(Pintada por sí misma)


-¡Qué linda está usted hoy, Teresa!

-¡Vaya!

-Es la pura verdad. Ese pañolito de crespón rojo junto a ese cuello tan blanco...

-¡Dale!

-Ese pelo, tan negro como los ojos...

-¡Otra!

-Y luego, una cinturita como la de usted, entre los pliegues de una falda tan graciosa. ¡Vaya una indiana bonita!

-¡Jesús!

-Es que me gusta mucho el color de fila... cae muy bien sobre un zapatito de charol tan mono como el de usted... ¡Ay qué pie tan chiquitín!... ¡Si le sacara un poco más!...

-¡Hija, qué hombre!

-Yo quisiera tener una fotografía de usted en esa postura, pero mirándome a mí.

-¡Vaya un gusto!

-Ya se ve que sí.

-Pues también yo tengo fotografía, sépalo usted.

-¡Hola!

-Y hecha por Pica-Groom.

-¿En la postura que yo digo?

-¡Quiá! no, señor. Estoy de baile, como iba el domingo cuando usté nos encontró junto a la fábrica del gas.

-Por cierto que no quiso usted mirarme. ¡Cómo iba usted tan entretenida!...

-¡Si éramos ocho o nueve!

-¡Pero qué nueve, Teresa! Parecían ustedes un coro de Musas.

-Usté siempre poniendo motes a todo el mundo.

-Es que entre aquellos árboles, y subiendo la cuesta... ni más ni menos que la del monte Helicona...

-¿Ónde está eso?

-¿Helicona?... Un poco más allá de Torrelavega. El que no me gustó fue aquel Apolo que las acompañaba a ustedes.

-Si no se llama Polo... Es un chico del comercio.

-Lo supongo. Quiero decir que iba algo cursi. ¡Y ustedes iban tan vaporosas, tan bonitas!

-¡Otra! Si íbamos al baile de Miranda, como todos los domingos.

-Ya oí el organillo.

-Y aquel que nos acompañaba era uno de los que dan el baile... Y como nos había regalado billetes para todos los de verano en la huerta, y, si a mano viene, nos convida también a los de invierno, de salón...

-Ya sé que son chicos muy galantes esos empresarios y sus amigos: ellos pagan para que ustedes bailen todo el año gratis.

-Cabal. Y tan buenas somos nosotras como las señoritas que hacen lo mismo.

-Ya se ve que sí.

-Me parece que La Nata y Flor y El Órgano, no tienen nada que envidiar a ningún baile.

-Sobre todo en caras bonitas y cuerpos de sal y pimienta.

-Es que, como usté decía...

-Lo que yo decía, o iba a decir, es que el ir a un baile no es motivo para que usted deje de saludar en la calle.

-¡Jesús! ¿qué se diría?

-¿Cómo que «qué se diría»?

-Pues es claro... ¡Tratarse usté con costuderas!

-Lo dice usted con un retintín...

-No por cierto, hijo; pero es la verdad.

-Pues no hay tal cosa. Yo saludo a todo el mundo en la calle, con muchísimo gusto... Y sobre todo a usted.

-Muchas gracias; pero...

-¿Pero qué?...

-Que no le creo a usté, vamos; que usté es muy truhán... Y que no me fío de usté, en plata.

-¡Hola! ¿esas tenemos? ¿Y por qué me teme usted?... De fijo que no será por seductor.

-No por cierto. Es que entre usté y otros como usté, se cuenta lo que es y lo que no es.

-Me hace usted poco favor, Teresa.

-Lo siento, pero yo digo siempre la verdad. Cuando usté pasó el domingo junto a nosotras, íbamos hablando de eso una amiga y yo.

-¿La que iba a la derecha de usted?

-¿Por qué se fija usté en esa?

-Porque me hace mucha gracia: es una rubia saladísima.

-¿Le gusta a usté la Bigornia?

-¿Qué es eso de la bigornia?

-¡Otra! pues esa chica, que la llaman así.

-¿Y por qué la llaman así?

-Porque es hija de un calderero.

-¡Ave María Purísima!

-¿Y tampoco sabe usté cómo llaman a la que iba a mi izquierda?

-No, hija mía.

-Pues ¿en qué mundo vive usté, cristiano!

-Eso le probará a usted cuán injusta fue conmigo antes, al sospechar de mi sinceridad.

-Pero ¿quién no conoce aquí a la Feisanuca?

-Yo no la conozco por ese nombre... ¿Y por qué se le han dado?

-Porque su madre vende alubias en la plaza.

-¡Qué atrocidad!

-¡Otra!... Y al tenor de esos, todas tenemos mote... ¿Pero ahora se desayuna usté?

-Le aseguro a usted que sí. ¿Y quién se entretiene en bautizarlas de ese modo?

-Pues en la enseñanza, cuando somos chiquillas... o en los bailes después, nunca falta alguno que, por reírse un rato de nosotras, nos ponga un mote; y como lo malo corre mucho...

-¡Vaya una barbaridad! ¿Y ustedes entre sí, se llaman por esos nombres?

-¡Quiá!... Pero lo sabemos; y como no la deshonran a una.

-Es claro... Pero volvamos a la rubia.

-Parece que la tiene usté entre las cejas.

-Como me ha dicho usted que iban hablando de mí...

-¿Yo he dicho eso?

-Por lo menos una cosa muy parecida.

-Lo que yo dije es que íbamos hablando de lo mucho que se alaban algunos hombres de cosas que no les han pasado.

-Eso sí que no iría conmigo.

-No por cierto; pero iba con algunos que usté conoce muy bien.

-Podrá ser así... ¿Y sabe usted, Teresa, que de algún tiempo a esta parte anda muy entonada la rubia?

-¡Lo ve usté!

-Lo digo sin ánimo de injuriar a esa muchacha.

-Es que así se dicen todas las cosas, y luego... el diablo las enreda... En cuanto una se pone un día un poco vestida... Hija, ¡qué lenguas!... Ya se ve, ustedes están acostumbrados a oír que una señora gasta el oro y el moro para salir a la calle medio decente; y como nosotras no tenemos rentas, en cuanto nos ven algo majas ¡es claro! en seguida, que se lo regalan a una... ¡como no regalen!... Ni la rubia ni yo tenemos otras rentas que la peseta que ganamos a coser en las casas adonde nos llaman, y la jícara de chocolate, por la mañana y por la tarde, que nos dan además, como usté sabe. Pero conocemos nuestra obligación, y con dos varas de tul y seis de percalina hacemos un traje que los que no lo entienden piensan que vale un dineral... Lo mismo que lo que ahora llevo puesto... pues cuatro veranos tiene, y Dios sabe lo que tirará todavía si no se van del mundo el agua, el jabón y las planchas... ¡Vaya!

-Si yo estoy en eso mismo, hija mía.

-Es claro, esa muchacha es de suyo vistosa y arrogante; después, tiene unas manos divinas para cortar y coser, y hace un vestido de baile aunque sea de unas enaguas...

-Si no digo yo lo contrario...

-Y al verla en la calle compuesta, como ella tiene aquel semblante y aquel cuerpo... ¡uf! lo que menos se figura la gente que lo ha ganado de mala manera. Pues mire usté, para que se vea lo que son las cosas, todavía, después de vestirse con la peseta que gana la infeliz, te queda para que fume su padre... ¡Pero ya se ve!... es una pobre costudera... ¡y allá va eso! Pues si fuera yo a decir todo lo que sé... ¡Cuántos vestidos de moaré se pasean por esas calles que no se han pagado, y cuántos se han pagado sin el dinero del marido de las que los llevan!... Pero esas son señoras y tienen bula para todo... Lo mismo que lo demás... ¡Cuántos cuerpecitos que a ustedes les marean están hechos por estas manos!... Pero más vale callar.

-Es usted cruel, Teresa; lo que he dicho de la rubia fue... por decir algo. Desde hace dos o tres días, cuando pasa a las doce por la Plaza Vieja, la veo más compuesta que de costumbre...

-Eso es decir que usté se pone allí para verla pasar todos los días.

-No diré que por ella; pero por ella y por usted y por otras por el estilo, quizá, quizá.

-Y ¿qué saca usté de eso?

-Recrear la vista. ¡Como son ustedes tantas y tan bonitas!. Por cierto que me ha chocado ver cómo se las arreglan ustedes de manera que pasan siempre por la Plaza, sea cualquiera la procedencia que traigan.

-Pues eso quiere decir que por todas partes se va a Roma, y que cuando una deja la costura al medio día, de la hora que le queda para comer aprovecha la mitad para ver gente y tomar un poco el aire.

-Y ¡qué bonita era aquella amiga que la detuvo a usted esta mañana en la esquina del Puente!... pero no es tan elegante como usted.

-¿Una morena? Aquella no es amiga: es costudera de sastre.

-¡Ah, ya!... Como la vi hablar con usted...

-Me estaba dando un recado. Y no es porque yo tenga a menos ser amiga de algunas de ésas, sino que como las que cosemos en blanco en las casas tenemos sociedad aparte...Y no crea usté que nos faltaría motivo para darnos tono con ellas, porque ahí están las modistas que parece que nos honran cuando nos saludan en la calle.

-¡Vea usted qué demonio!

-Y ahora que me acuerdo, ¿qué le decía usté esta mañana a aquel otro señor de patillas, cuando nosotras pasábamos, que nos miraban tanto?

-¿Luego me vio usted?

-Yo veo todo lo que quiero.

-¡Ah, pícara! me servirá de gobierno. Pues decía a mi amigo que estaban ustedes mucho más bonitas cuando salían a la calle en Pelo, tan primorosamente peinadas, y con aquellos pañolitos al cuello, como el que usted tiene puesto ahora, que con la mantilla y el chal que les comen lo mejor de la figura.

-¡Otra!... ¡mira qué reparón!

-Ya se ve que sí.

-Pues no llevan todas mantilla.

-Y usted es una de esas excepciones; y para que nunca caiga en el pecado de ponérsela, se lo advierto.

-¿Y qué habría en ello de malo?

-Que con la mantilla dejaría usted de ser un tipo lindísimo y de pura raza santanderina, para confundirse con la vulgaridad de las señoritas más o menos cursis.

-Yo tengo amigas que llevan el velo muy bien.

-Es que el velo no le va bien a nadie, porque, sin cubrir una cabellera fea, oscurece una bonita, y exige un chal que oculta las formas...

-¡Qué enterado está usté de esas cosas, Ave María!

-Soy artista, Teresa.

-¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro?

-¡Friolera! Estudio la belleza donde quiera que la encuentro.

-Lo que usté estudia son picardías.

-Eso no es exacto, ni siquiera una razón en favor de los velos.

-Si a mí no me gustan tampoco; pero la moda... ¿Qué está usté mirando con tanto empeño por las vidrieras?

-¿Por qué se ha puesto usted tan colorada?

-¿Yo? ¡Jesús!... Puede que sea usté capaz de creer que es por ese chico que está en el portal de enfrente.

-Eso se llama curarse en sana salud.

-Es que pudiera usté creer cualquiera otra cosa; y como es un chico que me carga... Y eso que es muy buen mozo.

-Usted no me dice la verdad... Yo conozco bien a ese chico y sé que no la esperaría a usted todos los días a estas horas si no tuviera grandes esperanzas por lo menos...

-¿Habrá sido capaz, el muy tunante, de decirle a usté lo que no es?

-Mi palabra de honor que no he hablado con él de este asunto.

-Es que como se ha visto tanto de eso... Pues mire usté, porque no se crea otra cosa, ese chico no deja de gustarme; pero está perdiendo el tiempo.

-No comprendo...

-Hace un año que bailó conmigo en la Nata y Flor. Desde entonces yo no sé cómo él averigua en dónde coso; pero lo cierto es que todas las tardes me le encuentro, como ahora, al dejar la labor... sobre todo en invierno, que salimos de noche... Y esto es precisamente lo que me carga.

-¿El que la acompañe a usted de noche?

-No, señor: el que tenga a menos acompañarme de día.

-Entonces, ¿qué hace ahí enfrente?

-Esperarme; pero al llegar conmigo a la esquina me da una disculpa cualquiera y se larga... Y cuando coso en el Muelle, o en alguna calle del centro, me espera en el mismo portal: allí estamos un rato hablando, y luego... cada uno por su lado. Como usté comprenderá, esto no halaga nada a una mujer... Por eso me gustan más los de mi parigual.

-¿Y quiénes son ésos!

-Pues los chicos del comercio. Con éstos se entiende una bien; y si mañana u otro día... vamos... ¿está usté? Quiere decirse que allá nos andamos, y de pobre a pobre va... Pero de estos señoritos entran pocos en libra... Y, ¡ay de la infeliz a quien le toca uno!... ¡qué belenes, hija! primero con él, y después con su familia que la persigue a una como si una le hubiera ido a buscar... Ve usté... Y es claro: ellos empiezan por pasar el rato; y como suele suceder que una es tonta y se los cree, a lo mejor se encuentra con que no puede arrepentirse ya... Por eso le digo a usté que ese chico pierde el tiempo.

-Yo creo ahora todo lo contrario; porque acaba usted de decirme que a veces se los cree a pesar de todo.

-Es que yo he escarmentado en cabeza ajena... Mire usté que tengo una amiga ¡ay, la infeliz, las lágrimas que ella ha llorado, las palizas que la ha dado su padre y la estimación que ha perdido por un pícaro de esos que la engañó!... No, hijo, no: pobre nací, y no quiero ser señora a costa de tantos trabajos.

-Muy bien pensado. Pero, entre tanto, usted no despide a su adorador.

-Hasta ahora no me compromete; quiere decirse que el día en que esto vaya a suceder, ya será distinto.

-¡Ya!

-Y eso que nosotras nos hemos propuesto no hacer caso de ningún aristecrata; pero vienen los bailes, y, como usté sabe, van a ellos... porque lo que es en este particular, en nuestros bailes están todos los hombres que van a los de las señoras... Y muchos más.

Pues señor, la bailan a una, la hablan tan finos... Y una ¿qué ha de hacer? Pues es claro.

-Total, que el mocito que está en el portal de enfrente no perderá el tiempo.

-Parece que va usté a medias con él.

-Ojalá, Teresita... aunque en semejante negocio me sería muy difícil dar participación a nadie.

-¿Por qué?

-Porque es usted demasiado bonita.

-¿Me va usté a hacer el amor?

-Como usted me corresponda, sí.

-¿Y si se lo digo a la rubia?

-No tengo el gusto de conocerla más que de vista.

-De todos modos, no me gusta usté.

-Gracias por la franqueza.

-Tiene usté mala opinión de las mujeres.

-Si todas me tratan como usted, no me faltan motivos.

-Ya me hizo usté romper una abuja...

-No importa, yo la regalaré a usted un paquete.

-Es que a este paso no acabo la camisa en ocho días.

-Mejor; así la veré a usted más veces.

-Y le saldrá a usté muy cara la obra.

-A ese precio vaya usted haciéndome camisas.

-Pues ya que no regatea usté el tiempo, voy a robarle hoy un cuarto de hora.

-¿Para charlar?... aunque sea medio día.

-No señor, para ir a una tienda que está junto a la calle Alta, a comprar... cuatro cuartos de orejones, que me gustan mucho.

-(¡Llévete el mismo Satanás, grosera!)

-Como los trae de Castilla por mayor la tendera, que es amiga mía, da muchos más por cuatro cuartos que en las otras tiendas... ¿No le gustan a usté?

-¡No!

-¡Jesús, pues vaya una rareza!... Hágame el favor de dar esa tira que está debajo de usté, para amarrar la labor... Muchas gracias... ¡Pero qué mala cara se le ha puesto a usté de repente!

-Es que... tengo un flemón.

-¿Y no le dolía a usté antes!

-No tanto como ahora.

-Pues chumpe usté un higo paso, que es muy bueno para los flemones.

-Muchas gracias.

-Conque hasta mañana, que voy a por los orejones.

-¡Vaya usted con Dios!

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Escribir un libro de costumbres montañesas y no dedicar algunas páginas a la costurera sería quitar a Santander uno de los rasgos más característicos de su fisonomía. Tan notorio, tan visible es entre su población este ramo, que el sexo débil de ella puede, hechas las exclusiones de rigor, dividirse por partes iguales en mujeres-costureras y mujeres que no lo son. Pero hablar de las costumbres de las primeras tiene tres perendengues para un hombre que, como yo, no las conoce bien, porque equivocarse en el menor de los detalles tendría tres bemoles. En plata, lector: la costurera me infunde cierto respetillo, y no quiero echar sobre mi conciencia el compromiso de hacer su retrato.

-Y supuesto que el estilo es el hombre, y, por ende, la mujer, entérate del diálogo anterior, que es histórico; ve lo que de él puedes sacar en limpio, y allá te las arregles después, si Teresilla se cree agraviada (en lo que no sería justa) con tus deducciones. Por mi parte, estoy a cubierto de sus iras con decirle, en un lance apurado:

-Tu es auctor.