XV

Al siguiente día, 30 de octubre, ocurrieron grandes y conmovedoras novedades, si algo podía ya ocurrir capaz de aumentar la turbación de los ánimos. Desde por la mañana me había despedido mi ama, diciéndome que fuera a dar un paseo por la octava maravilla del mundo, y al mismo tiempo me mandó visitase en su celda al padre jerónimo que había de instruirme en las letras sagradas y profanas. Ambas cosas me contentaron mucho y más que nada, el ocio de que disfrutaba para recorrer a mi antojo el edificio y sus alrededores. El primer espectáculo que se ofreció a mi curiosidad, fue la salida del Rey a caza, lo cual no dejó de causarme extrañeza, pues me parecía que atribulado y pesaroso S. M. por lo que estaba pasando, no tendría humor para aquel alegre ejercicio. Pero después supe que nuestro buen monarca le tenía tan viva afición, que ni en los días más terribles de su existencia dejó de satisfacer aquella su pasión dominante, mejor dicho, su única pasión.

Yo le vi salir por la puerta del Norte, acompañado de dos o tres personas, entrar en su coche y partir hacia la Sierra, con tanta tranquilidad como si en palacio dejase la paz más perfecta. Sin duda debía de ser en extremo apacible su carácter, y tener la conciencia más pura y limpia que los frescos manantiales de aquellas montañas. Sin embargo, aquel buen anciano, a pesar de su alta posición y de la paz que yo suponía en su interior, más me inspiraba lástima que envidia. Aquélla se aumentó cuando vi que la gente del pueblo, reunida en torno al edificio, no mostraba a su Rey ningún afecto, y hasta me pareció oír en algunos grupos murmullos y frases mal sonantes, que hasta entonces creo no se habían aplicado a ningún soberano de esta honrada nación.

Recorriendo después las galerías bajas del palacio y las antecámaras altas, vi a otros individuos de la regia familia, y me maravilló observar en todos la misma forma de narices colgantes, que caracterizaba la casta de los Borbones. El primero que tuve ocasión de admirar fue el cardenal de la Escala, D. Luis de Borbón, célebre después por haber recibido el juramento de los diputados en la isla de León, y por otros hechos menos honrosos que irán saliendo a medida que avancen estas historias. No era el señor cardenal hombre grave, cubierto de canas, prenda natural de la edad y del estudio, ni representaba su rostro aquella austeridad que parece ha de ser inherente a los que desempeñan cargos tan difíciles: antes bien era un jovenzuelo que no había llegado a los treinta años, edad en la cual Lorenzana, Albornoz, Mendoza, Silíceo y otras lumbreras de la Iglesia española no habían aún salido del seminario.

Verdad es que existía la costumbre de consagrar al cardenalato a los príncipes menores que no podían alcanzar ningún reino grande ni chico, y el señor don Luis de Borbón, primo del rey Carlos IV, fue en esto uno de los mortales más afortunados, porque con la leche en los labios empezó a disfrutar las rentas de la mitra de Sevilla, y no cumplidos aún los 23, y mal digeridas las Sentencias de Pedro Lombardo, tomó posesión de la silla de Toledo, cuyas fabulosas rentas habría envidiado cualquier príncipe de Alemania o de Italia.

Pero cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento. Lo que hemos dicho era costumbre propia de la edad, y no es justo censurar al infante porque tomase lo que le daban. Su eminencia, tal y como le vi descender del coche en el vestíbulo de palacio, me pareció un mozo coloradillo, rubicundo, de mirada inexpresiva, de nariz abultada y colgante, parecida a las demás de la familia, por ser fruto del mismo árbol, y con tan insignificante aspecto, que nadie se fijara en él si no fuera vestido con el traje cardenalicio. D. Luis de Borbón subió con gran priesa a las habitaciones regias, y ya no le vi más.

Pero mi buena estrella, que sin duda me tenía reservado el honor de conocer de una vez a toda la familia real, hizo que viera aquel mismo día al infante D. Carlos, segundo hijo de nuestro Rey. Este joven, aún no aparentaba veinte años, y me pareció de más agradable presencia que su hermano el príncipe heredero. Yo le observé atentamente, porque en aquella época me parecía que los individuos de sangre real habían de tener en sus semblantes algo que indicase la superioridad; pero nada de esto había en el del infante D. Carlos, que sólo me llamó la atención por sus ojos vivarachos y su carita de Pascua. Este personaje varió mucho con la edad en fisonomía y carácter.

También vi aquella misma tarde en el jardín al infante D. Francisco de Paula, niño de pocos años que jugaba de aquí para allí, acompañado de mi Amaranta y de otras damas; y por cierto que el Infante, saltando y brincando con su traje de mameluco completamente encarnado, me hacía reír, faltando con esto a la gravedad que era indispensable cuando se ponía el pie en parajes hollados por la regia familia.

Antes de bajar al jardín habían llamado mi atención unos recios golpes de martillo que sentí en las habitaciones inferiores: después sucedieron a los golpes unos delicados sones de zampoña, con tal arte tañida, que parecían haberse trasladado al Real sitio todos los pastores de la Arcadia. Habiendo preguntado, me contestaron que aquellos distintos ruidos salían del taller del infante D. Pascual, quien acostumbraba matar los ocios de la vida regia alternando los entretenimientos del oficio de carpintero o de encuadernador con el cultivo del arte de la zampoña. Yo me admiré de que un príncipe trabajase, y me dijeron que el don Antonio Pascual, hermano menor de Carlos IV, era el más laborioso de los infantes de España, después del difunto D. Gabriel, celebrado como gran humanista y muy devoto de las artes. Cuando el ilustre carpintero y zampoñista dejó el taller para dar su paseo ordinario por la huerta del Prior en compañía de los buenos padres jerónimos que iban a buscarle todas las tardes, pude contemplarle a mis anchas, y en verdad digo que jamás vi fisonomía tan bonachona. Tenía costumbre de saludar con tanta solemnidad como cortesanía a cuantas personas le salían al paso, y yo tuve la alta honra de merecerle una bondadosa mirada y un movimiento de cabeza que me llenaron de orgullo.

Todos saben que D. Antonio Pascual, que después se hizo célebre por su famosa despedida del valle de Josafat, parecía la bondad en persona. Confieso que entonces aquel príncipe casi anciano, cuya fisonomía se habría confundido con la de cualquier sacristán de parroquia, era, entre todos los individuos de la regia familia, el que me parecía de mejor carácter. Más tarde conocí cuánto me había equivocado al juzgarle como el más benévolo de los hombres. María Luisa, que le tachó de cruel, en una de sus cartas profetizó lo que había de pasar a la vuelta de Valencey, cuando el infante congregaba en su cuarto lo más florido del partido realista furibundo.

Este pobre hombre, lo mismo que su sobrino el infante D. Carlos, eran partidarios del Príncipe Fernando, y aborrecían cordialmente al de la Paz; mas excusadas son estas advertencias, porque entonces ningún español amaba a Godoy, empezando por los individuos de la familia. Pero basta de digresiones, y sigamos contando. Quedé, si mal no recuerdo, en el anuncio de ciertas novedades que dieron inesperado giro a los sucesos; mas no dije cuáles fueran. Parece que a eso de la una el ilustre prisionero, luego que se enteró de que su padre había salido a caza, mandó a la Reina un recado suplicándola fuese a su cuarto, donde le revelaría cosas muy importantes. Negóse la madre; pero envió al marqués Caballero, quien recogió de labios del Príncipe las declaraciones de que voy a hablar.

No crean Vds. que tan estupendas nuevas eran del dominio de todos los habitantes del Escorial. Yo las supe porque Amaranta las contó al diplomático y a su hermana, y como por mi poca edad y aspecto de mozuelo distraído y casquivano, creían que yo no había de prestar atención a sus palabras, no se cuidaban de guardar reserva delante de mí.

Conforme dijo Amaranta, todas las personas reales andaban azoradas y aturdidas porque, según las últimas declaraciones del Príncipe, se sabía ya con certeza que los conjurados tenían de su parte a Napoleón en persona, cuyas tropas se acercaban cautelosamente a Madrid con objeto de apoyar el movimiento. También había denunciado Fernando a sus cómplices, llamándoles pérfidos y malvados; y según las indicaciones que hizo, los rumores tiempo há propalados sobre proyecto de atentar a la vida de la Reina, no carecían de fundamento. En cuanto al Rey, los amigos del Príncipe no debían de tener muy buenas intenciones respecto a él, porque éste había nombrado generalísimo de las tropas de mar y tierra al duque del Infantado en un decreto que empezaba así: «Habiendo Dios tenido a bien llamar para sí el alma del Rey, nuestro padre, etc».

No se fijaron bien en mi imaginación estos pormenores; pero habiendo leído más tarde los incidentes de aquel proceso célebre, puedo auxiliar mi memoria con tanta eficacia que resulte la narración de los hechos tan viva como hija del recuerdo. Lo que sí me acuerdo es que Amaranta, alarmada con lo de Bonaparte, tenía gran placer en hacer consideraciones sobre la bajeza del Príncipe al denunciar vilmente a sus amigos. La marquesa se resistía a creerlo, y los comentarios, que no copio por no ser molesto, duraron mucho tiempo.

No había aún oscurecido cuando volvió el Rey de caza, y hora y media después un gran ruido en la parte baja del alcázar nos anunció la llegada de otro importante personaje. Corrí al patio grande y ya no pude verle, porque habiendo descendido rápidamente del coche, subió por la escalera con prisa de llegar pronto arriba. Únicamente se distinguía un bulto arrebujado en anchísima capa como persona enferma que quiere preservarse del aire; mas no me fue posible ver sus facciones.

-Es él -dijeron algunos criados que había junto a mí.

-¿Quién? -pregunté con viva curiosidad.

Entonces un pinche de la cocina, con quien había yo trabado cierta amistad por ser el funcionario encargado de darme de comer, acercó su boca a mi oído, y me dijo muy quedamente:

-El choricero.

Más adelante tuve ocasión de hablar con este personaje; pero su pintura pertenece a otro libro.