XXVI
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
-Hijita, oye lo que te digo... Si vamos al fin a esos condenados baños, te arreglarás con los vestidos que tienes. Los mudas, los cambias, le quitas a uno una cosa para ponérsela a otro... y como nuevo. Todas dirán que te los ha mandado Worth. No creas, así lo hacen hasta las duquesas... Cuento con que Su Majestad le ponga dos letritas al jefe del movimiento para que nos dé billetes gratis para todos... Otra cosa: si tú lo tomas a tu cargo y lo sabes hacer, podrás conseguir que la Señora ordene a la Intendencia que se me den dos pagas el mes de julio... ¿Y por qué no julio y agosto? Todo será que lo sepas hacer, y que al hablarle de nuestro viaje te aflijas y digas que no podemos por falta de... Ello depende de que la cojas de temple benéfico, y fácil será, porque casi siempre está en ese temple... A tu maña lo dejo... Los niños no necesitan vestidos... Si acaso algún sombrerito chico... No hagas nada hasta que yo lo vea. Capaz eres de gastar un sentido y ponerlos muy llamativos, con unos canastos en la cabeza que les hagan sudar el quilo. Yo me pondré el jipijapa que Agustín se dejó olvidado, y con mi levisac de lanilla, el que me hice hace seis años, y mi traje mahón que siempre parece nuevo..., tan campante. Haré que nos den un coche reservado para poder llevar comida, cocinilla en que hacer chocolate, un colchón, almohadas, botijo de agua y alguna otra cosa útil... En fin, se realizará el viaje como se pueda.
Continúa la tarabilla:
-¿Qué ruido es ése que he sentido? ¿Qué me han roto? Desde que no veo llevo la cuenta de los platos y copas que he sentido caer, y no bajan de docena y media. Cuando vea, Dios mío, voy a encontrar la casa hecha una lástima. No me digas que no. Me parece que estoy viendo el desorden de todo y mil gastos inútiles. No me explico ese consumo enorme de petróleo, ahora que no necesito luz. Y a Prudencia, ¿se le toma bien la cuenta? Apostaría que no. Con aquello de que el amo no ve, todo es barullo. Dices que de limones veinticuatro reales. ¿Pero tú has mandado traer acá toda la huerta de Valencia? Pues si las medicinas nos costaran dinero, tendríamos que pedir limosna. En fin, póngame yo bueno, y todo irá bien. Me parece que desde que estoy así no se hacen muchas cosas que tengo ordenadas... Ya; como el amo no ve... Ni se trae la carne de falda, ni he vuelto a tener noticia del señor escabeche de rueda, que es un señor plato muy arreglado, ni se me ha dicho si siguen viniendo los mostachones de a cuarto para el postre... En la distribución del tiempo no se lo que se hará. Dices que no puedes estar en todo, y yo pregunto que por qué razón no ha de limpiar Paquito los cubiertos cuando viene de la clase. ¿Pues qué? ¿Un señor licenciado desmerece por esto? Pues su padre lo ha hecho y lo hará cuando recobre la vista... También estoy seguro de que no haces quitar a los niños los zapatos cuando vienen del colegio, y ponerse los viejos. En el ruido de las pisadas conozco que andan correteando con el calzado de salir a la calle. Bien podía habérsete ocurrido traerles unas alpargatitas, que para este tiempo son lo mejor... Pero yo veré, yo veré, y todo volverá a aquel tole-tole sin el cual no podemos vivir... Y se me figura que Prudencia no lava todo lo que debiera. No será por falta de jabón, del cual se ha gastado más de la cuenta en estos días en que me he mudado tan pocas veces, sin haber usado cuellos ni puños... Apostaría a que cuando Candidita ha tomado café, no se lo has hecho con el mismo del día anterior, sino que lo has colado nuevo. Por el tufillo que despide lo he conocido. Bien, bien, fomentar vicios; para eso estamos.
Esta cantinela no sonaba bien en los oídos de Rosalía, y menos entonces. Trataba de volver todas las cosas al estado en que se hallaran antes, y de obedecer puntualmente las prolijas reglas que afluían sin cesar de aquel inagotable manantial de legislación doméstica. Trajo las alpargatas de los chicos, y Bringas dispuso que no fueran ya a la escuela porque el excesivo calor les era nocivo, y el asueto, sobre ser una economía, era muy higiénico. Ellos lo agradecieron mucho, y todo el santo día se lo pasaban corriendo y jugando en los corredores con amplios ropones de dril, o bien se iban al piso tercero en busca de otros niños y de Irene. Eran los seres más felices de la casa, casi tanto como las palomas que anidan en los huecos de la arquitectura y envuelven todo el grandioso edificio en una atmósfera de arrullos.
Por aquellos días tuvieron una visita, que a entrambos esposos causó extrañeza y un sentimiento algo distante de la satisfacción. Una persona de cuyo nombre no querían acordarse, Refugio Sánchez Emperador, presentose en la casa, cuando menos la esperaban. Venía muy cohibida, por lo cual creyó Rosalía que disimulaba su desparpajo para poder alternar, siquiera un momento, con personas decentes. Bien pronto dijo el motivo de su visita. Su hermana Amparo le habla escrito desde Burdeos..., ¡ay!, muy dolorida por la enfermedad de don Francisco...
-Dice que desde que lo supo no piensa en otra cosa.
Le encargaba que inmediatamente fuese a visitar a los señores, se enterase de cómo seguía el enfermo, y se lo escribiera a correo vuelto. Quería saber de él dos o tres veces por semana lo menos... Don Agustín también estaba con mucho cuidado y deseando saber noticias...
Bringas se mostró muy agradecido, y tanto encareció su mejoría, que Refugio hubo de creer que sólo por capricho llevaba aquella enorme venda.
-Diles que ya estoy bien y que les agradezco mucho su atención...
Rosalía sintió ganas de decir cuatro frescas a la que tenía el atrevimiento de profanar la honrada casa entrando en ella; pero la compostura que guardaba don Francisco y los buenos modos de la chica la contuvieron. No pudo, sin embargo, guardar las fórmulas sociales con ella, y apenas la saludó, sin darle la mano. Mientras la joven hablaba con Bringas, la Pipaón de la Barca entraba y salía como si tal visita no estuviera en la casa. Fijándose en ella al paso, hubo de advertir algo que disminuyó sus antipatías. No fue el comedimiento y gravedad que mostraba; no fueron las cosas razonables y bien medidas que dijo; fue su vestido, que era elegantísimo, de novedad, admirablemente cortado, hecho y adornado. Rosalía la miraba de soslayo y no pudo menos de pasmarse de aquel pelo de cabra de un color tan original y bonito, y del aspecto decentísimo de la joven, bien enguantada y mejor calzada. «Es graciosilla» -dijo para sí; y se quedó con ganas de preguntarle dónde había comprado el pelo de cabra... Quizás Amparito se lo había mandado de Burdeos. ¡Luego llevaba un alfiler de pecho tan chic...! ¡Cómo se le fueron los ojos tras él a Rosalía!
-¿Y tú qué te haces? -le preguntó don Francisco volviendo hacia ella el rostro, cual si la pudiera ver al través de la negra venda.
-¿Yo?... -replicó la Sánchez un poco desconcertada al pronto, pero recobrándose con la mayor viveza-. Pues nada, ahora no trabajo. Estoy un poco delicada; me duele el pecho; a veces me cuesta trabajo respirar y paso algunas noches sin dormir. ¿Sabe usted?, desde que me acuesto, parece que se me pone una piedra aquí... Mi hermana me manda lo que necesito para pasarlo desahogadamente y con descanso. Vivo con unas señoras muy decentes, que me quieren mucho. Hago una vida muy retirada... Pues como iba diciendo a usted, mi hermana quiere que me ocupe en algo. Como no puedo trabajar de aguja ni en máquina, Amparo se empeña en que ponga un establecimiento de modas, y para empezar me ha mandado un cajón grandísimo de sombreros, fichús, pamelas, lazos, corbatitas, camisetitas..., preciosidades. En Madrid no se han visto nunca cosas de tanta novedad y buen gusto. También he recibido casquetes de paja y tela, cintas de mil clases, plumas, marabús, egretas, penachos, amazonas, toques, alones, colibrises, esprís, y cuanto Dios crió. Estoy haciendo ensayos a ver que tal me compongo... Ya he buscado algunas parroquianas de la grandeza, y han ido a mi casa muchas señoras... Todas encantadas de lo que tengo. He mandado hacer unas tarjetitas...
Diciéndolo, sacó del bolsillo una para darla a Rosalía, quien con mal desarrugado ceño la tomó, dignándose agraciar a la joven con una sonrisa benévola, la primera que Refugio había visto en aquellos desdeñosos labios. Y mientras la joven calipiga continuaba encareciendo los primores de aquella industria en que se había metido, la Bringas oíala con algún interés, perdonando quizás el vilipendio de la persona por la excelsitud del asunto que trataba. Así como el Espíritu Santo bajando a los labios del pecador arrepentido, puede santificar a éste, Refugio, a los ojos de su ilustre pariente, se redimía por la divinidad de su discurso.
-¿Conque moditas? -dijo don Francisco chanceándose-. ¡Bonito negocio! ¡Vaya unos micos que te van a dar tus parroquianas! Aquí el lujo está en razón inversa del dinero con que pagarlo. Mucho ojo, niña... Se me figura que si tu hermanita no te manda con qué vivir, lo que es con el trapo nuevo te comerás los codos de hambre... ¿Y vienes a sonsacarnos para que seamos tus parroquianos? Chica, por Dios, toca, toca a otra puerta... Tu industria es la ruina de las familias y el noviciado de San Bernardino. Pero te deseo buena suerte, y te recomiendo que no tengas entrañas, si quieres defenderte de la miseria. ¡Duro en ellas! Por lo que vale doce, cobra cuarenta, y así con el exceso de las que paguen cubres la falta de las que no te den un cuarto... ¡Ay qué gracia!...
Un buen rato le duró la risa, de la que participaron todos los presentes, incluso la señora, quien tuvo la increíble bondad de acompañar a Refugio hasta la puerta, y obsequiarla con algunas frases amables.
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