​XXIV
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
Fue preciso traerle un vasito de agua, desabrocharle el corsé, y no sé qué más.
-Pero yo..., ¿cómo...? -exclamaba Rosalía, mucho después, espantada-, ¿cómo puedo yo...?
-Pidiéndolo a don Francisco. Le daré interés, el rédito que quiera y un pagaré en toda regla... Traerá la carta de mi administrador para que la vea. Dice que cuente con la renta para el 15. No es mi administrador como el de doña Cándida, un vano fantasma, sino un ser de carne y hueso. Bien se conoce eso en que sus anticipos son siempre al veinte por ciento.
Rosalía denegaba enérgicamente con la cabeza y con la voz...
-Hija mía, usted se hace ilusiones. Mi marido no tiene un cuarto. Y si lo tuviera, no lo daría. Usted no le conoce...
A esta razón terminante opuso la angustiada señora otras que denotaban su perspicacia y los infinitos recursos de su ingenio. Que don Francisco tenía era un punto inconcuso, superior a todas las dudas. Sentado este principio, la cuestión quedaba reducida a ver cómo se vaciaba el misterioso tesoro en las necesitadas manos de Milagros. Si una esposa fiel tomaba a su cargo esta empresa, que no era un arco de iglesia, bien podía efectuarse la trasferencia sin contar con Bringas para nada. La fiel esposa no debía tener escrúpulos de conciencia por esta acción un tanto incorrecta y temeraria, porque la cantidad sería repuesta antes de que el buen señor se hallara en estado de advertir la falta.
-Pues qué, ¿cree usted que don Francisco verá antes del día 15 de julio?
Esta pregunta, hecha por Milagros en el calor de la improvisación, lastimó bastante a Rosalía.
-Yo espero que sí, y si así no fuera, como lo deseo tanto, quiero suponer que no tardará en recobrar la vista.
-Perdóneme usted, amiga querida, si soy poco delicada. A veces digo unos disparates... Usted no sabe lo que es una situación como ésta en que yo me veo. Vive usted en la gloria y no comprende cómo nos retorcemos y nos achicharramos y aun blasfemamos los condenados en este infierno de Madrid... ¡Las cosas que a mí se me ocurren...! En un caso como éste, no se asuste usted y créame lo que le digo..., en un caso como éste, me figuro que sería capaz hasta de apropiarme lo ajeno..., se entiende con propósito de devolver. ¡Ay! Cuando entro en mi casa y veo al portero en su cuartito bajo, comiéndose unas sopas de ajo con la portera, ¡me da una envidia...! Quisiera mandarle a mi principal y quedarme yo en la portería, aunque tuviera que barrer el portal todas las mañanas, limpiar los metales y lavar la escalera de arriba abajo... Si es lo que digo, me vendría bien encerrarme en un convento y no acordarme más del mundo. Pero mis hijos, mis pobres hijos... ¿Qué sería de ellos entonces?... Cuando case a María, ¡quién sabe...!, puede ser, puede ser que me decida a buscar descanso en la vida religiosa... Por lo menos, renunciaré al mundo y haré vida recogida en mi propia casa; no tendré más vestido que un hábito del Carmen, y aquí paz... Por las mañanas mi misa, por las tardes visitar a alguna amiga, y por la noche a casa... Acostarme tempranito, que es lo más saludable y... ¡Ay, qué rica vida!...
Después que volvió a insinuar su pretensión, no obteniendo de Rosalía sino frías negativas, dijo súbitamente:
-A ver cómo nos arreglamos para ir juntas a baños. Yo siento mucho retrasarme, pero antes de principios de agosto creo que no podrá ser. ¿No ha dicho el médico aún qué aguas va a tomar Bringas? Yo iré a donde usted vaya, pues para mis males lo mismo son unas aguas que obras... Todo está en zarandearse un poco y salir de este horno.
En esto del viajecito a baños era Rosalía más comunicativa que en el anterior tema. Bien deseaba veranear pero aún no había dicho el médico nada terminante. Bringas no quería ir por no hacer gastos; pero si el médico se lo mandaba, ¿cómo negarse a ello...? A la señora misma no le sentaría mal un poco de expansión y movimiento, pues estaba delicadita y algo desmejorada... De este palique de los baños pasaron a los vestidos, y tras las observaciones vinieron las probaturas... Rosalía se puso el de mozambique, ya casi concluido, y su amiga la felicitó tan calurosamente por el buen aire que con él tenía, que a poco más revienta de vanidad la hija de cien Pipaones.
-Si es usted elegantísima..., si cuanto usted se pone resulta maravilloso. La verdad, no es porque sea usted mi amiga... A todo el mundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡qué caída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir, oscurece cuanto se le pone al lado.
-Que a Rosalía se le caía la baba con esta adulación, no hay para qué decirlo. Era una estupidez que persona de tal mérito tuviera que esconder su buena ropa, ponérsela a hurtadillas e inventar mil mentiras para justificar el uso de diversas prendas que parecían ajustadas a su hermoso cuerpo por los mismos ángeles de la moda, Al quitarse aquellas galas delante de su amiga, pensaba en el tremendo problema de explicar al marido la adquisición de ellas, cuando no tuviera más remedio que lucirlas ante sus ojos o no lucirlas.
Milagros no se despidió sin repetir con amaneramiento compungido sus ahogos y el remedio que solicitaba. Por fin, Rosalía confortó su espíritu con un veremos, y el rostro de la Tellería iluminose con un chispazo de alegría.
-Mañana -dijo ya en la puerta-, le mandaré aquella blonda que le gustaba a usted tanto... No, no me lo agradezca... Yo soy la que tiene que agradecer, y si usted me saca del pantano... (Estampándole dos sonoros y sentimentales besos.) gratitud eterna... Adiós.
Por aquellos días volvió de Archena don Manuel Pez, contento de lo bien que le habían sentado las aguas, con buen color, mejor apetito y ánimos para todo. Su primera visita fue para Bringas, de cuya enfermedad había tenido noticia en los baños, y le animó mucho y se brindó a acompañarle por mañana, tarde y noche, dedicándole todo el tiempo que sus quehaceres le dejaban libre. Cumplió esto al pie de la letra, y su presencia en la casa llegó a ser tan reglamentaria, que cuando no iba parecía que faltaba algo. A ratos entretenía al enfermo con los sucesos políticos, contándole mil chuscadas; pero tenía cuidado de no ponderar los peligros del Trono ni el mal curso que tomaban las cosas, pues mi don Francisco, en cuanto oía hablar de la llamada revolución, se ponía tristísimo y daba unos suspiros que partían el alma. Cuando había otros acompañantes en Gasparini, o cuando se consideraba perjudicial la conversación muy prolongada, Pez se iba a la Saleta o a Embajadores, donde Rosalía, hallándole al paso, cambiaba algunas palabras con él. Notaba la dama en su amigo un mudo y ceremonioso respeto, y las galanterías con que la obsequiaba eran siempre caballerescas y de estilo un tanto rebuscado. Ella le correspondía con sentimientos de admiración, de una pureza intachable, porque Pez se agigantaba más cada día a sus ojos, como tipo del personaje oficial, del alto empleado, fastuoso y cortesano. En la mente de la Pipaón, ningún ideal de hombre podía ser completo sin estar bañado en la dorada atmósfera de una nómina. Si Pez no hubiera sido empleado, habría perdido mucho a sus ojos, acostumbrados a ver el mundo como si todo él fuera una oficina y no se conocieran otros medios de vivir que los del presupuesto. Luego aquel aire elegante, aquella levita negra cerrada, sin una mota, planchada, estirada, cual si hubiera nacido en la misma piel del sujeto; aquellos cuellos como el ampo de la nieve, altos, tiesos; aquel pantalón que parecía estrenado el mismo día; aquellas manos de mujer cuidadas con esmero...
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