La destrucción de Arequipa en cuaresma de 1600
La ciudad de Arequipa, de la cual no se puede referir ni contar sucesos y trabajos sin lágrimas y llanto, pues siendo después de la Ciudad de los Reyes y la del Cuzco y Potosí la más rica, grandiosa y opulenta de todo el Reino en dineros, bizarría y gastos y haciendas, el día de hoy es la más pobre, triste y miserable de cuantas se sabe en el Perú.
Habiendo antecedido, por doce días continuos, algunos temblores de poca consideración antes del viernes de la primera semana de Cuaresma, que fueron 8 de febrero de 1600, esta noche arreció de manera que parecía hervir la tierra, y nadie se aseguraba ni atrevía a estar debajo de tejado, casi pronosticando el mal que se les aparejaba. El sábado siguiente arreciaron los temblores y, fueron más a menudo, y tales que: se cayeron algunas casas y, como a las cinco de la tarde comenzó a obscurecer el cielo hacia la banda de la costa de la mar, y de unos cerros, llamados Socavaya, salían y se oían terribles y espantosos truenos y relámpagos, que duraron hasta la oración. Empezó empezó a llover cantidad de arenilla blanca, pero tan poca, que la cogían, en las capas para mostearla como cosa de prodigio. En anocheciendo,fue cayendo y cargando la lluvia de ceniza, aunque tomada ente manos tenía alguna aspereza, y apretada entre los dedos quedaban algunos granillos negros que relumbraban algo y daban muestras del metal quemado.
Con la noche fue aumentando la lluvia de ceniza, de manera que en pequeño espacio cubrió el suelo y duró hasta las once de la noche, que a ésta hora acabo de llegar la tempestad de truenos y relámpagos. Con la furia que traía la tempestad, parecía venirse el cielo abajo, y que se hundía la tierra, y todo el infierno lo ocupaba el aíre. Muchos imaginaron que los espíritus del infierno traían aquella oscuridad revuelta con fuego y ruido. Aun se dijo públicamente en el pueblo que ciertos soldados se determinaron ir fuera de él, hacia la parte donde venía aquella tempestad, para certificarse de qué procedía, y llegando al matadero, que está a las últimas, vieron unos bultos negros y horribles que les causaron tanto pavor y espanto que, al momento, sin poder pasar más adelante se volvieron.
De lo cual se infiere que los demonios, como testigos de la desolación de cinco pueblos que adelante diré, donde se usaban grandes supersticiones y hechicerías,vendrían hacia Arequipa pensando hiciera dios de esta ciudad lo que de los pueblos dichos. Dentro de pocos días estaba el pueblo con esto confuso y absorto, sin saber de dónde se causaba aquella inundación y con temor tan grande, que nadie tenía seguro de amanecer vivo, y así andaban atónitos los hombres por las calles e iglesias, pidiendo confesión. Fue de suerte que la mayor parte de la gente la hizo, y los que quedaron fueron por falta de confesores bastantes. Hubo personas que había más de ocho años que estaban olvidados de este sacramento, y esta noche lo pidieron a él con gran devoción.
En la mayor furia de esta tormenta entró en la ciudad un ermitaño que Vivía dos leguas de la ciudad, desnudo, con una cruz en la una mano y una piedra en la otra,dándose en los pechos y pidiendo a voces misericordia y provocando con lágrimas al pueblo a penitencia, y se le juntó mucha gente admirados de su fervor.
A las dos de la noche fue Dios servido cesase su tempestad de truenos y relámpagos por las ocasiones, disciplinas y exorcismos que en todos los monasterios hubo. Sin embargo, no cesó el llover ceniza y de color no tan blanca como la pasada, la cual daba de sí un olor hediondo de piedra azufre. En Lima y Arica se oyeron los truenos que el volcán de sí echaba, y afirman que eran a la manera de tiro de artillería y al sonido y respuesta de ellos. Muchas personas entendieron que eran los navíos del Rey que habían salido en busca de un inglés corsario y peleaban en la mar. Pero en Arequipa, con estar más cerca del volcán, no se oían sino truenos naturales y de los ordinarios, acompañados con tan grandes relámpagos, que duraba la claridad de uno de ellos casi un avemaría. Esta noche sé vieron salir, de la parte donde era la tempestad, infinitos globos de fuego que atravesaban todo el cielo. Hubo muchos penitentes azotándose y con cruces, y en el convento de Santo Domingo, según afirmaron los religiosos de él, se mostraron encima de una cruz del cementerio tres lumbres, y de allí se mudaron sobre la capilla mayor y de allí aparecieron sobre un arco de la iglesia nueva y se ocultaron.
Poco claro, a las ocho del día, amaneció el domingo veinte del mes, lloviendo ceniza. Salió el sol y duró hasta las diez, que se obscureció tan tristemente, que a la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles.
Como a las tres, aclaró algo; pero fue una claridad dudosa y confusa. Tomó de nuevo a llover ceniza, causando desconsuelo porque, según las señales que había, no parecía cesaría la tormenta hasta la última destrucción de la ciudad, y más que hasta entonces se ignoraba la causa de tan prodigiosos y espantables efectos.
Lunes amaneció más claro, y a las ocho se tomó a cerrar, de manera que hasta las tres de la tarde parecía de noche y fueron necesarias lumbres, aunque no como el domingo antes. Llovió ceniza hasta la noche, y en ella se vieron estrellas y alguna claridad que causó consuelo.
Este día se juntó todo el pueblo en la iglesia mayor, y fueron con solemne procesión a Santa María, una iglesia que está fuera de la ciudad, que es abogada de los temblores, y la trajeron y hubo un devoto sermón a la puerta de la iglesia mayor, que predicó el prior de San Agustín Fray Diego Pérez. A la noche se hizo una devota procesión de disciplina con un crucifijo y Nuestra Señora del Rosario.
El martes amaneció más claro que los demás días, de suerte que se pudieron ver los cerros de alrededor del pueblo. Llovió todo el día ceniza, y al alba hubo un temblor algo grande y entre día otros pequeños. El miércoles amaneció algo oscuro y, aunque después aclaró, no se vio el sol. Llovió dos horas ceniza, y creció hasta este día un palmo en alto por toda la ciudad, con cuyo peso se hundieron algunas casas, y fue necesario que las demás se descargasen de la ceniza. El río, con venir muy crecido, estuvo seco que apenas se oía, y todas las quebradas cercanas al volcán se secaron. El río de Tambo que es muy caudaloso, estuvo tres días que no corrió, y otra vez doce días y, saliendo de madre, fue con tanta furia que asoló todo el valle sin dejar heredad ni ganado, muías, caballo y sementeras y cañaverales, que todo lo llevó y asoló.
El jueves no llovió e hizo el día claro, en la noche se vieron la Luna y estrellas. El viernes amaneció nublado, oscuro, y a las ocho del día se cerró más y comenzó a llover ceniza. Este día tembló la tierra muy recio, y la ciudad vino al convento de Nuestra Señora de las Mercedes a pedir la imagen de Nuestra Señora de Consolación. En la tarde, juntas las religiones y el común del pueblo, la llevaron con toda la devoción posible a la iglesia mayor por nueve días, y hubo sermón en ella.
Sábado 26, habiéndose visto a las tres de la mañana la Luna muy clara y apenas se pudo echar de ver era llegado el día, al instante, se volvió a cerrar. Era la cosa más tenebrosa y lóbrega que jamás se vio, porque ni con la lumbre se acertaba a andar por las calles ni entrar en las iglesias. Luego empezó a llover ceniza con más furia que al principio, y diferenciaba en el color qué tiraba como a bermeja. Duró el llover hasta el domingo a las ocho del día, que aclaró y cesó. Con esto recibió el pueblo gran consuelo, porque había cuarenta horas que duraba la oscuridad, desde el viernes a las seis de la tarde. Este día fue de confusión, temor, lágrimas y suspiros, y se renovaron las penitencias, limosnas, confesiones, votos y promesas, porque todos entendían ser llegado el último día de su vida y aun del mundo. Todos se recogieron a la iglesia mayor y, estando diciendo misa en medio de aquellas tinieblas, se oyeron en la capilla cantar golondrinas y andar alrededor del Santísimo Sacramento que estaba descubierto, que parecía pedían remedio y misericordia al Criador. Una de ellas se vino a parar al cáliz estando para consumir, y se dejó asir de la mano del preste, que era el comisario del Santo oficio.
Este día, sin comer, la gente se fue a la Compañía de Jesús, que todos estaban olvidados del sustento del cuerpo, y salió de allí una procesión con un crucifijo y la imagen del Niño Jesús y de Nuestra Señora de Copacabana y el Lignun Crucis y muchos relicarios en manos de sacerdotes, y anduvo todas las iglesias, hallándose en ellas grandes y pequeños, los rostros al parecer difuntos del desmayo, miedo y confusión, y de pies a cabeza cubiertos de ceniza, y a cada ruido o temblor les parecía era el último instante de su vida.
Acabada esta procesión, salió de Santo Domingo otra con el crucifijo de la Veracruz, Nuestra Señora del Rosario y San Jacinto y todo el pueblo con ella y muchos disciplinantes, con gran devoción y lágrimas, y por momentos se hincaban de rodillas, dando voces a Dios y pidiéndole misericordia. Acabada está procesión, pasaron a San Francisco las imágenes de la iglesia mayor y a Nuestra Señora de la Consolación, porque del mucho peso de la ceniza se venía abajo, y el Santísimo Sacramento se puso en la pila del bautismo. Esta noche se quedó el pueblo, hombres y mujeres a velar y dormir, por las iglesias, queriendo acabar la vida en ellas, como veían tan portentosas señales y especialmente un temblor, el mayor que hasta allí se había oído, y hasta media noche llovió con gran fuerza ceniza de allí adelante disminuyó.
El domingo sí aclaró algo y hubo procesión de San Agustín con el Crucifijo y Nuestra Señora de Gracia, y fue a la Compañía donde hubo sermón. Este día estuvo el cielo de un color bermejo y negro, y con poca claridad, y toda la noche llovió ceniza, de suerte que sobre las casas la había de alto de un palmo. El lunes amaneció claro, pero no de suerte que se viese el sol, y a las tres de la tarde obscureció de todo punto, y por no estar el reloj concertado, como no lo andaba nadie, se entendió era de noche y se tañó a oración. A las cinco de la tarde volvió a aclarar aunque lloviendo ceniza, y para consuelo vino otro temblor grandísimo.
De esta suerte se ha ido continuando esta tempestad, tormenta y miseria por más de un mes que, si él día amanecía algo alegre, se tomaba triste, obscuro y tenebrosos con los nublados, cenizas, truenos, relámpagos y globos de fuego que se veían por los aires, y así cada cual podrá imaginar como estarían en esta ciudad los vecinos de ella, con qué aflicción de espíritu y amargura del corazón, esperando por instantes la muerte, y estimando con esta miseria en poco la vida.
Una confusión había general en toda la ciudad, y era no poder averiguar con certidumbre la causa de tantos daños, f de dòride procedía tan horrible y espantosa tempestad y, aunque se sospechaba sería cierto volcán de hacia Omate, 18 leguas de la ciudad, por haber visto los que de allá venían vomitar llamas y salir humo obscuro de aquel lugar. No había cosa cierta en 30 días, hasta que vino una carta del corregidor de aquel partido, que por su bien estaba en Arequipa, en que le referían la verdad de lo que pasaba, que es negocio temeroso. Era un volcán que estaba entre Omate y Quinistaca, y se llamó Huainaputina qué declarándolo dirá: Volcán mancebo, porque Putina significa volcán y Huaina, mozo.
Distante del pueblo de Omate dos leguas, el cual reventó a 19 de febrero. Fue tanta la cantidad y muchedumbre que arrojó de sí y lanzó de piedra, tierra y ceniza, que, la que cayó en el dicho pueblo y su contorno, pasaba de 32 palmos de altura, los 22 de piedra y los 10 de ceniza. Se trajeron a Arequipa algunas piedras, y eran las mayores pómez, del tamaño de un adobe, y las menores como naranjas, el color negro y vetadas como metal y pesadas. Caían espesísimas y hechas una brasa encendida, y ninguna acertaba a indio que no le derribase y descalabrase, y, temerosos los indios de esto, se encerraron en sus casas, donde creció por momentos la piedra, tierra y ceniza, que quedaron todos enterrados en ella para siempre.
De esta tormenta se escaparon hasta 15 o 20 indios, que con un cacique llamado don Francisco Cayla, se recogieron a un cerro, donde los halló el escribano del corregidor; que fue el que dio el aviso. Llevando frazadas y otras cosas de defensa, pasada la primera tormenta, bajaron hacia el dicho pueblo con grandísimo trabajo, y apenas podían hallar señal de él ni conocerle, si no fuera por las puntas de unos sauces altísimos que estaban en la plaza y la hediondez de los cuerpos muertos de hombres y animales. En muchos días no cesó el volcán dé echar humo, fuego y ceniza y temblar la tierra reciamente, y oyéndose un ruido ordinario y espantoso, y de noche salían de él globos de fuego que parecía abrasaban el aire. De esta manera, abrasó y enterró para siempre cinco pueblos llamados Chiqui, Omate, Quinistaca, Tasatachen y Collana, sin que de todos ellos escapase ánima viva.
Refieren que el viernes y sábado, antes que reventase el volcán, 18 y 19 de febrero, en la furia de los temblores mucha de la gente de estos pueblos, a la falda del cerro, ofrecieron lana de colores y otras cosas que solían antiguamente, y algunos indios e indias desesperando se arrojaban vivos en las quebradas y concavidades que se iban abriendo del volcán.
Anduvo entre los indios de la comarca una superstición, diciendo que se habían juntado a consulta el volcán que reventó y el que está sobre la ciudad de Arequipa, y le dijo que reventase; y el de Arequipa le dio por respuesta que no lo haría por ser como era cristiano y llamarse Francisco, y de las palabras y enojos que tuvieron, resultó el de Arequipa darle, al otro un encontrón que le hizo reventar.
Quedaron los caminos de manera que no se podía caminar, y en parte las cabalgaduras de los caminantes se hundían en la ceniza. Se ha perdido y quedado enterrado infinito ganado vacuno y ovejuno, y en las lomas muchas muías que allí se criaban, porque se cegaron los pastos y se ocultaron las aguas. En la ciudad se siguió luego hambre, por haberse desbaratado los molinos, y en todas las casas se morían las bestias. No quedó en el cielo ave, golondrina, paloma tórtolas, gorriones, aunque todas no murieron. En el valle de Vítor las tórtolas, en el tiempo de la obscuridad,acudían a las partes y aposentos donde veían lumbre, y se sentaban junto la gente y se dejaban tomar ciegas y flacas. Las vicuñas y huanacos de la Puna andaban abobadas y se metían entre la gente y murieron muchísimas. Las sabandijas de la tierra no quedó ninguna. No quedó chácara de maíz que se pudiese aprovechar, porque cubiertas de cenizas, se perdió y, como estaba en flor, no hubo remedio ninguno para ello.
Por otra parte los indios, vista la perdición de sus chacras, ayudados de sus usos y abominaciones antiguas, dieron en comerse todas las aves, cuyes y carneros que tenían, aunque era cuaresma, diciendo que se acababa el mundo y querían morir hartos. Colgaban perros vivos por los pies y les daban muchos golpes y azotes, diciendo que con aquello se acabaría la tempestad, y se empezó a creer entre ellos que en ciertos días se había de hundir toda la tierra y abrasarse. Así iban huyendo y dejaban sus casas.
Como refiero arriba, no hubo jamás en treinta días uno seguro, porque, si alguno amaneció claro y sereno, luego se obscurecía, de manera que parecía noche tenebrosa, y los aires que se levantaban y con ello la ceniza ahogaba la gente y la hacía estar encerrada, y por todas partes se vio esta desdichada y afligida ciudad rodeada de trabajos y aflicciones y, según refieren personas fidedignas que en estas tribulaciones se hallaron, no fue la mitad de lo que está dicho la calamidad y desventura que pasaron los pobres ciudadanos de Arequipa, lo cual puedo afirmar yo como testigo de vista, que a todo me hallé presente en la dicha ciudad.