XIX
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
Y luego, llevando sus ideas a un terreno muy distinto del de la caridad, aunque también muy interesante, se dejó decir lo que a la letra se copia:
-¿Me podrán decir ustedes dónde y cómo y de qué manera podría yo colocar un poco de dinero, una cantidad que me sobra?... Que sea cosa segura y con un producto moderado...
El efecto que estas cláusulas hicieron en las dos amigas no fue tan grande como debía esperarse. En la cara de Rosalía se pintaba una incredulidad indiferente, que poco después se resolvió en alarma, recordando que el préstamo de cinco duros solicitado un mes antes por Cándida, había tenido un preámbulo parecido al que acababa de oír. Milagros, sin tener confianza en lo que la García Grande decía, sospechaba que hubiese algo de verdad en ello, o lo que es lo mismo, se amparaba a lo absurdo como el desesperado que se agarra al clavo ardiendo.
-Pero diga usted, Cándida..., ¿ese dinero lo tiene usted?
-Hija mía, no sea usted material... No lo tengo precisamente en el bolsillo, pero como si lo tuviera... Un día de éstos me lo ha de traer Muñoz y Sones...
-(Con desaliento.) Un día de éstos... ya.
-Y acostumbro pensar las cosas con tiempo... Francamente, no me gusta tener gruesas sumas en casa, porque aun en esta vecindad palaciega hay mala gente...
Sin dar importancia a los proyectos rentísticos de Cándida, Milagros observaba el vestido. Por aquella época, la ilustre viuda empezaba a declinar ostensiblemente en su porte y en la limpieza y compostura de su vestimenta, si bien no había llegado, ni con mucho, al lastimoso extremo de abandono en que la hemos conocido más tarde.
Los niños entraron del colegio, y Rosalía fue a darles la merienda.
-¡Qué mona está Isabelita! -dijo Cándida a Milagros-, y a poco de decirlo, se dirigió hacia Columnas, dejando sola con su acerba pena a mi señora la marquesa. Ésta oyó el gorjear de los pequeños, la voz de la mamá riñéndoles por su impaciencia y el chasquido de los besos que Cándida les daba. Al poco rato apareció Rosalía en Gasparini, y Milagros la vio ceñuda y risueña a un tiempo mismo, como cuando no podemos sustraernos a los efectos de uno de esos lances cómicos que suelen ocurrir en las ocasiones más tristes.
-Vea usted qué gracia -dijo Rosalía al oído de su amiga-. Me ha dicho en el comedor, con mucho secreto, que le haga el favor de adelantarle otros cinco duros.
Milagros se sonrió, como un enfermo que hace esfuerzos por distraerse. Pronto volvió a caer en aquella honda tristeza que la aplanaba como una fiebre consuntiva. Por su mente pasaba el terrible lance de la noche próxima, los convidados que llegaban, los salones llenándose, ella vestida con su gran falda de raso rosa, de enorme pouff y larguísima cola, afectando alegría, y el problema de la cena sin resolver aún. Porque en tal noche no podía salir del paso con cuatro frioleras... ¡Qué bochorno!... Rosalía vio los ojos de su amiga humedecidos por las lágrimas, y quiso consolarla.
-Ese perdulario sin conciencia, esa inutilidad... -fue lo único que se le ocurrió.
Don Francisco entró al poco rato, menos vivaracho y humorístico de lo que solía. Milagros le saludó de la manera más afectuosa, quejándose luego de su desgraciada suerte y de lo inexorable que Dios era con ella, no dándole más que penas sobre penas. Bringas la confortaba con razones cristianas, aunque le tenía cierta ojeriza, ya inveterada, por no haber recibido de ella el regalo de Pascua que creyera merecer cuando le compuso la arqueta de marfil. Pero casi casi había llegado mi amigo al perdón de la ofensa, aunque sin olvidarla; y si se ha de decir verdad, no le agradaban mucho las intimidades de su mujer con aquella señora, aun considerándolas puramente circunscritas a lo concerniente al ramo de vestidos.
-¿No tendré el gusto de verle a usted mañana en mi casa? -dijo la marquesa.
Don Francisco se excusó con galantería, aprestándose a poner las manos en su magna obra. Empezaba a notar que le eran perjudiciales las salidas de noche... Su cabeza no estaba buena. Él lo atribuía a los nervios, y quizás fuese efecto del tiempo, del nublado, pues parecía como si quisiera desgajarse el cielo en agua, y nunca acababa de romper. Aquella mañana se había sentido muy mal en la oficina... El jefe opinaba que todo era cosa del estómago, recomendándole una pildorita de acíbar en cada comida. Pero él era tan poco amigo de las botiquerías, que no se determinaba a tomar nada... Por esta desazón se privaba de asistir a la soirée de Milagros, y se contentaría con leer la relación que trajeran los periódicos.
-Todavía, todavía -dijo la cuitada con lúgubre tristeza-, no sé, no sé... Quizás no haya nada... Me pasan cosas horrorosas... No me pregunte usted. Eso se queda para mí, para mí sola. Permítame usted que no diga una palabra más. Mi buen maridito es una alhaja..., pero no me corresponde a mí contar sus proezas... Demasiado públicas son por desgracia... No se ría usted de mí si me ve llorar. Ciertas cosas...
Bringas no sabía qué decirle. Despidiose ella con un fuerte apretón de manos, y un afectuoso hasta mañana.
En la sala y en el pasillo las dos amigas se secretearon un ratito.
-He preparado el terreno -dijo Milagros con agonía-. Ahora aventúrese usted..., sin miedo. De seguro...
-¡Ay!, hija mía, usted delira, usted sueña despierta. Sí sabré yo...
-Entonces..., quiere decir que no hay solución para mí -murmuró la afligida señora abrazando a su amiga, y apretándose contra ella.
Rosalía, conmovidísima, no le dijo nada.
-Al menos -tartamudeó la marquesa-, cuéntele usted lo que me pasa... Puede ser que Dios le toque al corazón.
-Se lo contaré en cuanto se vaya Cándida. ¡Pero si viera usted qué pocas esperanzas tengo!... Mejor dicho, no tongo ninguna... ¡Y yo!, ¿y yo, que me veo en un conflicto igual? ¿Qué inventaré yo de aquí a mañana?... Y ahora que me ocurre, ¿por qué no acude usted a su hermana?
-Por Dios, hija, no sé cómo dice usted eso. ¡Mi hermana!... ¡Me ha salvado ya tantas veces! ¡He abusado tanto! No puede ser. No nos hablamos ahora. Hace días tuvimos una cuestión. En fin, antes que acudir a mi hermana, iré a Su Majestad, me echaré a sus pies...
-Sí, sí, seguramente... es lo mejor.
-No, no, no... Creo que de aquí a mañana me moriré de dolor. ¿Está abierta la capilla? Voy a rezar un rato, a ver si el Señor me ilumina... Adiós, adiós... Volveré mañana, a ver, a ver si hay alguna esperanza.
El abatido rostro de Rosalía revelaba bien que tal esperanza no era más que un sueño de aquella mente arbitrista. Deba hacerse constar que la pena de nuestra muy alta señora de Bringas era motivada por sus propias dificultades, no por las de su apreciable amiga. Confiaba tanto en las peregrinas dotes de Milagros, que decía para sí: «No sé cómo será, pero ella saldrá del paso». Cuando la marquesa le dio el último apretón de manos, Rosalía le dijo:
-Ya me contará usted mañana cómo lo ha arreglado.
Y cuando fue hacia el nicho de Bringas para contarle el caso, él le tomó la delantera con estas acerbas palabras:
-¿Qué enredos trae ahora la Tellería? Lo de siempre, apuritos. Ya no hay incautos que fíen a esa gente el valor de dos reales. La casta de bobos se va acabando a fuerza de recibir chascos.
La boca de Rosalía tenía un sello. No osaba pronunciar una sola palabra. Clavados en su mente, como un Inri, tenía la imagen de Torres y los funestos guarismos de la suma que era indispensable pagarle. Confesar a su marido el aprieto en que se veía era declarar una serie de atentados clandestinos contra la economía doméstica, que era la segunda religión de Bringas. Pero si Dios no le deparaba una solución, érale forzoso apechugar con aquel doloroso remedio de confesarse y con sus consecuencias, que debían de ser muy malas. No, Cristo Padre; era preciso inventar algo, buscar, revolver medio mundo, ahondar en las entrañas oscurísimas del problema para dar con la clave de él. Antes que vender al economista el secreto de sus compras, que eran tal vez el principal hechizo de su vida sosa y rutinaria, optaba por hacer el sacrificio de sus galas, por arrancarse aquellos pedazos de su corazón que se manifestaban en el mundo real en forma de telas, encajes y cintas, y arrojarlos a la voracidad de la prendera para que se los vendiese por poco más de nada. Heroísmo hacía falta, no lágrimas.
Pensando en esto, retirose al Camón para pensar mejor, pues allí tenían siempre sus ideas más claridad. Cándida, después de enredar un rato con los niños, fue a dar conversación a Bringas. Rosalía la oía desde su taller, sin distinguir más palabras que administrador y papel del Estado... consolidado... revolución... generales Canarias... Montpensier... Dios nos asista... Hablaban de negocios altos y de política baja. De repente la dama oyó violentísimo estrépito, como de un mueble que viene a tierra y de loza que se rompe. Al fuerte golpe siguió un grito de Bringas, mas tan agudo y doloroso, que Rosalía se quedó sin aliento, fría, parada... ¿Qué era? ¿Se había caído la bóveda y cogido debajo al mejor de los maridos?
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