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Triste y tediosa fue para Vicente Halconero la temporada de San Sebastián. ¿Qué hacía el amigo Ibero, qué le pasaba, a dónde había ido a parar? ¿Por qué no cumplía su promesa de visitarle? Gran desconsuelo era para el cojito verse privado de aquella dulce amistad, tan instructiva como amena, de aquellas pláticas en que la Historia libresca y la Historia vivida sabrosamente contendían. Cansado de esperarle, le había escrito innumerables cartas, dirigidas a diferentes puntos: Bayona, San Juan de Luz, Samaniego, sin que ninguna tuviese respuesta.

Distraía Vicente su soledad con los espectáculos de las bravas rompientes de la mar o con el trajín de las naves en el puerto... Paseaba por los caminos de Hernani o Pasajes, y concedía poco tiempo a la lectura. Viéndole tan lastimado de la ausencia del amigo, su madre le llevó a Bayona un día, avanzado ya Septiembre: recorrieron todas las fondas, Providencia, Vizcaína y Guipuzcoana, los hoteles de lujo; hablaron con varios emigrados, y ninguno dio razón del misterioso aventurero. Sin duda los que pudieran informar del sujeto o de su rastro, le conocían por otro nombre. «Hijo mío -decía Lucila de regreso a España-: o tu amigo es un ingrato que no se acuerda de nosotros, o se ha muerto, o a su lado le tiene, en París o Londres, el propio don Juan Prim. Esto creo yo lo más probable».

Esperando la formación del tren español en Irún, vieron a Tarfe, que en el andén se paseaba con el Marqués de Beramendi. Fue Tarfe a saludar a Lucila: la trataba desde el tiempo de Halconero, y con el segundo marido tenía la amistad y buenas relaciones de propietarios colindantes. Cuando volvió Manolo junto a Beramendi, este le dijo: «Siempre es hermosa y lo será hasta que se muera de vieja... Su cara es para mí la más perfecta obra de Fidias. La vi por primera vez en el castillo de Atienza hace la friolera de diez y ocho años. Entonces era Lucila una criatura mitológica... Me enamoré de ella, y padecí la efusión estética, un mal terrible, Manolo; un mal que consiste en adorar lo que suponemos privado de existencia real; un mal que es amor y miedo... Fíjate, observa con disimulo... Me ha visto, y cómo sabe que por ella perdí los cinco sentidos, y seis que tuviera... lo sabe por Confusio... está muy satisfecha de que yo la vea y la mire. Es hoy una buena señora del estado llano, sedentaria, honesta y de holgada posición; lleva ya dos maridos; ha tenido no sé cuántos hijos... y con todo, aún se recrea secretamente con la admiración de los hombres, y más aún de aquellos que fueron sus enamorados... Yo, por mi parte, nunca la veo con indiferencia... Siempre es Lucila, siempre hay en ella algo de celtíbero, de aborigen, de raza madre prehistórica, engendrada por los dioses... ¿Ves?, fíjate: ya se dirige al tren... Delante va el hijo cojito... Mira qué andar grave el de ella; qué admirable compostura de rostro y cuerpo; qué gesto noble para tomar la mano de su hijo, que ya está en el coche para ayudarla a subir. Repara con qué arte se pone en la ventanilla, cómo mira hacia acá sin mirarnos y cómo finge que no sabe que la estamos mirando. Su afectación es tan noble, que imita perfectamente a la naturalidad... Bien sabe ella cuáles son las posiciones de su cabeza y busto que resultan más bonitas miradas desde aquí... Ya se retira de la ventanilla... Ya arranca el tren... Adiós, Lucila, vieja ilusión, mitología arcaica y madura. Que la vulgaridad en que vives te corone de felicidad, te engorde, y te conserve tu españolismo neto».

Pocos días más estuvieron Cordero y su familia en San Sebastián. Ya Madrid les llamaba, y más que Madrid, el campo con las gratas faenas otoñales. Los preparativos de la vendimia comenzarían pronto. Vendimiaban en Aldea del Fresno, en Méntrida y en Torre de Esteban Ambrán... Hijos y padres gozaban en la fiesta del vino, y Lucila en aquellos días singularmente amaba el campo, por el campo mismo y por vivir junto a su padre, el viejo Ansúrez, ya cargado de años, pero conservando su vigorosa salud, despejo y gallardía. El patriarca celtíbero prolongaba en un descuidado bienestar su senectud venerable. Gozoso contemplaba la grandeza y prosperidad de Lucila, y a los hijos varones desparramados por el mundo veía o consideraba bien apañados y boyantes, cada cual según su oficio y aficiones: el pequeño, un gran músico; Leoncio, hábil armero; Gil, bandido generoso; Gonzalo, moro pudiente; Diego, marino de Rey, y por fin, de Jerónimo, el mayor, huido de la familia antes del éxodo de esta, supo que había sido contrabandista, luego pastor, y por último fraile, hallándose a la sazón de misionero en tierras de infieles. Con tantas satisfacciones, y la salubridad activa del trabajo campestre, el hombre, como buen padre bíblico, iba camino de los cien años, y tal vez un poquito más allá.

También Beramendi y Tarfe abandonaron pronto los ocios de Guipúzcoa para tornar juntos a Madrid, donde tenían su vendimia, que era el chismorreo político, la reunión de Cortes, y la fiebre de conjeturas que en aquella revuelta edad embargaba la mente de todos los españoles. Atestado venía el tren, pues ya empezaba el desfile hacia cuarteles de invierno. Pasada la estación de Miranda, Beramendi dejó a su mujer y su hijo en el reservado que traía, y se fue a charlar con el Marqués de Perales, que ocupaba con su familia un coche cercano. Hablaron de la cosa pública, que a juicio del Marqués iba por un desfiladero tenebroso... Nadie podía decir de qué lado nos caeríamos. Narváez, debilitado por la edad, no era ya el gobernante de otros días, y se dejaba llevar de la mano por González Bravo. Teníamos, pues, de Jefe de Gobierno a un hombre de corta vista que tomaba de lazarillo a un ciego. Otras cosas dijo que demostraban su atinado conocimiento de la situación política. Pertenecía Perales, como Cortina y Cantero, al grupo de los progresistas templados, que tal vez por su apartamiento de la acción demasiado viva, constituían la mayor fuerza del partido; era un prócer de notoria ilustración, un hombre recto, sencillo, gran agricultor y el primer ganadero del Reino.

Beramendi le acompañó hasta más acá de Burgos, y ávido de conversación variada, se pasó al coche inmediato en que venían Tarfe y dos caballeros franceses, uno de ellos consejero del Crédito Mobiliario, otro ligado con la famosa casa de banca israelita Baüer y Weissweiller... No encontró Beramendi en aquel departamento la charla frívola y amena que requería, pues los franceses hablaban sin ningún comedimiento de la Reina, de la Corte y del Gobierno español, amontonando sobre las faltas efectivas las imaginarias o por lo menos dudosas, arma envenenada de la malicia. Algo de lo que dijeron aquellos señores no se podía oír con calma, aun reconociendo su veracidad. Los rostros españoles se ruborizaban oyendo tales cosas. Por delicadeza, por quijotismo patriótico, sintiose Beramendi movido a la protesta airada, a la negación grosera... Tarfe le contuvo, diciéndole: «En el extranjero la opinión es tal, que los españoles sufrimos a cada instante los mayores sonrojos. Es fuerte cosa aguantar esto. Podemos sufrir con paciencia nuestra inferioridad mercantil, política, internacional; pero al desprecio del mundo no debiéramos resignarnos». Callaron los españoles; los franceses arreciaron en su amarga crítica y en sus burlas, hasta que, sintiéndose molesto y sin ánimo para contradecirles, Beramendi aprovechó una parada para despedirse y volver a su departamento.

Sobre Castilla y sus campos trasquilados y amarillos había caído la noche. El viajero halló a María Ignacia soñolienta y a los hijos dormidos. Les dejó en su descanso, y arrimado a la ventanilla, de donde veía el despejado cielo, y la tierra que imitaba la llanura de un mar espeso, se entregó a la vaga meditación. En su inmensidad yacente, también la vieja Castilla dormía, descuidada de los graves afanes de la cosa pública, quizás ignorante de ellos o despreciándolos por atender más intensamente a los afanes de la vida menuda y campestre. Echaba de menos el prócer a su amigo Confusio para filosofar juntos sobre aquella indiferencia de la tierra madre, sobre aquel símbolo del olvido histórico... Corría el tren por el país de los Comuneros, ahora sin aliento para la rebeldía, productor de trigo y paja más que de hombres duros así en la guerra como en la política. Por lo común, todos los gobernantes nos venían hoy de Andalucía, el país del gorjeo retórico y de los parlamentarios, que eran como ruiseñores de la administración.

Pensando así, se amodorró Beramendi, y empalmando sueñecicos, llegó hasta muy cerca de Madrid, cuya proximidad hubo de reconocer por los morados plantíos de lombarda. En la estación, la servidumbre de Beramendi esperaba a los señores, y tras la servidumbre, tímido y casi invisible, el escuálido Confusio... Una palabra grata tuvo para todos el buen Marqués, y a Confusio singularmente distinguió preguntándole por sus trabajos. «Ya tengo en planta -dijo este- el Quinto Libro de la Historia, y ahora estoy escribiendo la Introducción o Discurso preliminar que quiero leer a usted».

Diariamente iba repatriando el ferrocarril del Norte a los madrileños que habían salido a tomar aguas, aires, o a darse tono. Aun los que veraneaban por vanidad eran inconscientes auxiliares de la higiene y de la cultura, contribuyendo a la meteorización física y mental de una parte de la raza. A su regreso, Madrid les ofrecía su amenidad otoñal, favorecida del temple benigno; se animaban cafés, teatros y tertulias; la política iba entrando en calor y divirtiendo a la gente con sus altercados bulliciosos. Pero iban las cosas tan mal, que no terminó el año sin que anduvieran a la greña los dos mellizos, que eran dos personas distintas y un solo sistema verdadero, y se llaman Poder legislativo y Poder ejecutivo. El Parlamento gritó: me abro, y el Gobierno: te cierro, y en estas disputas, saltaron los dos Presidentes: Ríos Rosas del Congreso, Serrano del Senado, con sendas protestas que firmaron diputados y senadores... ¿Protesta dijiste? Ni el Gobierno ni la Reina entendían este modo de señalar, y los protestantes fueron desterrados. Y que volvieran por otra... Mientras esto pasaba, la prensa era una muda que ya no hablaba ni por señas... Se prohibía la palabra escrita, y aun la intención apenas suspirada. Así, era una delicia ver el sinnúmero de papeles clandestinos, opúsculos escandalosos, caricaturas, aleluyas, versos cáusticos que de obscuras oficinas tipográficas salían pitando y picando como enjambre de cínifes venenosos.

Una noche de comida íntima en casa de la Belvís de la Jara, cogió Beramendi a solas a su amigo Narváez, y valido de la benevolencia que el General en toda ocasión le mostraba, se permitió exponerle una opinión severa y leal sobre la marcha de las cosas públicas; y don Ramón, exasperado, sin dejarle concluir, le dio esta iracunda respuesta: «Cállate, Pepito, y no me sulfures... ¿Crees que no me hago cargo...? Todo eso me lo he dicho yo mil veces, y yo mismo me he contestado: 'Verdad, verdad... pero no puede ser, no podemos hacer más que lo que hacemos...'. Viene sobre mí una presión horrorosa, un peso que aplasta... Cierto que puedo sacudirme, tirar los trastos, decir: 'Ahí queda eso, Señora; nombre usted un Ministerio de palaciegos y curas...'. ¿Pero no ves, tontaina, que eso sería el cataclismo, y yo no quiero echar sobre mí la responsabilidad del cataclismo?... Dices: ¡Reacción! ¡Pero si no concedo más que una mínima parte de lo que me piden! ¡Si no ceso de echar freno, freno! ¡Y aun así, carape...! En fin, Pepe, déjame en paz... Yo me encuentro con la Revolución enfrente y con la Reacción detrás... Tú ves la Revolución que grita y manotea; no ves la otra fiera que tengo a retaguardia y que a la calladita quiere deslomarme... Me gustaría verte en esta brega, toreando dos cornúpetas a la vez. Es muy divertido, como hay Dios. Apenas acabas tu faena defendiéndote de las astas del uno, tienes que volverte para zafarte de los pitones del otro... Es tremendo... sé que esto me quitará la vida».