La discordia en los casadosLa discordia en los casadosFélix Lope de Vega y CarpioActo III
Acto III
Salen AURELIO, ENRICO y ROSABERTO,
hijo del REY de Frisia
ENRICO:
Que le has de imitar es cierto,
por la grandeza heredada.
AURELIO:
Hoy quiere ceñirte espada
tu padre el rey, Rosaberto;
de cuyas obligaciones
no hay que advertir tu valor,
que tú lo sabrás mejor,
pues a tal lado la pones.
ENRICO:
Ya te dejo ejercitado
en la teórica de ella,
lo demás sabrás con ella,
en prática de soldado.
Grande esperanza nos das
de la virtud de tu pecho.
ROSABERTO:
No pretendo al que me ha hecho
degenerarle jamás;
conozco la obligación
en que a mis padres nací
y al reino que ya de mí
tiene tal satisfación.
Yo cumpliré su esperanza,
si mi vida guarda Dios,
y sabré que de los dos
debo tener confianza,
pues os tengo por maestros
en las armas y en las letras.
AURELIO:
Si con tu ingenio penetras
más que los hombres más diestros,
con la experiencia y los años
justa esperanza se tiene
de tu valor.
ENRICO:
El rey viene.
Sale el REY, acompañado,
ROSELO y otros, y en una
fuente espada y daga
REY:
Hoy temblarán los extraños
y nacerá nuevo amor
en los propios, Rosaberto,
quedando el reino tan cierto
de tu esperado valor.
Vengo a ceñirte la espada,
que ha de ser terror de Europa
cuando la Fortuna en popa,
ya en la mar con gruesa armada,
ya con ejército fuerte
en la campaña levantes
por los reinos circunstantes
las esperanzas de verte.
Dame esa espada.
ROSABERTO:
Señor,
bien seguro te imagino
de mi valor si el divino
tuyo me influye valor;
que quien le hereda de ti
bien dice con su esperanza,
si el mayor del mundo alcanza,
que como Fénix nací.
REY:
Ponte, Rosaberto, al lado
la ofensa de tu enemigo,
la defensa de tu amigo,
vida, honor, reino y estado.
Dé el cielo a tus verdes años
la dicha de Escipión,
que tanta varia nación
tembló por reinos extraños.
Apenas doraba el bozo
sus labios, cuando el senado
le hizo procónsul, fundado
en que tan prudente mozo
sería con más edad
lo que después de sus glorias
escriben tantas historias
con tanta felicidad.
ROSABERTO:
Ya, señor, que me has honrado
con lo que ceñida tengo,
pues que de tu mano vengo
a tenerla puesta al lado,
tu licencia me has de dar
para que me parta a Cleves,
pues hay jornadas tan breves,
que quiero a mi madre hablar.
Sabes que en mi vida vi
su rostro, y que no ha faltado
quien me ha dicho que ha llorado
muchas lágrimas por mí:
que dicen que injustamente
la desprecias y la dejas.
REY:
Quien te trujo tales quejas
miente, o presente o ausente;
y pues que te han advertido
con injusto atrevimiento,
está, Rosaberto, atento;
sabrás si estoy ofendido
con la duquesa de Cleves,
Elena, y tan nueva Elena,
que ha sido fuego de Frisia,
como la de Troya y Grecia.
Me casé con tan extraños
agüeros, que entre las fiestas
una bala me voló
las plumas de la cabeza;
y dando a un retrato mío,
que en el arco de una puerta
remataba el edificio
y miraba a la Duquesa,
pasó el lienzo por la gola,
burlando la envidia ciega
toro que piensa que es hombre
cuando en la capa se venga.
Viví los primeros años
contento y en paz con ella,
que, fuera de su hermosura,
es por extremo discreta,
mirando los dos en ti
aquella concordia eterna
de la paz de los casados
que los hijos manifiestan.
REY:
Mas la mudable inconstancia
de las cosas de la tierra
trocó en discordia esta paz
y toda esta gloria en pena.
Avisáronme ¡ay de mí!
que Elena tenía secreta
conversación con un hombre
en mi deshonra y afrenta.
Fuilo a ver, y entrando acaso,
él mismo a voces comienza
a decir que yo venía
a matar a la Duquesa.
Con esto, no sólo el vulgo,
pero también la nobleza
de Cleves tomó las armas,
y me siguieron con ellas.
Tuve dicha en que ya estabas
en Frisia, y el alma llena
de amor, y el honor de infamia
puse a la venganza espuelas.
Entré abrasando su estado
con grueso ejército, y ella
me salió al paso, ocupando
del Rhin las verdes riberas.
Vímonos en cierta noche,
y entre los dos se concierta
que, por excusar la sangre,
si se rompiese la guerra,
por mí saliese un soldado
y otro saliese por ella,
y que si venciese el mío
quedase mi afrenta cierta
y pudiese repudiarla.
REY:
Yo tuve tanta soberbia,
que salí secretamente
armado a la honrosa empresa,
sin fiarla de ninguno,
y aunque presumí que fuera
el primero en la estacada,
ya estaba un soldado en ella
armado de blancas armas,
en cuya celada apenas
daban lugar a la vista
las plumas blancas y negras.
Las cubiertas del caballo
negras sobre blanca tela,
sembradas de letras de oro
entre unas dagas y lenguas.
Las letras decían "Mentís,"
como que de su inocencia
daba la cubierta indicio,
pero era maldad cubierta.
Dimos vuelta a la estacada
y, nuestras mesuras hechas,
de la caja al ristre pasan
las lanzas, que al punto vuelan
descalabrando los aires
y dando los dos en tierra,
huyeron nuestros caballos
y la batalla comienza
a pie con blancas espadas.
REY:
Pero ni la mía, diestra,
ni mi robusta pujanza,
real pecho, heroicas fuerzas,
resistieron mi fortuna,
antes vine a dar, sin ellas,
a los pies de mi contrario,
en cuyo tiempo nos cercan
los nobles de los dos campos,
y cuando al de Cleves llegan
y le descubren la cara,
ven que es la misma duquesa.
Dan voces todos y dicen
que ha vencido la inocencia
y que yo estaba culpado.
¡Qué deshonra y qué vergüenza!
Fue tan grande la que tuve
de ver que una dama tierna,
que una mujer, que a las armas
no obliga naturaleza,
me venciese y derribase,
que, dando a Frisia la vuelta,
mandé, pena de la vida,
que nadie me hablase en ella.
ROSABERTO:
Ni yo, señor, seré tan atrevido
que os hable en la Duquesa eternamente,
y pésame que de ella fui nacido.
Que estuviese culpada o inocente...
ENRICO:
Rosabelo de Cleves ha venido.
Sale ROSABELO
ROSABELO:
A Cleves fui, mi señor, secretamente,
como mandaste.
REY:
Y ¿qué hay allí de nuevo?
ROSABELO:
No me mandes hablar, que callar debo.
REY:
Habla, Roselo, yo te doy licencia.
¿Puede haber más afrenta?
ROSABELO:
Sabe el cielo
que ni curiosidad ni diligencia
debes en esto a mi lealtad y celo.
La vulgar opinión, sin diferencia,
dice que la duquesa y Pinabelo,
hijo de Otón, enamorados viven,
y añaden que sus bodas aperciben.
Bien puede ser que testimonio sea
y que tus enemigos echen fama
que en esto su valor Elena emplea.
REY:
No digas más. ¡Oh, Elena! ¡Oh, incendio! ¡Oh, llama!
AURELIO:
Señor, tu alteza no es razón que crea
la envidia vil que su virtud difama.
REY:
¡Oh, Aurelio, calla! Que mujer que ha errado
nunca el primero error sólo ha dejado.
Pregona en Frisia luego que cualquiera
que la cabeza suya me trujere
le daré seis ciudades.
AURELIO:
Considera...
REY:
¡Necio! ¿Qué quieres ya que considere?
¿Con tanto deshonor casarse espera?
¿Hay tal bajeza? A Pinabelo quiere.
¿No hay yerro? ¿No hay veneno? ¿Esto consiento?
Ya no merece honor ni sufrimiento.
Esto que digo les daré firmado
a propios y a extranjeros este día.
Elija seis ciudades en mi estado
quien restaurare la deshonor mía.
ENRICO:
Aurelio, al poderoso y enojado
no pienses que es valor ni cortesía
replicarle, que nunca el que es discreto
tiempla la ira en el primero efeto.
Vanse todos y
salen la DUQUESA y PINABELO
PINABELO:
Tiempla, señora, el desdén.
ELENA:
¿Qué es desdén, villano, infame?
Desdén es bien que se llame
en los que se quieren bien.
Dime que tiemple la ira,
el enojo y el pesar.
PINABELO:
¡Qué vicio en mujer es dar
crédito a cualquier mentira!
ELENA:
Yo sé que es mucha verdad
que por Cleves echas fama
que soy, villano, tu dama,
y con poca honestidad.
Esto a efeto de que viendo
que ya se empaña mi honor,
solicite tu favor
la voluntad que defiendo.
PINABELO:
Señora, de esta opinión
hablará el pueblo, que gusta,
como de cosa tan justa,
que me tengas afición.
ELENA:
¿Cómo justa?
PINABELO:
Pues, ¿no fuera
que conmigo te casaras?
sangre soy. ¿Qué reparas?
ELENA:
Si sangre tuya tuviera,
con una daga, villano,
despedezara mis venas,
de sólo veneno llenas
de los agravios de Albano.
¿Cosa justa dices que es
casarme, vivo mi esposo,
aun siendo tan rencoroso?
PINABELO:
Perdona y dame esos pies,
que me ciega el mucho amor.
ELENA:
Sal de Cleves desterrado
y no vuelvas a mi estado,
pena de infame y traidor.
PINABELO:
¡Señora!...
ELENA:
No hay que pedir.
Sale OTÓN
OTÓN:
¿Qué es esto?
PINABELO:
Si de tu tierra
esa crueldad me destierra,
¿para qué quiero vivir?
OTÓN:
Pinabelo, ¿qué ocasión
para desterrarte has dado?
PINABELO:
Haber su bien procurado
con sangre del corazón.
Quéjase que el vulgo dice
que me quiere.
OTÓN:
Y justo es.
Échate luego a sus pies
y lo que has dicho desdice.
Pide perdón, que es razón,
aun de la fama vulgar,
que hay mil ofensas sin dar
el que las hace ocasión.
PINABELO:
Señora, a vuestra grandeza
pide perdón mi ignorancia.
OTÓN:
Tú estás muy poca distancia
de cortarte la cabeza,
y ojalá que me lo mande
su alteza a mí, que esta espada,
a su defensa enseñada,
no sufre ofensa tan grande.
Señora, dadle perdón
por ignorante y por loco.
ELENA:
La furia que me provoco
vencen tus canas, Otón;
por ellas le debo dar.
(Quiero, de tantos errores, (-Aparte-)
perdonar estos traidores,
que es mejor disimular.
Bien conozco los enredos
y las lisonjas de Otón,
que no faltará ocasión
en cesando tantos miedos.)
OTÓN:
Nuestra sangre te ha servido
desde su origen de suerte,
que te obliga a condolerte
de un loco amor atrevido,
con palabra que jamás
te hablaré en él Pinabelo.
ELENA:
Vuestros años guarde el cielo,
padre, a quien estimo en más,
que ya la ofensa olvidé.
Sale ALBERTO
ALBERTO:
¿Puédese aquesto sufrir?
ELENA:
¿Qué hay, Alberto?
ALBERTO:
Si decir
se sufre, yo lo diré.
ELENA:
Licencia tenéis.
ALBERTO:
Albano
pregona públicamente
que a cualquier hombre que intente
poner atrevida mano
en tu vida, que Dios guarde,
seis ciudades le dará.
ELENA:
Pues, ¿eso pena te da?
ALBERTO:
Tu vida me hace cobarde.
ELENA:
No creas que muera ansí
vida con corona de oro.
ALBERTO:
La ambición pierde el decoro
al cetro, y harálo en ti.
ELENA:
Los reyes que no acobardan
a un traidor tan atrevido
mucho han de haber ofendido
los ángeles que los guardan.
¿Tanto puede perseguirme
un hombre que quiero tanto?
Del odio del rey me espanto
contra una mujer tan firme.
¿Querrá ponerme temor,
como es grande Rosaberto,
para venir a concierto?
mas ya sabe mi valor.
Los enemigos quisiera
de mi casa desterrar,
que yo me sabré guardar
de los que vienen de fuera.
Vase
OTÓN:
Alberto, de esta arrogancia
no nos resulta provecho,
que aunque del dicho hasta el hecho
suele haber tanta distancia,
tenemos en mil historias
griegas, troyanas, romanas,
mil ambiciones tiranas,
que hoy viven por sus memorias.
Fuera de que esto ha tocado
las honras de la nobleza
de Cleves.
ALBERTO:
Si su cabeza
ha puesto en este cuidado,
téngale el rey de la suya
y pregónese otro tanto,
para que le cause espanto
y nuestro valor arguya.
PINABELO:
A quien las cabezas diere
de padre y hijo podréis
dar seis ciudades, pues seis
dar promete al que trajere
la de Elena, que aborrece.
ALBERTO:
Así se hará pregonar.
OTÓN:
Con este nuevo pesar
gallarda ocasión to ofrece
el tiempo a tu pretensión.
PINABELO:
¡Ay, padre; que no es mujer!
OTÓN:
Esta discordia ha de ser
de tu ventura ocasión.
PINABELO:
Elena era mi abismo;
ya como Troya me quema,
que como quiere por tema,
aborrece por lo mismo.
Salen SIRALBO y CELIA,
villanos, y los MUSICOS.
Canten
MÚSICOS:
"Estad muy alegre,
dichosa y bella novia
en tanto que coméis
los picos de la rosca.
Huya toda tristeza
de vuestro rostro agora,
que aún agora no es tiempo
para que estéis celosa.
Poneos vuestras galas,
que hacéis mis envidiosas,
en tanto que coméis
los picos de la rosca."
CELIA:
Cuando Perol, Siralbo,
de esta montaña sola
a la Corte se iba
por verme tuya toda,
me dijo con sus celos
sacudiendo la cola,
aunque se despejaba
como rocín con mosca,
"Ríe, Celia, que aún comes
las roscas de la boda."
Y esto que agora escucho
parece que conforma
con aquellas palabras
venganzas amorosas.
¿Qué tiene el casamiento,
que a tantos alborota?
¿Qué mares se navegan
de nunca vistas olas?
¿Qué volcanes se pasan
que piedra azufre arrojan?
¿Qué desiertas Arabias?
¿Qué Libias arenosas?
¿A qué plaza se sale?
¿A qué toro se corta
con ancha espada el cuello?
¿Qué difuntos se topan
en las encrucijadas
de las calles angostas?
¿No es el casarse estar,
Siralbo, dos personas
comiendo en una mesa
y cenando a sus horas?
¿No es el estar de noche
cubiertos con la ropa
en una misma cama
de un cobertor y colcha?
Pues, bien, ¿qué os acobarda?
SIRALBO:
Hay, Celia, muchas cosas;
mas ninguna contigo,
que esto se entiende en otras.
Yo sé de cierta tierra
que cuando se desposa
un hombre clamorean
y por muerto le lloran;
que puesto que el peligro
no es más, ¡oh, Celia hermosa!,
que dos matrimoniarse,
algunos se endemonian.
Santa vida hacen muchos
a quien la dicha sobra,
que gracia en los casados
allá resulta en gloria.
Pero verás algunos
que no hay turca mazmorra
que más cautiva tengan
la libertad que gozan,
y más si toca en celos
con su puntilla en honra,
ningún forzado rema
que tenga más congojas.
CELIA:
No se dirá, Siralbo,
por dos que así se adoran,
aunque ajenas cabezas
hacen temblar las propias.
Cuando en nuestra duquesa
contemplo la discordia
que con su esposo tiene
la color se me roba.
¿No veis lo que se dice?
¿No veis lo que pregonan
a quien la diere muerte?
SIRALBO:
Alguna furia loca
ha entrado en estos reinos.
CELIA:
¡Qué tantos años rompa
la paz de estos casados!
SIRALBO:
La Fortuna piadosa
nos libre de esta envidia.
MÚSICOS:
¿Cantaremos agora?
CELIA:
Cantad, si os agradare.
¡Qué en tal temor me ponga
el día de mis dichas!
MÚSICOS:
Pues escucha y perdona. Canten
"Estad muy alegre,
dichosa y bella novia,
en tanto que coméis
los picos de la rosca."
Entren CLENARDO y PANFILO,
caballeros, de camino, y
PEROL, de lacayo
PEROL:
Parar podéis en esta hermosa aldea,
siquiera porque yo nací en su monte.
PANFILO:
No hay otra que mayor ni mejor sea
en todo aqueste fértil horizonte.
PEROL:
Entrad en esa casa que hermosea
tanto verde laurel.
CLENARDO:
Pánfilo, ponte
a descansar un poco, que conviene
que duerma poco quien cuidados tiene.
PANFILO:
Apenas estará de las distancias
o puntos en que nace y muere el día
la noche en medio, llena de arrogancias,
cubriendo el sol con su teniebla fría,
cuando de aquestas rústicas estancias
salga, pues llevo para el monte guía,
a ejecutar, Clenardo, mi deseo.
CLENARDO:
Camina, pues.
PEROL:
¡Ay, Dios! Mi muerte veo.
¿Ésta es aquella fiera hermosa y bella
por quien desde pastor a cortesano
me pasaron sus bodas? Iré a vella.
SIRALBO:
¿Quién es el que deciende al verde llano?
CELIA:
Perol no es éste?
SIRALBO:
Sí.
PEROL:
Mi buena estrella
hoy a mi diligencia dio la mano
para que en este monte, prado y selva,
de la Corte, en que estoy, a veros vuelva.
CELIA:
¿Adónde vas tan perdido,
después que de tu ganado
te alejaste a ser soldado,
con ese loco vestido?
¿Quién son esos cortesanos
con quien por el monte vas?
PEROL:
Tal voy, que no pienso más
volver a tratar villanos.
En la corte vivo bien,
Celia, pues que te has casado
con Siralbo, que es honrado
y lo merece tan bien.
Verdad es, y Dios lo sabe
que no me agrada el servir;
pero tengo de sufrir
cuanto en sufrimiento cabe.
Demás que voy con dos amos,
Celia, en aquesta ocasión,
ya los viste, aquéllos son,
que entre aquellos verdes ramos
bajaron a vuestra aldea,
que me han de hacer duque o conde.
CELIA:
De ese peligro te esconde,
guarda que tu muerte sea.
De títulos agua arriba
no tengas, Perol, cuidado,
que es caballo desbocado,
que a quien levanta derriba.
Mira que lo vas agora.
PEROL:
Oye aparte.
CELIA:
¿Qué me quieres?
PEROL:
¡Demonios sois las mujeres!
¡No sé qué espíritu mora
dentro de vuestro caletre!
¿Quién te ha dicho que mis amos
y yo a matar al rey vamos!
CELIA:
¿No quieres que lo penetre
de verte en aquese traje,
lacayo injerto en rufián?
Pero dime, ¿que éstos van
a matarle?
PEROL:
Yo soy paje,
digo, gentilhombre soy,
despensero o mayordomo,
que no sé qué oficio tomo,
pero con ellos estoy.
Van con notable secreto;
mas, por más que se han guardado,
yo sé que llevan tratado
de darle muerte, en efeto.
A no lo decir te esfuerza.
Eres mujer; no podrás,
que lo que os encargan más
eso decís con más fuerza.
Que si ganan, como creo,
las seis ciudades aquí,
la que fuere para mí
en tu persona la empleo.
CELIA:
Id con Dios, que si volvieres,
donde sabes me hallarás.
PEROL:
Si callas, Celia, serás
nuevo ejemplo de mujeres.
Vase
SIRALBO:
¿Fuése Perol?
CELIA:
¿No lo ves?
SIRALBO:
¿Tan de prisa?
CELIA:
Hay cierto efeto.
SIRALBO:
¿Cómo?
CELIA:
Encargóme el secreto.
SIRALBO:
Tú me lo dirás después.
CELIA:
Y aun agora.
SIRALBO:
¿De qué modo?
CELIA:
Los que viene acompañando
van a matar al rey.
SIRALBO:
¿Cuándo?
CELIA:
Pudiendo.
SIRALBO:
¡Locura es todo!
Pero ¡qué bien has guardado
el secreto!
CELIA:
Si a él le importa
y en hablar no se reporta,
él mismo ejemplo me ha dado.
¿Por qué piensas que es la lengua
tan fácil en atreverse
y tan ligera en moverse
para nuestro daño y mengua?
SIRALBO:
Por qué?
CELIA:
Porque en agua está
y en la saliva resbala.
La cabeza es menos mala
y el pie más pesado va;
la mano tarda en moverse,
porque, en fin, sin agua están;
lengua y ojos mal podrán
de hablar y ver detenerse,
porque en ella están fundados.
Vamos, Siralbo, a la fuente
y de Perol, que es valiente,
no te maten los cuidados.
SIRALBO:
¡Qué lástima!
CELIA:
¡Qué suceso!
SIRALBO:
Vamos, y al cielo pluguiera
que tan seca os hiciera
de lengua como de seso.
Vanse y
salen el REY y su hijo ROSABERTO,
de caza, y AURELIO, ENRICO, y ROSELO
REY:
Suele imitar tan al justo,
hio, la caza a la guerra,
que quiero que es esta sierra
sea tu ejercicio y gusto.
Aquí te harás tan robusto
como conviene a soldado;
aquí sabrás a mi lado
el oso esperar, y aquí
perseguir el jabalí
y herir el veloz venado.
Mira estos campos que están
de tantas plantas vestidos,
que estos arroyos lucidos
cortos espejos les dan.
Mira qué alegres que van,
qué sonoros y qué iguales.
Si al campo con gusto sales
excusarás muchos vicios,
que no hay tales ejercicios
para los pechos reales.
Tal vez de correr cansado
dormirás del agua al son,
haciéndote pabellón
los altos olmos del prado.
Tal vez de un arroyo helado
sabrás beber el cristal
sin aparato real,
porque en su ribera fresca
se aprende la soldadesca
como en el campo marcial.
Tal vez con la propia mano
alcanzarás, diligente,
la fruta al ramo pendiente
cuando declina el verano.
Allá serás cortesano
y aquí soldado serás.
Con la virtud vencerás
con juveniles engaños,
que la experiencia y los años
te enseñarán lo demás.
ROSABERTO:
Con tu ejemplo, que, en fin, es
de un príncipe tan ilustre,
daré a mis rudezas lustre;
seré tu fénix después.
Beso mil veces tus pies
por el consejo y favor.
REY:
Esto me enseña tu amor,
y si es lección que te agrada,
a tu memoria traslada
estos pensamientos míos
hasta que con otros bríos
desnudes la blanda espada.
AURELIO:
Cuando quieras descansar
está todo prevenido.
REY:
Para que cese el ruido
haced la gente apartar.
ENRICO:
Bajan de aqueste pinar
rudos villanos a veros.
REY:
Cazadores y monteros
prevenid para la tarde.
ROSELO:
Ya de su vistoso alarde
tiemblan los ciervos ligeros.
Sale PEROL
PEROL:
En hábito de villanos
mis amos vienen aquí
para ejecutar ansí
locos pensamientos vanos.
Dijéronme que acechase
cuándo descansaba el rey.
¡Oh, Codicia! ¿Dónde hay ley
que tu rigor no trapase?
Quieren llegar a ocasión
que esté sin gente.
AURELIO:
¿Quién va?
PEROL:
¿No lo ven?
AURELIO:
Haceos allá.
PEROL:
Oiga, hablando con perdón.
AURELIO:
¿Qué queréis?
PEROL:
Al rey le diga
que quiere hablarle...
AURELIO:
¿Quien?
PEROL:
Yo.
AURELIO:
¿Vos?
PEROL:
¿No tengo lengua?
AURELIO:
No.
PEROL:
A enseñársela me obliga.
REY:
¿Qué es eso?
PEROL:
¿No se le acuerda
a su esquelencia de mí?
REY:
¿De vos? Pues, ¿adónde os vi?
PEROL:
¡Que así la memoria pierda
y esté de sí tan ajeno!
Cuando de Cleves huía,
¿un labrador no le dio
un rocín tuerto, muy bueno,
que tragaba lindamente
las leguas y la cebada?
REY:
Aurelio, aquella jornada
importó el ser diligente.
AURELIO:
No se me olvida, señor,
del peligro que tuvimos,
pues sin caballos nos vimos.
REY:
Debo a este buen labrador
poco menos que la vida.
Mas, ¿cómo vivís aquí?
PEROL:
Retira, señor, de ti,
pues mi amor no se te olvida,
toda esta gente y sabrás
a lo que vengo.
REY:
Conmigo
te aparta.
PEROL:
¿Estoy bien?
REY:
Sí, amigo.
PEROL:
¿Puédote hablar?
REY:
Bien podrás.
PEROL:
De los montes de mi aldea
desesperado salí,
¡oh, muy magnífico rey,
que alumbre Dios sin parir!,
por celos de una villana,
cuyo zapato gentil
pudiera dar quince y falta
al más gallardo chapín.
Casóseme por su gusto
con un pastor albañil.
¡De mal andamio de torre
vuele, sin ser serafín!
Yo, como otros mil perdidos,
vine a la Corte a servir
o aprender algún oficio
de muchos que en ella vi.
Primeramente, señor,
para aprender a morir,
serví un cierto pretendiente
a costa de su rocín.
Tuve algunos refregones
con la gualdrapa, y perdí
los estribos y los meses
que hay desde noviembre a abril.
De la ceniza en las brasas
salté, señor, porque di
entre un hombre y una mula,
mula que hablaba latín.
PEROL:
Dejélos por sagitarios,
y fui a servir desde allí
a un discreto, que es oficio
como sastre o menestril.
Este hablaba de tal suerte,
que una mañana la vi,
caídas las dos quijadas
y estas palabras decir,
"¡Oh, si de diamante fuera
la lengua con que nací,
pues que Dios hizo de bronce
a quien me pudo sufrir!"
Dejéle muerto, de hablar
harto no; Troya fue aquí,
porque di con un poeta
toda de plata y marfil,
todo de perlas y de oro;
pero pienso que comí
cercendaduras de versos
desde San Blas a San Gil.
Al fin, como de su trato
tanta soberbia aprendí,
pasé a servir gente ilustre;
dos caballeros serví.
PEROL:
Estos, oyendo que daban
de las riberas del Rhin
las mejores seis ciudades
que Cleves encierra en sí
al que diese las cabezas
de vos y vuestro delfín,
determinaron ser ellos,
y vienen a ver si aquí
pueden a traición mataros
en traje villano y vil,
porque en diciendo que os llevan
a enseñar un jabalí,
piensan de ocultas pistolas
dar la rueda al polvorín.
Yo, que he visto a la duquesa,
cuyo pobre huésped fui,
llorar por este pregón
que no fue su gusto, en fin,
tuve a dicha el avisaros,
por ella, por vos, por mí,
por que, a pesar de traidores,
viváis desde un siglo a mil.
REY:
Hay cosa semejante?
PEROL:
De esta traza
se quiere aprovechar su atrevimiento.
REY:
¡Buen lance hubiera echado en esta caza!
¿Son éstos?
PEROL:
Sí, señor.
REY:
Huye al momento.
Salen CLENARDO y PANFILO,
vestidos de labradores
PEROL:
Aquí me escondo.
{{Pt|CLENARDO:|
Dile cómo has visto
estar comiendo el rústico sustento
de este encinar al jabalí, Doristo.V
PANFILO:
¡Pardiez, que ha de matarle su excelencia!
REY:
¿Qué es esto, amigos? (¡El furor resisto!) (-Aparte-)
CLENARDO:
Ven solo, gran señor, con advertencia
de que se irá, sintiendo alguna gente,
un jabalí que espanta su presencia;
que sólo con tu hijo en esta fuente
le matarás al paso.
REY:
(Así lo creo, (-Aparte-)
a estar de vuestras armas inocente;
mas no ejecutaréis vuestro deseo.)
¿Aurelio?
AURELIO:
¿Gran señor?
REY:
Prende a estos hombres.
Perdido habéis en esto loco empleo.
CLENARDO:
Pues ¿hay por qué de un jabalí te asombres?
REY:
Miradlos bien.
ENRICO:
Pistolas son aquéstas.
REY:
Ya sé vuestra traición y vuestros nombres.
ROSELO:
¿Quisiéronte matar?
REY:
Las bocas de éstas
lo dijeran mejor si las piedades
del cielo no nos fueran manifiestas.
AURELIO:
Pasaréles el pecho.
CLENARDO:
Las ciudades
de Cleves como en Frisia prometidas
despiertan contra ti las voluntades.
Éstas, señor, se atreven a las vidas
del príncipe y de ti.
PANFILO:
Las nuestras eran
las que vinieron hasta aquí vendidas.
AURELIO:
Mira, señor, que los demás se alteran.
REY:
Óyeme, Aurelio, atento. Si las cosas
de la duquesa bien se consideran,
no presumo que son tan sospechosas,
pues quien de estos traidores me dio aviso
muestra que sus entrañas son piadosas.
Secretamente, Aurelio, y de improviso
de estos dos hombres las cabezas corta,
de quien librar mi vida el cielo quiso,
y dame las cabezas, que me importa
hacer de mis sospechas una prueba.
AURELIO:
Mucho el castigo tu grandeza acorta.
REY:
Tras esto, con los dos llevaréis nueva
que al príncipe y a mí nos dieron muerte,
y de estos hombres los dos cuerpos lleva
con nuestras ropas mismas, de tal suerte,
que se crea que son nuestras personas.
Sólo a estos dos de que el engaño advierte
dirás que por lo mismo que pregonas
a Cleves llevan ya nuestras cabezas.
AURELIO:
Su amor con triste llanto galardonas.
REY:
Presto verán el fin de sus tristezas.
AURELIO:
¡Traed a esos traidores!
ROSELO:
¿Dónde vamos?
AURELIO:
Detrás de aquestas ásperas malezas.
CLENARDO:
Vendidos fuimos.
PANFILO:
La ocasión erramos. Sale PEROL
PEROL:
Salir quise, señor, a que me vieran.
Todo lo vi desde estos verdes ramos.
ROSABERTO:
¿Qué pretendes hacer luego que mueran?
REY:
Partir contigo a Cleves, disfrazado;
que no es bien que estas cosas se difieran.
Ni se ha casado Elena ni mudado.
Tú eres su hijo; yo he de ver mi muerte
o quedar de mi honor desengañado.
ROSABERTO:
Besar quiero tus pies.
PEROL:
A mí me advierte
lo que tengo de hacer.
REY:
Esas cabezas
de quien Aurelio ya la sangre vierte
traes ocultas.
PEROL:
Altamente empiezas
a procurar tu justo desengaño.
REY:
Cansado vivo ya de mis tristezas.
O se acabe la vida o el engaño. Vanse y sale la DUQUESA y OTAVIA
ELENA:
En esta resolución
tengo, Otavia, el pensamiento.
OTAVIA:
Cosas de tu ingenio son.
ELENA:
¿Hay más triste casamiento?
¿Hay más bárbara afición?
Que algún hombre con desdén
trate a quien le quiere bien,
puede haber causas o engaños.
¡Pero que a mí tantos años
este galardón me den!
OTAVIA:
Tenéis tan malos terceros
en Pinabelo y Otón,
que es imposible poneros
en paz.
ELENA:
Los dos polos son
de todos mis males fieros.
No dudes; culpa he tenido
en que no los hayan muerto.
Piedad de mujer ha sido.
¡Yo a mi hijo Rosaberto!
¡Yo matar a mi marido!
¡Loca estoy de este pregón!
OTAVIA:
Con esto se ha echado el sello
a tu discordia y pasión.
ELENA:
Si he sido culpada en ello,
yo muera, Otavia, a traición.
¡Ay, gobierno de mujer,
errado cuando acertado;
pues aunque sobre el poder,
en no viendo espada al lado
se afrentan de obedecer!
Ni puedo admitir marido,
ni hacer que me teman puedo.
Cuando el que ha de ser temido
llega, Otavia, a tener miedo
el gobierno va perdido.
Morir quiero, y no vivir
entre Otón y Pinabelo.
Al rey tengo de escribir
que venga a matarme. ¡Ay, cielo!
¡Qué mayor bien que morir!
OTAVIA:
Mira que es eso locura.
Tu daño, señora, advierte.
ELENA:
¡En los males que no hay cura
dichoso el que con la muerte
descansa en la sepultura! Salen OTON, PINABELO y LEONIDO
LEONIDO:
Dicen que nos has llamado
porque estás con mucha pena.
¿Qué tienes? ¿Qué te han contado?
ELENA:
¡Perros! ¡Por vida de Elena,
que os he de dar dueño honrado!
Vasallos habéis de ser
de Frisia. Yo haré venir
al rey, que os haga temer.
Hoy le tengo de escribir
que os enseñe a obedecer.
Su hijo en vuestro señor;
ponga gobierno en su estado;
máteme y cobre su honor,
que aunque no se le he quitado,
ya lo tengo por mejor.
¿Quién fue el infame que ha hecho
con este pregón de agora
nueva desgracia en su pecho?
OTÓN:
Advierte, heroica señora,
que procuran tu provecho.
ELENA:
Que no hay provecho, villanos.
PINABELO:
¿No hay de procurar tu vida?
ELENA:
¿Qué vida, si sois tiranos?
Hoy estoy aborrecida.
Mi vida pongo en sus manos.
De todos he de vengarme
con morir.
PINABELO:
¡Bravo rigor!
ELENA:
¡Albano venga a matarme!
LEONIDO:
¡Qué raro ejemplo de amor! Sale ALBERTO
ALBERTO:
Albricias pudieras darme,
si yo no te conociera,
de la nueva que ha venido
y menos sangrienta fuera.
ELENA:
¿Cómo?
ALBERTO:
Ya es muerto el que ha sido...
ELENA:
¡No prosigas! ¡Tente! ¡Espera!
¿Es el rey?
ALBERTO:
Dos caballeros
tudescos en una caza
le han muerto.
ELENA:
¡Oh, tiranos fieros!
ALBERTO:
Dióles un monte la traza
y el hábito dos monteros,
que dicen que estando a solas
le tiraron dos pistolas.
ELENA:
¿Es cierto?
ALBERTO:
Sin duda es cierto.
Y a tu hijo Rosaberto.
ELENA:
¡Calla, que cubren las olas
del mar de tanto dolor
el alma, que ya se anega!
OTÓN:
(¡Brava nueva!) (-Aparte-)
PINABELO:
(¡Qué mejor!) (-Aparte-)
LEONIDO:
Ya con las cabezas llega. Sale PERÓN, de tudesco gracioso, con una caja, y el REY y PINABELO, su hijo, de tudescos, con calzas, muy galanes, y muchas plumas
PEROL:
Llega, y no tengas temor.
REY:
Dame, señora, tus pies;
pues más por vengar tu agravio
que por promesa hemos hecho
hazaña que importa tanto
a tu vida, a tu sosiego,
a tus nobles, a tu estado
y al bien común de dos reinos.
ROSABERTO:
Aquí en esta caja traigo
las degolladas cabezas
de Rosaberto y Albano.
Agora casarte puedes
y dar para siglos largos
herederos de tu sangre
a tu estado y tus vasallos.
ELENA:
¡Calla, infame, que ni he sido
quien esa sentencia ha dado,
ni en mi vida tuve intento
de solicitar su daño!
¡Ya es muerto el rey, mi señor!
El sentimiento que hago
no es por temor ni lisonjas,
mas porque, aun muerto, le amo!
Estos traidores han sido
los que este pregón han dado.
Yo me mataré tras él.
Suelta de ese infame lado
la espada, porque una misma
nos quite la vida a emtrambos.
REY:
¡Tente, señora! ¡Qué es esto?
Pésame de haberte dado
este dolor.
ELENA:
Tú me has muerto
y los que me estáis mirando.
OTÓN:
¡Ya no se puede sufrir,
Elena, tu pecho ingrato!
Tu hijo y el rey son muertos.
Trata de tomar estado,
o buscaremos señor.
ELENA:
¿Eso me dices, villano?
OTÓN:
Pues habiendo el rey de Frisia
tan mal de tu honor tratado,
que hasta agora sin él vives,
siendo testimonio claro,
¿es justo que por él llores?
REY:
Paso, almirante Otón, paso,
que el rey no le levantó
ese testimonio cuando
le llevaste a la duquesa,
y tuyo fue el falso trato;
que tú le dijiste al rey
su ofensa y que en su palacio
el hombre le enseñarías.
OTÓN:
¿Yo?
REY:
¡Tú!
OTÓN:
¿Quién te lo ha contado?
REY:
¿El rey!
OTÓN:
Con testigos muertos,
mala probanza.
REY:
Yo hago
más fe que el rey.
OTÓN:
Pues, tú mientes.
REY:
¡Toma!
En dándole un bofetón, se pongan con las espadas el REY y ROSABERTO, el príncipe, OTON y PINABELO y la DUQUESA en medio
ELENA:
¿Hay caso más extraño?
OTÓN:
¡En mi cara! ¡Pinabelo!
PINABELO:
¿Señor? Aquí estoy. ¡Matadlo!
ELENA:
Teneos.
REY:
Yo soy el rey,
y éste es mi hijo, villanos.
A mí ninguno me ha muerto,
duquesa, y si tantos años
en tal discordia he vivido,
ese infame lo ha causado.
Él me dijo que ofendías
mi honor. Yo, con el agravio,
entrélo a ver, y salieron
su hijo y su gente al paso.
Salí huyendo, y he vivido,
hasta que he sido avisado
de tu justo sentimiento,
la venganza procurando,
y he tenido por mejor,
reina, ponerme en tus manos,
que vivir entre sospechas.
ELENA:
¡Dame, gran señor, los brazos,
o esos pies, que es más razón!
REY:
¡Tu hijo abraza!
ELENA:
Este llanto
te dice lo que no puedo.
ROSABERTO:
Mis ojos te la han pagado.
PEROL:
¿Quién ha de pagar el porte
de estas cabezas?
ELENA:
¡Criados!
Las de Otón y Pinabelo
con esas dos haced cuatro.
OTÓN:
¡Señora!
ELENA:
¡Llevadlos luego!
PINABELO:
¡Más merecemos!
ELENA:
¡Llevadlos!
PEROL:
¿No conoces a Perol,
el que en el monte cazando
toda la noche tenía
de las traíllas los galgos?
Pues yo fui el que al rey le di
el rocín tuerto pasando
por mi cabaña una noche.
ELENA:
Alcaide, Perol, te hago
de las dos torres de Cleves.
REY:
Yo le doy seis mis ducados
de renta.
ROSABERTO:
Yo le hago noble.
PEROL:
A todos beso las manos.
¿Qué armas he de poner?
ROSABERTO:
Escoge.
PEROL:
En el primer cuarto
tres cantimploras de vino;
en el segundo, un pedazo
de una nalga de tocino,
y en el tercero un gazapo;
en el cuarto, medio queso,
porque acabe con aplauso,
en la cama o en la mesa,
la discordia en los casados.