La elegía de los campos
Sobre estos campos de Soria hoscos y graves, sencillos y bravos a un tiempo mismo, y más que nada pobres y de una rusticidad poética, ha caído de nuevo la desdicha de perder los frutos que hombres trabajadores, honrados y buenos, amasaron con el sudor y con la sangre en el yunque del terruño durante dos años muy largos porque fueron de fatiga y de esperanza. En este periódico hemos dado les nombres de muchos pueblos perjudicados. Cada uno de ellos representa en estos momentos la elegía de los campos, de estos campos que tan maravillosamente ha cantado hace bien poco Antonio Machado— éste gran poeta que en Soria vive —que cantaron antes, también a maravilla, Unamuno y Gabriel y Galán, y Azorín y Ricardo León.
Vieron unos mirando a las serrezuelas la poesía en la adustez del paisaje, !a sintieron otros entre sus valles o en las aldeas, o estudiaron como poetas y como sabios todo el problema hondo, transcendental que hay que estudiar sobre estas tierras de Castilla, soleadas, resecas, apacibles y eternamente amables.
El problema que pintan los poetas y desentrañan los verdaderos pensadores «estaba antes» y volverá enseguida. Ahora ha proporcionado otro la nube negra, la nube fatal que envió desde el Cielo a donde hombres de «pelo en pecho» volvían la vista turbada por lágrimas, y las mujeres y los niños dirigían lamentaciones desesperantes — granizo y hielo con que talar, destruir, arrasar las cosechas, pan de estos labriegos, pobres y resignados, que antes lo miraban como sagrado porque era pan de sus hijos, porque era una bendición de Dios.
¿Porqué vino la pedrea? No busquéis sus causas en argumentos imaginarios, o en meras supercherías; la principal está en los mismos campos desolados, desiertos, sin árboles; y en que de su producción haya una preocupación verdadera, antes de que se pierda la que dan.
El hecho triste es que hay una inmensidad de familias sin pan. ¿Cómo pasar el año? Ya la usura llamará tal vez a la puerta de los desesperados ofreciéndoles «protección». Se perdió la cosecha pero quedan aún fincas por hipotecar. ¡Pobres labradores! Así será repetida esta exclamación unos cuantos días, quizá horas no más; luego, petición de unas pesetas del fondo de calamidades, un expedienteo largo y penoso, benevolencia en las contribuciones, tal vez condonación, y «después de todo eso» se habrá aliviado en muy poco la difícil situación de los pueblos damnificados. Estos por hoy, los demás por «mañana» necesitan pensar en algo más serio y fundamental que no se lo han de dar nunca los gobiernos, sino su propio esfuerzo y su acción vital colectiva. Los medios son: hacer producir á la tierra todo lo que es capaz de producir para contrarrestar la fatalidad con la «superproducción» donde ésta sea posible, y parejamente con ella, la acción colectiva de asociación, de socorro mútuo, de cajas de ahorros, de algo en fin. Las almas fuertes se templan en la desgracia, pero esta debe servir de experiencia para aminorarla en lo sucesivo.
Del espíritu de los labriegos, alma de la riqueza nacional, hay que apartar toda lisonja, y sobre los campos elegiacos testigos mudos de la catástrofe y de la ruina de estos días, hay que entonar la égida fuerte y bienhechora del porvenir.