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(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
Cuando las cosas marcharon con regularidad y se aseguró en Madrid el orden, apenas turbado, y la Junta se apoderó de Palacio en toda regla, nombrando quien lo custodiase, y estableciendo en él una guardia del ejército, los habitantes del barrio palatino se tranquilizaron por completo respecto de su seguridad personal; mas otra especie de inquietud les embargaba, y era que no tardarían en ser expulsados de lo que había venido a ser el Palacio de la Nación. Muchos empezaban a hacer sus cábalas para quedarse. Otros, como Bringas, querían manifestar a la revolución su desprecio, desalojando en seguida la vivienda que no les pertenecía. Tuve ocasión de conocer y apreciar los sentimientos de cada uno de los habitantes de la ciudad en este particular, porque mi suerte o mi desgracia quiso que fuese yo el designado por la Junta para custodiar el coloso y administrar todo lo que había pertenecido a la Corona. Desde que me instalé en mi oficina, faltábame tiempo para oír a los vecinos angustiados de la ciudad. A algunos, por razón de su cargo, no había más remedio que dejarles, pues ellos solos conocían ciertos pormenores administrativos que debían conservarse. En este caso estaban los guarda-muebles y la guarda-ropa. Otros exponían sutiles razones para no salir, y no faltó quien alegase méritos revolucionarios para ser inquilino de la Nación, como antes lo había sido de la Monarquía. Todos traían cartas de recomendación de diferentes personajes caídos o por caer, levantados o por levantar, pidiendo con ellas, o bien alojamiento perpetuo, o bien prórroga para mudarse. La viuda de García Grande trájome una carga tan espantosa de tarjetas y cartas, que por no leerlas le permití que ocupara su cuarto todo el tiempo que quisiera.
Yo sabía que Bringas deseaba salir inmediatamente. Pero su esposa fue a verme para suplicarme que les permitiese estar un mes en Palacio, mientras buscaban casa, a lo que accedí de muy buen grado. Hablando de aquellos extraordinarios y nunca vistos sucesos, díjome la distinguida señora que ella no miraba la revolución con ojos tan implacables como su marido; que confiaba en la vuelta de la Reina, porque los españoles no se podían pasar sin ella, y que en tanto, había que esperar los sucesos para juzgarlos. Vendrían seguramente tiempos distintos, otra manera de ser, otras costumbres; la riqueza se iría de una parte a otra; habría grandes trastornos, caídas y elevaciones repentinas, sorpresas, prodigios y ese movimiento desordenado e irreflexivo de toda sociedad que ha vivido mucho tiempo impaciente de una trasformación. Por lo que la Bringas dijo, fuera en estos términos o en otros que no recuerdo, vine a comprender que la imaginación de la insigne señora se dejaba ilusionar por lo desconocido.
Quise tener con Bringas la consideración de subir a notificarle personalmente que podía permanecer en la vivienda todo el tiempo que quisiera. Pero él, dándome las gracias, aseguró que no quería deber favores a la titulada Nación y que no veía las santas horas de salir de allí. Pez estaba presente, y hablamos todos de los sucesos de aquellos días y de la Junta y del Gobierno provisional que se acababa de formar. A Bringas le sacaba de quicio que Pez no estuviera tan indignado como debía esperarse de sus antecedentes. Pero éste, con reposado lenguaje y juicioso sentido, se defendía enalteciendo la teoría de los hechos consumados, que son la clave de la Política y de la Historia.
-¿Pues qué, vamos a derramar torrentes de sangre? -decía-. ¿Qué ha pasado? Lo que yo venía diciendo, lo que yo venía profetizando, lo que yo venía anunciando. Hay que doblar la cabeza ante los hechos, y esperar, esperar a ver qué dan de sí estos señores.
Además, el gran Pez creía que la Unión liberal en la revolución era una garantía de que ésta no iría por caminos peligrosos. Él esperaba tranquilo y cesante, y había dicho a los setembrinos:
-Ahora veremos qué tal se portan ustedes. Yo creo que lo harán lo mismo que nosotros, porque el país no les ha de ayudar...
¡Y qué feliz casualidad! Casi todos los individuos que compusieron la Junta eran amigos suyos. Algunos tenían con él parentesco, es decir, que eran algo Peces. En el Gobierno Provisional tampoco le faltaban amistades y parentescos, y a donde quiera que volvía mi amigo sus ojos, veía caras pisciformes. Y antes que casualidad, llamemos a esto Filosofía de la Historia.
Mis reiteradas instancias no hicieron desistir a Bringas de su propósito de desalojar la casa. Su señora, que entró en mi despacho a darme gracias el día mismo de la mudanza, díjome que habían tomado una casa muy modesta, pero que tomarían otra mejor, pues ella no podía vivir en un tugurio estrecho y más alto que la torre de Santa Cruz. ¡Bringas cesante, Paquito cesante! Esta situación era verdaderamente un cataclismo económico-bringuístico, y no inducía a pensar en grandezas. Pero de un modo o de otro, la familia tenía que hacer esfuerzos para no desmerecer de su dignidad tradicional y mostrarse siempre en el mismo pie decoroso.
-En estas críticas circunstancias -me dijo después de una larga conferencia en que me agració con miradas un tanto flamígeras-, la suerte de la familia depende de mí. Yo la sacaré adelante.
Cómo se las compondría para este fin es cosa que no cae dentro de este relato. Las nuevas trazas de esta señora no están aún en nuestro tintero. Lo que sí puede asegurarse, por referencias bien comprobadas, es que en lo sucesivo supo la de Bringas triunfar fácilmente y con cierto donaire de las situaciones penosas que le creaban sus irregularidades. Es punto incontrovertible que para saldar sus cuentas con Refugio y quitarse de encima esta repugnante mosca, no tuvo que afanarse tanto como en ocasiones parecidas, descritas en este libro. Y es que tales ocasiones, lances, dramas mansos, o como quiera llamárseles, fueron los ensayos de aquella mudanza moral, y debieron de cogerla inexperta y como novicia.
Francamente, naturalmente, les vi salir con pena. El día que salieron, la ciudad alta parecía una plaza amenazada de bombardeo. No había en toda ella más que mudanzas, atropellado movimiento de personas y un trasiego colosal de muebles y trastos diversos. Por las oscuras calles no se podía transitar. Gozaba extraordinariamente con aquel espectáculo Alfonsito Bringas, que habría deseado encargarse del trasporte de todo en carros de su propiedad.
Al ratoncito Pérez daba lástima verle. Apoyado en el brazo de su señora, andaba con lentitud, la vista perturbada, indecisa el habla. Serena y un tanto majestuosa, Rosalía no dijo una palabra en todo el trayecto desde la casa a la Plaza de Oriente, mas de sus ojos elocuentes se desprendía una convicción orgullosa, la conciencia de su papel de piedra angular de la casa en tan aflictivas circunstancias.
En términos precisos oí esto mismo de sus propios labios más adelante, en recatada entrevista. Estábamos en plena época revolucionaria. Quiso repetir las pruebas de su ruinosa amistad, más yo me apresuré a ponerles punto, pues si parecía natural que ella fuese el sostén de la cesante familia, no me creía yo en el caso de serlo, contra todos los fueros de la moral y de la economía doméstica.
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