La desheredada (Segunda parte)/Capítulo IV

I editar

Mientras duraron en casa de Isidora las abundancias y el regalo, Mariano hizo la vida de señorito holgazán, rebelde al estudio, duro al trabajo, blando a la disipación y al juego. Su precocidad para dar gusto a los sentidos revelaba que había de ser muy menguada en él la vida del espíritu. Diríase que la Naturaleza quiso hacer en aquella pareja sin ventura dos ejemplares contrapuestos de moral desvarío; pues si ella vivía de una aspiración insensata a las cosas altas, poniendo, como dice San Agustín, su nido en las estrellas, él se inclinaba por instinto a las cosas groseras y bajas. Recibía gusto especial del desaliño, y recogía con lamentable asimilación todas las palabras necias y bárbaras para darse, usándolas desvergonzadamente, aires de matón. Pronto comprendió Isidora que su hermano no sería nunca persona decente, y que no había bajado del sol colegio humano capaz de darle pulimento. Y si al principio podía dominarle, valiéndose del amor, más tarde el amor de Mariano se enfrió; con el cariño huyó el respeto, y ya no fue posible contener la impetuosa inclinación del muchacho a la vida vagabunda y aborrecimiento del estudio. Pasado algún tiempo de luchas, empezó a tenerle miedo, asustada por su bestial y aborrecido lenguaje. Donde suena un lenguaje soez sólo puede haber malas acciones y pensamientos poco delicados. Donde cantan las ranas, ¿qué ha de haber sino charcos y cieno?

Cuando Pecado curó de las heridas que le hizo el novillo de Getafe, Isidora se armó de valor, echole un sermón, y le dijo muy clarito que no volvería a tener un cuarto si él mismo no lo ganaba. Quedó, pues, convencido que aprendería un oficio; pero hasta en aquella ocasión excepcional descollaron sobre el enojo de Isidora sus pruritos aristocráticos, porque no consintió que su hermano fuera zapatero, ni albañil, ni cerrajero, ni sastre, ni menos peluquero; y discurriendo sobre a cuál industria le dedicaría, vino en determinar que sería grabador, es decir, fabricante de esas preciosas estampas que adornan las publicaciones ilustradas y de las magníficas reproducciones de los Museos... Para que la industria pueda hacerse pasar por noble, necesita fingir parentescos con el arte.

Buscando por ahí, buscando por acá, no se hallaban otros talleres que los de litografía. Miquis tomó con empeño el asunto, y habló al cuñado de Matías Alonso, un tal Juan Bou, que se había establecido recientemente, y tenía, entre otras cualidades, la de ser muy severo con sus oficiales. Consintió Bou en admitir a Mariano, de cuyas inclinaciones aviesas se le dio noticia para que le tratase con rigor, y sacara de él, si era posible, un obrero hábil y laborioso.

Juan Bou era un barcelonés duro y atlético, de más de cuarenta años, dotado de esa avidez de trabajar y de esa potente iniciativa que distinguen al pueblo catalán; saludable como un toro, según su propia expresión; de humor festivo y palabra trabajosa. Su cara, enfundada en copiosa barba negra y revuelta, mostraba por entre tanto áspero pelo dos ojos desiguales, el uno vivísimo, dotado de un ligero movimiento rotatorio, el otro fijo y sin brillo; más abajo, y puesta como al acaso, una nariz ciclópea; más arriba una frente lobulosa, que estaba pidiendo algunos golpes de escoplo para ser como las demás frentes humanas; ítem, una cicatriz sobre la ceja derecha, resultado, según decía, del beso de una bala...

Podía pasar por marinero curtido en cien combates contra las olas, y también por bandido de las leyendas. Tenía en sus extremidades altas dos manojos de dedos con que trabajaba; y ciertamente, nadie que viera la tosquedad de aquellas manazas creería que eran delicadísimas para el dibujo. Su estructura basta las hacía más propias para la maroma de la vela mayor o la barra del cantero. Respiraba como el fuelle de una fragua, y siempre tenía tos; pero una tos tan bronca y sofocante que, cuando le daba el acceso, se quedaba mi hombre cabeceando y todo encendido; creeríase que iba a reventar, y el ojo rotatorio se le echaba fuera, mientras el apagado se escondía en lo más hondo de la órbita.

Tenía dos géneros de fanatismo: el del trabajo, pues no podía estar inactivo, y el de la política. Deliraba por los derechos del pueblo, las preeminencias del pueblo y el pan del pueblo, fundando sobre esta palabra ¡pueblo! una serie de teorías a cuál más extravagantes. Realmente estas teorías no eran suyas. Una generación se había embobado con ellas, mirándolas como pan bendito. Pero Juan Bou las había sublimado en su mente indocta, convirtiéndolas en una fórmula de brutal egoísmo. Según él, muchos miembros importantes del organismo social no tenían derecho a ser comprendidos dentro de esa designación sublime y redentora: ¡el pueblo! Nosotros, los que no tenemos las manos llenas de callos, no éramos pueblo; vosotros, los propietarios, los abogados, los comerciantes, tampoco erais pueblo... De toda idea exclusiva nace una tiranía, y de aquella tiranía nació el obrero-sol: Juan Bou, que decía: «El pueblo soy yo».

En Barcelona había logrado fundar un buen establecimiento de litografía. Pero sus economías y el establecimiento mismo naufragaron por las liviandades de una mujer con quien, por obra del demonio sin duda, se había casado. Su señora tampoco era pueblo; era una sanguijuela del país, como vosotros los que esto leéis. ¡Quién le metería en la cabeza a Juan Bou casarse con la hija de un recaudador de contribuciones! De semejante vampiro, ¿qué podía nacer sino una hembra disipadora, antojadiza, levantada de cascos? Enviudó Juan al fin, y para rehacer su peculio destruido, se puso a trabajar de nuevo. Pero con el sacudimiento del 68, encendiose el ánimo del obrero; de manso se hizo furibundo, de discreto charlatán; creyó que el mundo se iba a volver del revés, y que la sociedad alteraría sus elementos inmortales; vio la eterna columna con el ligero capitel en el suelo y el pesado plinto en el aire; imaginó que de allí en adelante se andaría con la cabeza y se pensaría con los pies; y llevado de estas ideas, tomó parte en todos los motines, trabajó en todas las sublevaciones, fue desterrado, perseguido, moró en calabozos y arrastró durante algún tiempo vida penosa y miserable.

Cuando los acontecimientos políticos le dieron respiro, vino a establecerse a Madrid, donde vivía su hermana, casada con el conserje de la casa de Aransis. Pero antes que pudiera empezar a trabajar, otros acontecimientos le arrastraron de nuevo a las aventuras; cayó enfermo, tuvo que abandonar las luchas políticas, y en octubre del 73 estaba definitivamente establecido en Madrid, mas no curado de su superstición redentorista.

Oyéndole contar sus proezas, era cosa de canonizarle. El no era sólo un apóstol, era un mártir. La fama no tenía trompetas ni figles bastantes para llevar a todas partes la noticia de sus persecuciones. Las celebridades del partido liberal no habían hecho nada... ¡Farsa, pura farsa! Él lo había hecho todo, y su gran vanidad no conocía freno cuando daba en formular planes de Gobierno. Todo se lo sabía. Éranle familiares cosas y personas, y fácilmente lo arreglaba todo. Sus procedimientos tenían el encanto de la sencillez. Lo primero era coger cuatro docenas de individuos y colgarlos de los faroles de la Puerta del Sol. Después venían los decretos, todos de Artículo único. ¡Si sabría él lo que tenía que hacer, un hombre que había leído tanto, un hombre que arrastró grillos y cadenas y fue llevado de calabozo en calabozo!... Así como el soldado muestra sus heridas, él mostraba la huella de las esposas en sus manos... ¡Había comido ratas! ¿Qué más títulos necesitaba para gobernar el mundo?

Sus primeros años de trabajo en Madrid fueron muy felices, y ganó bastante dinero. Entonces había algo de renacimiento industrial, y empezaba a desarrollarse el gusto por presentar los objetos mercantiles con primor, halagando los ojos del que compra. Hizo Bou muchos millares de etiquetas para almacenes de vinos, tarjetas de anuncios, cartelillos de tres o cuatro tintas y cromos ordinarios para cajas de fósforos. ¡Qué iniciativa la suya! Fue el primero que imaginó hacer en gran escala las cenefas con que adornan las cocineras los vasares. Antes que él nadie había hecho el siguiente cálculo: Hay en Madrid 92.188 viviendas, que son 92.188 cocinas o lo que es lo mismo, 92.188 cocineras. Suponiendo que haya 70.000 que renueven el papel tan sólo una vez al mes, poniendo sólo tres tiras resultan 210.000 tiras a cuarto. La resma de 1.000 tiras se vende a tres duros. Las 210 resmas hacen, pues, 630 duros mensuales. Ensayó, y bien pronto las cacharrerías todas de Madrid expendían papel picado, que en comparación del antiguo era un modelo de elegancia, pues tenía figuras de majas, toreros y tipos populares.

El único vicio de Juan Bou, si vicio puede llamarse, era la Lotería. No había extracción en que no comprase su par de décimos. Era para él este juego nacional una forma hipócrita de la administración socialista. Tenía muy mala suerte; pero no desmayaba, y sabía escoger siempre los números más bonitos. Con todo, no había tenido más ganancias que las de su trabajo. Así, desde que sacó adelante el negocio de las cenefas, estableciose en la calle de Juanelo, donde tenía un taller grande, aunque incómodo. Compró algunas piedras más de gran tamaño, una hermosa máquina de Janiot, guillotina, glaseadora, buenas tintas, aparatos de reducciones y otras cosas. Su iniciativa no descansaba. Comprendiendo que algo de imprenta no venía mal como auxilio de la litografía, adquirió cajas y máquinas, y se quedó con todas las existencias de una casa que trabajaba en romances de ciegos y aleluyas. El material de planchas y grabados era inmenso, y se lo dieron por un pedazo de pan. Montó también esta especulación en gran escala, y los ciegos pudieron comprar la mano de romances a un precio fabulosamente barato. Las cacharrerías, las tiendas de arena y estropajo y los vendedores ambulantes se surtían por muy poco dinero de aleluyas del antiguo repertorio, y de otras nuevas con soldados franceses o españoles, moros o cristianos.

El establecimiento era un verdadero laberinto, como formado de distintas piezas, que se habían ido agregando poco a poco, según las necesidades de ensanche lo pedían. Ocupaba la imprenta destinada a romances y aleluyas la peor y más lóbrega parte. Todo allí era viejo, primitivo y mohoso. La máquina, sonando como una desgranadora de maíz, tenía quejidos de herido y convulsiones de epiléptico. Consagrada durante seis años a tirar un periódico rojo, subsistía en ella un resto, un dejo de la fiebre literaria que por tanto tiempo estuvo pasando entre sus rodillos y su tambor. Las cajas, donde yacía en pedazos de plomo el caos de la palabra humana, eran desvencijadas, polvorientas y sudaban tinta. Habían servido para componer papeles clandestinos, y conservaban el aspecto de la negra insidia, que trama sus actos en la sombra. La horrible guillotina, cuya enorme cuchilla lo mismo podía cortar un librillo de papel de fumar que una cabeza humana, ocupaba el ángulo más sombrío de la sucia estancia, que más parecía una bodega o sótano que taller del Arte de imprimir, soberano instrumento de la Divinidad, vicario de la Providencia en la Tierra. Viendo aquellos trebejos, se podría sospechar que el tal Arte había sido encarcelado allí para expiar las culpas que alguna vez, por andar en malas manos, ha podido cometer.


II editar

En esta mazmorra de Gutenberg fue metido Mariano para su aprendizaje. Primero le había puesto Juan Bou a copiar dibujos fáciles con tinta autógrafa; pero mostró tan escasa disposición para esto, que le confirmó a la imprenta, mandándole adiestrarse en la caja. Sus primeras torpezas, sus descuidos, sus malas respuestas, fueron castigadas tan severamente por el maestro, ayudado de una correa, que bien pronto el muchacho le cogió miedo, y con el miedo vino el respeto y cierta convicción de que la obediencia y el trabajo le convenían por el momento más que la holganza y la maldad. En poco tiempo adquirió alguna destreza, al amparo de un cajista viejo casi inválido y de un chico listísimo, a quien años atrás conocimos y conoció mejor Mariano con el nombre de Majito. Este ganaba cuatro reales, y Pecado tan sólo dos; pero aquella honrada ganancia llevaba semanalmente a su alma como un grano de legítimo orgullo, el cual bien podía con el tiempo, ser base sobre que se construyera la dignidad de que carecía.

El rigor del castigo y la obligación de ocuparse en un ejercicio sedentario y monótono, en local de mediana luz y nada alegre, hicieron a Mariano taciturno; palideció su rostro y adelgazó su cuerpo. A los cuatro meses ya componía él solo, si no con ligereza, con exactitud, las leyendas de las aleluyas, que eran en número fabuloso. Se las sabía todas de memoria y le bastaba ver la tosca viñeta para adivinar y componer en seguida los pareados. Él y su compañero el Majito se disparaban a cada instante los versillos, aplicándolos a cualquier idea o suceso del momento. Tan pronto sacaban a relucir alguna oportuna cita de la Vida del hombre flaco, a saber: El verlo en paños menores -causaba risa, señores, como aquella de la Vida de don Espadón, que dice: Todo el día está bailando -y a su dama acariciando. El aburrimiento de los dos chicos les llevaba por una especie de proceso psicológico que enlaza el bostezo con el arte, a poner en música los tales pareados, y cuando el Majito cantaba los de la Procesión del Viernes Santo, que dicen: Muchos niños en seguida -van con velita encendida, le contestaba Pecado: Delante van con decencia -los de la Beneficencia.

También sabían de memoria, sin olvidar una tilde, los romances de matones, guapezas, robos, asesinatos, anécdotas del patíbulo.

Cuando Mariano ganó tres reales, Juan Bou, haciendo justicia a sus progresos, atendió sus reclamaciones. El muchacho aborrecía la caja. Quería trabajar en litografía; pero como no tenía aptitud ni pulso para el dibujo, quiso ser estampador. Púsose a ello, ayudando al oficial de la prensa y máquina, y bien pronto conoció Bou que Mariano había escogido bien. Aprendió a manejar con habilidad el ácido y la grasa, y también sabía marcar con precisión. La máquina gustaba tanto a Pecado, que siempre que podía no se quitaba de alrededor de ella, atento a sus ordenados movimientos. Al mirarla, afanada, despidiendo de sus dientes y coyunturas un sudor negro y craso, sentía que se le comunicaba el vértigo de ella, y por momentos se suponía también compuesto de piezas de hierro que marchaban a su objeto con la precisión fatal de la Mecánica.

A pesar de sus baladronadas políticas y de su aspecto feroz, Juan Bou, el ursus spelæus, era lo que vulgarmente se llama un infeliz, un buenazo, un alma de Dios. Tenía corazón tierno, bondadoso y sensible, y no podía ver una desgracia sin tratar de aliviarla. Si cuando estaba picado de mala mosca su lenguaje era conciso y brutal y se comía a los niños crudos, cuando le volvía el buen humor su dicción se fluidificaba, adornándose con toda la hojarasca de la fanfarronería. Conversaba familiarmente con los muchachos, mostrándoles, ya la expresión seductora de sus sabidurías políticas, ya los dramáticos pasajes de su historia de mártir.

Cuando Mariano llevaba seis meses de aprendizaje con jornal de seis reales, era, ¡cosa rara!, el oficial con quien más simpatizaba Juan Bou. ¿Había entre ellos semejanza grande o disparidad absoluta? No se sabe bien. No se sabe tampoco cuál de estas dos cosas engendra la simpatía. Conste, sin embargo, que también Mariano era fanfarrón, y que en el trato de seis meses con Bou se le había comunicado la idolatría del ente Pueblo. En cuanto a las sanguijuelas del país, que chupan la sangre del obrero, y en cuanto a todos nosotros, que no tenemos callosidades en las manos, Mariano creía aborrecerlos tanto como su maestro; pero lo que hacía era envidiarlos, pues la envidia suele usar la máscara del odio.

En el fondo de su alma, Pecado anhelaba ser también sanguijuela y chupar lo que pudiera, dejando al pueblo en los puros huesos; se desvivía por satisfacer todos los apetitos de la concupiscencia humana y por tener mucho dinero, viniera de donde viniese. En esto se distinguía radicalmente de su maestro, amantísimo del trabajo. Bou no quería galas, ni lujo, ni vicios caros, ni palacios; lo que quería era que todos fuésemos pueblo; que todo el que tuviera boca tuviera una herramienta en la mano; que no hubiera más que talleres y se cerraran los lugares de holganza; que se suprimieran las rentas y no hubiera más que jornales; que cada cual no fuera propietario nada más que de la cuchara con que había de comer la sopa nacional.

En la sala donde estaba la máquina, tenía Bou su mesa de trabajo, y en esta la piedra en que dibujaba, puesta sobre un disco de madera giratorio, con cuyo mecanismo él le daba vueltas como si fuera un papel. A poca distancia veíase la prensa de mano donde se sacaban las pruebas y se hacían los reportes. El estampador era un joven muy aficionado a la charla, hablaba sin ton ni son, escapándose de él el discurso y la palabra como se escapa el aire de un fuelle agujereado. Era un intellectus lleno de roturas. Mariano tenía en su laconismo una brutalidad sentenciosa.

«¿Que habláis ahí, muchachos? -dijo de pronto Juan Bou, que estaba aquel día de bonísimo talante, por haber cobrado una antigua cuenta.

-Este -replicó el estampador con el sentimiento de modestia que le inspiraban sus pocas luces al ponerlas frente a la sabiduría del maestro-, este dice que el año que viene ya no trabaja más.

-Eso lo dirá la correa -manifestó Bou sonriendo y sin levantar los ojos de la piedra-. ¿Y qué vas a comer si no trabajas?... Me parece que tú eres de casta de sanguijuela... Y algo he oído yo. No sé quién me dijo si eres noble o no eres noble...

-Dice este -prosiguió el estampador, gozoso de que el maestro pensase como él- que cuando su hermana gane el pleito, será caballero.

-¿El pleito?... ¿Sabéis como haría yo que se ganaran de una vez todos los pleitos? -dijo Bou, regocijándose con el efecto que sus admirables ideas causaban en los dos muchachos-. Pues mandaría pegar fuego a todos los archivos, a la escribanía A y a la escribanía B. Total, que no dejaría un papel vivo. La humanidad no necesita de papeles. Hay que liquidar..., ¿estáis? Hay que decir: «Hasta aquí llegó la cosa»..., y palante... Yo diría a los jueces, escribanos, alguaciles, magistrados y demás pillería: «¿Queréis almorzar? Pues ahí tenéis la azada, el arado, el escoplo o lo que más os convenga. Pero con papeles no se come aquí, señores...». ¿Que no querían? Pues hacia un estanque de tinta, los ahogaba en él..., y palante.

-Dice este -repitió el oficial, que se pirraba por delatar los disparates de su amigo- que todos no son iguales y que él está ya cargado de ser pobre.

-No hay pobreza en la honradez, no hay honra como la del trabajo -afirmó Juan Bou incorporándose y dejando ver el esplendor lumínico de su ojo rotatorio, que parecía una rueda de fuegos artificiales-. ¡Pobre!¿Qué ere decir esto? Es una necedad, una... lucubración contraria a los grandes principios. ¿Tienes satisfechas tus necesidades? Sí. ¿Tienes hambre? No. ¿Estás vestido? Sí. Pues eres tan rico como el duque A o el conde B, o quizá más».

Y de este lenguaje sencillo y lapidario, que a la altura de Marco Aurelio le ponía, pasó por gradación suave a otro más acentuado, más enérgico, si bien no más elocuente, diciendo:

«Todo lo demás es superfluidad y lujo, es explotar al obrero, chupar su sangre, alimentarse de su sudor bendito, comerse los refinados manjares amasados con las lágrimas del pobre. Ved esos que andan por ahí, toda esa chuma de esos señores y holgazanes. ¿De qué viven? De nuestro trabajo. Ellos no labran la tierra, ellos no cogen una herramienta, ellos no hacen más que pasear, comer bien, ir al teatro y leer libros llenos de bobadas... Comparémonos ahora. Nosotros somos las abejas, ellos los zánganos; nosotros hacemos la miel, vienen ellos y se la comen. Nos dejan las sobras, nos echan un pedazo de pan, por lástima, como a los perros... Pero todo se andará, tunantes, todo se andará; vendrá la cosa y haremos cuentas, sí, la gran cuenta, el Juicio Final de la humanidad. ¡Oh, pillos!, también nosotros tenemos nuestro valle de Josafat. Allí se os aguarda. Allí estaremos. Con un pedazo de lápiz tamaño así, y un papel de cigarro, basta para hacer el gran balance. Es la liquidación fácil, porque es la última... y palante».

Mariano y su colega le oían absortos.

«Dice este -continuó el estampador, incansable en la denuncia- que él ha de poder poco o ha de soltar pronto la blusa.

-Vamos a ver -manifestó el maestro volviendo a su trabajo-; explícanos lo que tú piensas... ¿A qué aspiras tú? ¿Qué deseas tú?

-¿Yo? -dijo Mariano con terrible laconismo-. Tener dinero.

-¡Tener dinero! El dinero es una fórmula, un medio de cambio -declaró con olímpica suficiencia Juan Bou-. ¿Y si llega un día en que no haya dinero, en que no represente nada el dinero, porque las cosas, o mejor dicho, el servicio A y el servicio B se cambien directamente sin necesidad de ese intermediario?

-Chúpate esa -dijo por lo bajo el estampador a compañero.

-Sí, se suprimirá el dinero, que no sirve más que para negocios indecentes. Suprimiendo el numerario, quedarán suprimidos los ladrones... y palante».

Ambos abrieron medio palmo de boca.

«Pero el dinero -se aventuró a decir Mariano- no se ha de quitar hoy ni mañana...

-Quién sabe... La cosa está mal. Dicen que esto se va. Me escriben de Barcelona que se está trabajando...

-El dinero no se suprime -afirmó Pecado rebelándose tenazmente contra la incontrovertible sabiduría del maestro.

-Hombre, que sí.

-Pues yo quiero ser rico.

-¡Ser rico! ¿Y qué es la riqueza, bruto? Es una cosa convencional, acémila. Hay por ahí unos cuantos tunos que se comen lo que no es suyo, lo que es de todos, del común, y el día en que se diga: «Ea, bastante ha durado la mamancia...», va a ser bueno, va a ser bueno. Nosotros diremos: «A ver, señor duque de Tal, ¿de dónde sacó usted las tierras A y las dehesas B? Señor banquero Cuál, ¿de dónde sacó usted los millones A y B que tiene en el Banco?».- «Hombre, dirán ellos, pues yo...».- «Valientes pillos están ustedes, acaparadores, por no decir otra cosa...». Conque ya ves. No habrá entonces dinero, ni Banco, ni Bolsa; no habrá más que servicios mutuos, toma y daca. Que yo necesito un jamón, el comestible A o el comestible B: me voy a la tienda, y me encuentro que el tendero necesita etiquetas, anuncios. Pues ahí va, y venga. El sastre hará pantalones al zapatero, y el zapatero le hará zapatos al sastre. Es un organismo sencillísimo, brutos. Vosotros no habéis estudiado la cosa, no habéis trabajado por la cosa, no habéis estado en calabozos, no habéis comido ratas desabridas... Se trata de un organismo; ¿sabéis lo que es un organismo?».

Ambos callaron. Creían que se trataba de un organillo; pero no se atrevían a decirlo.

«Este dice también -añadió el denunciador sin poder contener la risa- que quiere ser célebre.

-¡Célebre! Ta, ta, ta -exclamó Juan Bou, radiante, al considerar el triunfo que a su oratoria se preparaba-. ¿Conque célebre y todo..., es decir, hombre grande? ¡Valiente papamoscas! ¿Y qué entiendes tú por celebridad? La de los guerreros y capitanes, la de esos bobos que llaman poetas, escritorzuelos... Los unos son los verdugos de la humanidad: no han hecho más que matar gente. Los otros han engañado y extraviado a la humanidad, contándola mil mentiras y embelecos. Cógeme a tal o cual guerrero, al poeta A o al prosista B. ¿Qué han hecho por el pueblo? Nada. Su celebridad se acabará también, porque se suprimirá la Historia. Se hará una Historia nueva, en que no figuren más que los que han inventado una máquina o perfeccionado la herramienta A o B. Esos sí, esos sí que tendrán estatuas.

-¿Y quién... va a hacer las estatuas? -preguntó con gran viveza de pensamiento Mariano.

-Toma -dijo Bou, reponiéndose después de desconcertarse un poco-, los escultores. Habrá escultores que harán las estatuas de los obreros célebres, de los padres de la patria, y se les pagará con comestibles, mano de obra... Parece que eres tonto... Ahora, si tú quieres ser célebre inventando la dirección de los globos, o cosa así, entonces nada te digo. Por ahí, por ahí... Pero no envidies a los personajes del día, a esas sanguijuelas del pueblo. Mira tú qué tipos. ¿Prim?, un tunante. ¿O'Donnell?, un pillo. Tiranos todos y verdugos. Olózaga, Castelar, Sagasta, Cánovas. Parlanchines todos. ¿Y ese Thiers de Francia? Otro que tal. Cuando toquen a barrer, veréis cómo queda esto... Nada, nada; aplícate a este oficio y puede que llegues a notabilidad. Ya sabes, comerás y vestirás con tu trabajo. Toma y daca... y palante.

-Pero este dice que quiere ser célebre, aunque para ello tenga que hacer una barbaridad.

-Hombre, hombre, ¿tú quieres dar golpe? Valiente papamoscas. Pues dalo, hombre, dalo. No te faltará ocasión, cuando se grite «abajo la tiranía», pórtate bien. Inventa cualquier cosa, aunque sea una barbaridad, como dices. Puede que no lo sea. Hoy se tiene por barbaridad lo que mañana quizá se mire como una gran acción. Nada, hombre...palante, palantito...».

Siguió hablando en este tono y desarrollando su idea con tal copia de audaces juicios, que los muchachos le oían como si fuera una sibila.

«Lo que yo quiero es moneda -volvió a decir Mariano con rudeza concisa.

- ¡Ah!, ya no quieres celebridad, sino plata. No era como tú el célebre Erostrato.

-¿Quién?

-Uno que pegó fuego -dijo Bou reventando de erudición- a un templo... no sé si de Babilonia, de Venecia o de dónde.

-¿Y sacó dinero?

-Vuelta con el dinero.

-Con dinero se tiene todo.

-Y tú quieres tener todo: gozar, disfrutar; lo mismo que cualquiera de esos pillos, lo mismo que la sanguijuela A o la sanguijuela B.

Mariano gruñía, dando a conocer, con bárbaro modo, su ardiente anhelo de ser sanguijuela.

«Ea, bastante se ha charlado -dijo el maestro echando un vistazo a la prensa-.Palante... Sacadme esos reportes ahora mismo».

Y siguió un silencio sólo turbado por los rumores de la actividad taciturna. Oíase el gemido de la prensa, el roce del pegajoso rodillo negro y el rascar de la pluma del maestro sobre la piedra. Juan Bou, que aunque buen catalán tenía un oído infernal, destrozaba entre dientes La Marsellesa, como destroza el fumador la colilla del cigarro. Después escupía unas cuantas notas, y callaba para empezar de nuevo al poco rato. Se había contagiado de la afición de sus aprendices a cantorrear los pareados de las aleluyas, y así, sin pensarlo, cantaba con la música de Rouget de L'Isle estos versos: Muchos niños pequeñitos- van vestidos de angelitos.