La de San Quintín: 28
Escena XIII
editarROSARIO, DON CÉSAR.
DON CÉSAR.- Entre usted y Rufina me tienen revuelta la casa con sus trabajitos de juguete, y sus...
ROSARIO.- A D. José no lo parece mal lo que hacemos. Pero si a usted le disgusta...
DON CÉSAR.- No, no. Usted manda aquí... Permítame que me siente. No puedo con mi alma. (Acerca una silla y se sienta junto a la mesa.)
ROSARIO.- Como me reprendía...
DON CÉSAR.- ¡Reprender! no... Siga, siga usted, ya que tiene el mal gusto de rebajarse a menesteres tan impropios de su clase.
ROSARIO.- (Labrando las rosquillas con presteza.) Ja, ja... ¿Ahora sale usted con esa antigualla de las clases? Fíjese en que soy pobre, D. César... (Suspirando.) y hay que ir aprendiendo a ganarse la vida.
DON CÉSAR.- Y siguen las bromitas. Señora Duquesa de San Quintín, usted hará sus cuentas...
ROSARIO.- Nunca he servido para la contabilidad.
DON CÉSAR.- Quiero decir, reflexionará... Porque usted ha de casarse.
ROSARIO.- O no.
DON CÉSAR.- Si busca su segundo esposo en la aristocracia, es fácil que vuelva a caer en manos de un desdichado como Gustavito. Yo soy hombre poco simpático, así, a las primeras de cambio, según dicen; pero después... ¡Oh, Rosarito! Yo la querré a usted con alma y vida; le daré una gran posición.
ROSARIO.- ¿Sabe usted que he tomado asco a las grandes posiciones?
DON CÉSAR.- Fraseología.
ROSARIO.- Digo lo que siento. ¡Vaya con D. César! Al cabo de una vida consagrada a la usura, se le ha metido en la cabeza ser duque... Vamos, que si mi padre levantara la cabeza, y viera que usted me pide por esposa...
DON CÉSAR.- Pues se alegraría.
ROSARIO.- Y si mi pobre madre resucitara...
DON CÉSAR.- También se pondría muy contenta. Ea, Rosarito de mi alma, olvidemos antiguas discordias... que nunca tuvieron fundamento. Dígame, por Dios, qué debo hacer para disipar esa aversión...
ROSARIO.- Pues volver a nacer.
DON CÉSAR.- Seré su esclavo, y me amoldaré a sus gustos y caprichos. Seré como esa masa blanda que usted coge entre sus dedillos de rosa para hacer de ella lo que quiere.
ROSARIO.- Sería usted muy duro de amasar.
DON CÉSAR.- Es que llevaría conmigo mucha azúcar.
ROSARIO.- Azúcar... dinero... ¡Ay, D. César, para endulzarle a usted no bastaría todo un Océano de miel de caña!
DON CÉSAR.- Añadiríamos manteca superior, sentimiento, cariño, paz conyugal.
ROSARIO.- No, no; siempre resultaría un bollo muy amargo.
DON CÉSAR.- (Levantándose y dando un golpe en el suelo con la silla.) ¡Diabólica pastelera, usted me vuelve loco! Juega conmigo como un gatito con un ovillo de algodón, y me enreda y me desenreda el alma, y me hace todo una maraña, un lío... y no sé lo que pienso, ni lo que siento... (Con entereza.) Ea, concluyamos.
ROSARIO.- Eso quiero yo, concluir.
DON CÉSAR.- ¿Usted leyó mi carta?
ROSARIO.- Ya lo creo.
DON CÉSAR.- ¿Y por qué no me contesta?
ROSARIO.- Tenga calma.
DON CÉSAR.- ¿Más todavía? Me gustan las situaciones despejadas. Sí, o no... Lo contrario de usted que, como aristócrata de lo fino, se pirra por lucir el ingenio flexible, y marca, sí, marca...
ROSARIO.- Gracias.
DON CÉSAR.- No... si tengo de usted mejor idea de la que debiera tener... Creo firmemente que usted me contestará, que quizás ha escrito ya la contestación...
ROSARIO.- Puede ser...
DON CÉSAR.- (Coquetea furiosamente, afectando despreciar lo que anhela... Si entiendo yo a estas mujeres...).
ROSARIO.- ¿Qué dice?
DON CÉSAR.- (Alardeando de sincero.) Que usted juega conmigo... y con todo ese trasteo, me prepara una grata sorpresa. (Acércase a la mesa, y apoyando las manos en ella, contempla a ROSARIO de cerca, endulzando la voz.)
ROSARIO.- ¿Grata sorpresa?... ¿Está seguro de ello?
DON CÉSAR.- Sí... Y usted me contestará con un sí muy redondo y muy bonito, que me hará feliz... (Reparando en el paquetito que ROSARIO tiene en el bolsillo del delantal.) ¡Ah!... ¿Qué tiene usted ahí...? ¿una carta?...
ROSARIO.- Puede ser.
DON CÉSAR.- (Apartándose de la mesa.) Ya, ya... Esa es la contestación que deseo. Si soy adivino, Rosario... Soy, por desgracia, perro viejo en achaque de diplomacia femenina.
ROSARIO.- Se conoce, sí.
DON CÉSAR.- Les calo la intención, les cojo al vuelo los pensamientos...
ROSARIO.- ¡Qué pillín!... Pues adivineme la respuesta que tengo aquí...
DON CÉSAR.- Pues... Apostaría que accede... pero con mil circunloquios elegantes, y muchos tiquis miquis... El eterno procedimiento femenil. Mujer al fin... digo, dama.
ROSARIO.- Lo mismo da.
DON CÉSAR.- (Mostrando gran impaciencia.) ¿Me permite usted que me acerque? (Sin aguardar el permiso, acércase a ROSARIO y mira el paquetito, del cual asoma la mitad.) Mucho abulta... Veo mi nombre... Letra del Marqués de Falfán.
ROSARIO.- Si es un pliego que mi primo mandó para usted.
DON CÉSAR.- (Descorazonado.) ¿Lo de los caballitos?... ¿Por qué no me lo entrega?
ROSARIO.- No puedo usar las manos.
DON CÉSAR.- Pues permítame cogerlo. (Movimiento para coger el paquete. ROSARIO, con súbito sobresalto, lo impide, poniendo la mano sobre el bolsillo.)
ROSARIO.- No.
(Pausa. Asombro de DON CÉSAR.)
DON CÉSAR.- Pero...
ROSARIO.- (No me atrevo, no... Cúmplase el destino, y triunfe la mentira).
DON CÉSAR.- (Muy serio.) Si ese paquete no es más que lo que creo, ¿por qué no me lo entrega usted?
ROSARIO.- (Sin saber qué decir.) Es que... (Con una idea feliz.) Acertó usted, D. César. Aquí tengo mi contestación. La junté con los papeles que me dio el Marqués, y lo até todo con esta cinta encarnada.
DON CÉSAR.- (Impaciente y nervioso.) ¡Pues démela, por Cristo!
ROSARIO.- No, no.
DON CÉSAR.- (Con acritud desdeñosa.) ¿Tan atroz es lo que usted me dice?
ROSARIO.- Naturalmente. Concreto mis agravios, como usted me pedía en su carta...
DON CÉSAR.- (Mostrándose descarado y grosero.) Y saca usted a colación el caso de su papá... Si su papa de usted, el noble duque de San Quintín, tenía mucho que agradecerme a mí, sí señora. Le libré de ir a la cárcel... Y no soy yo de los que dicen ¡cuidado! que lo merecía... no soy yo, no...
ROSARIO.- (Nerviosa, balbuciendo de ira.) ¿Y por qué dicen que es usted tan rastrero como venenoso?
DON CÉSAR.- Y también me hablará usted de su madre...
ROSARIO.- No la nombre usted. Sus labios manchan...
DON CÉSAR.- ¿Que manchan...? ¡Vamos, inocente!... ¿Usted que sabe?
ROSARIO.- (Furiosa.) Se atreve a repetir... ¡Oh, que no pueda una débil mujer ahogar al indigno...! (Detiénese, sofocando la ira. Le mira con desprecio.) D. César... no hablemos más. No merece usted consideración... ni lástima siquiera. (Dándole el paquete.) Tome usted eso.
DON CÉSAR.- Venga. (Lo toma.)
ROSARIO.- Suplico a usted que me deje.
DON CÉSAR.- Bueno. Me retiraré. (Dirígese a la puerta de la derecha y se detiene vacilando, como descontento de sí mismo.) (¡Demonio! Estuve muy torpe... Me cegó la ira). (Queriendo reanudar la conversación.) Rosario...
ROSARIO.- Basta.
DON CÉSAR.- (Humillándose.) Pero usted... ¿ha tomado en serio lo que dije? (Con hipocresía.) Sin pensarlo, una palabra tras otra, me voy corriendo, desvarío, llego a la broma impertinente. (ROSARIO se aparta, volviéndole la espalda.) ¿Pero qué... no quiero oírme? (Da algunos pasos hacia ella.) Es que... mi cabeza está muy débil... del no dormir, del no comer. Confundo los recuerdos... Cualquiera se equivoca... y más un pobre enfermo...
ROSARIO.- (La bajeza de sus disculpas ofende más que sus ultrajes...).
DON CÉSAR.- ¿De veras no quiere que le explique...?
ROSARIO.- (Con sequedad.) No.
DON CÉSAR.- ¿Me guarda rencor...?
ROSARIO.- (Con desdén que tiene algo de compasión.) Ya... no.
DON CÉSAR.- (Alejándose hacia la puerta.) Leeré su respuesta, y hablaremos luego. Usted ha de hacerme justicia.
ROSARIO.- ¡Justicia! De eso se trata.
DON CÉSAR.- (Desde la puerta, mirándola con pasión.) (Fierecilla indómita, yo te cogeré... aunque sea con trampa).
(Vase.)