La desheredada (Segunda parte)/Capítulo VI

Escena vigésima quinta

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Aposento no muy grande, cómodo, bien amueblado y a media luz


ISIDORA Y JOAQUÍN


JOAQUÍN.- (Con admiración) ¡Pero qué guapa estás, o mejor dicho, qué hermosa eres!... Joya digna de un rey, ¿por qué estás condenada a encerrar tu brillo dentro de la esfera de una posición mediana, obsura y equívoca? ¡Tremendas ironías del destino! Fíate de que el nacimiento y el temperamento te hayan hecho ilustre... si la realidad y el mundo traidor no te permiten manifestarte como eres... Pero no suspires, no te entristezcas. Hoy es día de alegría y juntos los dos aquí olvidaremos todas nuestras penas... Cada día me es más difícil vivir sin ti.


ISIDORA.- (Con coquetería) ¡Embustero!... Me quieres cuando me necesitas, cuando eres desgraciado. ¡Desde que prosperas un poco, ¡adiós!, ya no te acuerdas de mí! Yo no debía hacerte caso; pero mi debilidad es más fuerte que mi fortaleza, ¿entiendes?... ¿Quién no tiene un castigo en el mundo? Mi castigo eres tú. En vez de darme enfermedades o de volverme fea, Dios me ha dicho: «Quiérele»; y ya ves, te quiero y padezco. El corazón me dice que será constante. Te amaré siempre, mientras viva. Mi corazón es de una pieza. No puede amar sino a uno solo, y amarle siempre... Los hombres, descartando el mío, me hastían; les aborrezco. Uno solo me ha conquistado, y de ese soy. Venga lo que viniere, a mi amor me atengo. No sé cómo hay mujeres que adoran hoy a este y mañana al otro. Yo no soy así. (Con tristeza.) ¿No es verdad que nací para ser honrada?


JOAQUÍN.- Y para mí. (Entusiasmándose por grados.) Sólo yo te comprendo, sólo yo. Los demás te juzgarán mal quizás. Yo, que te conozco, sé que eres un ángel de bondad. La responsabilidad de tus faltas las tomo para mí y te dejo a ti la gloria de tus bellas acciones. ¡Y qué ingrato he sido contigo! Pero me has dado una de esas lecciones que son propias de las grandes almas. A mis ligerezas respondes con tu generosidad.


ISIDORA.- (Mirándole a los ojos.) ¿Estás satisfecho de mí?


JOAQUÍN.- Te idolatro.


ISIDORA.- ¿Me he portado bien?


JOAQUÍN.- Como una princesa, como una reina. No todas las coronas están donde deben estar... ¡Ay, Isidora, bendito sea tu orgullo! Quien nota en su alma esa chispa, ese no sé qué, signo de elevación sobre el nivel común, está preparado para las cosas grandes y sublimes. El orgullo no es en ti un defecto, es una inspiración santa.


ISIDORA.- Pero no tengo la conciencia tranquila... Ya ves que...


JOAQUÍN.- Desecha las ideas convencionales. Cada acción tiene un punto de vista desde el cual debe juzgársela, lo cual prueba la gran variedad de las perspectivas del alma humana...


ISIDORA.- Yo siento algún remordimiento...


JOAQUÍN.- Porque no has hecho un análisis frío del hecho en sí y te dejas llevar de la rutina.


ISIDORA.- (Gozosa.) ¿Te pusiste contento cuando recibiste mi carta?


JOAQUÍN.- La besé mil veces, y aun creo que se me escapó una lágrima, cosa en mí desusada.


ISIDORA.- Ya ves que cumplí mi palabra. El jueves, cuando me pintabas tu compromiso y me decías que tu honor y tu buen nombre estaban en peligro, te dije: «Yo, a quien tan grandes desaires has hecho, te he de salvar...». No hay nada que me cautive tanto, que tanto interese a mi alma, como un acto de estos atrevidos y difíciles, en que entren la generosidad y el peligro. Nací para estar arriba, muy arriba.


JOAQUÍN.- En las estrellas te pondría yo.


ISIDORA.- Las cosas bajas y fáciles, las pasiones mezquinas no caben en mí. Tú me habías hecho muchas picardías; pues ahora verás... Yo soy así. La idea de devolverte bien por mal me daba alegría y valor para vencer las dificultades. Fui a mi casa pensando en tus apuros. Yo calculaba, discurría, hacía cuentas. A medianoche no había dormido aún; estaba sola. Podía pensar a mis anchas, y pensar en ti como me diera la gana. Llegó la mañana. ¿Qué creerás que hice? La cantidad era enorme. ¡Mil duritos! ¿De dónde había de sacar yo ese dineral? Pues verás... Vendí mis pendientes de tornillo y mi alfiler grande. Saqué doce mil reales. Compré otros diamantes falsos para que él no conociera el engaño. Después empeñé la pulsera, el reloj; pero nunca bastaba, hijito. Por tu suerte, él me había dado cierta cantidad para renovar parte de la sillería..., pues al montón con ella. En fin, mi tía Encarnación me proporcionó el resto... Y aquí vienen los escozores que siento en mi conciencia...


JOAQUÍN.- (Con escepticismo y fortaleza de espíritu.) Eres una chiquilla. Es preciso que tu inteligencia se ponga a la altura de tu gran corazón.


ISIDORA.- (Con monería.) Déjame, que yo me entiendo. Te diré la verdad pura. Por engañarle no tengo remordimientos. Es un animal a quien aborrezco con toda mi alma. No me merece... ¡Pero hay tantas clases de traición!... Te diré...


JOAQUÍN.- (Azotándola con cariño.) Pero ven acá, tonta...


ISIDORA.- (Abofeteándole con amor.) Escucha, idiota... Digo que las traiciones de dinero no me gustan. Hay algo ahora en mí que las rechaza. Te diré: con gusto o sin gusto mío, él me da cuanto necesito. Es verdad que los tornillos eran míos; me los habías regalado tú. Pero el alfiler me lo dio él..., y el dinero para la sillería... Ya ves.


JOAQUÍN.- Déjame hablar ahora.


ISIDORA.- (Tapándole la boca.) Aguarda.


JOAQUÍN.- (Quitándose a viva fuerza la mordaza y besándola mucho.) Déjame hablar a mí. Escucha, escucha. Si ese animal tuviera cien veces más dinero del que tiene; si en vez de haberse comido una parte del país se lo hubiera comido entero, todo su caudal no bastaría para pagar una de tus caricias, aun otorgada con violencia y sin amor. Esa cantidad que he recibido de ti me ha salvado de la deshonra. Yo te quería ya, yo te amaba siempre, a pesar de mis devaneos. Pero ahora te adoro, ahora soy tu esclavo. Esta deuda es sagrada, es doble; deuda del corazón y deuda de bolsillo. Te pagaré religiosamente.


ISIDORA.- ¡Pagarme! ¡Ay! Yo no cobro nunca. Mis manos no nacieron para eso. Si en algo estimas el beneficio que de mí has recibido, ya sabes la recompensa que quiero.


JOAQUÍN.- (Amoscado.) ¿Cuál?


ISIDORA.- Te lo he dicho mil veces. El reconocimiento de Joaquín...


JOAQUÍN.- (Sintiéndose atacado de sordera.) No te oigo.


ISIDORA.- Que reconozcas a nuestro hijo.


JOAQUÍN.- ¡Ah!, ya...; eso es corriente. (Disimulando su contrariedad.) En estos días me hallo en tal situación, que no podré celebrar ningún acto civil... ¡Ay!, querida mía, confesor mío, para ti no debo tener secretos. Delante de ti no debo ni puedo disimular mis faltas. He sido un calavera, un disipador; merezco lo que me está pasando. Yo tenía una regular fortuna. ¿Sabes tú cómo se me ha ido de entre las manos? Pues yo tampoco lo sé, y me confundo... Cosa de magia, chica, porque yo... te juro que vivo con economía... Malditos sean los usureros, fieras desenjauladas, dragones sueltos contra quienes nada puede la humanidad indefensa. Y gracias que renovando a tiempo, con tu divino auxilio (Da un gran suspiro.) , he podido salvar el honor por el momento. A ti te debo que no haya caído una gran mancha sobre el honrado nombre de Pez... ¿Pero qué sucederá? Que dentro de poco llegará otro vencimiento. Chiquilla, con las fechas no se juega. El tiempo es implacable... Papá me ha hablado seriamente el otro día. Hemos hecho un balance. Le he descubierto todos mis líos; se ha incomodado, y por fin hemos resuelto que no tengo más remedio que irme a la Habana.


ISIDORA.- ¡A la Habana!


JOAQUÍN.- Sí, con un destino en la Aduana, un gran destino. Es el único remedio. Los españoles tenemos esa ventaja sobre los habitantes de otras naciones. ¿Qué país tiene una Jauja tal, una isla de Cuba para remediar los desastres de sus hijos?


ISIDORA.- ¡Ya!


JOAQUÍN.- Me iré a la perla de las Antillas, como decimos por acá. ¿Quieres ir conmigo?


ISIDORA.- (Reflexionando seriamente.) Te diré...; ir contigo sería mi dicha. Yo te cuidaría si caías malo, y te desviaría de tus calaveradas, porque allá... Pero no puedo, no puedo salir de aquí. Tengo que estar a la mira de mi pleito. El abogado me ha dicho que lo ganaré si tengo paciencia. Ya se ha hecho lo que llaman la réplica, y luego que la señora presente su dúplica, vendrá la prueba... Ya ves, me voy enterando de estas cosas fastidiosas.


JOAQUÍN.- Si lo ganaras... (Afectando confianza.) Yo creo...


ISIDORA.- Es el principal móvil de mi vida. Cuando consiento en separarme de ti por pleitear, figúrate si es cosa de importancia.


JOAQUÍN.- (Con seriedad.) Y yo lo comprendo... No debes salir de aquí. Cuando yo venga, ¡toma!, de seguro te encontraré en pacífica posesión de la casa de Aransis,


ISIDORA.- ¡Dios te oiga!... Yo también lo creo así.


JOAQUÍN.- Es evidente... Nada, nada; es cosa hecha.


ISIDORA.- Cosa clara. (Se abrazan para comunicarse recíprocamente su confianza.) ¿Y cuándo te vas?


JOAQUÍN.- No lo sé. Dejaré pasar el verano. Papá y el ministro han hablado ya. Aunque en el Congreso se tiran a matar, allá, entre bastidores, son amigos y se sirven bien. Cuando papá era Director, servía a este señor en cuanto le pedía, y ahora para el Ministro no hay mejor recomendación que la de mi padre.


ISIDORA.- (Con mucho mimo.) Pero yo siento que te vayas. ¿Por qué no tratas de remediarte aquí? ¿Por qué no trabajas en algo?


JOAQUÍN.- ¿Aquí? ¡Trabajar aquí!... Tú te has caído de un nido. En España no se recompensa el mérito. ¡Qué país! Es claro; yo trabajaría, yo me dedicaría a algo; pero ¿qué pasa? Los escritores, los artistas, los industriales y hasta los tenderos todos se mueren de hambre. Que trabaje el obispo. No hay más medio de ganar dinero aquí que metiéndose en negocios patrocinados por el Gobierno. Pídele datos de esto a tu señor Sánchez Botín. Es un genio.


ISIDORA.- (Con malignidad.) Es un genio... inaguantable. Está muy hueco con el discurso que pronunció ayer. Es de..., de la Comisión. ¿No se dice así?


JOAQUÍN.- De la Comisión, justo. Todavía no he leído su discurso. (Incorpórase, y del bolsillo de su levita saca un diario.) Es un hatajo de necedades soporíferas. Cuando hablaba, no había seis diputados en el salón, y de estos seis, cinco estaban dormidos. Todos los oradores versados en administración producen estos efectos de narcótico. Papá mismo, cuando habla de esto, es el puro beleño. Pero ayer era el único que logró estar despabilado durante la oración fúnebre-administrativa de Sánchez Botín.


ISIDORA.- Pues él dice que apabulló a tu padre.


JOAQUÍN.- ¡Qué gracia! Verás. (Amenaza leer.)


ISIDORA.- Por Dios, dejo eso.


JOAQUÍN.- Oye qué admirable estilo. (Lee.) «Los señores que se sientan en esos bancos...».


ISIDORA.- ¡Por la Virgen Santísima!


JOAQUÍN.- Si esto es muy divertido. (Sigue leyendo.) «... no quieren acabar de comprender que los que nos sentamos en estos bancos y la Comisión...».


ISIDORA.- (Arrebatando el papel de manos de Joaquín.) Si tú le estuvieras oyendo a todas horas...


JOAQUÍN.- Es un bruto que merecía el desprecio si no mereciera el presidio. Su discurso es el colmo de la sabiduría. Dice que en tiempo de papá eran mayores los escándalos y las irregularidades... Voy a contarte en dos palabras las gradas de Botín.


ISIDORA.- (Tristemente.) ¿Será tarde? (Hace un gorro con el periódico en que está el discurso de Botín.)


JOAQUÍN.- No, querida; es temprano.


ISIDORA.- Paréceme que entra poca luz, que anochece...


JOAQUÍN.- Es que se ha nublado.


ISIDORA.- Mira el reloj.


JOAQUÍN.- No me da la gana.


ISIDORA.- ¡Qué horas tan felices si no fueran tan cortas! (Acaba el gorro de papel y se lo pone.) ¿Qué tal?


JOAQUÍN.- (Dando su aprobación expresivamente.) ¡Mona!... Pues te contaré las gracias de Botín.


ISIDORA.- ¡Ay! Esas gracias me han hecho llorar mucho. ¡Si él supiera las mías!...


JOAQUÍN.- Hace unos quince años Sánchez Botín era un zascandil. Andaba por ahí con un gabán perenne y sucio; pero ya dejaba traslucir sus disposiciones para la intriga; adulaba a todo el mundo, y agenciaba cosas de poco valor en las oficinas. Empezó a levantar cabeza, trabajando elecciones por los pueblos del Alto Aragón. Hacía diabluras, resucitaba muertos, enterraba vivos, fabricaba listas, encantaba urnas. Después le colocaron en el Ministerio, y casó con la de Castroponce, que le aportó dos millones. Hízose diputado y gerente del ferrocarril de Albarracín. Aquí empiezan sus triunfos. Como tiene amistad con el ministro y allá se gobiernan bien los dos, hace lo que quiere. Figúrate, la ley autoriza a los Ayuntamientos para auxiliar a las Compañías de ferrocarriles con el 80 por 100 de sus bienes propios.


ISIDORA.- (Bostezando.) ¡Qué cosas!


JOAQUÍN.- Tú no entenderás esto. Yo tampoco. Ello es que hay un papel que se llama Inscripciones, el cual está en la Caja de Depósitos. Botín se arregla para sacarlo, da una pequeña parte al Ayuntamiento, y con el resto y la subvención van construyendo el ferrocarril sin adelantar una peseta. El Gobierno les da prórrogas.


ISIDORA.- (Cerrando dulcemente los ojos.) ¡Qué picardía!


JOAQUÍN.- (Con verbosidad.) Pero esta tostada, con ser un negocio inmoral, no es tan atroz como la que resulta de comprar por un pedazo de pan los abonarés de los soldados de Cuba, que llegan aquí muertos de miseria, enfermos y con un papel en el bolsillo. El Gobierno no puede pagarles; pero Botín ha reunido millones en esos abonarés, y el mejor día se los admite el Gobierno en pago de un empréstito... Pues en las subastas no te digo nada. Ahí es donde están las ricas tostadas. Él hace lo que quiere. Es un bajá administrativo, mejor dicho, un sultán que tiene las rentas públicas por serrallo. Se pone de acuerdo con el Gobierno, y redacta a su gusto el pliego de condiciones, de manera que no se puede presentar nadie... Pero ¿qué es eso?... (Poniéndole la mano en la frente.) ¿Isidora?... Se ha dormido... ¡Qué hermosa está! ¡Qué cuello y hombros tan admirables!... Pura escuela veneciana... ¡Isidora!


ISIDORA.- (Despertando.) Me dormí arrullada por las gracias de Botín. ¿Será tarde? Ahora sí que anochece.


JOAQUÍN.- Es que es un chubasco, tonta. El cielo está negro.


ISIDORA.- Es hora de marcharme. Mira el reloj.


JOAQUÍN.- Para que te desengañes. (Mira el reloj.) ¿Ves? Todavía me debes una hora, según lo convenido.


ISIDORA.- ¡Una hora! (Con pena.) Sesenta minutos me separan de la presencia de ese bruto. No le puedo apartar de mi imaginación. Es una pesadilla que me atormenta noche y día. ¡Cuándo despertaré de ese hombre!... Me parece que le veo entrar esta noche como todas. «Buenas noches»-, buenas noches. «¿Dónde has estado? Tú has salido...». Aquí de mi talento para inventar cosas. Yo no he gustado nunca de decir mentiras; pero desde que vivo con él me he adiestrado de tal modo en ellas, que las suelto sin pensar; se me ha desarrollado un talento para mentir... Pues te diré. Entra él; como entienda que he salido sin su permiso. ¡María Santísima! Él gasta en mí su dinero a la calladita; y me compra cuanto apetezco con tal que no lo luzca, con tal que nadie me vea. Quiere que me ponga guapa para él solo. Basta que cualquier persona me mire para que él se enfade, porque cree que con los ojos se le roba algo de lo que tiene por suyo. No quiere que me dé a conocer en la calle, porque no gusta de escándalos, y se asusta de que esto se descubra. Dice que aquí no estamos en París, y que es preciso no chocar, no dar motivo a la murmuración, no faltar a las buenas apariencias sociales. Es un egoistón y un hipócrita... Lo primero que me encarga es que vaya a misa todos los domingos. Dice que conviene no dar mal ejemplo al pueblo. Cuando echa un discurso sobre los buenos principios, que son la base del orden social, me lo lee con entonación grave..., ¡si le oyeras!, y me dice con toda su alma: «Yo no puedo desmentir estas ideas. Conque mucho cuidado...». En teatros no hay que pensar. Alguna vez me permite ir de tapadillo, vestida de cualquier modo, y me hace subir a los anfiteatros. Ni aun allí me deja libre, porque le veo atisbándome desde las butacas y observando si miro o no miro, si hay moros por la costa, o algún hombre sospechoso cerca de mí... En fin, es un tipo insufrible. ¡Qué celoso, Dios mío! Si me ve asomada al balcón, ya se le figura no sé qué. ¡Ah!..., pues lo mejor es que a cada instante me está sacando a relucir su dinero. ¡Qué tonillo toma! (Remedando voz de hombre.) «Señora, yo me gasto con usted mi dinero, y usted ha de ser para mí...». ¡Para él! Él quisiera que yo fuera un vaso de agua para beberme de un trago. Quiere absorber mis miradas todas y empaparse en mis pensamientos.


JOAQUÍN.- (Con desprecio.) ¡Zopenco!


ISIDORA.- ¡Y cuánto me hace padecer! Si me río, cree que me burlo de él; si estoy seria, dice que no le quiero y que estoy pensando en otro. Si me canso, me llama fría, pedazo de mármol. Me toma cuenta del respirar, y si doy un suspiro, ¡ay Dios mío!, ya está armada la tempestad. ¡Y cómo me agobia! No sabe lo que es delicadeza. A veces quiere tenerla, y sus melifluidades me dan asco. Menos me repugna bruto y celoso que enamorado. Mi tía Encamación dice que es el papamoscas de Burgos injertado en el bobo de Coria. Yo me río de él, no lo puedo remediar. (Ríe.) Cuidado que es feo, ¿no es verdad? No tiene más que la figura, que es medianilla, aunque ha engordado demasiado. ¿Has visto aquella cara apelmazada, que parece hecha en barro a puñetazos?


JOAQUÍN.- Pues pocos habrá de más pretensiones. Dicen que en los escaños del Congreso está siempre mirándose el pie, porque lo tiene muy pequeño. La verdad es que otro más antipático no ha nacido...


ISIDORA.- Cuando palidece se le pone la cara de un tinte ceniciento que causa horror. Si se quita las gafas sus ojos son tan feos, tan raros... Te digo que no se le puede mirar, porque los ojos parecen dos huevos duros, todos surcados de venillas rojas. Cuando el bigote se le desengoma y la barba negra y cana se le desordena, parece un escobillón inglés. (Ríe.) Las manos las tiene bonitas...; sin duda es de contar tantos billetes de Banco... Pues no digo nada de la gracia que me hace cuando se pone a echarme sermones, y a reírse de mi pleito y de mi nacimiento. Un día por poco le pego... Cuando está por moralizar, me dice que si me porto bien haré mi suerte con él; que hay muchos modos de ser honrada una mujer, y que yo puedo serlo todavía. (Da un gran suspiro.) «Si quieres llevar una buena vida, me dice, yo te protegeré. Te casarás con un criado mío, que es ni pintado para el caso. (Con gran indignación.) Y una vez que estés casada te daré un estanco». ¡Un estanco! (Riendo con estrépito.) Ese animal no sé qué se figura... Habla muy poco de su mujer. Dice que es un ángel; pero que se ha hecho muy mística, y que él, respetando mucho el misticismo, ha tenido que buscar fuera de su casa lo que en ella no encontraba... No tiene hijos. Una cosa me agrada de él... para que veas que todo no ha de ser malo... Quiere mucho a mi Joaquín, lo acaricia, le cuenta cuentos, lo pone a cabalgar sobre sus rodillas, le lleva dulces y juguetes... Esto sólo hace que le respete y le estime un poco, ya que no pueda de ningún modo quererle ni estimarle.


JOAQUÍN.- Has hecho de él la gran pintura. No tiene delicadeza ni verdadera generosidad, porque lo que te da es para que realces tus atractivos y te ofrezcas más rica y sabrosa a sus insaciables apetitos... No comprendo estos caracteres. Me parece que son la escoria del género humano; me parecen hechos con algo puramente material y grosero que sobró después de hacemos a todos, y que pudo tal vez ser destinado a crear los animales. Pero la mente divina quiso formar la transición del hombre al bruto, y fabricó a Botín.


ISIDORA.- (Riendo.) Es verdad, es verdad. Entre la palabra y el rebuzno, ¿qué hay? Un discurso de Botín.


JOAQUÍN.- ¡Bravísimo!... Vamos, cuando me comparo con él... Permíteme que me alabe en presencia de ese bárbaro egoísta. Yo vivo de lo ideal, yo sueño, yo deliro y acato la belleza pura, yo tengo arrobos platónicos. En otro tiempo, ¿quién sabe lo que hubiera sido yo? Quizás un D. Juan Tenorio; quizás uno de esos grandes místicos que han escrito cosas tan sublimes... Ahora, ¿qué soy? Un desgraciado, por lo mismo que me estorba lo negro en cuestiones de positivismo. Y, sin embargo, yo me congratulo de ser como soy. Es verdad que falto a la moral, ¿pero por qué? Porque no he sabido poner freno a mi fantasía; porque no he podido cerrar y soldar mi corazón, vaso riquísimo que cuanto más se derrama, más se llena... He querido a muchas mujeres; he hecho mil disparates; he derrochado una fortuna. ¡Desventajas de la constante aspiración a lo infinito, de esta sed, Isidora, que no se satisface nunca! ¿Ves mis calaveradas? Pues nunca he sido verdaderamente vicioso. ¡Oh!, ¡quién hubiera sido poeta!... Derramando mi idealidad en versos, habría conservado mi ser moral. Pero nunca supe hacer una cuarteta, ni he sabido distinguir a Júpiter de Neptuno... ¿Ves cómo estoy? ¿Ves mi ruina? Pues mira, tengo la conciencia tranquila. No he despojado a nadie. Joaquín Pez pedirá limosna antes que comerciar con el hambre y la desnudez de un licenciado de Cuba. Yo no puedo ver en la calle un pobre sin echar mano al bolsillo; yo no puedo ver una mujer guapa sin prendarme de ella. (Isidora le da un pellizco.) ¡Ay! Será debilidad, será lo que quieras. Yo lo llamo abundantia cordis, opulencia del corazón. No lo puedo remediar. Soy como una pelota. La mano de la generosidad me arroja, y voy a estrellarme en la pared de la belleza... ¿Ves lo de mi proyectado viaje a la Habana? Pues se me figura que volveré de allá tan pobre como estoy aquí. Yo no sirvo para esto. No soy como mi padre y mis hermanos, que saben Aritmética. Yo no la entiendo. Esa ciencia y yo... no nos hablamos hace tiempo... Yo la he despreciado, ¡y ella se venga haciéndome unas perradas!...


ISIDORA.- (Con efusión de amor.) Menos en lo de querer al por mayor, ¡cuánto nos parecemos! Yo también veo lo infinito, yo también deliro, yo también sueño, yo también soy generosa, yo también quisiera tener un caudal de felicidad tan grande, que pudiera dar a todos y quedarme siempre muy rica... Mi ideal es ser rica, querer a uno solo y recrearme yo misma en la firmeza que le tenga. Mi ideal es que ese sea mi esposo, porque ninguna felicidad comprendo sin honradez. Riqueza, mucha riqueza; una montaña de dinero; luego otra montaña de honradez, y al mismo tiempo una montaña, una cordillera de amor legítimo...; eso es lo que quiero. ¡Oh, Dios de mi vida! (Llevándose las manos a la cabeza.) ¿Llegará esto a ser verdad?


JOAQUÍN.- ¿Pues no ha de llegar a serlo?... Abrázame fuerte.


ISIDORA.- Ahora sí que es tarde. (Alarmándose.) Me voy, me voy.


JOAQUÍN.- Todavía...


ISIDORA.- Sí, ya han encendido el gas. (Mira al techo.) Mira los dibujos que hacen en el techo la sombra de los árboles de la calle y el resplandor de los faroles.


JOAQUÍN.- Sí. Sonó la hora triste. Y ahora, ¿qué día...?


ISIDORA.- ¡Ay!, tontín, ¿sabes que no lo puedo decir? (Arreglándose aprisa.) Se me figura que nuestro dragón está receloso. Me vigila mucho. Tengo la seguridad de que sospecha algo. El mejor día descubre mis gracias...


JOAQUÍN.- No lo creas...


ISIDORA.- ¡Ah!, es muy tuno... Sí, yo creo que nos sigue la pista. Estoy viendo que cualquier día regañamos, y le mando a paseo. Sin ir más lejos, mañana habrá cuestión. ¿No es mañana San Isidro?


JOAQUÍN.- Sí.


ISIDORA.- Pues yo deseo ir a la pradera y ver la romería, que nunca he visto, y él se empeña en que no he de ir... Allá veremos. ¡Dios de mi vida, qué tarde!


JOAQUÍN.- ¿Y cuándo te veré?


ISIDORA.- Te avisaré con mi padrino, (Despídense con manifestaciones de ardiente cariño.)


JOAQUÍN.- Abur, chiquilla.


ISIDORA.- Riquín, adiós. (Al salir.) No me olvides.


JOAQUÍN.- (Solo.) ¡Bendita sea ella! Vale infinitamente más que yo.