La desheredada (Primera parte)/Capítulo XIV

- I -


Al día siguiente recibió Isidora una carta de Joaquín incluyéndole algunos billetes de Banco, y pidiéndole perdones mil por el caso del día anterior. Decíale que si alguna palabra áspera y malsonante salió de sus labios al despedirla, la tuviese por dicha en son de broma o por no dicha. Finalmente, le pedía permiso para verla de nuevo en casa de Relimpio. Agradeció ella con toda su alma el desagravio, y sus aflicciones de aquel día se le disiparon con la grata vista del pan bendito, o llámese papel-moneda. Dio al olvido sus agravios; pero si perdonó fácilmente a Joaquín la injuria intentada contra su honor, tuvo que hacer un esfuerzo de bondad para perdonarle el que le hubiera llamado cursilona. Tal es la condición humana, que a veces el rasguño hecho al amor propio duele más que la puñalada asestada contra la honra. El marqués viudo la visitó dos días después, y su comedimiento, después de las audacias referidas, la cautivaba más, o si se quiere de otro modo más claro, su comedimiento tenía la virtud de hacer disculpable y aun amable la osadía pasada; que así se contradicen los corazones en su lógica de misterios. Poco a poco, con las visitas y el largo charlar de ellas, Isidora iba queriendo al viudo, y el viudo aficionándose tanto a ella, que llegó un punto en que hubo de sorprenderse y asustarse de la formalidad de su cariño. En tanto el asunto marchaba satisfactoriamente. Don Manuel Pez y el marqués de Onésimo habían escrito a la marquesa de Aransis, y aunque esta no contestaba, era de presumir que contestaría pronto y a gusto de todos. También llevaba buen camino lo de la causa criminal de Mariano. Joaquín bebía los vientos para que le soltase el juez, aunque fuera bajo fianza, por razón de la irresponsabilidad que le daban sus pocos años. Isidora visitaba a su hermano dos veces por semana, llevándole ropa y golosinas. Algunas veces se encontraba en la cárcel a la Sanguijuelera, que iba con fin semejante; y ambas se trataban de palabras, distinguiéndose la vieja por la procacidad de su lenguaje y erizado de puños y el ningún respeto que a su sobrina tenía.

Llegó Navidad, llegaron esos días de niebla y regocijo en que Madrid parece un manicomio suelto. Los hombres son atacados de una fiebre que se manifiesta en tres modos distintos: el delirio de la gula, la calentura de la lotería y el tétanos de las propinas. Todo lo que es espiritual, moral y delicado, todo lo que es del alma, huye o se eclipsa. La conmemoración más grande del mundo cristiano se celebra con el desencadenamiento de todos los apetitos. Hasta el arte se encanalla. Los teatros dan mamarracho, o la caricatura del Gran Misterio en nacimiento sacrílegos. Los cómicos hacen su agosto; la gente de mal vivir, hembras inclusive, alardea de su desvergüenza; los borrachos se multiplican. Tabernas, lupanares y garitos revientan de gente, y con las palabras obscenas y chabacanas que se pronuncian estos días habría bastante ponzoña para inficionar una generación entera. No hay más que un pensamiento: la orgía. No se puede andar por las calles, porque se triplica en ellas el tránsito de la gente afanada, que va y viene aprisa. Los hombres, cargados de regalos, nos atropellan, y a lo mejor se siente uno abofeteado por una cabeza de capón o pavo que a nuestro lado pasa.

Las confiterías y tiendas de comidas ofrecen en sus vitrinas una abundancia eructante y pesada que, por la vista, ataruga el estómago. No bastan las tiendas, y en esquinas y rincones se alzan montañas de mazapán, canteras de turrón, donde el hacha del alicantino corta y recorta sin agotarlas nunca. Las pescaderías inundan de cuanto Dios crió en mares del Norte y del Sur. Sobre un fondo de esteras coloca Valencia sus naranjas, cidras y granadas rojas, llenas de apretados rubíes. En los barrios pobres las instalaciones son igualmente abundantes; pero la baratura declara la inferioridad del género. Hay una caliza dulzona que se vende por turrón, y unas aceitunas negras que nadan en tinta. De la Plaza Mayor hacia el Sur escasea el mazapán cuanto abunda el cascajo. La escala gradual de la gastronomía abraza desde los refinamientos de Pecastaing, Prast y la Mahonesa, hasta la cuartilla de bellota y la pasta de higos pasados que se vende en una tabla portátil hacia las Yeserías. El enorme pez de Pascuas comprende todas las partes y substancias de cosa pescada, desde el ruso caviar hasta el escabeche y el arenque de barril, que brilla como el oro y quema como el fuego.

Una familia podrá morirse toda entera; pero dejar de celebrar la Noche Buena con cualquier comistrajo 4, no. Para comprar un pavo, las familias más refractarias al ahorro consagran desde noviembre algunos cuartos a la hucha. ¿Cómo podían faltar los de Relimpio a esta tradicional costumbre? También ellos, pobres y siempre alcanzados, tenían su pavo como el que más, gracias a los estirones que D.ª Laura daba al dinero, y tenían, asimismo, sus tres besugos de dos libras y media, que se presentarían engalanados de olorosos ajos y limón. Don José era el hombre más venturoso de Madrid desde el día 22. Ocupábase en recorrer los puestos de la Plaza del Carmen para traer a su mujer noticias auténticas del precio de la merluza, el besugo, los pajeles. Tratábase de esto en Consejo, y D. José decía con gravedad: «Todo está por las nubes. Veremos mañana». El 23, D. José y D.ª Laura tomaban un berrinche porque no les había caído la lotería, fenómeno extraño que todos los años se reproducía infaliblemente. Opinaba D.ª Laura que todos los premios se los embolsaba el Gobierno, y que la lotería era un puro engaño; pero más juicioso D. José, aseguraba que el número jugado era muy bonito y que no habían faltado más que dos unidades (¡que te quemas!) para que tocara premio. Concluían ambos por exclamar con cristiana paciencia: «Otro año será».

Pero llegaba la mañana del 24, y entonces D. José era la imagen de la felicidad, siempre que nos representemos a esta embozada en su capa y con su gran cesto enganchado en el brazo derecho. Don José llevaba el cesto y D.ª Laura el dinero, y aquí era el recorrer tiendas, el mirar todo, el preguntar precios, no arriesgándose a la empresa de sus compras hasta no estar seguros de que compraban lo mejor. Ya Relimpio estaba enterado de los puntos donde era legítimo el turrón de Alicante y Jijona, donde era más barato el mazapán, más dulces las granadas y más gordas las aceitunas. De todo compraban aunque fuera en cortísima cantidad.

Los comentarios de él sobre la calidad de las cosas compradas no tenían término. Y luego, cuando entraban en la casa, ella con la bolsa vacía, él doblado bajo el grato peso de la cesta, ¿quién no se conmovería viéndole sacar todo con amor para enseñarlo a las chicas, y poner cada cacho de turrón ordenadamente sobre la mesa, diciendo a qué clase pertenecía cada uno, y regañando si algún ignorante confundía el de yema con el de nieve? Lo que no podía sufrir D.ª Laura era que él probase de todo para darlo por bueno, y con este motivo había ruidosas peloteras; pero él aseguraba que todo estaba riquísimo, que todo era gloria, y con esto y con recoger D.ª Laura las compras para guardarlas con siete llaves, concluían las cuestiones. Después, D. José se metía también en la cocina para ayudar y dar más de un consejo; que algo se le entendía de arte de estofados y otros culinarios estilos. Las niñas dejaban la costura aquel día; no se pensaba más que en la cena, y entre componerse para ir al Teatro Martín con Miquis, y ayudar un poco a su madre, se les pasaba la tarde.

Don José, a quien las horas se le hacían siglos, no pensaba en apuntar en el Diario ni en el Mayor los gastos extraordinarios de aquel día. Por la tarde ocupábase de instalar la mesa en la sala, por ser el comedor muy pequeño para tan gran festín. Después se miraba diez y nueve veces al espejo, se acicalaba, y en el colmo ya del regocijo, les quitaba a los chicos del tercero el tambor con que atronaban la casa toda, y tocaba por los pasillos con furor y denuedo, seguido de la turba infantil y por ésta con alegres chillidos aclamado.

A la bendita y honesta cena de esta excelente familia no asistía nunca, desde muchos años, el señorito Melchor, que cenaba con sus amigos. Lejos de censurar esto, D.ª Laura hallaba natural que su hijo, escogido entre los escogidos, no se sentase a la vulgar mesa de sus padres. Mejor papel haría en otra parte. Ya Melchor se rozaba con literatos, diputados, artistas y empleados de cierta categoría. Probablemente, aquel año iría a cenar en casa de un marqués.

En cambio les acompañaba el ortopédico, hermano de D.ª Laura, y el hijo de este, llamado Juan José. ¡Ah! El ortopédico era saladísimo para una cena. Hombre de gran formalidad, se trocaba en el más gracioso del mundo en cuanto bebía dos vasos de vino; decía los disparates más chuscos que se podrían imaginar. Él y Relimpio, que también perdía la chaveta en cuanto empinaba un poco, por estar privado de mosto durante el año entero, eran los héroes de la fiesta; brindaban con gritos, se abrazaban riendo como locos, y por fin rompían a llorar. En suma, que era preciso llevarlos a cuestas a la cama, con gran algazara y risa de todos los comensales. Los únicos convidados de fuera de casa eran Miquis y un poeta presentado por este en la casa, llamado Sánchez Berande, el cual hacía monos y versos no se sabe bien si a Emilia o a Leonor.

Ea..., ya tenemos la mesa arreglada en la sala, por ser el comedor pequeño para tanto gentío. Don José, que se pintaba sólo para arreglar un banquete, contemplaba su obra con legítimo orgullo, y se recreaba en el brillo de la loza y la cristalería, en la muchedumbre de luces, en el adorno y opulencia de la mesa. Después esparcía miradas de felicitación por toda la capacidad de la sala, por la sillería de reps que había sido desnudada de sus fundas de percal, y por las cajitas de dulces, las bandejas de latón y demás chucherías... Todo estaba bien, perfectamente bien. Hasta el retrato del dueño de la casa, al óleo, detestable, colgado en la pared principal, rebosaba satisfacción en su acaramelado semblante. «Estoy hablando», decía Relimpio siempre que lo miraba. Frente al retrato había una laminota, en la cual D.ª Laura se inspiraba siempre para increpar a su marido. Era Sardanápalo quemándose con sus queridas... Completaban el decorado de la pieza tres o cuatro fotografías de niños muertos. Eran los hijos que se le habían malogrado a D.ª Laura en edad temprana. Vistos a la luz de las bujías del próximo festín, los pobrecitos tenían cara de muy desconsolados por haberse ido del mundo tan pronto sin alcanzar la hartazga de aquella noche.


- II -


Isidora no cabía en sí de júbilo. Aquel día, el 24, soltarían a Mariano. Ella misma iba a sacarle de la horrenda cárcel. ¡Oh! ¡Si no se hallara muy mal de dinero, aquel día habría sido uno de los más felices de su vida! ¿En qué había gastado lo que le diera dos meses antes el marqués de Saldeoro por cuenta del Canónigo? Verdaderamente ella no lo sabía. Había pagado a doña Laura, se había comprado ropa... ¿Pero lo demás dónde estaba? Isidora reflexionó.

En perfumería había adquirido lo bastante para tres años. ¿Y de qué le servían aquellos candeleros de bronce, y el jarro de porcelana, y el cabás de cuero de Rusia? Cosas eran estas que compró por la sola razón de comprarlas. ¡Eran tan bonitas!... Pues ¿y aquel vaso de imitación de Sajonia, de qué le servía?... ¿Y las botellas para poner cebollas de jacinto?

Más necesario era sin duda el librito de memorias, el plano de Madrid, las cinco novelas y la jaula, aunque todavía le faltaba el pájaro. Estaba muy desconsolada por no tener un buen baño; ¿pero cómo podía satisfacer este gusto en casa tan pequeña? Luego, la maldita D.ª Laura se ponía frenética por la mucha agua que Isidora gastaba. Si esta no podía disfrutar de una hermosa pila de mármol, en cambio se había provisto de tarjetas, de papel timbrado, de una canastilla de paja finísima, de una plegadera de marfil para abrir las hojas de las novelas, de un antucás, de pendientes de tornillo con brillantes falsos, de un juego de la cuestión romana y de algo más, tan lindo como caprichoso. Mucha, muchísima falta le hacía un buen mundo para poner la ropa; pero ya lo compraría más adelante. Tampoco estaba bien de ropa blanca; pero tiempo habría de hacerse un hermoso equipo.

Gozosa, daba la última mano a su atavío para salir en busca del hermano. La orden del juez para soltarlo debía de estar ya en las oficinas de la cárcel. Salió radiante y satisfecha; mas no quiso tomar el breve camino de la calle de Hortaleza, porque le daba vergüenza de pasar por cierta tienda donde debía algunas cantidades, poca cosa en verdad.

Ya anochecía cuando Isidora regresó acompañada de su hermano, el cual, vergonzoso y cohibido, bajaba los ojos delante de la gente. Recibiole D. José Relimpio con ciertos asomos de severidad, dándole una palmada en el hombro y diciendole: «Hombre, veremos cómo te portas ahora». Pero D.ª Laura, implacable y fiera, dijo que Mariano no se sentaría a su mesa, aunque bajase Cristo a mandarlo. Oyó esto Isidora con rabia; mas conteniéndose, devoró tal afrenta y se amordazó la boca para que no saliesen las palabras que del corazón le brotaban. Encerrose con el chico en su cuarto, le lavó y vistió, para lo que tenía apercibida gran cantidad de agua y ropa nueva. El muchacho observó en los ojos de Isidora una lágrima, más bien que del sentimiento, nacida del despecho, y le dijo:

«¿Por qué lloras? ¿Por lo que ha dicho esa tía bruja?

-¡Gente ordinaria!... -murmuró Isidora.

-¿Por qué no le contestaste? -dijo Mariano con extraña rudeza.

-No me rebajo yo a tanto.

-¡Puño!».

Mariano dio un puñetazo sobre su propia rodilla. Luego Isidora le echó un sermón sobre su detestable maña de decir a cada paso palabras malsonantes, y aunque el muchacho alegó, para defenderse, que también las decían los caballeros, ella se mantuvo inflexible, decidida a castigar las malas palabras como si fueran malas acciones.

«Ahora, señorito -le dijo con severidad-, ha de andar usted derecho. Pase que en otro tiempo, cuando nuestra desgracia nos tenía poco menos que en la miseria, ocurrieran ciertas cosas..., ciertas barbaridades, Mariano, de que no quiero acordarme... Echémosles una losa encima. Pero ahora ya han cambiado las cosas. Eres un bárbaro, y vas a empezar a desbastarte. Tú no seas tonto; principia por convencerte de que eres persona decente, y así tendrás dignidad. De nuestra tía Encarnación, hazte cuenta de que no existe, porque no la volverás a ver. Eres ya otra persona».

Oyó atentamente el muchacho estas advertencias, y se prometió a sí mismo hacer todo lo posible para entrar con pie derecho en aquella senda de caballería y decencia que su querida hermana le marcara. Tras esto Isidora cayó en la cuenta de que Mariano y ella habían de cenar aparte aquella noche, pues si el chico no podía sentarse a la mesa de los Relimpios, tampoco ella se sentaría por nada del mundo. Al punto determinó salir en busca de alguna cosa para aderezar la cena. ¡Muy bien, excelente idea! Mariano y ella cenarían tan ricamente en su cuarto, solos, y sin rozarse con aquella gente ordinaria!

Pero sobrevino la más grande contrariedad que en vísperas de un banquete puede ocurrir. Isidora no tenía dinero. Entre las múltiples propiedades de este metal, ella había notado principalmente una, la de acabarse en los momentos en que más falta hacía. El portamonedas no contenía más que un par de pesetas y algunos cuartos. Buscó y rebuscó Isidora en todos los bolsillos, gavetas y huecos, porque recordaba que en otra ocasión parecida había encontrado de repente una moneda de oro olvidada en el fondo de un cajón de la cómoda; mas ninguna moneda de plata ni de oro apareció aquella vez, con lo que se dio por vencida, y resolvió que la cena fuese una modesta colación, más propia de día de ayuno que de noche de Navidad. Aunque a D.ª Laura nada debía, antes muriera que pedirle dinero, después del atroz desaire recibido de ella. No se atrevía tampoco a acudir a Joaquín Pez.

Salió. Mariano se quedó solo. Por no ser excesivo el número de sillas que en el cuarto había, estaba sentado en un baúl bajo. A su lado, en un rincón, vio paquetes de papeles viejos liados fuertemente con bramante. Eran los cartapacios y protocolos que Tomás Rufete había emborronado durante su enfermedad, y que fueron guardados en casa de Relimpio, hasta que sus hijos los recogieran, por si algo había de interés entre tal balumba de desatinos. Isidora los había llevado del desván a su cuarto, y allí los puso con ánimo de someterlos a un examen cualquier día. Mariano leyó, no sin trabajo, los rótulos que decían: «Desolación... Hacienda pública... Desfalcos... Muerte... Latrocinio...», y otras cosas extravagantes. Como ninguna distracción sacaba de ver letreros, empezó luego a revolver todo lo que su hermana tenía sobre la cómoda, y después lo que en el primer cajón había. Todo lo revisaba, lo examinaba por dentro y por fuera; hojeó las novelas, levantó de las botellas las cebollas de jacintos para ver las raíces, abrió el estuche de los tornillos de diamantes americanos, revolvió la caja y los sobres de papel timbrado; y como en el momento de estar sobando el papel echase de ver el tintero y la pluma, tomó esta y trazó sobre un plieguecillo, con no pocos esfuerzos, alargando el hocico y haciendo violentas contorsiones con el codo y la muñeca, estas palabras: Mariano Rufete, alias Pecado. Contempló satisfecho su obra, y luego, con gran ligereza, echó una rúbrica que parecía el dibujo de un puñal. Se echó a reír como un bruto, dejando el papel sobre la mesa. Luego dirigió su atención al tocador de la hermana; fue viendo uno por uno los botes que en él había, metiendo en todos las narices y diciendo «¡qué bueno!» o «¡qué rico!». Se puso pomada, se perfumó con esencias y se lavó las manos, sonriendo de gusto al ver cómo se deslizaban dedos sobre dedos al suave resbalar del jabón.

«¡Eh!, ya me has revuelto todo -dijo Isidora al entrar de la calle-. ¡Jesús, qué desorden! Mira, te voy a pegar».

Mariano reía.

«¿Y qué has escrito aquí? Mariano Rufete, alias Pecado... ¿Qué es eso de Pecado? ¡Como yo vuelva a oírte dándote a ti mismo esos apodos...!

-Como los toreros -observó estúpidamente Mariano sin cesar de reír.

-A ver... ¿Es que no quieres ser persona decente?... ¿Pero qué haces, gandul? ¿Te enjugas las manos en mi vestido? Quita allá, asqueroso. ¿No ves la toalla? Lo que digo; no quieres entrar por el camino de las personas decentes. Eres un salvaje... Ya se ve; no has tratado sino con cafres».

Y diciendo esto, de un pañuelo que cogido por las cuatro puntas traía, sacó sucesivamente varios pedazos de turrón y algunos puñados de cascajo, castañas, nueces, avellanas y bellotas. Al poner sobre la cómoda la última porción de tan variados bastimentos, lanzó de su pecho un suspiro enorme.

«¿Todo eso has traído? -preguntó Mariano-. ¿Y el pavo? Yo quiero pavo.

-Cenarás lo que te den -replicó ella pasando de la pena al enfado-. Es una mala educación pedir lo que no hay.

-El año pasado -dijo Mariano con rudeza y desdén- mí tía la Sanguijuelera tenía besugo, y pimientos encarnados, y turrón de frutas, y lombarda, y una granada de este tamaño. Yo me la comí toda. ¡Estaba más rica...!».

Ceñuda y pensativa, Isidora puso la mesa. Mariano se sentó en una silla alta y ella en otra baja.

«Mañana será otro día -dijo ella-. Eso de atracarse la Noche Buena es propio de gente ordinaria. Ya te enseñaré yo a ser caballero... Vaya que está rico este turrón. Pruébalo...».

No se hacia de rogar Pecado, antes engullía sin cumplimiento. En la sala de la casa había empezado ya el alboroto; mas no la cena, porque esperaban a Miquis. La entrada de este se conoció desde el retiro de los Rufetes por un repentino aumento del bullicio. Un instante después Isidora vio que se abría suavemente la puerta de su cuarto y que entraba la irónica fisonomía del estudiante.

«Vengo a tener el gusto de saludar a la señora archiduquesa -dijo este, sombrero en mano, con ceremoniosa cortesía-. Bien se ve que estamos ya en plena aristocracia. Esta noche se queda usted en casa; quiero decir, que recibe usted a sus amigos...

-Toma -le dijo Isidora ofreciéndole una bellota-. Es lo mejor que te puedo ofrecer.

-Gracias, marquesa -repuso Miquis sentándose-. Es delicioso el obsequio. Vamos a cuentas y hablemos con seriedad. ¿Por qué no cenas con nosotros?

-Nosotros -manifestó Isidora ahogada por la pena y el despecho- no somos dignos... Vete, vete pronto. Te esperan. Ya han sacado la sopa de almendras.

-¡Ay, chiquilla! ¡Cuánto más me gustan tus bellotas!... Pero no llores. De buena gana te acompañaría... Pero es tan tiránica la sociedad...

-Vete, vete... Mi hermano y yo cenamos solos. Ya ves... Estamos tan contentos... Mejor es así. Cada uno en su casa».

Augusto la contempló en silencio, asombrado de su hermosura, que cada día iba en dichoso aumento, enriqueciéndose con un encanto nuevo.

«Aquí viene bien aquello de a tus pies, marquesa» -dijo, levantándose.

Y luego, volviendo la vista para observar con una mirada en redondo todo el cuarto, añadió:

«Estás perfectamente instalada, marquesa. Magnífico gabinete. Aquí los arcones de roble; ahí el gran armario de tres lunas. Cuadros de Fortuny, tapices de los Gobelinos, porcelanas de Sèvres, y de Bernardo Palissy... Muy bien. Bronces, acuarelas...».

Mariano le miraba con cierto espanto. Isidora entreveraba de sonrisas su pena profundísima. Pero se sintió herida en lo más vivo de su alma cuando Miquis, después de transformar el humilde cuarto en aristocrático gabinete, dijo con el mismo tono de encomio:

«Bien se conoce en esta rica instalación el buen gusto del marqués viudo de Saldeoro. Adiós, marquesa. Ceno en el palacio de Relimpio».


- III -


Cuando Augusto se marchó, quedose Isidora meditabunda, clavados los ojos en su propia falda.

«¿Quién es ése? -le preguntó Mariano.

-Un tipo, un mequetrefe -repuso ella sin mirar a su hermano, señales claras por donde manifestaba estar aún dentro de la esfera de atracción del pensamiento que la dominaba.

-Dame más turrón, marquesa -exclamó el muchacho.

-¿Por qué me llamas así? -preguntó Isidora bruscamente, despertando de su mental sueño.

-¿Es apodo? ¡Puño!... ¿Y por qué te pone motes ese gatera?

-Mariano, cuidado cómo se habla.

-¡Se burla de ti! -gritó Pecado con aquel arrebato de infantil fanfarronería que en él parecía cólera de hombre.

-Yo te juro que no se burlará más» -dijo ella con los ojos húmedos de lágrimas.

Mariano la miró, diciendo:

«Tonta, no ha sido para tanto... Las mujeres lloran por cualquier cosa. Que venga a mí con bromas; verá cómo le saco las entrañas...

-Mariano, loco, bruto y salvaje -gritó ella, despertando otra vez en su letargo de pena y despecho-. Si te oigo hablar así otra vez...

-No dije nada, nada... Dame turrón».

La algazara de la sala crecía, y por las palabras sueltas, los plácemes y exclamaciones que de ella hasta el cuarto de los Rufetes llegaban, así como por los olores culinarios que invadían toda la casa, se podía saber a qué altura andaba el festín. Se sintió sucesivamente la aparición del besugo, la del pavo, aclamado con palmoteo y vivas. Don José lo recibió cantando la Marcha real. Después se oyeron las ruidosas cuestiones a que dio motivo el gran acto de trincharlo. Las risas sucedían a las risas, y los comentarios a los comentarios. Al mismo tiempo se conocían los efectos del Valdepeñas y del Cariñena en la torpe lengua del ortopédico, que desgranaba las palabras, y en el entusiasmo anacreóntico de D. José Relimpio, que no decía cosa alguna derecha y con sentido.

La criada entró en el cuarto de Isidora, trayendo un plato con varias lonjas de pechuga y un poco de relleno. Encendieron séle a Mariano con luces mil los ojos, y no parecía sino que cada destello de su mirar era un largo tenedor; pero Isidora, en quien el orgullo no daba lugar al agradecimiento ni al perdón, vio con repugnancia aquel tardío obsequio. Aunque comprendió que este había nacido en el bondadoso corazón de Emilia, siempre veía en él como un mensaje de lástima. Rechazó la fineza diciendo:

«Que muchas gracias y que no queremos nada.

-Chica, chica, tú eres tonta -gruñó Mariano con su rudeza propia, exacerbada hasta el salvajismo.

-Si no te callas, te pego.

-Yo quiero cenar -afirmó él con brutal terquedad, echando a un lado la cabeza y dando un golpe con ella sobre la mesa.

-Eso es, rómpete la cabeza.

-Mala hermana, ¡no das de cenar a tu hermanito! Mira tú, mejor estaba en la cárcel...

-Como vuelvas a nombrar...

-¡Nombro!... ¡Puño!

-Como vuelvas a decir...

-¡Puño! -repitió el bergante alzando la mano.

-¡Alzas la mano!..., ¡a mí!..., a tu hermana.

-Yo me quiero ir con mi tía.

-Si vuelves a nombrar...

-¡Mala hermana..., marquesa!...».

Pecado hizo burla de su hermana con tanto descaro, que esta hubo de ponerle a raya con dos bofetadas muy bien dadas que, o mucho nos engañamos, se oyeron desde la sala. No era ella mujer que se dejaba embromar de un mocoso, aunque este tuviera los buenos puños y los medianos antecedentes del señorito Rufete. Dominado este por la actitud de su hermana y por el cariño que le tenía, se contuvo. Echado de bruces sobre la mesa, la barba apoyada en el arco que con sus brazos hacía, a Isidora contemplaba en silencio con la seriedad y atención hosca de uno de esos perrazos que muerden a todo el mundo menos a su amo.

El bullicio de la sala llegaba ya al delirio. Don José hacía el amor a su mujer echándole ternísimos requiebros entre los aplausos de los divertidos comensales. Doña Laura llamaba a su marido Sardanápalo. El ortopédico había empezado a cantar villancicos, acompañándose de golpes dados sobre la mesa con el mango del cuchillo. Sólo Emilia y Leonor conservaban su amable serenidad, la una obsequiando a Miquis, la otra a Sánchez Berande. El joven poeta, Miquis y el hijo del ortopédico alborotaban también, el primero con sus discursos, el segundo con sus canterios de tangos y malagueñas. Después se hizo una grande y solemne pausa, porque Berande, a ruegos de todos, iba a recitar versos. Crease destinado a la inmortalidad; tenía un buen tomo preparado para darlo a la estampa, en el cual, como en muestrario de bazar, había de todo: elegías, odas, pequeños poemas, poemas grandes, epigramas, doloras, suspirillos germánicos, sáficos y octavas reales. La sala parecía tribuna del Congreso, que se hundía con los aplausos al terminar Berande su recitación.

«Versos -dijo Mariano, alzando su cabeza y poniendo atención.

-¿Te gustan los versos? -preguntole Isidora, gozosa de sorprender a su hermano un síntoma de decencia.

-Sí -replicó el muchacho-; me sé de memoria los de Francisquillo el Sastre, que empiezan:


Salga el acero a brillar,
pues soy hijo del acero...


-Calla, bruto; esas son barbaridades.

-También sé los del Valeroso Portela, que dicen:


Escuchen, señores míos,
les diré de Juan Portela,
el ladrón más afamado
de la gran Sierra Morena.


-Calla, hijo, calla por Dios. Me estás envenenando con tus horribles coplas. Ningún joven guapo y decente aprende tales cosas. Esto está bien para el pueblo, para el populacho. ¿Sabes tú lo que es el populacho?

-Mi tía la Sanguijuelera -contestó el chico con tan graciosa naturalidad, que Isidora no pudo contener la risa.

-Ya aprenderás mil cosas que no sabes. Y dime ahora, ¿qué aspiración tienes tú?... ¿Qué quieres ser?...

-Yo no quiero ser nada -repuso él con apatía.

-Es preciso que estudies y que trabajes. No volverás a la fábrica de sogas. Irás a un colegio. ¿Qué carrera quieres seguir?».

Mariano meditó un instante. Después dijo con resolución:

«La de tener mucho dinero.

-¿Y para qué quieres tú el dinero?

-Toma..., mia ésta... Pues para ser rico.

-Pero es preciso que seas algo.

-Rico...

-¿Y en qué gastarías el dinero?

-En comer lomo, granadas, turrón y en beber buen vino. Tendré un caballo y me vestiré todo de seda.

-¿No te gustaría militar y llegar a general?

-Sí, sí -afirmó Pecado, despidiendo de sus ojos brillo de animación y alegría-. Para ir mandando la tropa y arreando palos..., así..., ¡toma!

-No, no, no se pega. No creas que los generales pegan... Hay carreras preciosas, como Estado Mayor, Ingenieros, Artillería.

-¡Artillero, artillero! -gritó Pecado, dando golpes en la mesa-. Ya me verás, cañonazo va, cañonazo viene... ¡Bum, bum!

-Dispararías cuando fuera menester...

-No, no, siempre... Al que me hiciera algo, ¡zas!...».

A esto llegaban cuando volvió la criada trayendo un plato con varios pedazos de turrón, de parte de la señorita Emilia y del señorito Miquis. No considerándose aún desagraviada Isidora con estos regalitos, negose a admitirlos; pero Mariano se abalanzó al plato más pronto que la vista, y arrebatando el turrón, empezó a engullir con tanta prisa, que no pudo su hermana evitarlo.

«¡Malcriado..., glotón! -le dijo cuando otra vez se quedaron solos-. ¿No has comido ya bastante?».

Mariano negó con la cabeza, por no poder hacerlo con la boca.

«Te pondré interno en un colegio».

Mariano hizo con los dedos una señal que quería decir: «Me escaparé».

«No te escaparás. ¿Piensas que vas a lidiar con bobos? Hay un maestro muy rígido.

-De la bofetada que le pego -dijo Mariano pudiendo ya articular algunas palabras-, va volando al tejado.

-¡Fanfarrón!...».

En la sala, la cena parecía tocar a su fin. Todas las clases de turrón habían sido probadas, así como las granadas y las ruedas de naranjas espolvoreadas de azúcar. Relimpio, con la última copa de cariñena, dio con su cuerpo en tierra. «¡A la Misa del Gallo, vamos a la Misa!», gritaba con torpe lengua el insigne galán rodando debajo de la mesa. Muertos de risa los demás, le cogieron por los cuatro remos para llevarle a la cama, y él iba cantando el Kirie eleisón con voz de sochantre, y los demás riendo y vociferando, de lo que resultaba el más grotesco cuadro y música que se pudiera imaginar.

«¡Cuánta grosería! ¡Qué gente tan ordinaria!» -exclamó Isidora.

Poco después llegó Emilia al cuarto de esta, y diole excusas por la soledad en que se había quedado en noche de tanta alegría. Mas, no dando su brazo a torcer Isidora, replicó que había estado perfectamente en su cuarto. Trajeron un catre de tijera para que se acostase Mariano, y cuando Isidora le mandó que se recogiera, por ser ya más de medianoche, el maldito muchacho se le plantó delante y le dijo con sus bruscos modos:

«Dame dinero.

-¿Y para qué quieres tú dinero, tunante? Acuéstate.

-Me acostaré; pero yo quiero dinero. Si no me das dinero, no te quiero...

-¿Para qué lo necesitas?

-Para ir mañana a los toros.

-Si ahora no hay toros, mentecato.

-Pero hay novillos y mojiganga.

-¿Y cómo sabes eso?

-Por los chicos... Si no me das dinero, no te quiero.

-Mañana te daré unos cuartitos...

-¿Cuartitos? Tú eres rica -dijo pasando la vista con malicioso examen por los diversos objetos que Isidora poseía-. Tú tienes dinero, porque has comprado estas cosas ricas, y yo no tengo nada, nada; soy un pobre».

Al decir esto se desnudaba para acostarse.

«Yo también soy pobre -afirmó Isidora-; pero con el tiempo, tal vez dentro de poco, tú y yo estaremos bien y tendremos todo lo necesario y aún más.

-La señorita gasta y come bien, y tiene a su hermanito muerto de hambre -gruñó él, acostado ya.

-No seas tonto. Cállate y duerme.

-Si mañana no me das dinero, salgo a la calle y pido limosna. Ya sé yo cómo se pide. Me lo ha enseñado un chico.

-¿Qué estás diciendo, cafre?

-Que pediré limosna. Verás.

-No me sofoques... A un colegio, a un colegio.

-Ya me estoy durmiendo... Hasta mañana.

-¿No rezas, herejote?».

Mariano murmuró algo que no era fácil descifrar, y se durmió sosegadamente. Todavía quedaba en él algo de niño. Su hermana le contempló un instante movida de un sentimiento extraño en que se combinaban el cariño y el terror. Iba a darle un beso; pero cuando ya casi le tocaba con sus labios, se apartó diciendo: «Temo que se despierte y me pida lo que no puedo darle».