La desdicha por la honra
La desdicha por la honra
A la señora Marcia Leonarda
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Pienso que me ha de suceder con vuestra merced lo que suele a los que prestan, que pidiendo poco y volviéndolo luego, piden mayor cantidad para no pagarlo. Mandome vuestra merced escribir una novela: enviele Las fortunas de Diana. Volviome tales agradecimientos, que luego presumí que quería engañarme en mayor cantidad, y hame salido tan cierto el pensamiento, que me manda escribir un libro de ellas, como si yo pudiese medir mis ocupaciones con su obediencia. Pero ya que lo intento, si no en todo, en alguna parte, voy con miedo de que vuestra merced no ha de pagarme; y en esta desconfianza y fuerza que hago a mi inclinación, que halla mayor deleite en mayores estudios, aparece como la luz que guiaba a Leandro, la llama resplandeciente de mi sacrificio, así opuesta al imposible como a las objeciones de tantos; a que está respondido con que es muy propio a los mayores años referir ejemplos, y de las cosas que han visto contar algunas -verdad que se hallará en Homero, griego, y en Virgilio, latino, bastantes a mi crédito, por ser los príncipes de las dos mejores lenguas, que de la santa no se pudieran traer pocos, si mi propósito fuera disculparme. | |
Confieso a vuestra merced ingenuamente que hallo nueva la lengua de tiempos a esta parte, que no me atrevo a decir aumentada ni enriquecida; y tan embarazado con no saberla que, por no caer en la vergüenza de decir que no la sé para aprenderla, creo que me ha de suceder lo que a un labrador de muchos años, a quien dijo el cura de su lugar que no le absolvería una cuaresma porque se le había olvidado el credo, si no se le traía de memoria. El viejo, que entre los rústicos hábitos tenía por huésped desde el principio de su vida una generosa vergüenza, valiose de la industria por no decir a nadie que se le enseñase, que a la cuenta tampoco sabía leerle. Vivía un maestro de niños dos casas más arriba de la suya; sentábase a la puerta mañana y tarde, y al salir de la escuela decía con una moneda en las manos: «Niños, esta tiene quien mejor dijere el credo». Recitábale cada uno de por sí, y él le oía tantas veces que, ganando opinión de buen cristiano, salió con aprender lo que no sabía. | |
Y por si vuestra merced no supiere quién es este hombre, desde hoy quede advertida de que no supo latín, porque habló en la lengua que le enseñaron sus padres, y pienso que era en Grecia. Con este advertimiento, que a manera de proemio introduce la primera fábula, verá vuestra merced el valor de un hombre de nuestra patria, tan necio por su honra que, si lo fuera el fin como el principio, la lástima le cubriera de olvido y la pluma de silencio. | |
Mal he hecho en confesar que escribo historia de tiempos presentes, que dicen que es peligro notable, porque en habiendo quien conozca alguno de los contenidos, ha de ser el autor vituperado por buena intención que tenga. Pues no hay ninguno que no quiera ser por nacimiento godo; por entendimiento, Platón, y por valentía, el conde Fernán González. De suerte que, habiendo yo escrito El asalto de Mastrique, dio el autor que representaba esta comedia el papel de un alférez a un representante de ruin persona; y saliendo yo de oírla, me apartó un hidalgo y dijo muy descolorido que no había sido buen término dar aquel papel a hombre de malas facciones, y que parecía cobarde, siendo su hermano muy valiente y gentil hombre; que se mudase el papel, o que me esperaría en lo alto del Prado desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche. Yo, que no he tenido deudo con los hijos de Arias Gonzalo, consolé al referido don Diego Ordóñez y, dando el papel a otro, le dije que hiciese muchas demostraciones de bravo, con que el hidalgo, que lo era tanto, me envió un presente. Aquí no correrá este peligro con Felisardo, porque irá su desdicha a solas, sin comprender participantes cuando la historia fuera sangrienta. | |
Gastaba algunos ratos Felisardo en escribir versos a una señora de aquella ciudad, no menos hermosa que discreta, a quien se había inclinado; y ella, por su gentil disposición admitía en los ojos las veces que con los suyos solicitaba este favor desde la calle. | |
Con una criada tuvo lugar Felisardo de enviar este soneto a la señora Silvia, dama verdaderamente en quien concurrían todas las partes que hacen una mujer perfecta en sus primeros años. Apetecía este mancebo en ella lo que no tenía, porque Silvia era rubia y blanca, y él no del todo moreno y barbinegro, pero de suerte que parecía español desde el principio de una calle. | |
Deseos de un imposible |
Hermoso dueño deseo, No dormía en este tiempo Felisardo, que con cuidadosos pasos había reconocido el dueño de aquellos pensamientos y de la música, haciéndole más celos el estar tan bien escritos que el haber tenido atrevimiento para cantarlos. | |
Creo que aquí vuestra merced me maldice, pues para decir «yo no soy descortés; vos sí, que por dos veces habéis hecho sentir al mundo la braveza de vuestros bigotes», no había necesidad de hablar tan bajamente la lengua toscana. Pues no tiene razón vuestra merced, que esta lengua es muy dulce y copiosa y digna de toda estimación; y a muchos españoles ha sido muy importante, porque no sabiendo latín bastantemente, copian y trasladan de la lengua italiana lo que se les antoja y luego dicen: «Traducido de latín en castellano.» Pero yo le doy palabra a vuestra merced de que pocas veces me suceda, si no es que se me olvida, porque soy flaco de memoria. Si vuestra merced tiene en la suya la ocasión con que se amohinaron estos dos amantes, haya de saber que Felisardo no llevó bien que le hablase en la braveza ni en el cuidado de los bigotes, que aunque no había los estantales que les ponen ahora (ya de cuero de ámbar, ya de lo que solía ser fealdad y ahora o los hace más gruesos o los sustenta, que se llama en la botica Bigotorum duplicatio, como si dijésemos por donaire a un gordo «tiene dos barbas»), no los traía con descuido y, porque se levantaban con sólo el cuidado de las manos los llamaba «los obedientes». Y retirándose un poco, principio de quien quiere acercarse, le dijo, la voz más alta (que nunca tuvo el enojo hijos pequeños de cuerpo): | |
Y sacándola con gentil aire y un broquel de la cinta, le hizo conocer que no desdecía de la compostura de los bigotes. Todos los músicos huyeron, que es gente a quien embarazan los instrumentos, por la mayor parte, que no se entiende en todos, y yo he conocido músico que traía tan bien las manos en la espada como en las cuerdas; pero en fin tienen disculpa con que van a guardar los instrumentos, que aventurar aquello con que se gana de comer es extrema ignorancia; demás de que quien canta está sin cólera, y no le trajeron a reñir, sino a hacer pasos de garganta, y el huir también es pasos, y se pueden hacer con los pies a una necesidad, como se ve en los que bailan, que no carecen los pies de armonía y música, que por eso la llaman «compás», que es todo el fundamento de la música. Esto es guardar el decoro a los señores músicos que cantan en nuestra lengua, porque no son poco de temer enojados, pues con sólo venir a cantar mal a la calle de quien los hubiese ofendido, pueden matar un hombre como con una pieza de artillería. Los criados de Alejandro hicieron rostro, riñeron cuatro con uno. Si eran valientes, no lo disputemos; oigamos a Carranza, que dice en su Libro de la filosofía de la espada: «Hay hombres de tan bajos ánimos, que no hace mucho uno solo en aventajarse a muchos». Y prosigue más adelante: «Cuando un hombre solo riñe con otro, se puede decir que riñe, pero si con dos o tres, ellos riñen con él y él solo se defiende.» Y prosiguiendo esta materia, da la razón en que cuatro movimientos constituyen cuatro heridas, y que han de dar en cuatro lugares indeterminados, y que el objeto no podrá resistir a cuatro, pues a dos no pudo Hércules, como lo dice el adagio latino. | |
Cumpliendo voy lo que dije, cansando a vuestra merced con cosas tan fuera de propósito, ya que lo sean del mío. Pero ¿por qué no tengo yo de pensar que vuestra merced es belicosa y que si se hallara al lado de Felisardo, por haber nacido tan cerca de su patria, estar en la extranjera, enamorado y con buen talle, no se holgara de ayudarle, aunque fuera con voces? Las de la cuestión fueron tantas que, acudiendo la justicia, se libró Felisardo de aquel peligro que por el vulgo amenaza a los españoles en toda Europa; en lo demás, no salió herido, y lo quedó Alejandro y dos criados suyos. Llevole la justicia al Virrey, que no estaba acostado, porque era noche de ordinario a España; mostró indignación a Felisardo y al alguacil o capitán, como allá se llama, mucho agradecimiento de su cuidado. Mandole poner grillos y una cadena en su aposento, y en estando solos bajó a hacérselos quitar; y dándole los brazos y una cadena, de las que llaman «banda», de peso de ciento cincuenta escudos (que soy tan puntual novelador, que aun he querido que no le quede a vuestra merced este escrúpulo de lo que pesaba), le dijo que le contase todo el suceso. | |
Creció el amor, cultivado de la vista y de las privaciones de la ejecución de los deseos en conversaciones largas, que tantas honras han destruido y tantas casas abrasado. Llegaron las palabras a darse con juramento de matrimonio, en dando el Virrey a Felisardo algún grave oficio, que para la calidad de Silvia era necesario; y como amor es mercader que fía, aunque después nunca se pague (que esto tiene de señor cuando ama, que no hay cosa que le den en confianza que no reciba ni alguna que después, si no es por justicia, pague), permitió que Felisardo llegase a los brazos, hasta allí tan cuidadosamente defendidos, de que resultó poder encubrir mal lo que antes de esta determinación estuvo tan encubierto. No se puede encarecer con qué común alegría celebraban sus vistas los amantes, en su imaginación esposos, y cómo revalidaba Felisardo el juramento y Silvia le creía; que como cada uno se ama a sí mismo (por opinión del Filósofo), aunque tema, da crédito por entretener su gusto, que nadie quiso tanto a otro que no se quisiese más a sí mismo. Y así, cuando vuestra merced oiga decir a alguno cosa que no le puede suceder, pero por si le sucede, que la quiere más que a sí, dígale que Aristóteles no lo sintió de esa suerte; y que a vuestra merced le consta que este filósofo era más hombre de bien que Plinio, y que trataba más verdad en sus cosas. | |
¿Dije ya la ciudad? No importa, que aunque la novela se funda en honra, no vendrá por esto a menos, aunque fuese conocida la persona; y yo gusto de que vuestra merced no oiga cosas que dude; que esto de novelas no es versos cultos, que es necesario solicitar su inteligencia con mucho estudio, y después de haberlo entendido es lo mismo que se pudiera haber dicho con menos y mejores palabras. | |
-¡Oh, cruel español, bárbaro como tu tierra! ¡Oh, el más falso de los hombres, a quien no iguala la crueldad de Vireno, duque de Selandia (que a la cuenta debía de ser esta dama leída en el Ariosto), ni todos los que olvidados de su nobleza y obligación dejaron burladas mujeres principales e inocentes! ¿Adónde vas y me dejas sin honra y sin ti, de quien ya solamente podía esperarla? Pues habiendo partido de mis ojos tan injustamente, no me queda de quien poder cobrarla, pues la prenda que me dejas, más me la quita y solo podré deberle mi muerte, pues es imposible que deje de sentir tu crueldad, y que su sentimiento me quite a mí la vida. ¿Quién pensará, Felisardo mío, que en la modestia y compostura de tu rostro, en la gentileza y gallardía de tu cuerpo cupiera tan duro corazón y alma tan fiera? ¿Tú eres español, enemigo? No es posible, pues de ellos oigo decir y he leído que ninguna nación del mundo ama tan dulcemente las mujeres, ni con mayor determinación pierde por ellas la vida. Si se te ofreció alguna precisa fuerza para ausentarte, ¿por qué no me la diste por disculpa y, despidiéndote de mí, me mataras con menos crueldad, aunque más presto? ¿Es posible, fiero español, que ayer estabas en mis brazos diciendo que por mí perderías mil vidas, y que hoy te vas con una sola que me habías dado? ¡Ay de mí, que tú por ventura ahora te estás riendo de mis lágrimas, afeando mis libertades e infamando mis atrevimientos, de que fueron causa, no mi liviandad sino tu gentileza, no mi libertad sino mi adversa fortuna! Que cierto será que estés ahora contando a otra más dichosa que yo, pero tan cerca de ser tan desdichada, las locuras que me has visto hacer y las penas que me has hecho sufrir. Pues no se burle ahora de mí la que te cree y te escucha, que presto me ayudará a quejarme de ti y, sabiendo quién eres, me disculpará porque te quise, y me tendrá lástima porque te quiero. | |
Estas y muchas decía Silvia llorando, sin bastar los consuelos de Alfreda a templar su furia, tan fundada en razón como en desdicha. | |
Al partirme de Sicilia no dije a Vuestra Excelencia la causa, que no me dio lugar la vergüenza, y ahora sabe Dios la que escribiendo tengo, pues con estar solo me salen tantas colores al rostro como a los ojos lágrimas. Estando en servicio de Vuestra Excelencia, bien descuidado de tan gran desdicha, me escribieron mis padres diciéndome que en el nuevo bando del rey don Felipe III acerca de los moriscos habían sido comprendidos; cosa que a mi noticia jamás había llegado, antes bien me tenía por caballero hijodalgo; y en esta fe y confianza me trataba igualmente con los que lo eran, porque mis padres eran de los antiguos de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, y si no me engañan, dicen que Bencerrajes, linaje que trae consigo la desdicha y los merecimientos. Pareciome dejar su casa de Vuestra Excelencia, con harto dolor mío, porque le amo naturalmente, que no es justo que un hombre a quien pueden decir esta nota de infamia siempre que se ofrezca ocasión, viva en ella, ni mi tristeza y vergüenza me dieran lugar, aunque yo me esforzara, por no estar con este recelo cada día, y más adonde he tenido buena opinión. Vuestra Excelencia me perdone, que ni acierto a escribir, ni pienso que hasta llegar esta a sus manos podrá durar mi vida. | |
Notable fue el sentimiento de aquel gran señor con esta carta, y tal que se le conoció en su tristeza por muchos días, al fin de los cuales le respondió así: | |
Recibió Felisardo esta carta, toda escrita de su mano de este generoso príncipe, acción tan digna de su ilustrísima sangre; y llorando infinitas lágrimas con ella, besando mil veces la firma, se dispuso a responderle así: | |
Con esto se embarcó Felisardo, atrevido y desatinado mancebo cuya acción yo no puedo alabar, pues en casa de tan generoso príncipe pudiera estar seguro cuando viniera a España, que en Italia no lo había menester, aunque fuese en los reinos de Su Majestad, pues solo pretendió echarlos de aquella parte con que presumieron levantarse, como se ve por las cartas y persuasiones del ilustrísimo Patriarca de Antioquía, Arzobispo de Valencia, don Juan de Ribera, de santa y agradable memoria. Dentro de nuestra Europa, a solos cuatro estadios del Asia (tanto que habiéndose helado aquel mar por un puente de hielo y nieve que cayó encima, se pasaba del Asia a Europa) yace Constantinopla, primera silla del romano imperio, después del griego y ahora del turco, que por la inmensidad de la tierra que posee le llaman Grande; destruyola el emperador Severo, reedificola Constantino e ilustrola Teodosio. Tuvo cincuenta millas de muro, que Anastasio fabricó por defenderla de los bárbaros; hoy, dieciocho, que son seis leguas. Sus vecinos son setecientos mil, las tres partes turcos, las dos cristianos y el resto judíos. Tomola Mahometo Segundo, el año de 1453, y desde entonces es corte de sus emperadores que, comúnmente, llaman el Gran Señor. Está puesta en triángulo: en el un extremo está el palacio real, que mira al levante, al encuentro de Calcedonia, parte del Asia; el otro ángulo mira al mediodía y poniente, donde están las siete torres, que sirven de fortalezas y de cárcel mayor de la ciudad; desde este se va al tercero por la parte de tierra, dispuesto a tramontana, y donde está el palacio antiguo de Constantino, en sitio eminente y de quien se descubre toda, si bien inhabitable. Desde el cual al que tiene el turco, todo es puerto de una legua de mar, que entra por espacio de dos de largo y de ancho poco más de un tercio, habitado de varia gente y de todos los vientos defendido. Por la parte de las siete torres baña el mar las murallas, dejando el sitio donde antiguamente fue la ciudad de Bizancio, de cuya grandeza solo se ven ahora las ruinas. | |
Tiene insignes mezquitas, fábricas de sultán Mahameth, Baysith y Selín, aunque ninguna iguala con la que hizo Solimán, y se llama de su nombre, deseando aventajarse al gran templo de Santa Sofía, célebre edificio de Constantino el Grande. Conserva en ella el tiempo, a pesar de los bárbaros, algunas columnas de grandeza inmensa, mayormente la de este príncipe, labrada toda de historias de sus hechos. Tiene asimismo cuatro fuertes serrallos para las riquezas y mercaderías de propios y extranjeras, una calle mayor famosa, hasta la puerta de Andrinópoli, con la plaza en que se venden los cautivos cristianos, como en España los mercados de las bestias, y con mayor miseria. Sus puertas son treinta y una, al levante, poniente y tramontana, con guarda de genízaros; las casas, bajas, cuyos techos de madera labrada cubren ricas labores de oro. No usan tapicerías, porque su grandeza y aparato es vestir el suelo, que cubren de riquísimas alfombras. Son las barcas que de ordinario pasan la gente de una parte a otra, y que en su lengua llaman «caiques» o «permes», más de doce mil, que es una cosa notable. Su sitio es tan frío que desde diciembre hasta fin de marzo está cubierta de nieve. Los templos famosos de cristianos, mayormente el de Nuestra Señora y el de San Nicolás, con otros muchos, han intentado quitar los moriscos de la expulsión de España; y permitiendo el gran Visir que los derribasen y destruyesen por doce mil escudos que le daban, se fueron a despedir del Turco los embajadores de Francia, Alemania y Venecia, diciendo que aquello era no querer paz con sus príncipes y por esta ocasión no salieron con su intento o, lo más cierto, porque Dios no permitió que tantos cristianos careciesen del fruto de los tesoros de su iglesia donde tanto peligro corren sus almas. | |
Aquí llegó Felisardo, y me parece que vuestra merced estaba ya cansada de esperarle, no se le dando nada del estado que ahora tiene y tuvo esta ciudad insigne, porque a mujer que tan poca estimación ha hecho de los hombres de su ley, ¿qué se le dará del turco? Pues sepa vuestra merced que las descripciones son muy importantes a la inteligencia de las historias, y hasta ahora yo no he dado en cosmógrafo por no cansar a vuestra merced, que desde su casa al Prado le parece largo el mundo; aunque vaya por su gusto en hábito de tomar el acero, con tan buenos de matar lo que topa, que en ninguno la he visto más enemiga de la quietud humana. | |
Pues, como digo, y volviendo al cuento, estuvieron algunos días Felisardo y sus padres dando trazas en su remedio, si para tal fortuna podía haber alguno. Y aquí confieso a vuestra merced, señora, que no sé, porque no me lo dijeron, cómo o por dónde vino a ser Felisardo nada menos que bajá del Turco, que parece de los disfraces de las comedias, donde a vuelta de cabeza es un príncipe lagarto, y una dama, hombre y muy hombre, y a la fe que dice el vulgo que no le hablen en otra lengua. | |
Estando, pues, una fiesta mirando algunos que en una nave que tomaron estaban en la tienda de un rico hebreo, hizo llamar a Felisardo, que ya se llamaba Silvio Bajá, nombre de aquella dama de Sicilia, por quien vivía en la mayor tristeza que tuvo amante ausente, pues ni la desconfianza que tenía de verla, ni la mudanza de cielo y costumbres, era parte para que la olvidase, ni creo que lo fuera el río Sileno, donde se bañaban los antiguos, cuya propiedad era olvidar toda amorosa pasión, aunque fuese de muchos años. Venido Felisardo a su presencia, le preguntó si conocía aquellos retratos y él le respondió que sí, y se los fue mostrando por sus nombres, diciendo lo que tan bien sabía de la grandeza de sus personas, apellidos y casas. Holgose mucho Amath de conocer al emperador Carlos V, al Rey II y III, al famoso duque de Alba, conde de Fuentes y otros señores. ¿Quién dijera que el Turco se había de holgar de esto? | |
Representó Felisardo únicamente, y viéndose en su verdadero traje lloraba lágrimas verdaderas, enternecido de justas memorias y arrepentido de injustas ofensas. Acabada la fiesta, comenzó en Sultana este cuidado, y en todas las ocasiones que podía daba a entender a Felisardo que le deseaba, de suerte que a pocos lances fue entendida, porque no hay papeles más declarados y efectivos que unos ojos que asisten a mirar amorosamente. Y así, un día, alabándole la buena disposición y lastimándose de que por su voluntad hubiese dejado la verdadera ley, él le dijo que su ánimo no era vivir en la de aquel infame y falso profeta, que aunque era verdad que desesperación le había traído adonde estaban sus padres, él venía con ánimo de hacer alguna cosa señalada en servicio del rey de España, porque tenía el ánimo tan bizarro que no volvería a ella sin ser estimado y favorecido por alguna insigne hazaña. | |
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Pareciole a Sultana que Felisardo había compuesto estos versos a su sentimiento y propósito, y engañábase Sultana porque los había escrito por Silvia al principio de sus amores en Palermo; pero no se engañaba en la intención, pues Felisardo buscó estas décimas porque lo creyese así, entre los muchos versos que sabía, como suele suceder a los músicos que traen capilla por las festividades de los santos que, con solo mudar el nombre, sirve un villancico para todo el calendario; y así es cosa notable ver en la fiesta de un mártir decir que bailaban los pastores trayéndolos de los cabellos desde la noche de Navidad al mes de julio. | |
Corrió una vez la costa de Sicilia atrevidamente, y fuelo tanto que se puso a la vista de Palermo. Silvia tenía de Felisardo un hijo de tres años, que criaba con libertad por ser muertos sus padres, aunque no con tanta que se persuadiesen los bien intencionados que era su hijo; que los que no lo son, en las doncellas más recatadas presumen mayores yerros. Sucedió, pues, que como en tanto tiempo no hubiese tenido nueva de Felisardo, la desconfianza la tenía con algún consuelo, y pienso que por la sinrazón le hubiera olvidado, a no le tener en su hijo todos los días presente, con la mayor semejanza que ha visto el refrán castellano en materia de esta duda, de que pido perdón a su imaginación de vuestra merced, que bien le merezco, pues no dije adagio. Con esto, solicitada de algunas amigas, que no era mucho en tres años de injusta ausencia, ni saber si era muerto o vivo Felisardo, salió en una tartana de un mercader calabrés a pasear la mar, que con la bonanza la convidaba y con la piedad de su adversa fortuna la movía, que tal vez se cansa de hacer disgusto, o porque algún breve bien sea para sentir el mal con mayor fuerza. Y en esta parte no puedo dejarme de reír de la definición que da Aristóteles de la Fortuna; no le faltaba más a este buen hombre sino que en las novelas hubiese quien se riese de él. Dice, pues, que la buena fortuna es cuando sucede alguna cosa buena y la mala cuando mala. Mire vuestra merced si tengo razón, pues en verdad que lo dijo en el segundo de los Físicos, que yo no se lo levanto. Harto mejor lo sintió Plutarco Queroneo, diciendo por afrenta que era palabra de mujer decir que ninguno podía evitar sus hados, sentencia católica, como si él lo fuera, porque los albedríos son libres para justificar el cielo sus juicios. No suele descender milano, las pardas alas extendidas, el pico prevenido y las manos abiertas, con más velocidad y furia a los miserables pollos que se alejaron del calor de las plumas de su madre, como la capitana de Felisardo a la tartana de Silvia. | |
Tomola en breve, con notable llanto suyo y de sus amigas; pasáronlas a ella abordando un barco, y quitando una parte de la banda de los filaretes lleváronlas a la popa, donde Felisardo estaba recostado sobre una alfombra turca de rizos de oro entre labores de seda, puesto el brazo en dos almohadas de brocado persiano, color de nácar. Hincose de rodillas Silvia y, con lágrimas en los ojos, le dijo en lengua siciliana que tuviese piedad de la mujer más desdichada del mundo, poniéndole para moverle el pequeño infante en los brazos a los turbados ojos, a quien ya los oídos habían avisado de que aquella voz parecía la de Silvia. | |
Todos estos intercolunios han sido, señora Marcia, por aliviar a vuestra merced la tristeza que le habrán dado las lágrimas de Silvia, y excusarme yo de referir el contento y alegría de los dos amantes, habiéndose conocido. Prometo a vuestra merced que me refirió uno de los que se hallaron presentes que en su vida había visto más amorosas razones ni más tiernas lágrimas. Satisfizo Felisardo de aquella novedad a Silvia, asegurándole que no había dejado la verdadera fe y que presto vendría a Sicilia, donde hiciese al rey de España un gran servicio, sin el que recibiría la Iglesia con reducirle infinitas almas. Enloqueciole su hijo, y después de haber estado aquella noche tratando de estas cosas, la hizo volver a Mecina antes del alba, cargada de ricas telas y preciosos diamantes, fuera de diez mil cequíes de oro que llevó en dos cajas. | |
Hízose a la vela Silvio Bajá, si le hemos de llamar así, dejando en admiración la ciudad, que casi toda asistía en la playa, al Virrey de su determinado propósito, y a Silvia de haber visto lo que no esperaba, y en tan diverso hábito y costumbres de lo que le había conocido. | |
Había llegado pocos días antes a Constantinopla Nasuf Bajá, primer visir del Turco, victorioso a su parecer de la guerra de Persia, cuya ostentación y aplauso fue tan grande que después de un copioso ejército de gente, traía doscientas sesenta y cuatro acémilas cargadas de cequíes de oro. Y advierta vuestra merced que, por ser tan grande ejemplo de la fortuna de los príncipes, quiero decirle el suceso de este hombre, que también fue causa del que tuvieron los pensamientos de Felisardo. Era este Nasuf Bajá, yerno del Turco, y el más estimado y temido de todo aquel grande imperio. Mamut Bajá, hijo de Cigala, aquel famoso corsario que ninguno después de Ariadeno Barbarroja tuvo más nombre, competía con la grandeza de Nasuf y era cuñado del Turco, casado con su mayor hermana. Sentía Mamut envidiosamente la ostentación de su enemigo, y en aquella jornada particularmente, donde me ha quedado escrúpulo si a vuestra merced le han parecido muchas las acémilas, y los soldados pocos. Y a este propósito quiero que sepa que un gentilhombre de este lugar, más dichoso en hacienda que en ingenio, visitaba una dama de las que estiman más el ingenio que la hacienda, que deben de ser pocas. Contábale un día la renta que tenía y, entre otras necedades, acabó con decir que encerraba trecientas anegas de trigo y ciento de cebada con treinta carros de paja, y añadió que le dijese lo que le parecía de su hacienda; a quien ella respondió: «Paréceme, señor, que el trigo es mucho y poca la cebada y paja para lo que vuestra merced merece». Pero dejando aparte esta cantidad de acémilas, que a quien sabe la soberbia de aquella gente no le parecerán muchas, digo que Nasuf Bajá volvió a Constantinopla, diciendo que dejaba firmadas paces con el Persiano, en fe de lo cual trajo consigo su embajador con ricos presentes de telas, cequíes, piedras y otras cosas de valor y curiosidad increíble. Mas, como viese el Cigala que el de Persia molestaba algunas tierras del Turco, vino en sospecha de que Nasuf tenía algún trato doble con él, en grave ofensa de su señor; así por esto, como porque escribiendo a entrambos desde los confines de Persia, donde estaba por gobernador, ninguno le respondía. Con esto se partió a Constantinopla, y hallando en el camino un correo que Nasuf enviaba al Persiano, le convidó a cenar aquella noche, y habiéndole dado muy bien a beber (cosa que saben hacer donde no lo vea Mahoma, con muy buen aire), durmiose el correo. Quitole Mamut Cigala las cartas en que halló todo lo que deseaba; y la traición descubierta hizo matar al correo y enterrole en su misma tienda. Y llegado a Constantinopla pidió licencia a Nasuf para entrar; negósela Nasuf si no le daba trecientos mil cequíes. El Cigala, que estaba casado con la hermana del Turco, y no había llegado a ejecución su deseo por su larga ausencia, dio orden que ella supiese el inconveniente porque no entraba. Resolviose Fátima (si a vuestra merced le parece que se llame así, porque yo no sé su nombre) a ir a ver a su marido, de quien supo la causa por que no entraba; y ella volviendo a Constantinopla la refirió a su hermano, el cual envió de noche con gran secreto por Mamut Cigala y, llegando en un caique (si vuestra merced se acuerda que le dije que era pequeña barca, pero no escuso una palabra turca, como algunos que saben poco griego), entró por una puerta falsa del palacio y, recibido bien de su cuñado, le refirió cuanto sabía y le mostró las cartas. | |
Deseó desde entonces sultán Amath quitar la vida a su yerno justamente, y como se encubra tan mal un grande enojo, adivinando Nasuf la causa por el semblante, faltó tres días del consejo dando por disculpa de esta falta la de su salud. Con esta ocasión el Turco dijo que quería ir a ver a su hija, y se previno la calle de lienzos por todas partes sobre altas lanzas para que no fuese visto, que solo tiene obligación a dejarse ver un día en la semana, y ese es el viernes, que entre ellos es fiesta, y va a su gran mezquita a hacer el zalá. Con este engaño de las telas pasó un coche en que iba el Vostán Gibasi con muchos ayamolanos, hombres fortísimos, y creyendo que fuese el Turco, a quien esperaban más de cuatro mil personas, entró en casa de Nasuf el referido, y como iba entrando, iban asimismo cerrando las puertas los soldados con cuidado y silencio. Estaba Nasuf con dos eunucos en un aposento, bien descuidado de su fortuna; hízolos salir afuera el presidente y, haciendo una gran reverencia a Nasuf, le dio un decreto del Turco, en que le pedía su real sello. Turbado Nasuf se le dio y dijo: | |
Entonces el Vostán Gibasi le dio otro papel en que le pedía la cabeza. Dio voces Nasuf diciendo: | |
Entonces se le atrevieron cuatro de ellos y, echándole una soga a la garganta, le ahogaron. Cerró luego el Vostán las puertas y, dando cuenta al Turco, le pidió la cabeza que, habiéndosela traído, la mandó echar en el suelo y, dándola con el pie, le llamó brecain, que quiere decir «traidor». | |
Entre tanto Sultana prevenía la partida a España con gran cuidado y tuvo tanto que, habiendo la primavera siguiente alcanzado del Turco saliese Felisardo a quietar el mar del Archipiélago, donde era fama que andaban seis galeras de la religión de Malta, dispuso la partida y recogió sus joyas. | |
Por la puerta que dejé advertida salió, señora Marcia, la gran Sultana con dos renegados de quien se había fiado, y en hábito de soldado genízaro, que de otra suerte fuera imposible. Caminó a la mar con gran peligro donde fue recibida con igual silencio del animoso Felisardo, que con valor intrépido mandó alargar al mar la escuadra, y que a la vuelta de Sicilia pusiesen las proas donde decía que pensaba hacer una famosa hazaña. | |
No los hubo visto Felisardo cuando conociendo el peligro se resolvió a morir como caballero, y no con varios tormentos a las manos de un verdugo infame. Bien quisiera el Bajá llevarle vivo, pero no dejándose prender y resistiéndose en la cureña de la capitana, sembró la crujía de cuerpos muertos con sola una espada ancha que traía y una rodela embrazada. Viendo Vostán que sería imposible llevarle como él deseaba mandó a los genízaros que le tirasen, y en un instante cayó muerto de cuatro manos, aunque de ningún deseo, porque fue sumamente amado de aquellos bárbaros. Dicen que dijo poco antes que cayese: | |
Y en este lugar me acuerdo de haber leído en una comedia portuguesa tratar un viejo con un amigo suyo de que quería casar su hijo, y diciéndole el otro: «No lo hagáis, que está enamorado de una cortesana», respondió el viejo: «Ya lo sé, y si intento casarle es porque han reñido y averiguado unos celos, y es buena la ocasión de este enojo para apartarle de ella». A quien replicó el amigo: «¡Qué poco sabéis de lo que puede una voluntad antigua fundada en trato! Esta es la hora que anda vuestro hijo buscando disculpas a esa mujer para el mismo agravio que le ha hecho». Aquí yace un desdichado,
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