XLII
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
-¿Y la familia? -le preguntó Torquemada al saludarla.
-No tiene novedad; gracias... -replicó la dama sentándose en la silla que se le ofreció.
Al instante expuso su pretensión de prórroga, empleando sonrisas amables y los términos más dulces que podía imaginar. Pero Torquemada oyó la proposición con fría seriedad, y luego, ofreciendo a las miradas de Rosalía la rosca formada con sus dedos, como se ofrece la hostia a la adoración de los fieles, le dijo estas palabras fatídicas.
-Señora, ya dije a usted que no... puedo, no puedo de ninguna manera. Es de todo punto im... posible.
Y viendo que la víctima se negaba a creer tanta crueldad, echó el último argumento en esta forma:
-Si mi padre me pidiera... esa prórroga, no se la concedería. Usted no sabe lo apurado que estoy. Tengo forzosamente que hacer... un depósito. Va en ello mi honor.
La repetición de la súplica, hasta llegar a la pesadez, no quebrantaba aquella roca.
-Diez días nada más -decía ella con el pagaré atravesado en la garganta.
-Ni diez minutos, señora; no puede... ser. Mucho... lo siento; pero si el día 2...
-Por Dios, hombre, por su madre...
-Me veré obligado a presentar... el pagaré al señor de Bringas, que tiene dinero... me consta...
A pesar de esto, la pobre señora, que pasó aquella noche atormentada por el insomnio y la zozobra, volvió al día siguiente a visitar a su acreedor.
-¿Y la familia? -le preguntó él después del saludo.
Rosalía suplicó con más vehemencia que el día anterior, y Torquemada negaba y negaba y negaba, acentuando su crueldad con la pavorosa aparición de la rosquilla en el espacio comprendido entre las miradas de los dos interlocutores.
La Pipaón confió a las lágrimas lo que no habían podido conseguir los suspiros. El prestamista, creyendo que se desmayaba, hizo traer un vaso de agua, que ella no quiso probar, porque le daba asco. El poder de una mujer que llora se vio en aquel caso; pues la peña de Torquemada se ablandó al fin, y la prórroga fue otorgada.
-Pero le juro a usted, señora, que si el día 7...
-El 7 no, el 10...
-El 8. Verdad es que el 8 es fiesta, la Virgen de... setiembre. Para que vea usted que la quiero complacer, pongo el 9. Pero si el 9 no se realiza el pago, me veré en la precisión... el señor don Francisco tiene dinero... me consta.
-¡Ay, gracias a Dios!, hasta el 10.
Rosalía se conceptuaba dichosa al ver delante de sí aquellos días de respiro. En este tiempo vendría Pez quizás. Trajérale Dios pronto.
Desde el primero de setiembre, Bringas empezó a ir a la oficina, aunque trabajaba muy poco, y se pasaba todo el tiempo hablando con el segundo jefe. Era una picardía que le hubieran cercenado el sueldo en el mes de agosto, y en cuanto la Señora viniera, pensaba él interesarla en su favor para subsanar un despropósito tan sin gracia. Mientras Thiers estaba en su oficina, su mujer pasaba las horas casi sola. Rara vez iban visitas a la casa; pues la mayor parte de sus amigas, a excepción de las de Cucúrbitas, no habían vuelto aún de baños. Dos o tres veces fue a verla Refugio, y charlaron de modas y de los artículos que había recibido de Burdeos. La Pipaón no la trataba ya con tanta altivez, aunque cuidando siempre de establecer la diferencia que existe entre una señora honrada y una mujer de conducta misteriosa y equívoca.
Desde que aquellos ahogos financieros empezaron a sofocarla, Rosalía había adquirido la costumbre de calcular, siempre que hablaba con cualquier persona, el dinero que la tal persona podía tener. «Esta perra tiene dinero -se dijo cierto día mirando a la de Sánchez y oyendo la descripción ampulosa del comercio que iba a establecer».
Al verla salir de la casa, ocurriole a Rosalía la atrevidísima idea de acudir a ella... ¡Qué horror! Esta idea fue al punto rechazada por ignominiosa. No, antes de humillarse tanto y perder tan en absoluto su dignidad, la Bringas prefería que su marido le diera el gran escándalo y le dijese cuanto había que decir... ¡Buena pieza era la tal Refugio! Roja de vergüenza se ponía nuestra amiga sólo de pensar que se rebajaba a pedirle favores de cierta clase. Precisamente el día antes le había contado Torres que la dichosa niña era el escándalo de la vecindad, y estaba enredada con tres o cuatro hombres a la vez.
El día 5 un dependiente de Sobrino Hermanos fue a avisar a Rosalía que empezaba a llegar de París el género nuevo de la estación. Eran maravillas. Quería Sobrino que su distinguida parroquiana viese todo y diera su parecer sobre algunas telas de una novedad algo estrepitosa. Acudió ella al reclamo; pero lo mucho y nuevo y rico que vio no fue parte a distraerla de la pena que llenaba su alma. Habría deseado comprar todo o siquiera algo; pero ¿cómo, ¡Santo Dios!, en la situación apuradísima en que estaba, amenazada de un grave cataclismo doméstico?
-Esto lo he traído para usted, -le decía Sobrino con infernal amabilidad.
Pero ella, poniendo una cara desconsoladísima y quejándose de dolor de cabeza, negábase a comprar, aunque los ojos se le iban tras de las originales telas, y más aún tras de los admirables modelos colocados en los maniquís. En fichús, encajes, manteletas, camisetas, pellizas, estaban allí las Mil y una noches de los trapos. El día 6, ya con el dogal al cuello, triste y apenas sin esperanza, con ganas de echarse a llorar y sintiendo en su alma como un secreto anhelo de confesarse a su marido, Rosalía volvió a casa de Sobrino Hermanos. Iba por distraerse nada más y arrancar de su cerebro, durante un rato, la temerosa imagen de Torquemada. Por la calle del Arenal encontró a Joaquinito Pez, el cual, muy gozoso, le dijo:
-Hemos tenido parte, mañana llegan.
Oír esto Rosalía, y ver el cielo abierto, la cerrazón de su alma despejada, la cuestión del día 9 resuelta, y el mundo mejorado, y la humanidad redimida de sus añejos dolores, fue todo uno. Siguió por la calle adelante despidiendo alegría de su rostro fresco; y entrando en la tienda de Sobrino, empezó a ver cosas y a dar sobre todas ellas su parecer, encareciendo unas, desdeñando otras, no harta nunca de ver y de comentar.
-Que me lleven esto a casa... Vaya, señor Sobrino, al fin se sale usted con la suya; me quedo con el fichú.
Éstas y otras frases, todas referentes a adquisiciones, matizaban el charlar loco de aquel día.
<<< Página anterior Título del capítulo Página siguiente >>>
XLI XLII XLIII