VII

¡Oh, Ferrocarril del Norte, venturoso escape hacia el mundo europeo, divina brecha para la civilización!... Bendito sea mil veces el oro de judíos y protestantes franceses que te dio la existencia; benditos los ingeniosos artífices que te abrieron en la costra de la vieja España, hacinando tierras y pedruscos, taladrando los montes bravíos, y franqueando con gigantesco paso las aguas impetuosas. Por tu herrada senda corre un día y otro el mensajero incansable, cuyo resoplido causa espanto a hombres y fieras, alma dinámica, corazón de fuego... Él lleva y trae la vida, el pensamiento, la materia pesada y la ilusión aérea; conduce los negocios, la diplomacia, las almas inquietas de los laborantes políticos, y las almas sedientas de los recién casados; comunica lo viejo con lo nuevo; transporta el afán artístico y la curiosidad arqueológica; a los españoles lleva gozosos a refrigerarse en el aire mundial, y a los europeos trae a nuestro ambiente seco, ardoroso, apasionado. Por mil razones te alabamos, ferrocarril del Norte; y si no fuiste perfecto en tu organización, y en cada viaje de ida o regreso veíamos faltas y negligencias, todo se te perdona por los inmensos beneficios que nos trajiste, ¡oh grande amigo y servidor nuestro, puerta del tráfico, llave de la industria, abertura de la ventilación universal, y respiradero por donde escapan los densos humos que aún flotan en el hispano cerebro!

Entraron a Ibero por la portería, al extremo sudeste de la barraca que servía de estación. Faltaba una hora para la salida del Express, que ya estaban formando con coches de primera. Vestía el fugitivo traje apropiado a las funciones de mozo de tren que había de desempeñar. Un empleado le dio la gorra con galón, y poco después fue presentado al conductor, que le recibió con agrado. Era el tal regordete, risueño y coloradote, de mediana edad: Ibero le había visto y tratado en alguna parte; pero no recordaba el lugar ni ocasión de aquel conocimiento. Hallábase Santiago en el furgón enterándose de lo que había de hacer, cuando vio al señor de Tarfe que hablaba con don Fernando Polack. Pasaron minutos; llamole Tarfe, y llevándole al extremo del andén le dijo que fuera descuidado, que ni en la estación ni en el viaje correría ningún riesgo. Después le dio una cartera de cuero ordinario, que contenía tres cartas sin sobrescrito. Cada una llevaba un número, y en un papelito aparte que Ibero guardaría en el seno, iban las tres direcciones precedidas de números correspondientes a los de las cartas. Las entregaría en Bayona a don Salvador Damato, a don Jesús Clavería y al Marqués de Albaida. De todo se enteró el chico rápidamente. La cartera debía ser confiada al conductor, que ya estaba en el ajo, y este se la devolvería en Irún.

Volvió Ibero al furgón de cabecera, donde le dijo el conductor que una vez pasado el Escorial podría trasladarse al furgón de cola, donde iba el guardafreno, y allí dormiría si necesitaba algún descanso. Buena falta le hacía echar un sueño, porque la noche anterior, en la casa donde le escondió Malrecado, había sido enteramente toledana, por las graves razones que ahora se dicen. Y fue que apenas se acostó el muchacho en el lecho titulado por buen nombre de Procusto, la señora Ricarda, que así se llamaba la hermana de Malrecado, empezó a sentir los dolores de parto, y en un grito estuvo tres horas consecutivas, implorando el auxilio de santos y demonios para que la sacaran del terrible lance. Los chillidos de la parturienta, el entrar y salir de vecinas, el habla hombruna de la comadrona, y otros ruidos inherentes al gran suceso, desvelaron al huésped, que al fin se levantó, sintiéndose más descansado en pie y vestido que en el abominable camastro. Disponíase ya a ofrecer su cooperación a las comadres y vecinas, cuando entró regocijado el jorobeta y le dijo que ya tenía un criado más que le sirviera. Dio las gracias Ibero, y viendo la rubicunda aurora colándose ya por las ventanas que daban a la calle de la Sal, renunció a dormir; sirviéronle chocolate, lo tomó, y entretuvo el tiempo hasta que llegaran las nuevas que trajo Leoncio. Este y Malrecado le llevaron a la estación.

Pues, señor, ya no faltaban más que veinte minutos para la salida del Express, y el andén se iba llenando de gente. El calor, cada día más molesto, decretaba la desbandada: damas elegantes y sueltas requerían el reservado de señoras; caballeros afanosos, rodeados de familia, se acogían al fuero de su importancia, que en algunos era ilusoria, para obtener el privilegio de un coche abonado. Muchos que tenían billetes gratuitos por obra de la adulación o del favoritismo burocrático, querían medio tren para ellos solos. Don Fernando Polack se veía y se deseaba para repartir su amabilidad entre tantos pedigüeños y gorrones; medio locos estaban ya los vigilantes con la adjudicación de berlinas-camas, de limitado número. Y a última hora, más viajeros, más apuros y porfía por los puestos privilegiados.

Recorriendo el andén desde uno a otro furgón, vio Ibero al ingenioso Malrecado que con otro de su ralea prestaba servicio en la estación. Saludáronse los tres con sonrisas de inteligencia... Damas bellas y elegantes vio el fugitivo, a las cuales no conocía: eran la Belvís de la Jara, la Monteorgaz y la Navalcarazo, acompañadas de caballeros jóvenes o ancianos, de niños preciosos y criadas bien puestas. Parte de aquella interesante multitud se apearía en Zumárraga para invadir los balnearios de moda. Otras familias iban directamente a la Bella Easo, y no pocas a las playas francesas. Vio también las bandadas de señoras y galanes que iban a despedir, y formaban infranqueable pelotón frente a las portezuelas de los departamentos atestados de personas, de sacos de viaje y cajas de sombreros... La cháchara, el cotorreo de los que se iban y de los que se quedaban, difundía por toda la estación ruido de pajarera.

De improviso, cuando ya sólo faltaban cinco minutos para la salida del tren y sonaba ya el golpe de las portezuelas vigorosamente cerradas, entró en el andén una dama, una mujer elegante, cargadita de cajas, neceseres y requilorios, seguida de una doméstica igualmente agobiada de sacos y líos. Tras ellas apareció renqueando un vejete de traza enfermiza y aristocrática, el cual con cascada voz requirió a un vigilante reclamando su berlina-cama, pedida con la conveniente antelación. El vigilante sacó un papel, leyó... «Señor Marqués de la Sagra; berlina», y sin perder segundos abrió el departamento, dentro del cual se precipitaron la dama y su doncella, metiendo a toda prisa el enredoso bagaje. Mientras el vejete pagaba el suplemento, asomose la dama a la ventanilla; Ibero la miró. ¡Oh estupor, oh increíbles jugarretas del Destino! Era Teresa Villaescusa.

Teresa le conoció al instante; él siguió hacia donde su obligación le llamaba. Ignorante de los variados episodios de la vida social, Historia para él inédita, Ibero no sabía que la sutil tramposa doña Manuela Pez, agobiada de privaciones deprimentes, había vendido los aún cotizables pedazos de su hija al Marqués de la Sagra, aristócrata veterano de innumerables guerras amorosas, y tan caduco ya que alguien le llamó cadáver galvanizado por el vicio. La presencia de Teresa y del viejecillo fue gran escándalo en la estación, por dominar en esta el personal aristocrático a que el degradado prócer pertenecía. Pero este, cegado ya por su cinismo senil, nada veía, y apenas se daba cuenta de su humillación. Teresa se mostró indiferente ante la silba muda con que la saludaron al entrar: más que desprecio de la muchedumbre linajuda, temía su propio desprecio por prestarse a una farsa de amor con semejante estafermo. Reflexiones parecidas a estas hizo Ibero a cuenta de la pobre Teresa, cuando el tren hacia las agujas avanzaba majestuoso, pisoteando con metálico estruendo las placas giratorias.

Corría el Express hacia el Escorial. En el corto hueco que dejaban los apilados baúles, preparó el conductor su descanso, extendiendo la manta sobre unas cajas. En sitio conveniente puso la cartera con las hojas de ruta, y el breve lío de su ropa y efectos particulares; después encendió la pipa, y ordenando a Ibero que frente a él y en el baúl más próximo se sentase, le habló con esta cordial franqueza: «Dices que no recuerdas cuándo y dónde me conociste. Pues yo te avivaré la memoria. Fue en San Sebastián. Te trajo al tren el capitán Lagier, que es mi amigo... Fuimos amigos antes que tú nacieras. Él es de Elche, yo de Torrevieja. Miguel Polop, para servirte. Mi padre era también capitán de barco, y yo empecé a ganarme la vida embarcando sal... pero esto no hace al caso... Como decía, vino Ramón contigo; te tomó billete para Miranda, y me encargó que cuidase de ti porque eras algo alocado y no sabías andar en trenes».

-Ya, ya me acuerdo -dijo gozoso Santiago-. Y usted en Miranda me tomó el billete para Cenicero... A mi pueblo iba yo... Hoy también iría; pero el maldito Gobierno ha dado en perseguirme... En Madrid no está nadie seguro...

-La seguridad empieza en este camino, joven. Estos raíles ya no son España, sino Francia. Por aquí va saliendo la revolución a trabajar fuera, y por aquí la traeremos triunfante... Y ahora que nadie nos oye, como no sean los conejos que andan en esos matojos, gritemos: «¡Abajo todo lo existente, todo, todo!...». ¿Verdad, joven, que esto está perdido? Dentro de España y fuera de ella no oye uno más que... «Esa Señora es imposible...». Y yo digo: por aquí han de salir, huyendo de la quema, todos los españoles que valen... ¡eso! No hace muchos días que sacamos a Sagasta. ¿Sabes tú cómo? Pues entró a las dos por la portería, acompañado de don Ernesto Polack. Llevaba gorra de ingeniero... Se le metió en el breck... La máquina enganchó el breck, y se hizo una maniobra para ponerlo a la cabecera... Total: que salió el hombre casi sin ningún tapujo. Con él iban dos... La policía no se metió con nadie... y yo, que iba en mi furgón como voy ahora, al salir de agujas grité: ¡viva la Libertad!... También ahora lo grito, para que el viento y los conejos se enteren: «¡Viva Prim! ¡Gobierno de España, camarilla de Isabel, fastidiaros y jeringaros!, ¡eso!».

El hombre echaba chispas de sus ojos saltones, y el rostro colorado se le animaba y encendía más a cada grito subversivo que su boca soltaba. Por el mismo lado corrían los gritos y el humo de la máquina. Luego contó la salida de don Joaquín Aguirre, más dramática que la de Sagasta. El buen señor, que había tenido conferencias con González Bravo y don Alejandro Castro para tratar de una componenda solicitada por Palacio, creyó que podía partir tranquilo, como cualquier español que no fuera presidente del comité revolucionario. Tomó sus billetes y se metió en una berlina con su familia, sin el menor disimulo ni precaución. Súpolo el general Pezuela y telegrafió a la autoridad militar de Irún para que al confiado señor detuviera, reexpidiéndole para Madrid. «Pero Pezuela se tuvo que jorobar, ¡eso! -dijo Polop terminando el cuento-, porque alguien en Madrid avisó a González Bravo, y González Bravo, que es más neo que Dios, pero no tiene mala entraña, telegrafió al Gobernador de Vitoria, y este escamoteó al señor Aguirre y le puso en lugar seguro. Total: que en Irún encontraron la berlina vacía... ¡jorobarse!, y don Joaquín pasó la frontera en el Mixto del día siguiente disfrazado por nosotros... Porque nosotros respiramos por la revolución; nosotros somos Francia y España dándose la mano, ¡eso!, y gritando: ¡Viva el Progreso, la Constitución del 12 y la Unión Ibérica!».

Más allá del Escorial, cuando el tren acometía con pujanza y ardiente resuello las abruptas moles de la divisoria, redobló Polop sus patrióticas invectivas, acalorando su ánimo con sorbos frecuentes de un generoso coñac que llevaba. «Aquí no nos oye nadie, joven. Aquí puedo desahogarme a mi gusto, para que se enteren los aires y los pinos, y estas peñas españolas y estas crestas serranas. Aquí me planto y digo: 'Me joroba Narváez, me joroba doña Isabel y Sor Patrocinio... y don Francisco y el padre Clarinete'. Oídme, rocas, jaras, retamas y chaparros: '¡Viva Prim, viva la Libertad!...'. Óiganme, lobos, zorros, galápagos, culebras, que también sois españoles, aunque animales: '¡Abajo las quintas!... ¡Viva el liberalismo y el desestanco de todo lo estancado!'». Así gritaba el extremado Polop a la salvaje naturaleza, gozoso de poder hacer públicas, en el estruendo de un tren en marcha, sus furibundas opiniones.

Con las extravagancias donosas de su jefe accidental, iba Santiago entretenidísimo. Deseando, por gratitud, prestar a la Compañía servicio de más empeño que la descarga de baúles, se ofreció a subir a la garita de la cola o del centro para dar freno cuando el maquinista lo mandase; pero Polop no accedió a ello. Le consentiría únicamente, después de media noche, cantar las estaciones y llamar a los viajeros al tren. En Navalperal, donde el Express hubo de parar bastante esperando el cruce del Mixto ascendente, fue Ibero con un recado de Polop la cantina, y hallándose en esta, sintió que le tocaban en el brazo. Era la criada de Teresa, Patricia, que sin más preámbulos le dijo: «Mi señorita quiere saber si es usted del tren». Negó de pronto Santiago; después afirmó, recordando su comprometida situación como viajero... Y prosiguió la moza: «Pues si es usted del tren, oiga: en la berlina donde va mi señorita hay un cristal que no corre. Lo bajamos, y ahora no podemos subirlo... Es la berlina tercera, empezando a contar por aquí». Dio Ibero algunos pasos; mas la doméstica le detuvo risueña con estas desconcertadas razones: «No, no: la señorita no quiere que vaya usted ahora a componer la vidriera, sino después, en la parada de Ávila, que es de treinta minutos para comer... Aguarde, señor, que aún no he concluido... En la parada de Ávila, mi señorita, que está con jaqueca, no comerá en la fonda de la estación... Bajará solo el señor Marqués...».

-Y sola la señorita, entraré yo... ¿Es un vidrio que bajó y no quiere subir?

-No, señor: me equivoqué. Lo subimos, y ahora no hay quien lo baje... Venga por aquí... ¿Le digo a la señorita que irá usted?... Desde que le vio, la pobre no sosiega, no vive... Esta es la berlina... No sé si el señor Marqués ha despertado... Por si acaso, mire con disimulo.

Sin ningún disimulo, más bien descaradamente, miró Santiago, y vio el rostro de Teresa casi pegado al cristal... pero cuidando de no chafarse la nariz. Era como una bella estampa en su marco. Destacábase la hermosura de sus ojos, que ofendidos, reconvenían; amorosos, perdonaban... En un segundo recriminaron, imploraron... Ibero vio además en los labios de Teresa modulación rápida de palabras... Pero no pudo descifrar lo que su amiga quería decirle, porque entró el Mixto por el otro lado, y el Express pitó anunciando su salida. ¡Señores, al tren...!