​XXXII
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
No hay felicidad que no tenga su pero, y el de la felicidad de la marquesa era que para completar la suma hacían falta unos cinco mil... Porque sí; estaba pendiente una cuentecilla... Esto no venía al caso. En lo relativo a interés, lo mismo le daba dos, que cuatro, que seis.
-Esto es material, hija, y mientras más provecho para usted, mayor será mi satisfacción.
Dudó Rosalía un ratito; pero al fin todo fue arreglado a gusto de entrambas, y aquella misma tarde se extendió y firmó el contrato en la Furriela, con todas las precauciones necesarias para que Isabelita, que andaba husmeando por allí, no se enterase de nada.
Milagros se despidió de don Francisco con las frases más cordiales y caramelosas que había pronunciado en su vida.
-¡Oh!, ¡qué mujer tiene usted! Dios le ha mandado uno de sus arcángeles predilectos. No se queje usted de su mal, querido amigo, pues eso no vale nada, y pronto sanará. Dé gracias a Dios, pues los que tienen a su lado personas como Rosalía, ya pueden recibir calamidades y soportarlas con valor...
Don Francisco le alargó la mano conmovidísimo, mientras oía el chasquido de los frenéticos besos que la marquesa daba al ángel predilecto.
A diferentes impulsos había obedecido éste al hacer lo que hizo. Primero, el deseo de complacer a su amiga la estimulaba grandemente. En segundo lugar, la idea, tantas veces expresada por Bringas, de que ella podía disponer de todo se había posesionado de su entendimiento, engendrando en él otras ideas de dominio y autoridad. Era preciso mostrar con hechos, aunque traspasaran algo los límites de la prudencia, que había dejado de ser esclava y que asumía su parte de soberanía en la distribución de la fortuna conyugal. No sólo con esto se tranquilizaba su conciencia, sino con la consideración de que el disponer del dinero lo hacía para colocarlo a rédito. El poquita-cosa no tendría razón para quejarse si los cinco mil volvían a la caja con el aumento correspondiente. Y por último, todo lo expuesto no habría bastado quizás a determinar en ella la temeraria acción del préstamo, si no contara con la retirada segura en el caso extremo de que Bringas lo descubriera y lo desaprobase; si no contara con los ofrecimientos que la tarde anterior le había hecho el amigo de la casa. El cual, llevándola a la ventana, a la hora del crepúsculo, para admirar la gala y melancolía del horizonte, habíale dicho en términos muy claros lo que a la letra se copia:
-Si por algún motivo, sea por los gastos de la enfermedad de este señor, o porque usted no pueda nivelar bien su presupuesto; si por algún motivo, digo, se ve usted envuelta en dificultades, no tiene más que hacerme una indicación, bien verbalmente, bien por medio de una esquela, y al instante yo... No, si esto no tiene nada de particular... Perdone usted que lo manifieste de una manera cruda, de una manera brutal, de una manera quizás poco delicada. Tales cosas no pueden tratarse de otro modo. Esto queda de usted para mí, y el primero que lo ha de ignorar es Bringas... En el seno de la confianza, de la amistad honrada y pura, yo puedo ofrecer lo que me sobra y usted aceptar lo que le falta sin menoscabo de la dignidad de ninguno de los dos.
Siguieron a esto frases de un orden más romántico que financiero, en las cuales el desgraciado señor expresó una vez más el consuelo que experimentaba su alma dolorida respirando la atmósfera de aquella casa, y descargando el fardo de sus penas en la indulgente persona que ocupaba ya el primer lugar en su corazón y en sus pensamientos. Rosalía se retiró de la ventana con la cabeza trastornada. De buena gana se habría estado allí un par de horas más oyendo aquellas retóricas que, a su juicio, eran como atrasadas deudas de homenaje que el mundo tenía que saldar con ella.
Algunos días trascurrieron sin que Bringas advirtiera mudanza sensible en su dolencia. Golfín le martirizaba cruelmente tres veces por semana, pasándole por los párpados un pincel mojado en nitrato de plata, después otro pincel humedecido en una solución de sal común. Nuestro amigo veía las estrellas con esto, y necesitaba de todas las fuerzas de su espíritu y de toda su dignidad de hombre para no ponerse a berrear como un chiquillo. Con la aplicación de unas compresas de agua fría, su dolor se calmaba. Algún tiempo después de la quema sentía relativo bienestar, y se creía mejor y alababa a Golfín ampulosamente. Pasados diez o doce días con este sistema, el sabio oculista aseguraba que en todo agosto estaría el buen señor muy mejorado, y que en setiembre la curación sería completa y radical. Tanta fe tenía el enfermo en las palabras de aquel insigne maestro, que no dudaba de la veracidad del pronóstico. Después del 20, la cauterización, que se hacía ya con sulfato de cobre, era menos dolorosa, y el enfermo podía estar algunos ratos sin venda en la habitación más oscura, pero sin fijar la atención en objeto alguno.
Las hiperbólicas alabanzas que don Francisco hacía de Golfín la llevaban como por la mano a otro orden de ideas, y arrugando el ceño, ponía cara de pocos amigos.
-Cuando pienso en la cuentecita que me va a poner esta Santa Lucía con gabán -decía-, me tiemblan las carnes. Él me curará los de la cara, pero me sacará un ojo del bolsillo... No es que yo escatime, tratándose del precioso tesoro de la vista; no es que yo sienta dar todos mis ahorros, si preciso fuera; pero ello es, hijita, que este portento nos va a dejar sin camisa.
Bien se les alcanzaba a entrambos, marido y mujer, que los especialistas célebres tienen siempre en cuenta, al pedir sus honorarios, la fortuna del enfermo. A un rico, a un potentado le abren en canal, eso sí; pero cuando se trata de un triste empleado o de cualquier persona de humilde posición, se humanizan y saben adaptarse a la realidad. Rosalía supo de una familia (las de la Caña precisamente), a quien Golfín había llevado muy poco por la extirpación de un kyste, seguida de una cura lenta y difícil. Firme en estas ideas de justicia distributiva, aplicada a la humanidad dolorida, el gran Thiers, cuando Golfín estaba presente, no cesaba de aturdirle con bien estudiadas lamentaciones de su suerte. El buen señor se lloraba tanto, que casi casi era como pedir una limosna:
-¡Ay, señor don Teodoro, toda mi vida le bendeciré a usted por el bien que me hace, y más le bendigo a usted por mis hijos que por mí, pues los pobrecitos no tendrán que comer si yo no tengo ojos con que ver!... ¡Ay, don Teodoro de mi alma..., cúreme pronto para que pueda ponerme a trabajar, pues si esto dura, adiós familia!... Estamos en un atraso horrible a causa de mi enfermedad. En la Intendencia me han rebajado el sueldo a la mitad, y como yo no vea pronto..., ¡qué porvenir!... Y no lo digo por mí. Poco me importa acabar mis días en un hospital; pero estos pobres niños..., estos pedazos de mi corazón...
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