Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
IX


El mismo día que Ricardo llegó a Madrid encontró en el Círculo Militar una carta:

«Mi adoradísimo Ricardo de mi alma y de mi vida: Nunca podrás imaginarte lo que he sufrido en estos quince días. Sólo recibí aquella carta tuya fechada en La Coruña. Luego, en vista de tu silencio, creí que me hubieses olvidado. Mi alegría ha sido, pues, muy grande hoy, al ver por tu última que me has estado escribiendo con frecuencia, a pesar de mi silencio forzoso, porque, secuestrada mi correspondencia por mamá, ni sabía adonde dirigirte las mías ni dónde estabas. Al azar, sin embargo, te envié un par de ellas, lo recuerdo bien, a Galicia. Si las cogiste, perdóname aquel supuesto mío y aquel enojo sobre si te carteabas o no te carteabas con... la otra.

Perdóname, Ricardo. La tuya me lo ha explicado todo. He tenido una escena con mis padres. Por lo pronto, ya sabes que a papá «se le recrudecieron repentinamente sus reumas» y nos trasladó sin compasión a este destierro de Caldas para acabar de aburrirme entre montañas. Todo mentira. Fué al tercer día dé la excursión a Trubia, y, sencillamente, por el cariñazo tan grande que me vieron entonces hacia ti. No sé qué se proponen. No comprenden que una pueda permitirse un flirt siquiera, cuando figúrate que anteayer, sin ir más lejos, y si no llego a retroceder a tiempo, en un cuarto de esta fonda me encuentro a papá en íntima edificación con una camarerita. Hasta mi prima, la falsa, que me ha enterado de todo, al fin, me traicionaba ocultándome el enredo. Por ella he sabido que mamá cogió una carta tuya, donde me hablabas de los besos de la peña, y que dió orden al correo de que le reservasen todas cuantas llegaran a mi nombre.

Mira, Ricardo mío, me han oído. Les he tenido que oír también, por supuesto; si bien papá no se atrevía gran cosa, acordándose de su camarera. Pues bueno: me han prohibido en absoluto que te hable, amenazándome hasta con el conventó. Si yo no te quisiera tanto bastaría esto, te lo juro, para hacer que te adorase por encima del mundo entero y lo mismo que una loca. ¿Ves este cuadro? Lo trazo con la pluma, y doy en él diez besos para ti. Recógelos.

Tu carta, por cierto, ha venido a tiempo. Salimos pasado mañana. No me esperes en la estación, pero en los días siguientes puedes encontrarme en los paseos y en los teatros. Desde ésa volveré a escribirte. Ya nos pondremos de acuerdo. Mientras, aunque no te debe importar que mi familia te vea, no te acerques a saludarnos, porque te desairarían. Hasta pronto. Tuya, tuya y tuya,

Ladi.»


Ricardo, que había leído la carta en el soledoso «salón blanco», se dejó caer en un sillón, conservándola en las manos, abrumado de felicidad... En seguida volvió a la carilla que tenía «pintado» el cuadro, y dio diez besos... lentos, justos diez, con fe de religioso que no necesita presente al ídolo para la obediencia.

Contempló el caprichoso plieguecillo. Era la primera carta que veía de ella, perdidas o no sabía qué las otras dos de La Coruña... ¿Intervenidas por mamá?

El papel estaba perfumado. El ángulo izquierdo, rompiendo graciosamente el tono gris, tenía un circulito blanco con el enlace de Ladi en relieve. La letra de ella, además, no podía ser más de moda...: larga, angulosísima, como una serie de sueltas íes unidas por trazos transversales... ¡Un escuadrón de lanceros!

Pero le chocó el aturdimiento de la carta: «...en estos quince días...». No: veintitrés. Hacía veintitrés desde la excursión a Trubia. Además, le chocó otra cosa: él no debió ser quizá tan esquivo, por una simple razón de rango nuevo en su vida, con la blanca camarerita de azafrán, puesto que... he aquí un senador aristócrata, cargado de millones, que no desdeñaba camareras.

Sacó otra vez el pliego del sobre. Volvió a leerlo. Renacía.

Con el silencio inexplicable de su Ladi, había rodado por Galicia y le había vuelto el tren a Madrid como en una muerte de ilusiones..., como un hombre que fué, que soñó y que ya no sería nada más nunca,

¡Cómo la perdonaba! ¡Cuánto le quería!

Bajó al comedor. Allí, sin ver ni entender en torno suyo, planeó sus propósitos, almorzando. Iría a mirarla bajarse del tren, aunque fuese desde lejos. Ella se lo prohibía, indudablemente, no porque la importase que le viese su familia (¡oh, la valerosa, la mártir, qué claro determinaba esto!), sino por ahorrarle el madrugón... Llegaba el exprés a las siete. ¡Iría!

Comió cuanto le pusieron y se bebió media botella. Así, aturdido de vino y de amor, no quiso el café, por ir a tomarlo a Candelas, con amigos... Les contaría su dicha... Les enseñaría la carta...

¡Ah!

Le avergonzó inmediatamente el impulso vanidoso. ¡Enseñar la carta de su Ladi..., esta carta de intimidades y franquezas, como un chiquillo o... como un rufián! ¡Valiente primera acción la suya, en Madrid, entre los amigos!... Y el rechazo noble, haciéndole, sin embargo, desconfiar de su mera voluntad de discreción, le forzó a subir a la biblioteca: tomó un sobre, guardó la carta en él, tras de leerla nuevamente..., lo cerró, lo lacró y puso bajo el sello: «Romperás tu honor si rompes esto para enseñárselo a nadie.»

Comprendió entonces las caballerescas divisas y una porción de cosas de heráldica, que siempre había hallado completamente idiotas.

La única extrañeza que les causó en la cervecería a los amigos fué verle volver de su veraneo tan alegre y tan poco amable, sin embargo, con la camarera Inés..., antigua esquiva y floreada por todos, y principalmente por Ricardo. «Nada de camareras.» El, además de futuro yerno de senador — pensaba, orgulloso de su mudez heroica con respecto a Ladi —, era un poeta.

Tampoco en la Redacción, al ir a su trabajo por las noches, dijo una palabra. Afortunadamente, nadie había reparado en «el tejemaneje de sus crónicas».

Y a la segunda noche, terminada a las cuatro la tarea, vagó tres horas aún por las calles, cayendo en la estación del Norte a punto de las siete.

No mucha gente. Faltaba un cuarto de hora para el tren. Se metió en la fonda y se desayunó con chocolate. Creía escuchar ya cerca, con los oídos de su alma, aquel animoso tram-tram, tram-tram del exprés que le traía a su Ladi, Habituado el posesivo, no le asombraba ya tener tal novia..., merecer tal novia en su modestia orgullosa de escritor. Eran altísimos derechos del corazón y del talento,

Pero... uno que entró en la fonda le infundió desaliento repentino. Era León Rivalta..., y un León Rivalta, además, elegantísimo, elegantísimo..., ¡tan diferente en su elegancia de invierno de aquel otro de la playa!... Traía un soberano gabán de pieles, «sin trampa ni cartón»..., de negras pieles, que se le vieron todo por dentro al desabrocharse y sentarse en otra mesa... ¿A qué venía?... En la corbata, de un rojo marrón en seda cara, lucía un brillante colosal... Y el pobre periodista contempló su gabancete de jerga y su traje de invierno del Águila, harto maltratado por la temporada anterior..., y se abochornó de la comparación que Ladi pudiera establecer viéndolos juntos.

Y... ¿a qué venía éste?

Ni se detuvo a averiguarlo, ante el terror lamentable impuesto a su corazón por la comparación de la viajera... Llamó, pagó y, aprovechando la fortuna de estar el otro distraído con un periódico, se escurrió de la fonda hacia el andén.

Tenía frío, aun levantado el cuello de su miserable gabancete. Se miró en los cristales de una puerta, y deploró el descuido en que se vino a la estación. Con la cara estirajada y sucia de una noche de desvelo..., se parecía un cesante o un enfermo escapado del hospital..., ¡una figurilla ridícula, en suma! Otras señoras, otros caballeros que aguardaban también, tenían sendos abrigos excelentes y las botas limpias de barro, como de venir en coches, no como las suyas... Desde entonces no tuvo más que una preocupación: ocultarse entre los grupos, lo más lejos posible, para ver a Ladi sin ser visto.

Llegó el expreso. Desfiló ante el atónito Ricardo. Por lo pronto, en las ventanillas, llenas de viajeros, no descubrió a Ladi ni a sus padres. Empezaron a abrirse portezuelas y a bajar gente. Entre ellas y las del andén habían formado una muralla. Pudo Ricardo, por detrás, aunque con todo recelo, recorrer el tren de punta a punta. No veía a su novia. No venía. Ni en las berlinas ni en los primeras. El interior de estos coches, donde él mismo había llegado tres días antes, le pareció ahora muy distinto que en julio: todo volvíanse pieles y boas y ricos paños... Ni él propio había advertido, incierto por el aparente olvido de su Ladi, el borrón de cursilería y de pobreza que debió constituir entre tales gentes al regreso...

¡Ah, si tuviese ahora siquiera aquel chaquet del señorito de Palencia, aunque fuese de verano!

Partió de la estación y se pasó la tarde, apenas levantado a la una y media, meditando varias cosas: una, por qué no habría venido Ladi; otra, por qué esperaría León el expreso, y la tercera, la principal, que se le imponía dolorosísimamente, como una explicación de sus miedos al transporte cortesano de su idilio (¡ah, en Salinas los sentía sin comprenderlos, por instinto!), la «realidad», la aterradora verdad de la diferencia de clases..., puesta en relieve por el invierno y por Madrid. ¡Fué una democrática nivelación de indumentaria aquella del calor en la playa modestísima, donde todos parecían iguales con un par de trajes blancos!

Cuando fué al Círculo, a la hora de comer, encontró otra carta:


«Mi adoradísimo Ricardo: Llegué hoy, según te había anunciado; pero en el correo. Por León Rivalta, con quien ya sabes que querrían casarme mis padres, sólo por tener una corona de vizconde, y que estuvo a recibirnos al expreso, he sabido que te vió esperándome. Esto ha vuelto a ocasionarme una pelea. Peor. Te quiero más. ¡Hombre, no hay cosa que más me pueda que la imposición de la gente!... Mi padre invitó a almorzar a León, y esta noche a la Comedia. Se figuran que van a hartarme de León. Se llevan chasco: ya ves, ahora mismo los dejo en la mesa, sin más que para escribirte. Supongo que le tendré en la Castellana también esta tarde. Ve tú, y a la Comedia esta noche. Y, después de la Comedia ven a casa (Lagasca, 59 triplicado, hotel), pues te esperaré en la reja de mi cuarto y hablaremos. Mil besos de tu

Ladi.»
Se quedó aturdido. De gloria, de pesares. Estos, por no habérsele ocurrido venir antes, a media tarde, a ver si tenía carta: ya el paseo en la Castellana, cuando menos, estaba fracasado. Bajó a cenar. Consultó el bolsillo y vaciló sobre si ir por una butaca al periódico. Sería inútil a tales horas y tratándose justamente de la inauguración de la temporada en la Comedia... Al salir del restorán, deploró su traje ante un espejo. Sin embargo, le prestaba aliento el valor de la que tanto le adoraba.

Muchos coches a la puerta del teatro. Tuvo que pagarle trece pesetas por una butaca a un revendedor. Entró. En el foyer, entre los hombres de frac, entre las señoras que cruzaban con abrigos y escotes y joyas regias, volvió otro espejo a darle a Ricardo la desolación de su traje lamentable. Estuvo por ponerse el gabán otra vez, con el fin de disimular las rodilleras, las coderas.

Y le consoló una cosa que había juzgado antes adversa. Su butaca era de última fila, justamente allá sumida en la confusión y en la penumbra de debajo de los palcos. Se fué a ella..., sin ánimo para esperar la llegada de Ladi en aquella ostentación luminosa, vergonzosa para él, del foyer, de espejos y de alfombras. Sentado, oculto podría decirse, aguardó... y le pidió a un acomodador gemelos, con los cuales revisaba la espléndida sala atentamente. Bien empezada la función, se removieron las cortinas del único palco entresuelo vacío, el cuarto de la derecha, y entró la familia de Ladi... y Ladi, su Ladi de ojos verdes... ¡y León!

Maldecía Ricardo de los gemelos alquilados, cuyas sucias lentes no le daban más cerca y más limpia la adorada imagen. Ladi, recorriendo con los suyos el teatro, no hacía caso alguno de León ni de la escena. Pero no acababa de verle a él, a Ricardo, tampoco, que no sabía si sentirlo o deplorarlo, todo admirado de esta transformación de elegancia y lujo en la sencilla veraneante de Salinas... Vestía ella de sedas blancas, de encajes, y tenía una flecha de brillantes en el pelo y una gargantilla chien de perlas en su leve escote de soltera. Sus gemelos eran de oro y nácar. ¡Una muñeca! ¡Una flor! ¡Una princesa de cuento encantado!

¿Le descubría, por fin?... Una, dos veces pareció Ladi lorgner fijamente hacia estas perdidas penumbras... Luego, en el primer entreacto, Ricardo resolvió heroico acusarla su presencia; se acercó por el pasillo de butacas y quedó como perdido en la confusión de fracs, de pecheras blancas, de bigotes elegantemente recortados y de cabezas aplanchadas y lustrosas. Mas no tuvo tampoco la seguridad de que le viese Ladi, así, hundido él, con su insignificancia y su pequeña estatura, entre hombres y cabezas. En el segundo acto, ella y Nita continuaron revisando la sala y repartiendo sonrisas y saludos. En el segundo entreacto, Ladi se retiró detrás de las colgaduras rojas... Decididamente, creería que él no estaba en el teatro.

Aprovechó Ricardo su proximidad a la puerta para salir de los primeros, al terminarse la función. En la calle se apostó prudentemente oblicuo detrás de guardias y lacayos, y vigiló el desfile. Gentes a pie, en dos cordones, por la acera. Coches que se iban acercando y recogiendo a sus dueños. Apareció Ladi últimamente con su familia, ya sin León; hizo señas un cochero y se acercó un suntuoso landó cerrado, con dos magníficos caballos; fué subiendo la familia, luego partió al trote el carruaje.

Ricardo sufría tal angustia de «diferencia de clases» que casi decíale su dolido corazón que no fuese a la ventana..., que no viese más a una divina mujer con capa turquesa que escapaba del teatro, como de una fiesta de hadas, en semejante landó... ¡Oh, no, él no se había hecho cargo hasta ahora de lo que eran un landó de éstos y una mujer de éstas!... ¡El, el ceniciento de un ensueño, a quien teníale aquí despierto, por fin, «la realidad» entre lacayos y guardias!

Pero luego..., como un bruto, como un loco, escapó en la dirección que se había perdido el carruaje y tomó el primero que halló libre de alquiler:

— Lagasca, 59...; ¡pero pare usted hacia el 55!