esta tarde. Mira que quieres que se haga en esto, que a fe de quien soy, y que soy más de lo que tú imaginas, como sepa que tú gustas de ello, que aunque piense perder la vida, te ha de cumplir lo prometido, o que hemos de morir él y yo por ello.

Disimulando mi pena, le respondí:

-¿Y quién eres tú, que cuando aqueso fuese verdad, tendrías valor para hacer eso que dices?

-Dame licencia -respondió Luis-, que después de hecho, lo sabrás.

Acabé de enterarme de la sospecha que al principio dije había tenido de ser don Felipe como me había dado el aire, y queriéndole responder, entró mi madre, con que cesó la plática. Y después de haberla recibido, porque me estaba ahogando en mis propios suspiros y lágrimas, me entré en mi aposento, y arrojándome sobre la cama, no es necesario contaros las lástimas que dije, las lágrimas que lloré y las determinaciones que tuve, ya de quitarme la vida, ya de quitársela a quien me la quitaba. Y al fin admití la peor y la que ahora oiréis, que éstas eran honrosas, y la que elegí, con la que me acabé de perder; porque al punto me levanté con más ánimo que mi pena prometía, y tomando mis joyas y las de mi madre, y muchos dineros en plata y en oro, porque todo estaba en mi poder, aguardé a que mi padre viniese a cenar, que habiendo venido, me llamaron; mas yo respondí que no me sentía buena, que después tomaría una conserva. Se sentaron a cenar, y como vi acomodado lugar para mi loca determinación, por estar los criados y criadas divertidos en servir la mesa, y si aguardara a más, fuera imposible surtir efecto mi deseo, porque Luis cerraba las puertas de la calle y se llevaba la llave, sin dar parte a nadie, ni a Claudia, con ser la secretaria de todo, por una que salía de mi aposento a un corredor, me salí y puse en la calle.

A pocas de mi casa estaba la del criado que he dicho había despedido mi padre cuando recibió a Luis, que yo sabía medianamente, porque lastimada de su necesidad, por ser anciano, le socorría y aun visitaba las veces que sin mi madre salía fuera. Fuime a ella; donde el buen hombre me recibió con harto dolor de mi desdicha, que ya sabía él por mayor, habiéndole dado palabra que, en haciéndose mis bodas, le traería a mi casa.

Reprendió Octavio, que éste era su nombre, mi determinación; mas visto ya no había remedio, hubo de obedecer y callar, y más viendo que traía dineros, y que le di a él parte de ellos. Allí pasé aquella noche, cercada de penas y temores, y a otro día le mandé fuese a mi casa, y sin darse por entendido, hablase a Claudia y le dijese que me buscaba a mí, como hacía otras veces, y viese qué había y si me buscaban.

Fue Octavio, y halló que halló el remate de mi desventura. Cuando llego a acordarme de esto, no sé cómo no se me hace pedazos el corazón. Llegó Octavio a mi desdichada casa, y vio entrar y salir toda la gente de la ciudad, y admirado entró él también con los demás, y buscando a Claudia, y hallándola triste y llorosa, le contó cómo acabando de cenar entró mi madre donde yo estaba, para saber qué mal me afligía, y como no me halló, preguntó por mí, a lo que todas respondieron que sobre la cama me habían dejado cuando salieron a servirla, y que habiéndome buscado por toda la casa y fuera, como hallasen las llaves de los escritorios sobre la cama, y la puerta que salía al corredor, que siempre estaba cerrada, abierta, y mirados los escritorios, y vista la falta de ellos, luego vieron que no faltaba en vano. A cuyo suceso empezó mi madre a dar gritos; acudió mi padre a ellos, y sabiendo la causa, como era hombre, mayor, con la pena y susto que recibió, dio una caída de espaldas, privado de todo sentido, y que ni se sabe si de ella, si del dolor, había sido el desmayo, tan profundo, que no volvió más de él.

De todo esto fue causa mi facilidad. Díjole cómo aunque los médicos mandaban se tuviese las horas que manda y pide la ley, que era excusado, y que ya se trataba de enterrarle; que mi madre estaba poco menos, y que con estas desdichas no se hacía caso de la mía si no era para afear mi mal acuerdo; que ya mi madre había sabido lo que pasaba con don Manuel, que en volviendo yo las espaldas, todos habían dicho lo que sabían, y que no había consentido buscarme, diciendo que pues yo había elegido el marido a mi gusto, que Dios me diese más dicha con él que había dado a su casa.

Volvió Octavio con estas nuevas, bien tristes y amargas para mí, y más cuando me dijo que no se platicaba por la ciudad sino mi suceso. Dobláronse mis pasiones, y casi estuve en términos de perder la vida; mas como aún no me había bien castigado el Cielo ser motivo de tantos males, me la quiso guardar para que pase los que faltaban. Animéme algo con saber que no me buscaban, y después de coser todas mis joyas y algunos doblones en parte donde los trujese conmigo sin ser vistos, y dispuesto lo necesario para nuestra jornada, pasados cuatro o seis días, una noche nos metimos Octavio y yo de camino, y partimos la vía de Alicante, donde iba a embarcarse mi ingrato amante. Llegamos a ella, y viendo que no habían llegado las galeras, tomamos posada hasta ver el modo que tendría en dejarme ver de don Manuel.

Iba Octavio todos los días adonde el señor Almirante posaba; veía a mi traidor esposo (si le puedo dar este nombre), y veníame a contar lo que pasaba. Y entre otras cosas, me contó un día cómo el mayordomo buscaba una esclava, y que aunque le habían traído algunas, no le habían contentado. En oyendo esto, me determiné a otra mayor fineza, o a otra locura mayor que las demás, y como lo pensé, lo puse por obra. Y fue que, fingiendo clavo y S para el rostro, me puse en hábito conveniente para fingirme esclava y mora, poniéndome por nombre Zelima, diciendo a Octavio que me llevase y dijera era suya, y que si agradaba, no reparase en el precio. Mucho sintió Octavio mi determinación, vertiendo lágrimas en abundancia por mí; mas yo le consolé con advertirle este disfraz no era más de para proseguir mi intento y traer a don Manuel a mi voluntad, y ausentarme de España, y que teniendo a los ojos a mi ingrato, sin conocerme, descubriría su intento. Con esto se consoló Octavio, y más con decirle que el precio que le diesen por mí se aprovechase de él, y me avisase a Sicilia de lo que mi madre disponía de sí.

En fin, todo se dispuso tan a gusto mío, que antes que pasaron ocho días ya estuve vendida en cien ducados, y esclava, no de los dueños que me habían comprado y dado por mí la cantidad que digo, sino de mi ingrato y alevoso amante, por quien yo me quise entregar a tan vil fortuna. En fin, satisfaciendo a Octavio con el dinero que dieron por mí, y más de lo que yo tenía, se despidió para volverse a su casa con tan tierno sentimiento, que por no verle verter tiernas lágrimas, me aparté de él sin hablarle, quedando con mis nuevos amos, no sé si triste o alegre, aunque en encontrarlos buenos fui más dichosa que en lo demás que hasta aquí he referido; demás que yo les supe agradar y granjear, de modo que antes de muchos días me hice dueño de su voluntad y casa.

Era mi señora moza y de afable condición, y con ella y otras dos doncellas que había en casa me llevaba tan bien, que todas me querían como si fuera hija de cada una y hermana de todas, particularmente con la una de las doncellas, cuyo nombre era Leonisa, que me quería con tanto extremo, que comía y dormía con ella en su misma cama. Ésta me persuadía que me volviese cristiana, y yo la agradaba con decir lo haría cuando llegase la ocasión, que yo lo deseaba más que ella. La primera vez que me vio don Manuel fue un día que comía con mis dueños. Y aunque lo hacía muchas veces por ser amigo, no había tenido yo ocasión de verle, porque no salía de la cocina, hasta este día que digo, que vine a traer un plato a la mesa; que como puso en mí los aleves ojos y me reconoció, aunque le debió de desvanecer su vista la S y clavo de mi rostro, tan perfectamente imitado el natural, que a nadie diera sospecha de ser fingidos. Y elevado entre el sí y el no, se olvidó de llevar el bocado a la boca, pensando qué sería lo que miraba, porque por una parte creyó ser la misma que era, y por otra no se podía persuadir que yo hubiese cometido tal delirio, como ignorante de las desdichas por su causa sucedidas en mi triste casa; pues a mí no me causó menos admiración otra novedad que vi, y fue que como le vi que me miraba tan suspenso, por no desengañarle tan presto, aparté de él los ojos y púselos en los criados que estaban sirviendo. En compañía de dos que había en casa, vi a Luis, el que servía en la mía. Admiréme, y vi que Luis estaba tan admirado de verme en tal hábito como don Manuel. Y como me tenía más fija en su memoria que don Manuel, a pesar de los fingidos hierros, me conoció. Al tiempo del volverme adentro, oí que don Manuel había preguntado a mis dueños si era la esclava que habían comprado.

-Sí -dijo mi señora-. Y es tan bonita y agradable, que me da el mayor desconsuelo el ver que es mora; que diera doblado de lo que costó porque se hiciese cristiana, y casi me hace verter lágrimas ver en tan linda cara aquellos hierros, y doy mil maldiciones a quien tal puso.

A esto respondió Leonisa, que estaba presente:

-Ella misma dice se los puso por un pesar que tuvo de que por su hermosura le hubiesen hecho un engaño. Y ya me ha prometido a mí que será cristiana.

-Bien ha sido menester que los tenga -respondió don Manuel-, para no creer que es una hermosura que yo conozco en mi patria; mas puede ser que naturaleza hiciese esta mora en la misma estampa.

Como os he contado, entré cuidadosa de haber visto a Luis, y llamando un criado de los de casa, le pregunté qué mancebo era aquel que servía a la mesa con los demás.

-Es -me respondió- un criado que este mismo día recibió el señor don Manuel, porque el suyo mató un hombre, y está ausente.

-Yo le conozco -repliqué- de una casa donde yo estuve un tiempo, y cierto que me holgara hablarle, que me alegra ver acá gente de donde me he criado.

-Luego -dijo- entrará a comer con nosotros y podrás hablarle.

Acabóse la comida y entraron todos los criados dentro, y Luis con ellos. Sentáronse a la mesa, y cierto que yo no podía contener la risa, a pesar de mis penas, de ver a Luis, que mientras más me miraba, más se admiraba, y más oyéndome llamar Zelima, no porque no me había conocido, sino de ver al extremo de bajeza que me había puesto por tener amor. Pues como se acabó de comer, aparté a Luis, y díjele:

-¿Qué fortuna te ha traído, Luis, adonde yo estoy?

-La misma que a ti, señora mía; querer bien y ser mal correspondido, y deseos de hallarte y vengarte en teniendo lugar y ocasión.

-Disimula, y no me llames sino Zelima, que esto importa a mis cosas, que ahora no es tiempo de más venganzas que las que amor toma de mí; que yo he dicho que has servido en una casa donde me crié, y que te conozco de esta parte, y a tu amo no le digas que me has conocido ni hablado, que más me fío de ti que de él.

-Con seguridad lo puedes hacer -dijo Luis-, que si él te quisiera y estimara como yo, no estuvieras en el estado que estás, ni hubieras causado las desdichas sucedidas.

-Así lo creo -respondí-; mas dime, ¿cómo has venido aquí?

-Buscándote, y con determinación de quitar la vida a quien ha sido parte para que tú hagas esto, y con esa intención entré a servirle.

-No trates de eso, que es perderme para siempre; que aunque don Manuel es falso y traidor, está mi vida en la suya; fuera de que yo trato de cobrar mi perdida opinión, y con su muerte no se granjea sino la mía, que apenas harías tú tal cuando yo misma me matase. -Esto le dije porque no pusiese su intento en ejecución-. ¿Qué hay de mi madre, Luis?

-¿Qué quieres que haya? -respondió, sino que pienso que es de diamante, pues no la han acabado las penas que tiene. Cuando yo partí de Zaragoza, quedaba disponiendo su partida para Murcia; lleva consigo el cuerpo de tu padre y mi señor, por llevar más presentes sus dolores.

-Y por allá ¿qué se platica de mi desacierto? -dije yo.

-Que te llevó don Manuel -respondió Luis-, porque Claudia dijo lo que pasaba. Con que tu madre se consoló algo en tu pérdida, pues le parece que con tu marido vas, que no hay que tenerte lástima; no como ella, que le lleva sin alma. Yo, como más interesado en haberte perdido, y como quien sabía más bien que no te llevaba don Manuel, antes iba huyendo de ti, no la quise acompañar, y así, he venido donde me ves, y con el intento que te he manifestado, el cual suspenderé hasta ver si hace lo que como caballero debe. Y de no hacerlo, me puedes perdonar: que aunque sepa perderme y perderte, vengaré tu agravio y el mío. Y cree que me tengo por bien afortunado en haberte hallado y en merecer que te fíes de mí y me hayas manifestado tu secreto antes que a él.

-Yo te lo agradezco -respondí-. Y por que no sientan mal de conversación tan larga, vete con Dios, que lugar habrá de vernos; y si hubieres menester algo, pídemelo, que aún no me lo ha quitado la fortuna todo, que ya tengo qué darte, aunque sea poco para lo que mereces y yo te debo.

Y con esto y darle un doblón de a cuatro, le despedí. Y cierto que nunca más bien me pareció Luis que en esta ocasión; lo uno, por tener de mi parte algún arrimo, y lo otro por verle con tan honrados y alentados intentos.

Algunos días tardaron las galeras en llegar al puerto, uno de los cuales, estando mi señora fuera con las doncellas, y sola yo en casa, acaso don Manuel, deseoso de satisfacerse de su sospecha, vino a mi casa a buscar a mi señor, o a mí, que es lo más cierto. Y como entró y vio, con una sequedad notable, me dijo:

-¿Qué disfraz es éste, doña Isabel? ¿O cómo las mujeres de tus obligaciones, y que han tenido deseos y pensamientos de ser mía, se ponen en semejantes bajezas? Siéndolo tanto, que si alguna intención tenía de que fueses mi esposa, ya la he perdido, por el mal nombre que has granjeado conmigo y con cuantos lo supieren.

-¡Ah traidor engañador y perdición mía! ¿Cómo no tienes vergüenza de tomar mi nombre entre tus labios, siendo la causa de esa bajeza con que me baldonas, cuando por tus traiciones y maldades estoy puesta en ella? Y no sólo eres causador de esto, mas de la muerte de mi honrado padre, que porque pagues a manos del Cielo tus traiciones, y no a las suyas, le quitó la vida con el dolor de mi pérdida. Zelima soy, no doña Isabel; esclava soy, que no señora; mora soy, pues tengo dentro de mí misma aposentado un moro renegado como tú, pues quien faltó a Dios la palabra que le dio de ser mío, ni es cristiano ni noble, sino un infame caballero. Estos hierros y los de mi afrenta tú me los has puesto, no sólo en el rostro, sino en la fama. Haz lo que te diere gusto, que si se te ha quitado la voluntad de hacerme tuya, Dios hay en el cielo y rey en la tierra, y si éstos no lo hicieren hay puñales, y tengo manos y valor para quitarte esa infame vida, para que deprendan en mí las mujeres nobles a castigar hombres falsos y desagradecidos. Y quítateme de delante, si no quieres que haga lo que digo.

Vióme tan colérica y apasionada, que, o porque no hiciese algún desacierto, o porque no estaba contento de los agravios y engaños que me había hecho, y le faltaban más que hacer, empezó a reportarme con caricias y halagos, que yo no quise por gran espacio admitir, prometiéndome remedio a todo. Queríale bien, y creíle. (Perdonadme estas licencias que tomo en decir esto, y creedme que más llevaba el pensamiento de restaurar mi honor que no el achaque de la liviandad). En fin, después de haber hecho las amistades, y dádole cuenta de lo que me había sucedido hasta aquel punto me dijo que pues ya estas cosas estaban en este estado, pasasen así hasta que llegásemos a Sicilia, que allá se tendría modo como mis deseos y los suyos tuviesen dichoso fin. Con esto nos apartamos, quedando yo contenta, mas no segura de sus engaños; mas para la primera vez no había negociado muy mal. Vinieron las galeras y embarcamos en ellas con mucho gusto mío, por ir don Manuel en compaña de mis dueños y en la misma galera que yo iba, donde le hablaba y veía a todas horas, con gran pena de Luis, que como no se le negaban mis dichas, andaba muy triste, con lo que confirmaba el pensamiento que tenía de que era don Felipe, mas no se lo daba a sentir, por no darle mayores atrevimientos.

Llegamos a Sicilia, y aposentámonos todos dentro de Palacio. En reconocer la tierra y tomarla cariño se pasaron algunos meses. Y cuando entendí que don Manuel diera orden de sacarme de esclava y cumplir lo prometido, volvió de nuevo a matarme con tibiezas y desaires; tanto que aun para mirarme le faltaba voluntad. Y era que había dado en andar distraído con mujeres y juegos, y lo cierto de todo, que no tenía amor; con que llegaron a ser mis ahogos y tormentos de tanto peso, que de día ni de noche se enjugaban mis tristes ojos, de manera que no fue posible encubrírselo a Leonisa, aquella doncella con quien profesaba tanta amistad, que sabidas debajo de secreto mis tragedias, y quién era, quedó fuera de sí.

Queríame tanto mi señora, que por dificultosa que era la merced que le pedía, me la otorgaba. Y así, por poder hablar a don Manuel sin estorbos y decirle mi sentimiento, le pedí una tarde licencia para que con Leonisa fuera a merendar a la marina; y concedida, pedí a Luis dijera a su amo que unas damas le aguardaban a la marina; mas que no dijese que era yo, temiendo que no iría. Nos fuimos a ella, y tomamos un barco para que nos pasase a una isleta, que tres o cuatro millas dentro del mar se mostraba muy amena y deleitosa. En esto llegaron don Manuel y Luis, que, habiéndonos conocido, disimulando el enfado, solemnizó la burla. Entramos todos cuatro en el barco con dos marineros que le gobernaban, y llegando a la isleta, salimos en tierra, aguardando en el mismo barquillo los marineros para volvernos cuando fuese hora (que en esto fueron más dichosos que los demás).

Sentámonos debajo de unos árboles, y estando hablando en la causa que allí me había llevado, yo dando quejas y don Manuel disculpas falsas y engañosas, como siempre, de la otra parte de la isleta había dado fondo en una quiebra o cala de ella una galeota de moros cosarios de Argel, y como desde lejos nos viesen, salieron en tierra el arráez y otros moros, y viniendo encubiertos hasta donde estábamos, nos saltearon de modo que ni don Manuel ni Luis pudieron ponerse en defensa, ni nosotras huir; y así, nos llevaron cautivos a su galeota, haciéndose, luego que tuvieron presa, a la mar, que no se contentó la fortuna con haberme hecho esclava de mi amante, sino de moros, aunque en llevarle a él conmigo no me penaba tanto el cautiverio. Los marineros, viendo el suceso, remando a boga arrancada, como dicen, se escaparon, llevando la nueva de nuestro desdichado suceso.

Estos cosarios moros, como están diestros en tratar y hablar con cristianos, hablan y entienden medianamente nuestra lengua. Y así, me preguntó el arráez, como me vio herrada, quién era yo. Le dije que era mora y me llamaba Zelima; que me habían cautivado seis años había; que era de Fez, y que aquel caballero era hijo de mi señor, y el otro su criado, y aquella doncella lo era también de mi casa. Que los tratase bien y pusiese precio en el rescate; que apenas lo sabrían sus padres, cuando enviarían la estimación. Y esto lo dije fiada en las joyas y dineros que traía conmigo. Todo lo dicho lo hablaba alto, porque los demás lo oyesen y no me sacasen mentirosa. Contento quedó el arráez, tanto con la presa por su interés, como por parecerle había hecho un gran servicio a su Mahoma en sacarme, siendo mora, de entre cristianos, y así lo dio a entender, haciéndome muchas caricias, y a los demás buen tratamiento, y así, fuimos a Argel y nos entregó a una hija suya hermosa y niña, llamada Zaida, que se holgó tanto conmigo, porque era mora, como don Manuel, porque se enamoró de él. Vistióme luego de estos vestidos que veis, y trató de que hombres diestros en quitar estos hierros me los quitasen; no porque ellas no usan tales señales, que antes lo tienen por gala, sino porque era S y clavo, que daba señal de lo que yo era; a lo que respondí que yo misma me los había puesto por mi gusto y que no los quería quitar.

Queríame Zaida ternísimamente, o por merecérselo yo con mi agrado, o por parecerle podría ser parte con mi dueño para que la quisiese. En fin, yo hacía y deshacía en su casa como propia mía, y por mi respeto trataban a don Manuel y a Luis y a Leonisa muy bien, dejándolos andar libres por la ciudad, habiéndoles dado permisión para tratar su rescate, habiendo avisado a don Manuel hiciese el precio de todos tres, que yo le daría joyas para ello, de lo cual mostró don Manuel quedar agradecido; sólo hallaba dificultad en sacarme a mí, porque, como aviara, cierto es que no se podía tratar de rescate; aguardábamos a los redentores para que se dispusiese todo.

En este tiempo me descubrió Zaida su amoroso cuidado, pidiéndome hablase a don Manuel, y que le dijese que si quería volverse moro, se casaría con él y le haría señor de grandes riquezas que tenía su padre, poniéndome con esto en nuevos cuidados y mayores desesperaciones, que me vi en puntos de quitarme la vida. Dábame lugar para hablar despacio a don Manuel, y aunque en muchos días no le dije nada de la pasión de la mora, temiendo su mudable condición, dándole a ella algunas fingidas respuestas, unas de disgusto y otras al contrario, hasta que ya la fuerza de los celos, más por pedírselos a mi ingrato que por decirle la voluntad de Zaida; porque el traidor, habiéndole parecido bien, con los ojos deshacía cuanto hacía. Después de reñirme mis sospechosas quimeras, me dijo que más acertado le parecía engañarla; que le dijese que él no había de dejar su ley, aunque le costase, no una vida que tenía, sino mil; mas si ella quería venirse con él a tierra de cristianos y ser cristiana, que la prometía casarse con ella. A esto añadió que yo la sazonase, diciéndole cuán bien se hallaría, y lo que más me gustase para atraerla a nuestro intento, que en saliendo de allí, estuviese segura que cumpliría con su obligación, ¡Ah, falso, y cómo me engañó en esto como en lo demás!

En fin, para no cansaros, Zaida vino en todo muy contenta, y más cuando supo que yo también me iría con ella. Y se concertó para de allí a dos meses la partida, que su padre había de ir a un lugar donde tenía hacienda y casa; que los moros en todas las tierras donde tienen trato tienen mujeres y hijos. Ya la venganza mía contra don Manuel debía de disponer el Cielo, y así facilitó los medios de ella; pues ido el moro, Zaida hizo una carta en que su padre la enviaba a llamar, porque había caído de una peligrosa enfermedad, para que el rey le diese licencia para su jornada, por cuanto los moros no pueden ir de un lugar a otro sin ella. Y alcanzada, hizo aderezar una galeota bien armada, de remeros cristianos, a quien se avisó con todo secreto el designio, y poniendo en ella todas las riquezas de plata, oro y vestidos que sin hacer rumor podía llevar, y con ella, yo y Leonisa, y otras dos cristianas que la servían, que mora no quiso llevar ninguna, don Manuel y Luis, caminamos por la mar la vía de Cartagena o Alicante, donde con menos riesgo se pudiese salir.

Aquí fueron mis tormentos mayores, aquí mis ansias sin comparación; porque como allí no había impedimento que lo estorbase, y Zaida iba segura que don Manuel había de ser su marido, no se negaba a ningún favor que pudiese hacerle. Ya contemplaban mis tristes ojos a don Manuel asido de las manos de Zaida, ya miraban a Zaida colgada de su cuello, y aun beberse los alientos en vasos de coral; porque como el traidor mudable la amaba, él se buscaba las ocasiones. Y si no llegó a más, era por el cuidado con que yo andaba siendo estorbo de sus mayores placeres. Bien conocía yo que no gustaban de que yo fuese tan cuidadosa; mas disimulaban su enfado. Y si tal vez le decía al medio moro alguna palabra, me daba en los ojos con que qué podía hacer, que bastaban los riesgos que por mis temeridades y locuras había pasado, que no era razón por ellas mismas nos viésemos en otros mayores; que tuviese sufrimiento hasta llegar a Zaragoza, que todo tendría remedio.

Llegamos, en fin, con próspero viaje a Cartagena; tomada tierra, dada libertad a los cristianos, y con que pudiesen ir a su tierra, puesta la ropa a punto, tomamos el camino para Zaragoza, si bien Zaida descontenta, que quisiera en la primera tierra de cristianos bautizarse y casarse: tan enamorada estaba de su nuevo esposo. Y aun si no lo hizo, fue por mí, que no porque no deseaba lo mismo. Llegamos a Zaragoza, siendo pasados seis años que partimos de ella, y a su casa de don Manuel. Halló a su madre muerta, y a doña Eufrasia viuda, que habiéndose casado con el primo que esperaba de las Indias, dejándola recién parida de un hijo, había muerto en la guerra de un carabinazo. Fuimos bien recibidos de doña Eufrasia, con la admiración y gusto que se puede imaginar. Tres días descansamos, contando los unos a los otros los sucesos pasados, maravillada doña Eufrasia de ver la S y clavo en mi rostro, que por Zaida no le había quitado, a quien consolé con decirle eran fingidos, que era fuerza tenerlos hasta cierta ocasión.

Era tanta la priesa que Zaida daba que la bautizasen, que se quería casar, que me obligó una tarde, algo antes de anochecer, llamar a don Manuel, y en presencia de Zaida y de su hermana y la demás familia, sin que faltase Luis, que aquellos días andaba más cuidadoso, le dije estas razones:

-Ya, señor don Manuel, que ha querido el cielo, obligado de mis continuos lamentos, que nuestros trabajos y desdichas hayan tenido fin con tan próspero suceso como haberos traído libre de todos a vuestra casa, y Dios ha permitido que yo os acompañase en lo uno y lo otro, quizá para que, viendo por vuestros ojos con cuánta perseverancia y paciencia os he seguido en ellos, paguéis deudas tan grandes. Cesen ya engaños y cautelas y sepa Zaida y el mundo entero que lo que me debéis no se paga con menos cantidad que con vuestra persona, y que de estos hierros que están en mi rostro, cómo por vos sólo se los podéis quitar, y que llegue el día en que las desdichas y afrentas que he padecido tengan premio; fuerza es que ya mi ventura no se dilate, para que los que han sabido mis afrentas y desaciertos sepan mis logros y dichas. Muchas veces habéis prometido ser mío, pues no es razón que cuando otras os tienen por suyo, os tema yo ajeno y os llore extraño. Mi calidad ya sabéis que es mucha; mi hacienda no es corta; mi hermosura, la misma que vos buscastes y elegistes; mi amor no le ignoráis; mis finezas pasan a temeridades. Por ninguna parte perdéis, antes ganáis; que si hasta aquí con hierros fingidos he sido vuestra esclava, desde hoy sin ellos seré verdadera. Decid, os suplico, lo que queréis que se disponga, para que lo que os pido tenga el dichoso lauro que deseo, y no me tengáis más temerosa, pues ya de justicia merezco el premio que de tantas desdichas como he pasado os estoy pidiendo.

No me dejó decir más el traidor, que, sonriéndose, a modo de burla, dijo:

-¿Y quién os ha dicho, señora Isabel, que todo eso que decís no lo tenga muy conocido? Y tanto, que con lo mismo que habéis pensado obligarme, me tenéis tan desobligado, que si alguna voluntad os tenía, ya ni aun pensamiento de haberla habido en mí tengo. Vuestra calidad no la niego, vuestras finezas no las desconozco; mas si no hay voluntad, no sirve todo eso nada. Conocido pudiérades tener en mí, desde el día que me partí de esta ciudad, que pues os volví las espaldas, no os quería para esposa. Y si entonces aún se me hiciera dificultoso, ¿cuánto más será ahora, que sólo por seguirme como pudiera una mujer baja, os habéis puesto en tan civiles empeños? Esta resolución con que ahora os hablo, días ha que la pudiérades tener conocida. Y en cuanto a la palabra que decís os he dado, como ésas damos los hombres para alcanzar lo que deseamos, y pudieran ya las mujeres tener conocida esta treta, y no dejarse engañar, pues las avisan tantas escarmentadas. Y, en fin, por esa parte me hallo menos obligado que por las demás; pues si la di alguna vez, fue sin voluntad de cumplirla, y sólo por moderar vuestra ira. Yo nunca os he engañado; que bien podíais haber conocido que el dilatarlo nunca ha sido falta de lugar, sino que no tengo ni he tenido tal pensamiento; que vos sola sois la que os habéis querido engañar, por andaros tras mí sin dejarme. Y para que ya salgáis de esa duda y no me andéis persiguiendo, sino que viéndome imposible os aquietéis y perdáis la esperanza que en mí tenéis, y volviéndoos con vuestra madre, allá entre vuestros naturales busquéis marido que sea menos escrupuloso que yo, porque es imposible que yo me fiase de mujer que sabe hacer y buscar tantos disfraces. Zaida es hermosa, y riquezas no le faltan; amor tiene como vos, y yo se le tengo desde el punto que la vi. Y así, para en siendo cristiana, que será en previniéndose lo necesario para serlo, le doy la mano de esposo, y con esto acabaremos, vos de atormentarme y yo de padecerlo.

De la misma suerte que la víbora pisada me pusieron las infames palabras y aleves obras del ingrato don Manuel. Y queriendo responder a ellas, Luis, que desde el punto que él había empezado su plática se había mejorado de lugar y se puso al mismo lado de don Manuel, sacando la espada y diciendo:

-¡Oh falso y mal caballero! ¿y de esa suerte pagas las obligaciones y finezas que debes a un ángel?

Y viendo que a estas voces se levantaba don Manuel metiendo mano a la suya, le tiró una estocada tal, que, o fuese cogerle desapercibido, o que el Cielo por su mano le envió su merecido castigo y a mí la deseada venganza, que le pasó de parte a parte, con tal presteza, que al primer ¡ay! se le salió el alma, dejándome a mí casi sin ella, y en dos saltos se puso a la puerta, y diciendo:

-Ya, hermosa doña Isabel, te vengó don Felipe de los agravios que te hizo don Manuel. Quédate con Dios, que si escapo de este riesgo con la vida, yo te buscaré.

Y en un instante se puso en la calle. El alboroto, en un fracaso como éste, fue tal, que es imposible contarle; porque las criadas, unas acudieron a las ventanas dando voces y llamando gente, y otras a doña Eufrasia, que se había desmayado, de suerte que ninguna reparó en Zaida, que como siempre había tenido cautivas cristianas no sabía ni hablaba muy mal nuestra lengua. Y habiendo entendido todo el caso, y viendo a don Manuel muerto, se arrojó sobre él llorando, y con el dolor de haberle perdido, le quitó la daga que tenía en la cinta, y antes que nadie pudiese, con la turbación que todas tenían, prevenir su riesgo, se la escondió en el corazón, cayendo muerta sobre el infeliz mozo.

Yo, que como más cursada en desdichas, era la que tenía más valor, por una parte lastimada del suceso, y por otra satisfecha con la venganza, viéndolos a todos revueltos y que ya empezaba a venir gente, me entré en mi aposento, y tomando todas las joyas de Zaida que de más valor y menos embarazo eran, que estaban en mi poder, me salí a la calle, lo uno porque la justicia no asiese de mí para que dijese quién era don Felipe, y lo otro por ver si le hallaba, para que entrambos nos pusiésemos a salvo; mas no le hallé.

En fin, aunque había días que no pisaba las calles de Zaragoza, acerté la casa de Octavio, que me recibió con más admiración que cuando la primera vez fui a ella, y contándole mis sucesos, reposé allí aquella noche (si pudo tener reposo mujer por quien habían pasado y pasan tantas desventuras), y así, aseguro que no sé si estaba triste, si alegre; porque por una parte el lastimoso fin de don Manuel, como aún hasta entonces no había tenido tiempo de aborrecerle, me lastimaba el corazón; por otra, sus traiciones y malos tratos junto considerándole ya no mío, sino de Zaida, encendía en mí tal ira, que tenía su muerte y mi venganza por consuelo; luego, considerar el peligro de don Felipe, a quien tan obligada estaba por haber hecho lo que a mí me era fuerza hacer para volver por mi opinión perdida. Todo esto me tenía en mortales ahogos y desasosiegos.

Otro día salió Octavio a ver por la ciudad lo que pasaba, y supo cómo habían enterrado a don Manuel y a Zaida, al uno como a cristiano, y a ella como a mora desesperada, y cómo a mí y a don Felipe nos llamaba la Justicia a pregones, poniendo grandes penas a quien nos encubriese y ocultase. Y así, fue fuerza estarme escondida quince días, hasta que se sosegase el alboroto de un caso tan prodigioso. Al cabo, persuadí a Octavio fuese conmigo a Valencia, que allá, más seguros, le diría mi determinación. No le iba a Octavio tan mal con mis sucesos, pues siempre granjeaba de ellos con qué sustentarse, y, así, lo concedió. Y puesto por obra, tres o cuatro días estuve después de llegar a Valencia sin determinar lo que dispondría de mí. Unas veces me determinaba a entrarme en un convento hasta saber nuevas de don Felipe, a quien no podía negar la obligación que le tenía, y a costa de mis joyas sacarle libre del peligro que tenía por el delito cometido, y pagarle con mi persona y bienes, haciéndole mi esposo; mas de esto me apartaba el temer que quien una vez había sido desdichada, no sería jamás dichosa. Otras veces me resolvía en irme a Murcia con mi madre, y de esto me quitaba con imaginar cómo parecería ante ella, habiendo sido causa de la muerte de mi padre y de todas sus penas y trabajos.

Finalmente, me resolví a la determinación con que empecé mis fortunas, que era ser siempre esclava herrada, pues lo era en el alma. Y así, metiendo las joyas de modo que las pudiese siempre traer conmigo, y este vestido en un lío, que no pudiese parecer más de ser algún pobre arreo de una esclava, dándole a Octavio con que satisfice el trabajo que por mí tomaba, le hice me sacase a la plaza, y a pública voz de pregonero me vendiese, sin reparar en que el precio que le diesen por mí fuese bajo o subido. Con grandes veras procuró Octavio apartarme de esta determinación, metiéndome por delante quién era, lo mal que me estaba y que si hasta entonces por reducir y seguir a don Manuel lo había hecho, ya para qué era seguir una vida tan vil. Mas viendo que no había reducirme, quizá por permisión del Cielo, que me quería traer a esta ocasión, me sacó a la plaza, y de los primeros que llegaron a comprarme fue el tío de mi señora Lisis, que aficionado, o por mejor decir, enamorado como pareció después, me compró, pagando por mí cien ducados. Y haciendo a Octavio merced de ellos, me despedí de él, y él se apartó de mí llorando, viendo cuán sin remedio era ya el verme en descanso, pues yo misma me buscaba los trabajos.

Llevóme mi señor a su casa y entregóme a mi señora doña Leonor; la cual poco contenta, por conocer a su marido travieso de mujeres, quizá temiendo de mí lo que le debía de haber sucedido con otras criadas, no me admitió con gusto. Mas después de algunos días que me trató, satisfecha de mi proceder honesto, admirando en mí la gravedad y estimación que mostraba, me cobró amor, y más cuando, viéndome perseguida de su marido, se lo avisé, pidiéndole pusiese remedio en ello, y el que más a propósito halló fue quitarme de sus ojos. Con esto ordenó enviarme a Madrid, y a poder de mi señora Lisis; que, dándome allá nuevas de su afable condición vine con grandísimo gusto a mejorar de dueño, que en esto bien le merezco ser creída, pues por el grande amor que la tengo, y haberme importunado algunas veces le dijese de qué nacían las lágrimas que en varias ocasiones me veía verter, y yo haberle prometido contarlo a su tiempo, como lo he hecho en esta ocasión; pues para contar un desengaño, ¿qué mayor que el que habéis oído en mi larga y lastimosa historia?

Ya, señores -prosiguió la hermosa doña Isabel-, pues he desengañado con mi engaño a muchas, no será razón que me dure toda la vida vivir engañada, fiándome en que tengo de vivir hasta que la fortuna vuelva su rueda en mi favor; pues ya no ha de resucitar don Manuel, ni cuando esto fuera posible, me fiara de él, ni de ningún hombre, pues a todos los contemplo en éste engañosos y taimados para con las mujeres. Y lo que más me admira es que ni el noble, ni el honrado, ni el de obligaciones, ni el que más se precia de cuerdo, hace más con ellas que los civiles y de humilde esfera; porque han tomado por oficio decir mal de ellas, desestimarlas y engañarlas, pareciéndoles que en esto no pierden nada. Y si lo miran bien, pierden mucho, porque mientras más flaco y débil es el sujeto de las mujeres, más apoyo y amparo habían de tener en el valor de los hombres. Mas en esto basta lo dicho, que yo, como ya no los he menester, porque no quiero haberlos menester, ni me importa que sean fingidos o verdaderos, porque tengo elegido Amante que no me olvidará, y Esposo que no me despreciará, pues le contemplo ya los brazos abiertos para recibirme. Y así, divina Lisis -esto dijo poniéndose de rodillas-, te suplico como esclava tuya me concedas la licencia para entregarme a mi divino Esposo, entrándome en religión en compañía de mi señora doña Estefanía, para que en estando allí, avise a mi triste madre, que en compañía de tal Esposo ya se holgará hallarme, y yo no tendré vergüenza de parecer en su presencia, y ya que le he dado triste mocedad, darle descansada vejez. En mis joyas me parece tendré para cumplir el dote y los demás gastos. Esto no es razón me lo neguéis, pues por un ingrato y desconocido amante he pasado tantas desdichas, y siempre con los hierros y nombre de su esclava, ¿cuánto mejor es serlo de Dios, y a Él ofrecerme con el mismo nombre de la Esclava de su Amante?

Aquí dio fin la hermosa doña Isabel con un ternísimo llanto, dejando a todos tiernos y lastimados; en particular Lisis, que, como acabó y la vio de rodillas ante sí, la echó los brazos al cuello, juntando su hermosa boca con la mejilla de doña Isabel le dijo con mil hermosas lágrimas y tiernos sollozos:

-¡Ay señora mía!, ¿y cómo habéis permitido tenerme tanto tiempo engañada, teniendo por mi esclava a la que debía ser y es señora mía? Esta queja jamás la perderé, y os pido perdonéis los yerros que he cometido en mandaros como a esclava contra vuestro valor y calidad. La elección que habéis hecho, en fin, es hija de vuestro entendimiento, y así yo la tengo por muy justa, y excusado es pedirme licencia, pues vos la tenéis para mandarme como a vuestra. Y si las joyas que decís tenéis no bastaren, os podéis servir de las mías, y de cuanto yo valgo y tengo.

Besaba doña Isabel las manos a Lisis, mientras le decía esto. Y dando lugar a las damas y caballeros que la llegaban a abrazar y a ofrecérsele, se levantó, y después de haber recibido a todos y satisfecho a sus ofrecimientos con increíbles donaire y despejo, pidió arpa, y sentándose junto a los músicos, sosegados todos, cantó este romance:

Dar celos quita el honor;
la presunción, pedir celos;
no tenerlos no es amor,
y discreción es tenerlos.
  
Quien por picar a su amante
pierde a su honor el respeto
y finge lo que no hace,
o se determina a hacerlo,
  
ocasionando el castigo,
se pone a cualquiera riesgo;
que también supone culpa
la obra como el deseo.
  
Quien pide celos, no estima
las partes que le dio el Cielo,
y ensalzando las ajenas,
abate el merecimiento.
  
Está a peligro que elija
su mismo dueño por dueño,
lo que por reñir su agravio
sube a la esfera del fuego.
  
Quien tiene amor y no cela,
todos dicen, y lo entiendo,
que no estima lo que ama
y finge sus devaneos.
  
Celos y amor no son dos:
uno es causa; el otro, efecto.
Porque efecto y causa son
dos, pero sólo un sujeto.
  
Nacen celos del amor,
y el mismo amor son los celos,
y si es, como dicen, dios,
una en dos causas contemplo.
  
Quien vive tan descuidado
que no teme, será necio;
pues quien más estado alcanza,
más cerca está de perderlo.
  
Seguro salió Faetón
rigiendo el carro febeo,
confiado en su volar
por las regiones del cielo.
  
Ícaro, en alas de cera,
por las esferas subiendo,
y en su misma confianza,
Ícaro y Faetón murieron.
  
Celos y desconfianza,
que son una cosa es cierto;
porque el celar es temer;
el desconfiar, lo mesmo.
  
Luego quien celos tuviere
es fuerza que sea discreto,
porque cualquier confiado
está cerca de ser necio.
  
Con aquesto he desatado
la duda que se ha propuesto,
y responderé a cualquiera
que deseare saberlo.
  
De que en razón de celos,
es tan malo darlos
como tenerlos.
  
Pedirlos, libertad;
darlos, desprecio.
Y de los dos extremos,
malo es tenerlos; pero aqueste quiero,
porque mal puede amor serlo sin ellos.


Noche segunda editar

A la última hora de su jornada iba por las cristalinas esferas el rubicundo Apolo, recogiendo sus flamígeros caballos por llegar ya con su carro cerca del occidente, para dar lugar a su mudable hermana a visitar la tierra, cuando los caballeros y damas que la pasada noche se habían hallado en casa de la bien entendida Lisis, honrando la fiesta de su honesto y entretenido sarao, estaban ya juntos en la misma sala. Y no era pequeño favor haber acudido tan temprano: porque desengañar y decir verdades está hoy tan mal aplaudido, por pagarse todos más de la lisonja bien vestida que de la verdad desnuda, que había bien qué agradecerles; mas eso tienen las novedades, que aunque no sean muy sabrosas, todos gustan de comerlas. Y por esta causa hubo esta noche más gente que la pasada; que unos a la fama de la hermosa esclava, que ya se había transformado en señora, y otros, por la hermosura de las damas convidadas, por gozar de la novedad, venían, aunque no sé si muy gustosos, por estar prevenidos de que las desengañadoras, armadas de comparaciones y casos portentosos, tenían publicada la guerra contra los hombres, si bien ellos viven tan exentos de leyes, que no las conocen si no son a sabor de su gusto. Tenían duda de que las segundas que habían de desengañar a las damas de los engaños en que viven igualasen a las primeras y deseaban ver cómo salían de su empeño; aunque tengo por cierto que, si bien estaban éstas, como las pasadas, determinadas a tratar con rigor las costumbres de los hombres, no era por aborrecerlos, sino por enmendarlos, para que, si les tocaba alguno, no llevasen el pago que llevan las demás. Y no me espanto, que suele haber engaños tan bien sazonados que, aunque se conoce que lo son, no empalagan, y aun creo que cuando más desengañan las mujeres, entonces se engañan más; demás que mis desengaños son para los que engañan y para las que se dejan engañar, pues aunque en general se dice por todos, no es para todos, pues las que no se engañan, no hay necesidad de desengañarlas, ni a los que no engañan no les tocará el documento ¿Quién ignora que habría esta noche algunos no muy bien intencionados? Y aun me parece que los oigo decir: ¿Quién las pone a estas mujeres en estos disparates? ¿Enmendar a los hombres? Lindo desacierto. Vamos ahora a estas bachillerías, que no faltará ocasión de venganza. Y como no era ésta fiesta en que se podía pagar un silbo a un mosquetero, dejarían en casa doblado el papel y cortadas las plumas, para vengarse. Mas también imagino que a las desengañadoras no se les daba mucho, que diciendo verdades, no hay que temer, pues pueden poner falta en lo hablado, tanto en verso como en prosa; mas en la misma verdad no puede haber falta, como lo dijo Cristo, nuestro Señor, cuando dijo: «Si verdad os digo...»

Que trabajos del entendimiento, el que sabe lo que es, le estimará, y el que no lo sabe, su ignorancia le disculpa, como sucedió en la primera parte de este sarao, que si unos le desestimaron, ciento le aplaudieron, y todos le buscaron y le buscan, y ha gozado de tres impresiones, dos naturales y una hurtada; que los bien intencionados son como el abeja, que de las flores silvestres y sin sabor ni olor hacen dulce miel; y los malos, como el escarabajo, que de las olorosas hace basura. Pues crean que, aunque las mujeres no son Homeros con basquiñas y enaguas y Virgilios con moño, por lo menos, tienen el alma y las potencias y los sentidos como los hombres. No quiero decir el entendimiento, que, aunque muchas pudieran competir en él con ellos, fáltales el arte de que ellos se valen en los estudios, y como lo que hacen no es más que una natural fuerza es que no salga tan acendrado. Mas esta noche no les valió las malas intenciones, pues en lugar de vengarse, se rindieron, que aquí se vio la fuerza de la verdad.

Salieron las desengañadoras siguiendo a Lisis, que traía de la mano a doña Isabel, muy ricamente vestidas y aderezadas, y muy bien prendidas, y con tantas joyas, que parecía cada una un sol con muchos soles, y más doña Isabel, que habiendo renunciado el hábito morisco, pues ya no era necesario, su aderezo era costosísimo; tanto, que no se podía juzgar qué daba más resplandores: su hermoso rostro o sus ricas joyas, que esta noche hizo alarde de las que la pasada había dicho tenía reservadas para los gastos de su religión. Doña Isabel se pasó al lado de los músicos, y las demás, con Lisis, al estrado, y la discreta Laura, su madre, que era la primera que había de desengañar, al asiento del desengaño. Admirados quedaron todos de tanta hermosura y gallardía. Los que las habían visto la noche antes, juzgaron que en ésta se habían armado de nueva belleza, y los que no las habían visto, juzgando que el Cielo se había trasladado a la tierra, y todos los ángeles en aquella sala, pareciéndoles que con las deidades no se puede tener rencor, perdieron el enojo que traían, y decían:

-Aunque más mal digáis de nosotros, os lo perdonaremos, por el bien de haber visto tanta hermosura.

Pues sentadas las damas y sosegados todos, la hermosa doña Isabel cantó sola este romance, que se hizo estando ausente del excelentísimo señor conde de Lemos, que hoy vive y viva muchos años, de mi señora la condesa, su esposa:

Los bellos ojos de Atandra,
claros y hermosos luceros,
cuyo resplandor da al sol
las luces con que le vemos.
  
De quien aprendió el amor
a matar con rayos negros,
quitando a las flechas de oro
valor y merecimiento.
  
Vertiendo sartas de perlas,
que Manzanares risueño
coge, para que sus ninfas
adornen sus blancos cuellos,
  
Al tiempo que el Alba hermosa
deja de Titón el lecho,
la vi yo, y la vio el amor,
por la ausencia de Fileno.
  
Aquel galán mayoral,
hijo de aquel sol, que, siendo
sol de este presente siglo,
se pasó a ser sol del cielo.
  
Dejando púrpura y oro
por el paño tosco y negro
del patriarca Benito,
cuyos pasos va siguiendo.
  
Tras aquellos resplandores,
se fue su amante discreto,
que, a los rayos de tal sol,
serán los suyos eternos.
  
Mirando al aurora, dice
la aurora de nuestro pueblo:
«No goces, Alba, tu esposo,
cuando sin mi esposo quedo.
  
Llore la tórtola, triste,
la pérdida de su dueño,
pues yo, sin mi dueño amado,
ausente y sola padezco.
  
¿Adónde vas sin tu Atandra?
¿Cómo te cansó tan presto?
Eres hombre, no me espanto;
mas no eres hombre, que miento.
  
Si eres deidad, necia soy
cuando de un ángel me quejo;
no me castigues, Amor,
pues ya ves que me arrepiento.
  
Vuelve, Fileno, a mis brazos,
mira las penas que tengo;
deja al sol, que tú eres sol
en su claro firmamento.
  
Si como luna recibo,
de tu esplendor, rayos bellos,
o vuelve a darme tu luz,
o tu luz iré siguiendo.»
  
Dijo, y corriendo el aurora
la cortina al claro Febo,
porque entraron sus zagales,
puso a sus quejas silencio.
  
Las ninfas de Manzanares,
que escuchándola estuvieron,
al son de acordadas liras
la cantaron estos versos:
  
«Enjugad, Atandra,
vuestros soles negros,
que señala tristeza, si llora el cielo.
 
Sol es vuestro amante,
ya venir le vemos,
pues vos sois su oriente,
al oriente vuestro.
  
Si de esa belleza
el divino extremo
le cautivó el alma,
y aprisionó el cuerpo.
  
No juzguéis su amor
tan corto y pequeño
que no alargue el paso,
acortando el tiempo.
  
No deis a esos soles
tantos desconsuelos,
que señala tristeza,
si llora el cielo.»

Con graves y dulces dejos se acabó la música, admirando los que no habían visto a la linda doña Isabel la hermosura y el donaire, dejándoles tan enamorados como suspensos, no sabiendo qué lugar le podían dar sino el de décima musa. Y si habían entrado con ánimo de murmurar y censurar este sarao, por atreverse en él las damas a ser contra los hombres, se les olvidó lo dañado de la intención con la dulce armonía de su voz y la hermosa vista de su belleza, perdonando, por haberla visto, cualquiera ofensa que recibiesen de las demás en sus desengaños. Y viendo Laura la suspensión de todos, dio principio de esta suerte:

-Viví tan dulcemente engañada, el tiempo que fui amada y amé, de que me pudiese dar la amable condición de mi esposo causa para saber y especificar ahora desengaños; que no sé si acertaré a darlos a nadie; mas lo que por ciencia alcanzo, que de experiencia estoy muy ajena, me parece que hoy hay de todo, engañadas y engañados, y pocos o ningunos que acierten a desengañarse. Y así, las mujeres se quejan de sus engaños, y los hombres de los suyos. Y esto es porque no quieren dejar de estarlo; porque paladea tanto el gusto esto de amar y ser amados que, aunque los desengaños se vean a los ojos, se dan por desentendidos y hacen que no los conocen, si bien es verdad que los que más se cobran en ellos son los hombres, que como el ser mudables no es duelo, se dejan llevar tanto de esta falta, que dan motivo a las mujeres para que se quejen y aun para que se venguen, sino que han elegido una venganza civil, y que fuera tanto mejor vengarse en las vidas que no en las honras, como de quedar ellas con nombre de valerosas, y ellos con el castigo de su mudable condición merece; porque no puedo imaginar sino que el demonio las ha propuesto este modo de venganza de que usan las que lo usan. Porque, bárbara, si tu amante o marido te agravia, ¿no ves que en hacer tú lo mismo te agravias a ti misma, y das motivo para que si es marido te quite la vida, y si es amante diga mal de ti? No seas liviana, y si lo fuiste, mata a quien te hizo serlo, y no mates tu honra. De esto me parece que nace el tener los hombres motivo para decir mal de las mujeres; de más que, como ya los hombres se precian de mudables, fuerza es que, para seguir su condición, busquen las comunes, y creo que lo hacen de propósito por hallar ocasión para dejarlas, pues claro está que las hallarán a cada paso, porque no quieren seguir otro ejercicio, y les sabe mejor pasear que no hilar. ¿Quién duda que a cada paso les darán ocasión para que varíen? Y así, por esta parte, a todos los culpo y a todos los disculpo. Por lo que no tienen los hombres disculpa es por el hablar licenciosamente de ellas, pues les basta su delito, sin que ellos se le saquen a plaza y lo peor es que se descuidan y las llevan a todas por un camino, sin mirar cuánto se desdoran a sí mismos, pues hallaremos pocos que no tengan mujer o parienta o conocida a quien guardar decoro.

Ni de lo malo se puede decir bien, ni de lo bueno mal; mas la cortesía hará más que todo, diciendo bien de todas; a unas, porque son buenas, y a otras, por no ser descorteses. ¿Quién duda, señores caballeros, que hay mujeres muy virtuosas, muy encerradas, muy honestas? Diréisme: ¿Adónde están? Y diréis bien, porque como no las buscáis, no las halláis, ni ellas se dejan buscar, ni hallar, y hablan de las que tratan y dicen cómo les va con ellas. Y así, en lugar de desengañar, quisiera aconsejar y pedirles que, aunque sean malas, no las ultrajen, y podrá ser que así las hagan buenas.

Y en verdad, hermosas damas, que fuera cosa bien parecida que no hubiera hombres muy nobles, muy sabios, muy cuerdos y muy virtuosos. Cierto es que los hay, y que no todos tratan engaños, ni hablan desenfrenadamente contra las mujeres, y los que lo hacen digo que no le está a un hombre tan mal obrar mal como hablar mal; que hay cosas que son mejores para hechas que para dichas. De suerte que, honrando y alabando a las damas, restauran la opinión perdida, pues tanto cuesta lo uno como lo otro, y lo demás es bajeza, y las damas sean cuerdas y recogidas, que con esto no habrán menester desengaños, que quien no se engaña, no tiene necesidad de desengañarse. Los ríos, los prados, las comedias no son para cada día, que se rompen muchos mantos y vale cara la seda; véndanse a deseo, y verán cómo ellas mismas hacen buenos a los hombres. En cuanto a la crueldad, no hay duda de que está asentada en el corazón del hombre, y esto nace de la dureza de él, y pues ya este sarao se empezó con dictamen de probar esto y avisar a las mujeres para que teman y escarmienten, pues conocen que todo cae sobre ellas, como se verá en el desengaño que ahora diré.