La ejecución del reo Pedro María Ñancúpel


Publicado en diario "El Archipiélago" (Chile), noviembre de 1888. Autor: G.R.


Por primera vez, si no estamos equivocados, la población de Castro ha presenciado el terrible espectáculo de una ejecución capital: por primera vez se ha aplicado en este departamento, bajo el imperio de nuestras leyes, esa pena estrema e irreparable, tan antigua como los oríjenes de la sociedad, i sobre cuya conveniencia i eficacia, i sobre cuya lejitimidad o el derecho que la sociedad tenga para imponerla, tanto se ha dicho i discutido por filósofos y publicistas.

Como dijimos en nuestro número anterior, el sábado 3 del actual en la tarde fue notificado de la tremenda sentencia el reo Pedro María Ñancúpel, i se le puso inmediatamente en capilla.

Desde el primer momento, desde la lectura de la sentencia, Ñancúpel demostró una conformidad impasible, una costante serenidad, sostenida a veces con afectación, pero con resolución estóica en la suprema hora.

Luego que se esparció la triste noticia en la población, principiaron las visitas de los curiosos, más que de los piadosos, a frecuentar la pieza convertida en capilla donde el reo se hallaba descansando en su duro lecho, que él mismo con solícito cuidado había ayudado a transportar desde el calabozo en que permaneció engrillado durante dos años, dos meses i veintidós días!.

Una vez instalado el reo en su capilla, preguntóle el secretario si sentía algo, si estaba tranquilo i si algo necesitaba, para proporcionárselo.

— Nada señor, díjole Ñancúpel: desde que salieron en libertad los otros (aludía a su hermano Anastasio i sus sobrinos, procesados juntamente con él) i quedé yo solo, comprendí que iba a sucederme mal, ya perdí la esperanza; desde entónces empecé a prepararme.

— I el Consejo de Estado, señor, — agregó como de improviso — ¿no me absolvió?

— No, — repúsole el secretario: negó el indulto de la pena, como lo acabas de ver por lo que se te ha leido. No hai ya recurso alguno; debes resignarte.

— Está bien! — qué le haremos! contestó el reo con tristeza pero con mucha posesión de sí mismo.

— Nada le debo a mi Dios, añadió. Moriré injustamente; no le temo a la muerte: allá mi Dios me hará justicia; i mejor quiero morir, ántes que estar aquí, padeciendo sin motivo.

Volvió el secretario a preguntarle si necesitaba algo; i después de pedir que le llamasen a su confesor, díjole Ñancúpel:

— Quisiera comer algo, señor. Nada he comido en estos días: he estado triste; i no podía ya pasar esas lavazas que aquí nos dan.

Inmediatamente se le mandó preparar buen alimento, i varios de los presentes le dejaron un poco de dinero para sus necesidades. Dio las gracias i luego dijo:

— Vea: hace pocas noches me recordé llorando entre sueños; pero estoi conforme, porque Dios me ha dado tiempo para morir.

Manifestó entónces deseos de hablar con algunas personas a quienes conocía o con quienes había tenido algunas relaciones, i se las llamó.

Poco después llegaba un relijioso franciscano, el que se retiró cuando hubo conferenciado un rato con el reo para efectuar más tarde su confesión.

Comió Ñancúpel con mui buen apetito i se bebió más de un vaso de vino. Tuvo deseos de tomar chocolate i los satisfizo.

Desde esa hora, la más solícita i compasiva atención le fue prodigada por los asistentes a la cárcel i por varias personas; i el chocolate, el café i las galletas le fueron enviadas diariamente de algunas casas de la población.

En la noche apenas pudo conciliar el sueño por espacio de media hora.

Del mismo modo pasó el domingo i la noche de este día: en silencio i meditando cuando permanecía solo; leyendo a intervalos en un libro de oraciones relijiosas; oyendo a quien le leía o dirijía la palabra; fumando continuamente.

Sólo un momento se conmovió aquel hombre de fiero; fue en la tarde, cuando se despedían de él varias personas de las muchas que lo habían visitado: dos gruesas lágrimas brotaron de sus húmedos i concentrados ojos negros i pequeños, i rodaron por sus secas i bronceadas mejillas. Pero esta espontánea emanación de un sentimiento casi estinguido o apagado, duró sólo un instante, pasando como una lijera brisa, apenas perceptible, por el desierto páramo. Ñancúpel se repuso inmediatamente i sofocó en su árido pecho aquella natural espansión.

El lunes se confesó con el R.P. Subiabre i comulgó.

Visitámosle en la tarde i nos dijo que ya estaba arreglado con su Dios, i que esperaba tranquilo el momento del suplicio, deseando dejar cuanto antes esta vida tan engañosa. Habló como siempre de su inocencia, i agregó.

— He sido mui desgraciado; tal vez porque nací en dia mártes. Bien me decían mis padres cuando chico, que iba a ser mui desgraciado por esa causa.

Al dia siguiente el Juzgado espidió para la ejecución el fallo que en seguida copiamos:

"Castro, noviembre 6 de 1888. Vista la sentencia de la Ilma. Corte de Apelaciones de Concepción, fecha 6 de septiembre de este último, corriente a fs. 126, que de acuerdo con el Exmo. Consejo de Estado, no dio lugar al indulto de la pena de muerte impuesta por la referida sentencia al reo Pedro María Ñancúpel; constando del certificado de fs. 127 que este reo fue puesto en capilla el dia 3 del presente en la tarde: i visto lo dispuesto por el ar. 82 del Código Penal i 9º del Reglamento dictado en 3 de agosto de 1876; el Juzgado ordena i manda:

Que el expresado reo de homicidio, Pedro María Ñancúpel, sea fusilado mañana a las 8 AM en el patio de la cárcel de esta ciudad. Comuníquese al señor Gobernador para los fines consiguientes. García Moreno, secretario".

En la tarde de ese dia, o sea en la víspera del desenlace, volvió a la capilla del reo el secretario del Juzgado i le hizo saber la hora en que al siguiente dia debería ser ejecutado.

— Que sea cuanto ántes, señor, díjole Ñäncúpel, con su espresión habitual de frialdad e ironía, i con su mirar oblicuo, cerrando un tanto los ojos, pero uno más que otro.

Conversó en seguida que se iba mui agradecido de todos, i que había hecho escribir varias cartas para sus amigos i acreedores.

El secretario le preguntó si quería que volviese a la noche, a horas en que pudieran estar solos, para oirle lo que quisiera decirle o entregarle; i Ñancúpel contestó que sí.

Efectivamente, a las nueve de la noche llegaba el secretario a la cárcel. Ñancúpel, que estaba durmiendo en su cama, sintió abrirse la puerta del establecimiento i preguntó a su centinela quién era. Este le dijo: "El señor Escribano"; i Ñancúpel cerró los ojos. El secretario, creyéndolo dormido, no quiso que lo despertase i se retiró. Apenas sintió cerrarse la puerta, abrió los ojos i se dio vuelta para el rincón.

A esa hora ya se le notaba ajitación. Su corazón latía violentamente, sintiéndosele el golpe a dos pasos de distancia.

Como a las 11 dijo: "¡Hasta que hora pasa esta noche de una vez!". Poco después se quedó dormido, dispertando antes de las dos de la madrugada. Un rato más tarde pidió un poco de chocolate que le había sobrado del día. Se lo calentaron i lo bebió. Desde entonces ya no cerró los ojos sino hasta el último trance.

A las seis de la mañana le llevaron otra taza de aquella bebida, pero apenas pudo tocarla. Sin embargo, no decaía notablemente. A las siete llegaron cuatro sacerdotes de la hermandad de San Francisco i empezaron a exhortarlo. Media hora después entró el secretario y le pregúnto cómo había amanecido i si tenía algo que decirle.

— He amanecido bien, señor. Nada más tengo que decirle, sino que le diga al señor Juez de Letras, cuando llegue, que averigüe bien i verá que están padeciendo aquí dos inocentes, lo mismo que yo.

Se le dijo que ya se acercaba la hora de cumplir la sentencia i que se levantara si podía hacerlo. Inmediatamente respondió:

— Cómo no, señor! Estoi listo. — I en el acto se levantó i principió a vestirse, cuidando de ponerse sus escapularios i cordones benditos. Diez minutos antes de las 8 fue sacado al patio i llevado al banco entre los cuatro sacerdotes i dos custodias. Allí se sentó con toda sangre fría, al parecer, aunque cierta palidez de su rostro revelaba no ser del todo insensible a las impresiones del trájico suceso.

La multitud estaba apiñada en la puerta de la cárcel; i apenas se le dejó libre el paso, precipitáronse al patio en abundante i larguísima corriente, siendo necesario cortarla por medio de la fuerza, por la poca capacidad del local. La novedad i magnitud del hecho había atraído a casi todos los moradores de las vecindades.

El reo pidió permiso para hablar; i habiéndosele concedido, dijo con voz ya apagada, notándose que hacía un supremo esfuerzo, pero con la serenidad de antes: que era inocente; que perdonaba a sus enemigos i esperaba que a él también lo perdonaran si en algo había ofendido. Vendáronle la vista; los sacerdotes recitaron el Credo i él hizo otro tanto, fueron ellos retirándose, i... una descarga de cuatro tiros de carabina puso fin a la existencia de aquel ser.

La sentencia estaba cumplida, i castigados los horrendos crímenes de que se había acusado a ese hombre con tanta pertinacia e insistencia como había sido tenaz e inquebrantable su resolución de negarlos i de no confesar jamás una sola falta.

El público se retiró menos conmovido que aterrorizado. Ni una lágrima se derramó por el ajusticiado.

Terror de los isleños i de los mares de las Guaitecas; ser obstinado i avieso; sin temor al peligro ni a la justicia; Pedro María Ñancúpel murió como había vivido, realizándose el dicho popular i haciendo recordar al inmortal Larra, que hace más de medio siglo i en análogas circunstancias escribía:

"En tan críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual su vida entera i su educación; cada cual obedece a sus preocupaciones hasta en el momento de ir a desnudarse de ellas para siempre: El hombre abyecto, sin educación, sin principios, que ha sucumbido siempre ciegamente a su instinto, a su necesidad, que robó i mató maquinalmente, muere maquinalmente!".