V

Este capítulo debiera titularse: De los sabrosos razonamientos que pasaron entre los inocentes historiadores Iberito y Vicentito, con otros sucesos. Autorizado por su madre, fue de paseo una tarde el cojito con Santiago Ibero, saliendo por la Era del Mico, esparciéndose luego por el Campo del Tío Mereje, y subiendo lentamente hasta el Campo de Guardias, donde requirieron el descanso en unos sillares colocados como para alivio de paseantes; y comiendo piñones y cacahuetes que habían comprado a una vieja, entablaron el palique que fielmente se copia:

«¿Qué sabes tú de Prim, Santiago? -preguntó la Historia libresca a la Historia vivida-. No te hagas el reservado conmigo, que yo sé guardar un secreto. Bien enterado estás de todo: no me lo niegues. Tú andas, tú has andado estos días con los que conspiran... Lo ha dicho Leoncio... Con que... claréate: ¿dónde está Prim, y por dónde ha de venir cuando venga?...».

-Yo no puedo decirte nada de fundamento -replicó Ibero parapetado en su modestia-, porque dos veces he tratado de ver a mi amigo el señor Muñiz. En su casa no vive. ¿En dónde estará escondido? Cualquiera lo averigua. A otro amigo mío, don José Chaves, que anduvo en las trapisondas de San Gil, sí que le he visto: me le encontré la otra noche en Puerta de Moros; salía él de una botica, y aunque se ha quitado las barbas, rapándose a lo clérigo, le conocí por el andar y la mirada. Nos metimos en una iglesia, que pienso es la de San Andrés, donde había rosario, y allí, fingiendo que rezábamos, hablamos todo lo que quisimos. Pues te diré que Castelar, Becerra y otro que llaman Martos, han escapado a Francia disfrazados no sé si de fogoneros o de curas. Les acompañaban amigos unionistas... Sabrás lo que son unionistas... Pues han huido también Pierrad, Hidalgo y otros, protegidos por la embajada de los Estados Unidos... Aquí está todavía Sagasta... ¿conoces a Sagasta?... y don Joaquín Aguirre... Pues esos no han salido porque hay tratos, Vicente... Andan otra vez en composturas... ya me entiendes.

-No entiendo nada, Santiago.

-Narváez, que no quiso coger el mando hasta que acabara O'Donnell de fusilarle los sargentos, ahora que está en el poder hace cucamonas a Prim y a sus amigos para que se dejen de revoluciones y entren por el aro. Pero eso no será. ¡Estaría bueno que ahora don Juan nos resultase grilla! Toda España quiere revolución. ¿Verdad que sí?

-Libertad queremos... para todos... y fuera privilegios...

-Igualdad, Fraternidad... no olvidar esto.

-En fin, ¿dices o no dónde está Prim?

-Puedo decírtelo con reserva. Como ese tuno de Napoleón no le deja vivir en Francia, ha tenido que irse a Bruselas, que es, como sabes, la capital de Bélgica.

-Baja la voz, Ibero... ¡Cuidado! -dijo con alarma Vicentito, fijando sus miradas en una figura humana no muy distante-. ¿Ves? La vieja que nos vendió los piñones y cacahuetes se ha venido tras de nosotros, y en aquella piedra está sentada sin quitarnos los ojos.

-Nos acecha, esperando que le compremos más.

-No te fíes... Habla bajito, y sigue... ¿Crees tú que triunfará la revolución?

-Triunfará; pero créelo, Vicente, porque yo te lo digo... la estrella de la Libertad está -46- aún tan lejos, que apenas podemos divisarla con anteojos de muy larga vista.

Con esta enigmática respuesta quiso el bueno de Ibero darse alguna importancia, pues la Historia vivida, no pudiendo afirmar hechos futuros, resultaba en inferioridad insípida frente a la Historia literaria. Vicente suspiró, miró al cielo... ¿Quién le daría un anteojo del alcance necesario para divisar la estrella? Tras melancólica pausa, volviose al amigo que hacía la Historia, y le pidió mayor claridad.

«Yo sé muy poco. Lo que hay es que, como he visto mucho y he vivido cerca de los trabajadores en revolución, puedo formar juicio, Santiago; y de lo que pasó, saco la idea, saco el sentido de lo que pasará».

-Pues cuéntame todo lo que piensas y lo que tienes adivinado -dijo Vicentito, con mayor inquietud de la que antes sintió-. Pero aquí no hablemos más. Nos vigilan. ¿Ves? Un hombre malcarado se acerca a la vieja de los cacahuetes, y los dos nos miran... cuchichean. Disimulemos, Santiago, y siguiendo nuestro paseo como si tal cosa, demos vuelta a esa tapia, y al lado de allá, si vemos que no hay nadie, hablaremos con toda libertad.

Siguieron, y como a los cincuenta pasos, llegaron a un rastrojo seco y solitario, con tres árboles muertos y una noria en ruinas. Ni hombres ni animales se veían por allí. Las tapias y casuchas más próximas estaban a una distancia que había de ser infranqueable para los oídos más sutiles. Rompió el silencio Halconero con estas razones: «Aquí puedes decirme lo que quieras. Tú, que has amasado con tus manos un poco de Historia de España, sabes, por lo pasado, lo que pasará. ¿Por dónde ha de venir la revolución, y qué cosas ha de traernos?».

Tardó Ibero en contestar, mirando el desplomado esqueleto de la noria. Pensó que para no quedar mal como creador de hechos ante el erudito de la Historia pretérita, necesitaba anticiparse a los sucesos futuros, adivinándolos, o inventándolos, que es la forma hipotética de la adivinación. Con esta idea respondió gravemente al amigo: «La revolución vendrá; pero tardará mucho, porque necesita ahondar, remover... ¿No me entiendes? La revolución, aunque no lo quiera, tendrá que destronar a doña Isabel».

-¡Jesús! Santiago, ¿qué me dices? ¿Eso han decidido? ¿Lo sabes tú?

-Cualquiera lo sabe... Basta tener oídos... Tú pon atención a lo que se habla. No se abre una boca española que no diga: «Esa señora es imposible».

-Verdad que así lo dicen. Pero yo me acuerdo de la Historia que he leído, y ella no dice que los españoles hayan destronado a ningún rey.

-Así será -replicó Ibero algo desconcertado-; pero la Historia... Ahora me acuerdo de lo que me dijo ayer un amigo mío. ¿Conoces tú a Confusio?

-Llámale Juanito Santiuste, que es su nombre verdadero. Le conozco desde el año en que murió mi padre. Tuvo mucho entendimiento, y ahora está trastornado.

-Trastornado, creo yo, de la fuerza de su talento. Pues ayer, hablando de esto mismo, me dijo: «La Historia no es un ser muerto, sino un ser vivo, y como ser vivo, engendra cada año, con los hechos viejos, hechos nuevos. Si continuamente reproduce, también inventa. De forma y manera que si en siglos no destronó, en una hora destrona, y si en siglos durmió con los reyes, un día despierta en la cama del pueblo».

-Pues si es así -dijo Vicentito con notoria gravedad de acento y actitud, parándose y cogiendo la solapa a la Historia vivida-, yo propongo que proclamemos Rey al Príncipe Alfonso, que es valiente, simpático y estudia muy bien sus lecciones, según ha dicho en mi casa don Isidro Losa.

-Rey será, naturalmente, con el nombre de Alfonso Doceno, pues si no estoy equivocado, Onceno fue el último Alfonso.

-Así es. Le llamaron el Justiciero... gran Monarca en la guerra y en la paz... murió joven frente a Gibraltar, después de haber ganado a los moros la ciudad de Algeciras. Este Alfonsito que ahora tenemos me parece que ha de ser también un Rey muy glorioso. ¿Será un Carlos I que conquiste muchos pueblos, o un Carlos III que nos ponga buena Administración, Sociedades Económicas de Amigos del País, obras públicas y demás cosas de riqueza y fomento? Vamos, hombre, adivina un poco más, y dime cómo será este nuevo Rey.

No pudiendo Ibero sobre aquel punto concreto lanzarse a soltar vaticinios, replicó que Alfonso parecía despiertillo y de buen natural. El tiempo diría algo más... Y como el cojito le pidiese explicación de los medios que habían de emplear Prim y el Progreso para una empresa tan difícil como la destitución de la Reina, pronunció Santiago estas sibilíticas palabras: «Difícil cosa es; pero posible si la necesidad hace amigos a los enemigos. ¿Sabes lo que ayer me dijo Confusio, que para mí es más profeta que loco y más sabio que poeta? Pues dijo esto: 'Los hijos de O'Donnell se abrazarán con los de Prim'. Estos hijos son los unionistas y progresistas».

-¡Bah... bah!... -exclamó Halconero, cogiendo el brazo de su amigo, y llevándole por caminos polvorientos a dar la vuelta de Chamberí-. Confusio habrá visto en sueños esos abrazos de los que fueron enemigos, y otras cosas desatinadas. Si fuéramos a hacer caso de sueños, yo creería en los míos, pues, aquí donde me ves, de tanto leer y de pensar en lo que leo, soy un tremendo soñador, y no hay noche que no tenga mis entrevistas con las cosas del otro mundo, algunas agradables, otras feísimas... Cuando uno cojea y no puede hacer vida de actividad, sueña. Yo he visto, como te estoy viendo a ti, a don Alfonso el Sabio... Le he visto entrar en España y decir: «A ver, ¿qué leyes son esas?... Será menester que yo las haga otra vez, y os enseñe a cumplirlas...». He visto a don Pedro el Cruel venir con la cara fosca, diciendo: «Habéis olvidado lo que es escarmiento duro y pronto. Pues yo os lo enseñaré... Menos curia, señores, y más justicia...». Veo que no te ríes, como se ríe mi madre cuando le cuento yo estos desatinos.

-No me río -dijo Ibero-, porque yo creo que las almas de los fenecidos, aunque estén en un mundo separado del nuestro, tienen facultad para venir junto a nosotros y hablarnos, siempre que sepamos nosotros entenderlas.

-¿Pero de veras crees eso?

-Lo creo, sí... Pienso que no se debe tomar a chacota lo que soñamos, y que el sueño es... ¿cómo lo diré?... en algunos viene a ser una especie de sala intermedia... abierta por acá a nuestra vida, por allá a la otra.

-Me dejas pasmado con lo que dices -manifestó Vicente cuando su estupefacción le permitió el uso de la palabra-. A mí me han dado algunos sueños míos muy malos ratos... No hace muchas noches se me presentó el Empecinado. ¡Qué cosas me dijo!... Fue la noche del día en que fusilaron la primera tanda de sargentos... Mientras Juan Martín hablaba conmigo, iban pasando los pobres sargentos por el foro... pues aquello era como un teatro... El Empecinado me decía: «Tendremos que volver a pelear por la Libertad...». Los sargentos desfilaban de dos en dos, ensangrentados, pero vivos, los más callados como en misa, otros risueños y charloteando en voz baja... Ni el Empecinado les veía, ni ellos a él, o si le veían no hacían maldito caso... Yo estuve muy triste todo el día, y para distraerme me puse a leer el Descubrimiento de América.

Dijo a esto Ibero que no convenía buscar a las imágenes del sueño una explicación difícil de encontrar, pues los seres idos viven en un medio lógico y moral distinto del nuestro, que con este quizás no tiene ningún punto de semejanza. Añadió que para conocer de estas cosas es menester aprender métodos sutiles de comunicación con lo que está distante de nuestros sentidos. Comprendiendo el agudo Vicente que su nuevo amigo, la Historia viva, podía enseñarle admirables cosas, se lamentó de que el Destino los separase tan pronto. «Tú no sabes a dónde irás; yo de seguro voy a San Sebastián, porque mi madre quiere que tome los baños de mar, que el año pasado me probaron muy bien».

Replicó Iberito que estaba obligado a ir a Samaniego, su pueblo natal, y quizás al mismo San Sebastián, pues también su madre y hermanos tomaban en verano el baño de ola. Era, pues, seguro que se verían en el mes de Agosto. Y hablando de esto avivaron el paso, porque declinaba la tarde y habían de ir a cenar a la casa de Vicente, situada en lo alto de la calle de Segovia, como a media legua de los lugares por donde a la sazón los dos vagos y amenos historiadores paseaban. Conviene advertir que Santiago había podido rescatar el modesto equipaje que dejó en la posada donde vivía cuando le sorprendió la prisión, y aunque no recobró sin mermas su pobre ajuar, pues le fueron sustraídas diferentes piezas de ropa, tuvo lo bastante para presentarse adecentado y limpio en la mesa de doña Lucila y de su segundo esposo el señor don Ángel Cordero.

Llegaron, pues, los dos jóvenes algo presurosos y fatigados, con retraso de diez minutos sobre la hora fijada por Lucila. Esta les riñó amablemente, y se fue a ultimar la cena, trasteando en la cocina, pues era de estas señoras caseras que gustan de estar en todo. Vestía la celtíbera un traje de Cambray, color bayo con adorno negro, atrasadillo de moda y de un corte algo provinciano; pero la belleza personal todo lo disimulaba y absolvía. Los hermanitos de Vicente, Pilar, Bonifacio y Manolo, vestían con más elegancia que la madre, y el pequeñuelo, del segundo matrimonio, andaba todavía en enagüillas al cuidado de una zagala con refajo verde. Del señor don Ángel Cordero debe decirse que era un paleto ilustrado, mixtura gris de lo urbano y lo silvestre, cuarentón, de rostro trigueño, con ojos claros y corto bigote rubio; carácter y figura en que no se advertía ningún tono enérgico, sino la incoloración de las cosas desteñidas. Sus padres, lugareños de riñón bien cubierto, se vanagloriaron de juntar en él la riqueza y la cultura. Siguió, pues, el tal la carrera de abogado en Madrid, con lo que empenachó cumplidamente su personalidad; tomó gusto a la Economía Política, estudiola superficialmente, haciendo acopio de cuantos libros de aquella socorrida ciencia se escribieron. Con este caudal siguió siendo lugareño, y vivía la mayor parte del año en sus tierras, cultivándolas por los métodos rutinarios, y llevando con exquisita nimiedad la cuenta y razón de aquellos pingües intereses... Completan la figura su honradez parda, su opaca virtud, y aquel reposo de su espíritu, que nada concedía jamás a la imprevisión, nada a la fantasía, y era la exactitud, la medida justa de todas las cosas del cuerpo y del alma.