La de los tristes destinos/XXXV
XXXV
A Biarritz llegaron las dos mujeres el 18 de Septiembre, y el 20 fueron a San Juan de Luz y San Sebastián. A los tres días tornaron a Biarritz. Anualmente hacía la Plessis su excursión mercantil a la frontera de España, y en aquel otoño tuvo singular empeño en llevar consigo a Teresa. Resistió la española cuanto pudo; mas al fin fue conquistada por la autoridad y el cariño de su patrona. Del inopinado viaje dio conocimiento a Santiago en carta que le dirigió a Madrid, según aviso de él, al cuidado de Vicentito Halconero. Entre otras cosas amables y chuscas, le decía: «Para evitar que me conozcan, me visto y me peino de una manera algo estrambótica, me finjo italiana, tomo el nombre de Beatrice, y hablo un francés enteramente macarrónico. El 27 volveremos a San Sebastián. Escríbeme allí: Hotel Ezcurra».
Hallábanse las encajeras el 29 de Septiembre muy atareadas, trabajando su artículo de casa en casa y de hotel en hotel, cuando llegaron a San Sebastián las emocionantes noticias de Alcolea y Madrid. España entera se estremecía de júbilo; sólo permanecía muda y al parecer tranquila la Bella Easo, por respeto a la desdichada Majestad que en su recinto se albergaba. Suspendidos los negocios por la grande inquietud de la colonia estival, Úrsula y Teresa salieron a ver lo que ocurría. No lejos del Hotel de Inglaterra, donde moraba la Corte, vieron partir los coches de la Casa Real hacia la estación. No necesitaron preguntar... En los corrillos próximos decía la gente que el Marqués de La Habana llamaba desde Madrid a la Reina... Su presencia sola calmaría la tempestad... Al poco rato, hallándose las parisienses en el paseo del Urumea, vieron que los coches volvían de la estación con las mismas personas que antes llevaron... ¿Qué ocurría? Pues nada: que estando ya Su Majestad y real familia y servidumbre dentro del tren, llegó otro despacho de Concha, diciendo poco más o menos: «Que no venga. Esto está que arde... Ya no hay remedio».
Entró de nuevo la Señora en el Hotel como en una cárcel, y el infortunio pesó ya gravemente sobre su corazón. Aún sentía en su cabeza la corona, por costumbre de aquel peso ideal, y engañada todavía de los espejismos puestos ante sus ojos por la superstición, vislumbraba socorros enviados a última hora por la Providencia. Y si la Reina, dentro de su improvisado palacio, esperaba el milagro, fuera del edificio y frente a él la embobada multitud, montando a pie firme la incansable guardia de la curiosidad, leía en las puertas y ventanas de una fonda la última página de un reinado. El buen pueblo de San Sebastián y la colonia de forasteros castellanos no sentían inquina contra la Reina; pero sí un fuerte anhelo de la novedad histórica, de ver cómo se deshacía una época, y cómo corrían a encasillarse en la Actualidad los tiempos que algunos días antes parecían lejanos.
Embutidas entre la multitud atenta y piadosa, Teresa y Úrsula también leían en el rostro del Hotel de Inglaterra lo que aún faltaba saber del acabamiento de una dinastía. Es bella la muerte de las cosas grandes... La caída de un trono no se ve todos los días... ¿Cómo es un soberano en el momento de quedar cesante? En estas ansias de curiosidad estaban las encajeras, cuando junto a ellas se abrió paso un caballero cuarentón, de noble y gallarda figura. Teresa lo señaló a su amiga con estas palabras: «Ese que ha pasado y entra en el palacio es el Marqués de Beramendi... excelente persona... y de mucho talento. De seguro dará a doña Isabel buenos consejos».
Sin que nadie le detuviera, pasó Beramendi a una estancia del piso bajo, donde vio cuatro personas, mudas, pensativas: eran el Alcalde la ciudad, un diputado por Guipúzcoa, un teniente coronel de Ingenieros y el Gentilhombre de servicio. A este manifestó Beramendi su deseo de hablar brevemente con la dama de la Reina, Marquesa de Villares de Tajo. En el corto tiempo que tardó en presentarse la moruna, el Marqués cambió con aquellos señores palabras de cortesía mortuoria, como las que amenizan las visitas de duelo, los entierros y funerales. El Gentilhombre, anciano de larga domesticidad en la casa, suspiraba... y aun creía en los milagros políticos. Escuchándole, Beramendi no pudo eximirse de la tristeza que proyectaba la casa de la Reina sobre cuantos entraban en ella. La Corte de España, reducida a la vulgar estrechez de los cuartos de una posada, sugería meditaciones dolorosas. ¡Qué soledad, qué abandono! Los Grandes de España, los Próceres del Reino, ¿dónde estaban?, ¿dónde los Príncipes de la Milicia, de la Magistratura, de la Iglesia? El pobre Trono se caía sin que le prestase apoyo su robusto hermano el Altar.
La entrevista del caballero con Eufrasia fue breve. Apartáronse los dos a un ángulo de la estancia para hablar, en pie, como si hicieran alto en medio de un camino. «Vengo a decirte que si la Reina persiste en la buena idea de la abdicación, debes hacer los imposibles para que ciertas personas enfatuadas no malogren este pensamiento, única salvación que se vislumbra... He tenido noticias directas de Serrano. Si doña Isabel abdica en don Alfonso, salvará la dinastía, ya que no salve su persona. El Duque de la Torre no pondrá obstáculos a esta solución».
-Hay otra mejor -dijo la dama sin necesidad de bajar mucho la voz, pues a consecuencia de un enfriamiento estaba casi afónica-. Esta solución que voy a revelarte tiene sobre la tuya la ventaja de que no hay que pasar por el sonrojo de tratar con Serrano... A mí se me ocurrió esta idea feliz, y cuando tenía la palabra en la boca para decirlo a la Señora, saltó ella con lo mismo... Las dos lo pensamos a un tiempo... Como que es la pura lógica... Oye: Su Majestad tomará el camino de Logroño, y en presencia de Espartero abdicará en el Príncipe de Asturias...
-Bien, admirable.
-Falta lo mejor... La Reina, después de abdicar, partirá inmediatamente para Francia, dejando al nuevo Rey en poder del Regente Espartero.
-¡Admirable... hermosísimo! -exclamó Beramendi con sincera convicción y entusiasmo-. Es la clave del porvenir, es la salud de España... Pero... ya debíais estar andando hacia Logroño... El tiempo apremia... No hay que perder horas ni minutos.
-Esta noche se decidirá la partida...
-¡Ay, Dios mío!, temo aplazamientos que serían mortales; temo que algún mal amigo, algún obcecado palaciego, tuerzan esa dirección salvadora, la mejor, la única.
-Veremos -dijo la dama con bostezadora indolencia-. Dios nos inspire a todos. Retírate. Tengo que volverme arriba. La Señora, don Francisco y Roncali están tratando de los términos del Manifiesto que se ha de dirigir a la Nación.
-Y España dirá: «¿Manifiestos a mí?». Es hora de hablar al país con hechos robustos, no con retóricas vacías.
-Los hechos a veces quieren hablar y no pueden -murmuró Eufrasia con voz apenas perceptible, arropándose en su manteleta.
-¿Tienes frío...?
-Siento el frío de la proscripción... La desgracia de doña Isabel me ha cogido desprevenida... Si hubiera yo sospechado que venía tan pronto, no habría salido de mi casa. Pero no puedo decir: «ahí queda eso». No se trata ya de la Reina, sino de la amiga.
-Merece consideración la pobre Majestad, abandonada por los que la llevaron a la perdición. ¿Qué Ministros quedan aquí?
-Ninguno más que este señor Roncali. Catalina, Orovio, Belda y Coronado se han ido a Francia. Ponen a Concha que no hay por dónde cogerle.
-Y Concha dice que aquí sigue funcionando la Camarilla, y que se expiden órdenes militares sin el refrendo del Ministro de la Guerra.
-No hablemos del Marqués de la Habana, que ha jugado con dos barajas, la de Isabel II y la de la Revolución.
-Eso no es verdad. Se le han pedido a Concha milagros, y esos no los hace más que Sor Patrocinio... En fin, amiga mía, no es ocasión de disputas agrias. Única absolución de tantos errores: salir inmediatamente para Logroño...
-Yo lo aconsejo... Idea mía fue... No puedo decir más. Adiós, Pepe... Tengo frío.
-Adiós, moruna... Cuídate. Estos aires de la frontera son malos.
Despidiéronse afectuosos, y Eufrasia subió lentamente, agobiada por inmenso tedio, la escalera del Hotel-palacio. El silencio de muerte que reinaba en la última residencia de la Monarquía, fue turbado por el trajín de los criados que servían la comida en las habitaciones altas. Comida y servicio resultaban de una modestia grave, sin ningún esplendor palaciano. Los Reyes y Príncipes estaban en aquella vivienda, relativamente pobre, como inquilinos desahuciados que al abandonar la casa sin saber a dónde ir, se aposentan por una noche en la portería.
El día 30 amaneció envuelto en la dulce humedad de las mañanas cantábricas. El toldo de plata, sin lluvia, velando los ardores del sol, era propicio a la vagancia callejera y al abandono de los negocios. Desde muy temprano acudieron las bandas de curiosos a situarse frente al Hotel, a la entrada de la Concha. Muchos que iban al baño, con la sábana envuelta en hule, se detenían para ver cosa tan desusada como el éxodo de las Instituciones.
Acudieron también al acto las encajeras, y estando en filas, vieron que, como en la tarde anterior, entraba en la morada real el Marqués de Beramendi. No necesitó ser introducido: al dar sus primeros pasos en el interior de la casa, observó una completa relajación de la etiqueta. Resueltamente pasó al gran salón de la derecha, que era el comedor del Hotel. La mitad, o una tercera parte de la mesa, tenía mantel y servicios de desayuno de café y chocolate, ya consumido. En la otra parte, sobre el tablero desnudo, se veían maletitas, sacos de viaje, líos de bastones, espadines y paraguas.
De manos a boca tropezó Beramendi con el Marqués de Loja, don Carlos Marfori, Intendente de Su Majestad. Saludáronse con afecto empañado por la tristeza. Conocía Fajardo al sobrino de Narváez de los tiempos en que no figuraba en la política ni tenía más significación que la de su parentesco con el General; le apreciaba por su caballerosidad y por la firmeza de sus ideas retrógradas, que sostenía con modestia y sin ofender a nadie. Después, cuando Marfori escaló un Ministerio, y de este saltó a Palacio, ya era otra cosa. El trato entre ellos fue menos frecuente, y sus relaciones algo frías. Apenas cambiaron sus saludos en aquel día nefasto, comprendió José María que era un tanto impertinente hablar de política. No obstante, se aventuró a esta sencilla pregunta: «¿Va Su Majestad directamente a Francia?... Algo se ha dicho de viaje a Logroño...».
Arrugó su entrecejo Marfori al decir: «¿Pero no comprende usted, mi querido Marqués, que será humillante para la Reina de España ir a pedir protección a un General, aunque este se llame Espartero?... Toda concomitancia con progresistas ha de ser funesta... La Reina sale de España persuadida de que su pueblo la llamará pronto... tales horrores hemos de ver aquí...».
No dijo más. Las disposiciones para la partida solicitaban su atención. Indignado Beramendi por lo que había oído, contempló un rato al don Carlos dando sus órdenes a la turba de servidores, uniformados unos, otros no. Le miró con encono, viendo en él la torpe influencia que torcía los propósitos saludables de doña Isabel. Entre tanta gente desmedrada y anémica, se destacaba la figura de Marfori por su recia complexión sanguínea y su tipo árabe, afeado por el grandor de la boca y el desarrollo del maxilar. Su prognatismo desvirtuaba la belleza de los ojos negros y de la figura garbosa, amenazada ya por la obesidad incipiente. Era impetuoso, autoritario, ejecutivo; su altanería ante los iguales tenía el atenuante de la educación exquisita que le había enseñado la finura y amabilidad. Estas prendas resplandecían en él en ocasiones normales, aun en el trato con los inferiores.
De pronto, alguien tocó el brazo de Beramendi. Un hombre, un señor que no denotaba su jerarquía con ningún signo exterior, y lo mismo podía ser gentilhombre que criado, le dijo: «Su Majestad está en la salita de enfrente... Desea que pase el señor Marqués a saludarla». Corrió el caballero a la sala de la derecha del vestíbulo, y hallose frente a Isabel II sentada, vestida de viaje, con dos señoras en pie por cada lado. La una era Eufrasia. Con lástima hondísima, Beramendi notó en la faz arrebolada de la Reina la tensión muscular, el esfuerzo fisiológico por revestirse de entereza. Cuando el prócer besaba su mano, ella le retuvo forzándole a permanecer inclinado para que oyera lo que no quería decirle en alta voz: «Ya sabrás que se ha desistido de ir a Logroño... Lo hemos pensado... No puede ser... ¿A qué...? No más humillaciones... Yo me voy por no agravar las cosas, por evitar el derramamiento de sangre... Pero ya me llamarán, ya volveré... ¿No crees tú lo mismo?».
Mintió con tanto descaro como piedad el buen Fajardo, respondiendo así: «¿Qué duda tiene? Llamaremos a Vuestra Majestad... y Vuestra Majestad vendrá con la rama de oliva, con el laurel...». No encontraba en su mente las tonterías propias de la dolorosa situación.
La Reina se impacientaba. ¡Salir, salir de una vez... no prolongar más tiempo la terrible ansiedad con su lado patético y su lado embarazoso!... Levantose la Soberana, y tocando con su mano augusta el brazo de Beramendi, le dijo: «Francamente, creí tener más raíces en este país». Y cuando el apiadado amigo le decía que sus raíces, a pesar de aquel suceso, eran hondas y fuertes, entró en la sala don Francisco, vestido de paisano, dispuesto para la partida. Su figura y su voz, no muy apropiadas a las grandezas, añadieron escaso interés a la escena dramática, que alguna vaga semejanza tenía con las salidas para el patíbulo. En muchos casos no vale una corona menos que una vida. Aparecieron las Infantitas con sus ayas, y tras ellas el Príncipe de Asturias llevado de la mano por la señora de Tacón... Vestía Su Alteza trajecito de terciopelo azul. Su carita descolorida y la tristeza resignada de sus grandes ojos expresaban mejor que todas las miradas y rostros presentes el duelo monárquico y doméstico... ¿Qué faltaba ya? Nada más que la orden de partir.