La cuestión social (Augusto Orrego Luco)
Augusto Orrego Luco, La cuestión social Santiago, Imprenta Barcelona, 1897
Los artículos que hoy reproducimos en este folleto debidos a la galana pluma del señor Augusto Orrego Luco se publicaron en 1884 en La Patria de Valparaíso, pero creemos que su oportunidad no ha pasado; al contrario, reputándolos de palpitante actualidad, los hemos coleccionado y, sin introducir en ellos modificaciones de ninguna especie, los presentamos en conjunto a la consideración de los hombres de estudio que se interesan por buscar soluciones prácticas a la cuestión social.
Los editores
LA CUESTIÓN SOCIAL
editarEn una serie de artículos nuestro colega de El Independiente ha abordado una gravísima cuestión, de vasto alcance político y social, que creemos oportuno remover.
Observa nuestro colega que, a pesar de la asombrosa fecundidad de nuestra raza, estamos amenazados de ver despoblarse nuestro suelo por la doble acción de la mortalidad de los párvulos y la corriente de emigración que anualmente se apodera de millares de nuestros compatriotas. Esa doble plaga, que sólo se comprende en sociedades decrépitas, es un fenómeno anormal y peligroso en una sociedad que apenas ha alcanzado la plenitud de su vigor.
Por nuestra parte, no llegamos a las desesperantes conclusiones a que se deja arrastrar nuestro colega; no creemos como él que la despoblación nos amenaza y que la emigración deja un vacío que nada viene a subsanar; pero no por eso dejamos de ver que una serie de causas estorban el desarrollo de nuestra población bajo su doble aspecto físico y moral, y no por eso podemos prescindir del doble mal a que nuestro colega ha llamado la atención.
Es indispensable remover esas causas de agotamiento nacional, estudiar el mal que las produce y aplicar resueltamente el correctivo que ese mal exige; estudio complejo y penoso, pero del que no podemos ni debemos excusarnos desde que ese estudio afecta una de las cuestiones de más vivo interés para el país.
La estadística comprueba plenamente el hecho capital que nuestro colega ha aseverado; en Chile, el número de los nacimientos alcanza a una cifra proporcional muy elevada, a pesar de que causas evidentes no permiten que esa cifra llegue en los datos oficiales a la altura a que debe llegar en realidad. Los cuadros comparativos que el Anuario Estadístico consigna, relativos al decenio de 1869 a 1878 inclusive, dan a Chile un aumento de población por nacimientos de 4,10%. Sólo la Rusia, la Sajonia, la Croacia, la Hungría, la Servia y la Polonia superan esa cifra. Es mucho mayor que en Inglaterra, en Estados Unidos y en España; es casi el doble de la que alcanza en Francia.
Tenemos, pues, aquí una causa de desarrollo clara e indisputablemente establecida, que por el momento sólo queremos apuntar.
En cuanto al segundo hecho, que sirve de base a los cálculos sombríos del colega, no es por fortuna igualmente apoyado en la estadística. Es verdad que no tenemos datos rigurosamente exactos sobre el movimiento de nuestra emigración. No conocemos ni siquiera de una manera aproximada la cifra a que alcanza el número de los que atraviesan nuestras cordilleras para ir a poblar las pampas argentinas, y por el momento sólo estamos en posesión del cálculo que arroja el movimiento de pasajeros que hay en nuestras costas.
Ese cálculo, que hemos recogido en la Oficina de Estadística, abraza el movimiento de 1875 a 1882, y como hasta aquí no ha sido publicado, nos vamos a permitir reproducirlo.
Dice así:
De abril a abril - Entrados - Salidos - Restantes
47.035 - 42.915 - 4.120 1876-1877 - 34.868 - 32.080 - 2.788 1877-1878 - 28.449 - 24.790 - 3.659 1878-1879 - 28.460 - 22.390 - 6.070 1879-1880 - 31.707 - 24.810 - 6.907 1888-1881 - 36.061 - 27.356 - 8.705 1881-1882 - 15.325 - 10.000 - 5.325
Sumando estas cifras encontramos que en el espacio de siete años han salido de Chile 184.331 pasajeros y han llegado 221.905, lo que arroja en favor de la inmigración un total de 37.574 individuos. A la luz de estos datos queda, pues, de sobra compensada la corriente de emigración con el número de extranjeros que se vienen a establecer entre nosotros.
Pero si esas cifras hacen perder su lúgubre aspereza a los cálculos de El Independiente, dejan al mismo tiempo establecido que anualmente están abandonando nuestras costas a lo menos 26.333 individuos y que a esta cifra todavía debemos añadir la emigración a través de las montañas.
No creemos que por ese camino se llegue a la despoblación del territorio, pero evidentemente estamos en presencia de un grave mal que por ahora obliga solamente a un número limitado de individuos al cruel abandono de la patria. Pero si ese mal aumenta, la cifra que lo traduce tendrá necesariamente que aumentar, y ya entonces podrá sobrepujar a la inmigración extranjera y dejarnos en presencia de un vacío desastroso.
Si a esto se añade otro hecho -que a pesar de todas sus imperfecciones la estadística permite establecer, si se añade la mortalidad de los párvulos, que alcanza en Chile a la cifra inverosímil de un sesenta por ciento, según los cálculos menos abultados, se tendrá que reconocer que un vicio sordo trabaja el organismo nacional, que un mal latente o por lo menos no bien apreciado todavía se agita en las entrañas de nuestra sociedad.
¿Cuál es ese mal? ¿Dónde está la causa de esa corriente que emigra al exterior y de esa mortalidad que devora a nuestros párvulos? ¿Es la obra exclusiva de las condiciones económicas? ¿Es el resultado de dificultades sociales?
He aquí una serie de interrogaciones que nos proponemos contestar más adelante y que encierran en casi toda su amplitud el problema de nuestra organización económica y social.
II
editarA la luz de los datos que arroja la estadística, hemos dejado establecido en un artículo anterior que la cifra de los nacimientos alcanza entre nosotros a una altura muy considerable. Son pocos los pueblos que tienen esa fecundidad de raza, superada en Europa solamente por la Rusia, la Polonia, la Hungría, la Croacia, el Wurtemberg, la Servia y la Baviera.
Este dato de apariencias halagüeñas envuelve, sin embargo, una triste realidad, que bien examinada nos revela un estado social que no puede absolutamente lisonjearnos.
Desde luego, esa fecundidad asiática no es uniforme en toda la extensión de la república, que bajo éste como bajo todos sus aspectos sociales se divide en tres zonas geográficas diversas. El aspecto físico, el clima y el terreno, las producciones y la industria, todas las grandes leyes materiales que gobiernan el desarrollo de los pueblos, presentan en esas tres regiones caracteres muy hondamente separados y que hace necesario distinguirlas al abordar una cuestión social.
La generalización es imposible tratándose de un pueblo que por uno de sus extremos va a perderse en la zona tropical y por el otro de sus extremos se sumerge en las olas polares; que vive en el norte explotando riquezas minerales y en el sur recogiendo los mariscos de la playa. Son esas condiciones de vida tan diversas, que fatal y necesariamente tendrán que producir sociedades sujetas a una evolución y a leyes económicas distintas.
Apenas necesitamos apuntar apreciaciones que han pasado a los dominios de la observación vulgar y de que hasta ahora no se ha hecho seria aplicación en ninguno de los problemas que más gravemente nos preocupan. Sin embargo, ahí está la luz que más claramente puede iluminarnos en las oscuridades de la cuestión que vamos a abordar.
Considerando solamente la distribución de la población urbana y la rural en esas tres zonas distintas, encontramos que la primera -que abraza las provincias de Atacama y de Coquimbo- tiene un total de 114.381 habitantes urbanos y 115.194 habitantes rurales, según el censo de 1875. Es decir, que en esta zona la población de los pueblos y los campos es igual.
En la segunda zona, que llega hasta las márgenes del Bío-Bío, tenemos, según el mismo censo, una población urbana de 562.507 habitantes y una población rural de 995.417 habitantes. Es decir, que la población rural es casi el doble de la urbana.
Y por ultimo, en la zona meridional tenemos una población urbana de 52.743 habitantes y una población rural de 219.815 habitantes. Es decir, que vive fuera de los pueblos una población casi cuatro veces mayor que la que encierran sus ciudades.
Este es el primer rasgo que dibuja la diversidad de esas regiones, acentuada todavía por otro hecho de gravísima importancia: la proporción en que se encuentran los dos sexos. La estadística general ha establecido que esa proporción es, en cifras reducidas, veintitrés hombres por veinte mujeres, ley general que en Chile no se halla confirmada.
En la zona minera de Atacama y de Coquimbo hay un pequeño exceso en el número de hombres. En la zona agrícola del centro hay un exceso en el número de mujeres, que están en la proporción de 103, 105 y hasta 106 por cada cien hombres. Sólo en la provincia de Linares la cifra de las mujeres es menor, y es en Aconcagua, el Maule y Curicó donde la desproporción de las mujeres es mayor.
En la región meridional nos encontramos con una brusca inversión de aquellas cifras, con un predominio considerable de los hombres, que están en la proporción de cien por 92, 89 y 85 mujeres. Sólo en Chiloé el número de mujeres es mayor: ahí tenemos 105 mujeres por cada cien hombres.
Podemos, pues, establecer, como resumen de estos datos estadísticos, que en la región del norte la ley que domina la distribución de los sexos en el mundo entero, no ha sufrido alteración, que tampoco la ha sufrido en la región meridional -haciendo abstracción de Chiloé; pero en la zona central y en esta última provincia hay un predominio excepcional del sexo femenino, cuya explicación no se encuentra en la relación que tienen los sexos al nacer.
Haciendo sobre los datos que publica el último Anuario un cálculo de la cifra a que alcanzan los nacimientos, encontramos que en la región del norte, en 1879, han nacido 4.467 hombres y 4.328 mujeres; en la región central 32.210 hombres y 31.784 mujeres, y en el sur, 6.412 hombres y 6.181 mujeres. Es decir, que en las tres zonas el número de los hombres es mayor que el de las mujeres. Si en la región central y en Chiloé hay mayor número de mujeres que de hombres, ese hecho anormal no reconoce como causa un mayor número en el nacimiento de mujeres.
Tampoco se puede explicar la anomalía que presenta la estadística chilena suponiendo que la mortalidad de los hombres sea mayor, porque la estadística de 1879 arroja una cifra casi igual para ambos sexos, 31.861 hombres y 30.247 mujeres.
Si ese predominio femenino no es debido ni al mayor nacimiento de mujeres ni a una mortalidad mayor entre los hombres, sólo puede ser el resultado de una emigración que arrastra las fuerzas vivas del país filera de la región central y de Chiloé.
Así la estadística nos lleva de la mano hasta esa rica región agrícola del centro y al áspero archipiélago del sur, y allí nos muestra el sitio en que la emigración se desarrolla.
En las condiciones de vida que atraviesa la masa de esas poblaciones está, pues, el secreto del peligroso mal que las invade, que debilita nuestra fuerza productora y amenaza el desarrollo nacional.
En Chiloé esa emigración no es un fenómeno que llame seriamente la atención. Una isla envuelta en brumas inclementes, que no ha sido animada por la industria, que explota sus bosques de una manera laboriosa y se ve arrastrada por las necesidades económicas a vivir entre los farellones de sus costas y frente al mar abierto, que le muestra el camino de una vida mas abundante, más segura y más risueña, es una isla fatalmente condenada a sentir que sus hijos la abandonen.
Los arrastra la atracción irresistible de la vida y en cambio sólo retienen lazos de una débil energía. Es, pues, natural que una corriente de emigración se desprenda de esas islas.
Pero en la zona central ninguna de esas causas poderosas nos puede explicar este fenómeno. Son otras las causas y otros los resortes que arrojan un número considerable de emigrantes fuera del país. Son condiciones sociales y económicas, que creemos posible remediar y cuyo análisis dejamos para un artículo final.
III
editarUno de los más hermosos triunfos de las investigaciones científicas del siglo es haber llegado a formular -aunque de una manera vaga todavía- las grandes leyes que dominan el movimiento social, y haber conseguido poner de manifiesto que esas leyes están sujetas a condiciones materiales que la estadística puede formular.
Los actos individuales de más caprichosas apariencias, que exigen un número mayor de circunstancias fortuitas para poderse producir y en que la voluntad del hombre parece dominar sin contrapeso, están sujetos, sin embargo, a una regularidad que pone de relieve un factor extraño y superior a la simple voluntad del individuo.
Todos sabemos que la criminalidad obedece a las fórmulas de una estadística casi absolutamente matemática, y que es posible decir de antemano no sólo cuál será la cifra de los crímenes que se van a cometer el año próximo, sino hasta su forma y hasta el instrumento con que los van a perpetrar.
Apoyándose en una masa enorme de datos recogidos, en dondequiera que hay una estadística medianamente organizada, ha llegado Quetelet a poner este hecho en completa transparencia. "En lo que se refiere a los crímenes, dice, los mismos números se reproducen con una constancia tal, que sería imposible desconocerla, aun para aquellos crímenes que parecen escapar más a toda previsión humana, tales como los asesinatos, puesto que en general se cometen a consecuencia de riñas que hacen sin motivó y en las circunstancias en apariencia más fortuitas. Sin embargo, la experiencia prueba que no solamente los asesinatos son anualmente más o menos en el mismo número, sino también que los instrumentos que sirven para cometerlos son empleados en las mismas proporciones".
El suicidio, que a primera vista es el acto que más difícilmente se puede sujetar a leyes regulares, las respeta, sin embargo, y por más temerario que parezca, se puede decir “el año próximo tantos hombres y tantas mujeres se verán arrastradas por la desesperación a una muerte voluntaria, como se puede decir el número de hombres y de mujeres que se van a unir en matrimonio".
Todo parece depender de leyes fijas, añade el autor que hemos citado; así encontramos anualmente casi el mismo número de suicidios, no sólo en general, sino aun haciendo la distinción de los sexos, de las edades y hasta de los instrumentos empleados para darse la muerte. Un año reproduce tan fielmente las cifras del precedente, que se puede prever lo que sucederá en el ano próximo.
Desprender los hechos de esa atmósfera de la arbitrariedad caprichosa y presentarlos sujetos a leyes inflexibles que tienen una base material, que se derivan de condiciones económicas, es abrir un campo inmenso a la acción del estadista. Si se demuestra que la criminalidad obedece, por ejemplo, al precio de la alimentación, abaratar ese precio será la única solución lógica de ese problema formidable que inútilmente se trata de resolver por otros medios. Si se demuestra que la acción del clima, del terreno y del aspecto con que la naturaleza se presenta, tienden a desarrollar ciertas cualidades de carácter y cierta inclinación intelectual, la educación debe tomar un giro conveniente para favorecer a resistir su desarrollo.
La uniformidad de esas grandes leyes exige como una consecuencia que para llegar al mismo resultado emplee el hombre político resortes que puedan ser opuestos. Que dirija la educación en su país hacia el desarrollo de la imaginación y trate en otro de cortar su vuelo para llegar en ambos al equilibrio intelectual.
Que en un país se esfuerce en levantar el precio del salario y se empeñe en otro en deprimir el valor del alimento, para llegar en ambos a hacer la vida fácil y posible.
Todavía del ineludible imperio de esas leyes se deduce que al hombre de Estado no le es lícito encerrarse dentro del marco de fierro de una fórmula preestablecida y absoluta, sino que en cada país y en cada caso debe buscar una fórmula especial en armonía con sus condiciones materiales y morales. La única fórmula aceptable es no tener ninguna, y mirar con suprema desconfianza esas panaceas políticas con que se pretenden curar todos los males.
Aplicando al problema social que nos ocupa el criterio que hemos bosquejado anteriormente, nos vemos obligados desde luego a renunciar a la fácil solución que se le da generalmente. La emigración no puede ser el simple resultado de la voluntad o el capricho individual cuando se desarrolla en vastas proporciones en un fenómeno social necesariamente sujeto a alguna ley.
No puede, pues, explicarlo el carácter inquieto y vagabundo de nuestro bajo pueblo, porque esa explicación no haría más que presentarnos el mismo problema en otros términos. Sería entonces necesario averiguar por qué domina ese espíritu movedizo en nuestras masas, por qué tan fácilmente se desatan los lazos de la familia y de la patria y se siente arrastrado nuestro pueblo a esa vida de azares y aventuras.
La explicación del fenómeno debe ser un hecho elemental o una serie de hechos sencillos, familiares y cuyo valor ha sido comprobado.
Desde luego vamos a anotar un punto de partida que la historia nos permite aseverar, y es que la emigración chilena es un fenómeno reciente, que se ha desarrollado a nuestra vista y todavía no abraza cuarenta años. En este mismo espacio de tiempo se ha acentuado un sensible cambio en nuestro clima, que la desaparición de los bosques, entre otras causas importantes han contribuido poderosamente a transformar.
Después de la desaparición de las grandes masas vegetales, que sirven de reguladores de la atmósfera, no tenemos ya en la zona central aquel clima blando y suave de otros tiempos. Ahora esa zona está sujeta a cambios muy bruscos y a muy ásperos descensos. No son ya las condiciones del clima tan regulares, tan uniformes, tan eminentemente templadas. Ahora el organismo humano está sujeto a una lucha con la atmósfera para poder sostener el calor interior que el medio ambiente se empeña en sustraerle. Pero no se ha operado en la alimentación un cambio relativo al que ha experimentado nuestro clima, y nuestro bajo pueblo continúa alimentándose como lo hacía en medio de otras condiciones atmosféricas.
De aquí resulta una grave y peligrosa anomalía: la de un pueblo que habita un clima frío y tiene la alimentación vegetal de los países tropicales, y que está, por consiguiente, fatalmente condenado al abuso de las bebidas alcohólicas para poder sostener su lucha con el clima.
La alimentación vegetal no le da calor al organismo y es por eso el alimento de las tierras calientes, de las tierras en que el hombre no necesita producir calor dentro de sí mismo para resistir al frío de la atmósfera exterior. En estas condiciones de lucha la alimentación animal, que aumenta esa producción de calor, es la lógica, y si no está al alcance del bajo pueblo, la trata de reemplazar, de una manera instintiva, por bebidas alcohólicas que producen un resultado semejante. Todas las disposiciones que se puedan inventar para hacer que desaparezca la embriaguez, irán a estrellarse contra esa ley física insalvable, mientras la base de la alimentación no se reforme y sea como ahora vegetal.
No conocemos más que un solo ejemplo de un pueblo colocado en condiciones de clima análogas a las de la región central de Chile y que viva a expensas de alimentos vegetales: ese pueblo es la Irlanda. Allí, como observa Bukle, “la clase labradora se ha alimentado durante dos siglos principalmente de papas, que fueron introducidos a fines del siglo XVI o principios del XVII". La papa es el alimento más barato. Si comparamos su poder reproductivo con el alimento que contiene, encontramos que su pedazo de tierra sembrado con papas podrá alimentar un número doble de individuos que otro pedazo de tierra sembrado con trigo. La consecuencia es que donde viven con papas, la población aumentará con doble rapidez que donde viven con trigo. Y así ha pasado. La población de Irlanda aumentaba con doble rapidez que la de Inglaterra y de ahí nacía la desigualdad en la distribución de la riqueza de los dos países.
Aun cuando en Inglaterra el desarrollo de la población era algo rápido, y la oferta de trabajo abundante, no pagándose, por consiguiente, un salario suficiente, sin embargo, la condición de sus obreros era la de un suntuoso esplendor comparada con aquella es que estaban condenados a vivir los obreros irlandeses. La causa principal de la miseria en que éstos estaban sumergidos eran los salarios bajos que no les permitían ni siquiera las comodidades más vulgares de la vida civilizada, y esto era el resultado natural de esa alimentación tan abundante y barata, que traía el desarrollo rápido de la población.
“Ésas han sido las consecuencias de una alimentación barata en un país que posee mayores recursos naturales que cualquier otro de Europa. Y si examinamos en una escala más vasta las condiciones sociales y económicas de los pueblos, veremos que en todas partes se produce el mismo resultado. Veremos que la alimentación de un pueblo determina el aumento de su número, y el aumento de su número trae la baja del salario. También veremos que donde los salarios son invariablemente bajos, la distribución de las riquezas se hará muy desigual, lo mismo que la distribución del poder político y de la influencia social".
La alimentación vegetal nos explica, pues, la fecundidad de nuestra raza, el bajo precio del salario, la distribución desigual de la riqueza, de la influencia política y social.
Más aún, esa alimentación vegetal en un país frío es una contradicción que existe desde hace cincuenta o sesenta años, y desde entonces principió también a dibujarse la corriente de la emigración chilena.
Esa contradicción sólo existe en la región central de Chile; no en el norte, donde la alimentación y el clima son diversos, lo mismo que son diversos, en el sur, y de aquí fluyen condiciones distintas, como nos ha demostrado la estadística.
Insensiblemente el análisis somero que hemos hecho de esta causa, que domina, a nuestro juicio, la superficie entera del problema, nos ha llevado más allá de lo que hubiéramos querido y por hoy nos deja sin espacio en que poder concluir.
IV
editarEn un articulo anterior nos hemos esforzado en hacer ver que la alimentación barata y vegetal de nuestro pueblo nos explica la notable fecundidad de nuestra raza y el bajo precio del jornal. En esas condiciones económicas es de todo punto inevitable una distribución desigual de la riqueza y del poder político y social.
Donde el jornal baja, el producto del terreno sube, la renta que paga el cultivador por el uso de la tierra también sube, y la clase propietaria en esas condiciones se enriquece mientras el bajo pueblo se hunde en la pobreza. Así, de una manera muy visible se han formado esas clases altas que nadan en la opulencia y esas clases bajas que se ahogan en la miseria, dueñas las unas del poder y desarrollándose las otras en una atmósfera servil que necesariamente enerva su carácter.
No tenemos ningún dato irrecusable que nos permita fijar la proporción entre la renta que paga el cultivador por arriendo de la tierra y el producto bruto del terreno; pero la cifra aproximada de que podemos disponer es una cifra enorme que, bajo este aspecto, nos coloca al nivel de los pueblos del Oriente.
En Inglaterra y en Escocia el valor del arriendo se estima en números redondos en 1/4 del producto bruto, en Francia es 1/3, en Estados Unidos mucho menos y en algunas partes es casi nominal; la República Argentina se encuentra en las mismas condiciones que la República del Norte: nosotros nos encontramos en las mismas condiciones que la India: pagamos casi la mitad del producto bruto de la tierra.
En presencia de ese fenómeno monstruoso la igualdad de las clases es una quimera irrealizable que perseguirán inútilmente los soñadores políticos, y que tendrá que subsistir mientras el salario bajo se mantenga dentro de los límites en que ahora lo tenemos. Y mientras la clase baja se sumerja en esas condiciones miserables, la sinceridad y la independencia del sufragio popular tendrá también que ser una quimera. La clase servil y miserable seguirá dócilmente las influencias de la clase rica y dominante, apoyándose el régimen feudal, constituido de ese modo en el poder tremendo de las leyes económicas.
Bajo esa misma base se han levantado las sociedades antiguas, los grandes y dóciles imperios del Asia y de la América, desarrollándose sus castas a la sombra de los mismos principios económicos. Y con la misma razón con que se ha dicho, que el arroz ha hecho la China, el ragi ha hecho la India, el maíz los grandes imperios de México y los incas, podemos decir que nuestro alimento va desarrollando todo un régimen social, régimen de clases y de castas, régimen de honda división que tiene como base el bajo precio del jornal.
Una válvula, sin duda alguna insuficiente y bajo muchos aspectos deplorable, es esa misma corriente de emigración que, como hemos visto, arrastra anualmente por lo menos 26.333 obreros de la zona central de la república. Esa enorme sustracción disminuye la oferta de trabajo y tiende a levantar el nivel de los salarios, o hace, por lo menos, que ese nivel no vaya más abajo todavía y desarrolle sus abrumadoras consecuencias.
También se empeña en establecer una base económica diversa la enorme mortalidad de nuestros párvulos. Como ya hemos dicho, los cálculos más modestos nos revelan que el sesenta por ciento de los niños mueren antes de llegar a los siete años. Esa espantosa mortalidad es el resultado de condiciones sociales y económicas. La miseria y las preocupaciones contribuyen igualmente a producirla. En medio de la miseria, la higiene es imposible, y la falta de higiene es mortal para el recién nacido. A esto se añade la superstición -esa hija desnaturalizada del sentimiento religioso-, que hace que el padre, desde el fondo de su miseria, no divise un porvenir mejor para su hijo que la muerte al nacer. En el bajo pueblo la muerte del hijo es una fiesta.
Si a esto se añade el fatalismo que domina en las creencias populares y que envuelve nuestras masas en la atmósfera de una enervante indiferencia, en esa resignación silenciosa de los pueblos orientales, sin iniciativa, sin esfuerzo por mejorar su condición, se explicará fácilmente que la muerte despedace esos muchachos entregados al acaso. Están irrevocablemente condenados esos hijos del azar, que sus padres ven nacer sin placer y ven morir sin dolor.
Mientras el bajo pueblo esté sumergido en la miseria, mientras viva en la promiscuidad horrible de los ranchos, no solamente tendremos condiciones físicas que hagan inevitable la mortalidad de los párvulos, sino también un fenómeno más grave, la falta de los sentimientos de familia en que nuestra sociabilidad se halla basada. La vida del rancho ha convertido la filiación en un problema casi siempre insoluble, y viene a acentuar más todavía las consecuencias de la superstición que hace mirar la muerte de los niños con una tremenda indiferencia. Sólo los padres lloran la muerte de los hijos, según la profunda y amarga expresión bíblica, y aquí, ¿quién es el que debe llorar?
Material y moralmente la atmósfera del rancho es una atmósfera malsana y disolvente, y que no solamente presenta al estadista el problema de la mortalidad de los párvulos, sino también el problema más grave todavía de la constitución del estado civil, de la organización fundamental de la familia; problema formidable en que hasta ahora no se ha fijado la atención y que está llamado a hacer una peligrosa aparición en un término acaso no lejano.
Y, sin embargo, esta vida del rancho tan desastrosa en la ciudad, es la forma más civilizada y más humana de la vida de los campos.
E sistema del inquilinaje ha sido durante muchos años el blanco de críticas acerbas, y bajo todas las formas se han exhibido sus errores y lastimosas consecuencias. Es evidentemente defectuoso un régimen en que no se concede al labrador en menor derecho sobre la tierra que trabaja; en que se le entrega a merced del propietario y en que sólo lo defiende de la caprichosa arbitrariedad de un señor una incierta y lejana protección social. Es evidentemente defectuoso un régimen que tiene todas las asperezas del régimen feudal sin tener en cambio ni siquiera su lado pintoresco.
Pero a la sombra de ese régimen el inquilino tiene un hogar, una tierra de sembrado, tiene animales, tiene la perspectiva de una posible economía, tiene hasta esos lazos que lo unen al propietario de una tierra en la que ha nacido y ha pasado su vida trabajando, lazos, que aunque débiles, establecen, sin embargo, cierta comunidad de interés y simpatía.
Hay ahí garantías de orden, garantías de sociabilidad; hay ahí la base de una familia. Ese hogar, ese sembrado, esos animales, esos hijos son garantías que el inquilino da a la sociedad.
Pero a la sombra de ese régimen, desde hace cuarenta o cincuenta años principió a aparecer el peón forastero, esa masa nómada, sin familia, sin hogar propio, sin lazo social, que recorre las haciendas en busca de trabajo. Esa masa flotante no hecha raíces en ninguna parte, no tiene nada que la ligue, y constituye la fuerza y la debilidad de Chile, su miseria adentro y su grandeza afuera.
Hay un hecho histórico que nos muestra el momento en que esa masa flotante ha aparecido. Todos conocen las dificultades con que tropezó el reclutamiento de los seis mil hombres que formaron la expedición al Perú del año 39. era necesario echar mano de medidas violentas para separar al inquilino de su hogar y de su siembra. Cuarenta años después, en 1879, las banderas de enganche recogían todos los voluntarios que habían recibido orden de enrolar, y sin esfuerzo más de cien mil hombres han pasado por las filas del ejército. Era la raza vagabunda la que suministraba ese enorme contingente militar y hacía posible que Chile presentara un frente de batalla que dejaba atrás todos los cálculos.
Esa masa enorme y peligrosa ha salido del rancho del inquilino, ha principiado a salir hace cuarenta o cincuenta años, precisamente en la misma fecha en que los efectos del cambio de clima se principiaron a sentir, en que el desequilibrio entre la alimentación y las condiciones atmosféricas se principió a acentuar, en que también las comunicaciones se principiaron a hacer fáciles, rompiendo las vías públicas el aislamiento en que vivían las haciendas.
Causas morales vienen a acentuar esos efectos de las causas económicas, como nos empeñaremos en hacer ver más adelante.
V
editarLa masa de población que recorre nuestros campos y nos presenta con todos sus peligros el gravísimo problema del proletariado, es una consecuencia del antiguo inquilinaje. El peón nómade ha salido de los ranchos; es el hijo del inquilino que va a rodar tierras en busca del trabajo y de condiciones de vida menos duras que las que encuentra al lado de sus padres.
Esa raza vagabunda es la expiación del régimen económico y social a que nuestras haciendas han estado sometidas, régimen que sólo podía sostenerse mientras la dificultad de comunicación mantuviera separadas la población urbana y la rural y que naturalmente debía caer hecho pedazos el día que se estableciera una corriente entre las ciudades y los campos.
En medio del antiguo aislamiento no tenía el inquilino más término de comparación que la casa y la vida del propietario del terreno, y esa casa y esa vida no diferían mucho de la suya. Las comodidades de la vida civilizada no alcanzaban a llegar hasta su vista; no palpaba el contraste entre la miseria y la opulencia que desde hace cuarenta años se presenta a sus ojos de una manera tan hiriente.
La facilidad de los transportes y sobre todo los establecimientos bancarios, han hecho posible la construcción de habitaciones elegantes y suntuosas, y llevar a los campos casi todos los refinamientos de la vida urbana, presentando al inquilino un nuevo ideal, una nueva y deslumbradora aspiración.
Esa brusca revelación de la riqueza ha debido lógica y necesariamente producir un sacudimiento moral muy semejante al que experimentaron los bárbaros al ver aparecer de una manera repentina los esplendorosos monumentos del imperio.
Esa inesperada revelación de la grandeza y del poder ha sido, como observa Gibbon, la vibración moral más intensa que ha experimentado el espíritu del hombre. Sentimiento de debilidad y sacudimiento de sorpresa, que produjeron un cambio que alcanzó hasta las profundidades más íntimas del alma salvaje de los hombres, operando una transformación silenciosa e invisible, pero indeleble. Esa aparición del mundo civilizado marca una época en la vida de pueblos que sólo habían conocido la miseria. Aunque en una escala inmensamente inferior, el mismo fenómeno de la sorpresa reveladiza se ha operado en nuestros campos, con la brusca aparición en medio de ellos de una civilización extraña y superior, y que bruscamente también despertaba en sus espíritus aspiraciones más vastas. Era aquello como si un rayo de luz penetrara en los ranchos, oscuros hasta entonces, alumbrando y poniendo de relieve las miserias que antes el ojo no veía. Y al mismo tiempo que el inquilino se sentía abrumado por aquella grandeza y tenía conciencia de la distancia enorme que mediaba entre su condición oscura y aquella brillante condición, al mismo tiempo que se abría el camino de su rancho a la ciudad, principiaban a arruinarse sus pequeñas industrias, principiaban a caer sus telares que la competencia extranjera dejaba sin trabajo, lo mismo que los frenos, las carretas, los arados, que todos los productos de sus artes groseras. Los ferrocarriles transformaban la vida de los campos haciendo desaparecer las posadas y las ventas del camino, que eran para el inquilino pequeñas fuentes industriales, que daban ocupación a las mujeres y a los niños.
Bajo todos aspectos era aquella una violenta crisis económica, que disminuía las entradas, disminuía las ocupaciones y aumentaba directamente la pobreza al mismo tiempo que despertaba aspiraciones nuevas y abría el camino de la ciudad para escapar a esa tremenda situación.
Era, pues, natural que el hijo del inquilino abandonara el rancho para salir en busca de trabajo y principiara a constituirse el proletariado, que aquí, como en todas partes, "se compone de restos o fracciones aisladas y sin fortuna, que salen del sistema ordinario de las clases".
En los primeros momentos ese fenómeno social pasó sin ser apercibido, pero ya ha alcanzado proporciones que pueden alarmar al que es capaz de entrever algo más allá del horizonte de los políticos vulgares, al que sabe, como dice Blunstchli, que "el principal deber del hombre de Estado debe consistir en impedir que los restos de grupos organizados caigan en las masas necesariamente inorgánicas y atónicas del proletariado, y debe esforzarse a fin de que estos restos entren nuevamente en las clases, en donde por lo menos tengan asegurada su subsistencia"
La emigración ha estado conteniendo los efectos de esa disolución social, llevando fuera del país los elementos que se desprenden del antiguo inquilinaje y cuya permanencia habría podido sumergirnos en una situación incierta y desastrosa.
Pero, sobre ser la emigración un remedio que el estadista no puede aceptar en ningún caso, nos coloca en presencia de uno de los hechos más tremendos que pueda presentar la sociedad, en presencia de un número mayor de mujeres que de hombres, como sucede en toda la región feudal de Chile. Ese hecho monstruoso -que por primera vez se ha formulado en los artículos que estamos escribiendo-, no puede persistir sin traernos una revolución económica y moral, cuyo formidable desarrollo debemos tratar de combatir.
No creemos necesario ahondar más aún este problema, porque creemos haber bosquejado sus contornos con suficiente claridad para poder decir que estamos envueltos en una cuestión social amenazadora y peligrosa, que reclama la más seria atención del estadista; para poder afirmar que atravesamos una situación en que la corriente de emigración y la enorme mortalidad de nuestros párvulos son dos válvulas que nos impiden caer en un estado más grave todavía; para poder decir que el proletario se está constituyendo a nuestra vista, y que delante de nosotros se desorganiza la familia en los ranchos y se destruye el equilibrio en los sexos.
Ahora preguntamos si es posible dejar que se desenvuelva tranquilamente una situación social en que el inquilinaje es un ideal; en que la emigración y la muerte de los párvulos no son dos males deplorables bajo todos sus aspectos; en que las mujeres predominan sobre los hombres por su número; en que el estado civil desaparece de los campos.
No hemos querido atenuar en lo más mínimo los colores sombríos de ese cuadro, porque creemos necesario contemplarlo en su deplorable y vergonzosa desnudez, para que sacuda con fuerza la atención e inspire la energía necesaria para hacerlo desaparecer de nuestra vista.
Desde luego, en presencia de esa amenazadora y grave situación, la doctrina de la indiferencia impasible, del laissez aller, laissez faire; está juzgada de una manera inexorable. Al amparo de esa doctrina imprevisora se ha desarrollado precisamente la situación que deploramos, y que de una manera natural se agravaría si permitiéramos que continuase desenvolviendo sus efectos.
Necesitamos, pues, intervenir para ayudar con mano vigorosa el establecimiento de nuevas condiciones económicas y nuevas condiciones morales, que nos saquen de la atmósfera en que las bajas capas sociales ahora se sienten asfixiar.
Necesitamos levantar el salario, y eso sólo se puede conseguir fomentando resueltamente el desarrollo industrial de este país, levantando la industria, protegiendo la industria; renunciando abierta y claramente a las pequeñas ventajas de la competencia extranjera que destruyen las pequeñas industrias nacionales, y que estamos pagando con el bienestar y la vida de nuestros compatriotas.
No sabemos que haya consideración que se pueda hacer valer en contra de una medida que tiende a emancipamos del monstruoso tributo que pagamos a pretendidas armonías económicas; no sabemos que haya consideración que pueda paralizar al estadista que va a resolver un problema que importa para Chile una emigración de treinta mil hombres y la muerte de un sesenta por ciento de sus párvulos; que destruye el equilibrio de los sexos y perturba la organización de la familia; que desarrolla el malestar del bajo pueblo y engendra el proletariado en nuestros campos.
En presencia de ese problema formidable, la protección a la industria, aun llevada hasta el sacrificio de ligeras ventajas inmediatas, en una necesidad imperiosa y un cálculo egoísta. Si el proletariado se desarrolla nos sumergirá en una de esas situaciones inciertas y llenas de inquietudes que imposibilitan el movimiento comercial y suspenden sobre una sociedad la amenaza inminente de un trastorno.
Y la posibilidad de esas situaciones no puede ser una quimera para el que recuerda el estado social que atravesamos cuando estalló la guerra hace cinco anos. Veíamos entonces que la cuestión social principiaba a hacer su sombría y tremenda aparición. Las doctrinas más disolventes flotaban en la atmósfera; los arrabales se presentaban a desafiar la fuerza pública en el corazón mismo de Santiago; partidas de bandoleros recorrían los campos; la policía estaba al acecho de incendiarios. Y aquella marea negra iba subiendo, haciéndose cada día más amenazadora y más audaz, y dejando entrever más claramente la perspectiva de esos trastornos sociales que no gobiernan las ideas sino las ferocidades salvajes del instinto.
Hasta allí nos llevó la imprevisión, el salario bajo, la falta de industrias nacionales, la miseria y la ociosidad del arrabal, y allí de nuevo nos veremos arrastrados si no conseguimos extirpar esas calamidades económicas.
No quiere esto decir que pidamos para la industria nacional una protección desatinada; que pidamos que se cierre la puerta a todos los productos extranjeros convirtiendo las aduanas en una muralla china que nos aísle del mundo comercial. Esa doctrina extravagante no puede ni siquiera pretender los honores de una formal refutación; pero la comprendemos mejor que la doctrina opuesta, que niega toda protección a toda industria del país y que de hecho protege las industrias extranjeras en su competencia con la industria nacional, desde que las primeras están ya organizadas y encuentran el capital a menor precio.
Esa alza del jornal que provoca el desarrollo de la industria, haría posible el cambio de alimentación, un desarrollo más regular de nuestra raza, la higiene y la economía -que no tendrá jamás un pueblo sumido en la miseria- y nos llevaría espontáneamente al cultivo moral e intelectual.
Una masa aguijoneada por las implacables exigencias de la vida no puede consagrarse a su mejoramiento intelectual, no puede pensar en economías ni higiene, está condenada a vegetar en el trabajo material y a que los vicios materiales la devoren.
Ahora, si esa masa es una masa nómada, errante, que va de rancho en rancho, de aduar en aduar, ¿cómo se puede pensar seriamente en inspirarle hábitos de higiene y de economía, en desarrollar su inteligencia y levantar su moral?
Lo primero es fijar esa masa, aglomerarla alrededor de un trabajo organizado, hacerla entrar en las clases sociales, presentarle un núcleo de condensación, y ese núcleo es el trabajo fijo del establecimiento y de la industria.
Esa condensación es, por otra parte, indispensable para organizar la enseñanza, que debe principiar por ser obligatoria, si se quiere llegar a un resultado, y que no podrá jamás tener ese carácter donde la mitad de la población está desparramada por los campos o lleva una vida vagabunda. La desagregación social hace imposible la educación del pueblo, que es la base de toda reforma y de todo desarrollo, y hará pedazos las tentativas que se hagan en esa dirección.
No necesitamos comentar las obvias consecuencias de un estado social en que la escuela no se puede establecer, y sólo hemos querido señalar la causa que reduce a generosas y estériles quimeras las tentativas que se hagan para establecer la enseñanza general y obligatoria.
Al lado de estas reformas que reclaman una protección resuelta de la industria y hagan posible su desenvolvimiento entre nosotros, viene naturalmente a colocarse la reforma en el régimen tributario del país.
El impuesto directo conserva la base feudal en toda su crudeza y ha presentado hasta hace poco los caracteres hirientes de un abuso. Caía con mano abrumadora sobre la pequeña industria y el hombre de trabajo, empeñándose estudiadamente en gravar tanto más al individuo cuanto mayor es la cantidad de esfuerzos que la ocupación de su vida le exija. Esa exorbitante carga del impuesto era una nueva barrera que impedía salir de la indigencia al hombre de las clases inferiores, haciendo artificialmente más penoso un desequilibrio económico, que era monstruoso por sí solo.
Gravar el trabajo y dejar pasar el capital era el principio supremo de ese régimen de impuestos, principio feudal que debemos invertir, para entrar en el criterio más justo y más humano de la organización social de nuestros días.
Si a esto se añade una aplicación más seria de los principios de la higiene, el establecimiento de la vacunación obligatoria, un servicio hospitalario para la asistencia de los párvulos y una organización menos estrecha de la caridad social, se tendrán en su conjunto las medidas primordiales que reclama de los hombres de Estado este problema que más adelante puede exigir soluciones de un carácter áspero y violento.
La cuestión agraria ha presentado en Irlanda caracteres de una tremenda gravedad y que deben servirnos de enseñanza. Durante un largo período allí habría bastado la mejora de los trabajos agrícolas para hacer desaparecer todo el problema, como lo prueba el hecho irrecusable de que han escapado de esa desastrosa situación los grandes propietarios que en hora oportuna adoptaron ese camino que encontraron cerrado los que, pasada la hora de oportunidad, quisieron imitar. "¿Cómo, dice uno de los historiadores de esas luchas, en medio de los conflictos, de las perturbaciones, de los crímenes y sobre todo de las inquietudes por el porvenir, podrán los dueños de la tierra emprender mejoras agrícolas que exigen mucho tiempo y dinero? Se había entrado en un círculo vicioso de que la desgraciada Irlanda, a pesar de tantos esfuerzos, parece no poder salir. El crimen crea la desconfianza, y la desconfianza, engendrando la miseria, provoca al crimen. El capital no viene a fecundar el suelo porque no hay seguridad, y la seguridad falta porque el capital falta". Era, pues, necesario aprovechar los momentos en que existía todavía la confianza, en que no había aparecido todavía el crimen agrario que dio origen al círculo vicioso de la Irlanda; ese momento en que sólo unos pocos hombres previsores entreveían la cuestión social que se acercaba.
En Irlanda la cuestión agraria ha sido el resultado de fenómenos que se presentan igualmente entre nosotros. "Cuando se leen -dice un escritor de la Revista de Ambas Mundos- las quejas de los labradores irlandeses, los libros y discursos de los que se ocupan de la Irlanda, se llega siempre a esta conclusión: todo el mal viene de la falta de seguridad de los labradores (insecurity of tenure)”. Ésta es la última palabra de la famosa investigación parlamentaria abierta en 1845 por una comisión conocida en Inglaterra con el nombre de "Devon comission". Esta expresión “falta de seguridad de la posesión" significa que no tiene en Irlanda seguridad de permanecer en la granja arrendada el hombre que la cultiva; significa que el trabajo no da ningún derecho a la tierra; y, ¿tiene entre nosotros el inquilino algún derecho a la tierruca que siembra? ¿Hay algo que le garantice que mañana no será expulsado por un simple capricho del señor de la tierra? ¿Podrá dejar a su hijo siquiera el pálido derecho de sucederlo en aquella vaga posesión? ¿Qué estímulo tiene entonces para mejorar su cultivo, arreglar su casa, para hacer cualquier trabajo? ¿Qué interés puede tener en aumentar la producción de un terreno que, si produce mucho, hará su posesión más incierta todavía, tentando la codicia del propietario?
Esa inseguridad de la tenencia es la base, como ya hemos dicho, de la cuestión irlandesa, y esa inseguridad de la tendencia también se presenta en nuestros campos. Allá produjo como primer efecto la emigración y el trabajador vagabundo -efectos que aquí también ha producido- después los white boys, los steel boys, los black feet y los ribonmen, es decir, el terror y el crimen agrario. Y por último los fenianos, que a todos los peligros de aquella situación vinieron a añadir las dificultades de complicaciones exteriores.
Los inconvenientes que la inseguridad de la tenencia desarrolla eran agravados por otro defecto, que también existe entre nosotros, y que se ha mirado como "un azote exclusivo de la Irlanda": el absentismo, es decir, el propietario ausente, el propietario que vive lejos y consume fuera de sus tierras las rentas que ellas le producen. Son muy claras las desastrosas consecuencias de un sistema que, según Gladstone, "tiende a aumentar esa clase, ya desgraciadamente numerosa, de ociosos que tienen plata y nada más, y que parecen no tener más fin en su vida que enseñamos a multiplicar las necesidades y elevar el nivel del lujo".
Como una consecuencia de esa doble falta vino el land bill de 1870 a dar un golpe tremendo al derecho de propiedad territorial. "No conozco, dice Lavelaye, estudiando esa ley, ejemplo de un pueblo que haya hecho hasta ese punto violencia a sus principios y a sus instintos para ir en auxilio de una población desgraciada. Ninguna población europea ha admitido, a lo menos que yo sepa, disposiciones tan revolucionarias en sus consecuencias. La Cámara de los Comunes las ha votado, sin embargo, comprendiendo que habrá sonado la hora de las reformas radicales".
La cuestión agraria, que medidas suaves y sencillas pudieron fácilmente resolver en su comienzo, exigió después violentos y ásperos remedios, que la necesidad suprema de salvar el orden social les imponía.
Vale más tomar en hora oportuna esas medidas que tener después que someterse al áspero imperio de la ley.