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Aún me faltaba oír, antes de volver a casa, otra opinión muy distinta de las anteriores, y era la para mí respetabilísima de Pacorro Chinitas, el amolador, personaje que tenía establecida su portátil industria en la esquina de nuestra calle. Me parece que aún estoy viendo la piedra de afilar que en sus rápidas evoluciones despedía por la tangente, al contacto del acero, una corriente de veloces chispas, semejantes a la cola de un pequeño cometa; y como era mi costumbre no apartar la vista de la máquina mientras hablaba con el Júpiter de aquellos rayos, el fenómeno ha quedado vivamente impreso en mi imaginación.

Era Pacorro Chinitas un hombre que aparentaba más de edad de la que realmente tenía, merced a los disgustos domésticos, de que era autora su mujer, célebre buñolera del Rastro, a quien llamaban la Primorosa. No puedo menos de dar algunas noticias sobre este ejemplar matrimonio, porque los dos seres que lo formaban figuran algo en acontecimientos posteriores, y que he de contar, si para entonces tengo vida y el lector paciencia, como espero.

Es, pues, el caso que Pacorro Chinitas, varón manso y discreto, no podía hacer buenas migas con la Primorosa, cuya fama, extendida de polo a polo, es decir, desde la calle de la Pasión hasta el pórtico de San Bernardino, la acusaba de mujer pendenciera, batalladora y que partía de un bofetón un par de quijadas, sin que estas y otras hazañas la hicieran nunca caer en manos de la justicia. Chinitas se vio obligado a pedir una separación, resignándose a no tener más compañera que la rueda coronada de chispas, y en esta situación le conocí. Luego que nos hicimos amigos contome las picardías de su antigua mitad, y así como en otros temas era discretísimo, en este era muy pesado, pues no pasaba día sin que me regalara un nuevo capítulo de la larga historia de sus cuitas matrimoniales. Como yo encontrara en aquel hombre cierta madurez de juicio, cierto sentido práctico que en los demás no hallaba, resultó que me aficioné a su conversación, y cuanto él decía me parecía entonces de perlas, sin que pudiera explicarme la razón de esta preferencia por los juicios de un hombre ignorante y rudo. Después he meditado bastante sobre las cosas de aquel tiempo, y sobre la opinión general, y puedo deciros sin miedo de equivocarme, que el hombre de más talento que conocí en aquellos días fue el amolador de la calle del Baño.

Para muestra referiré mi conversación con él.

-¡Hola, Chinitas! ¿Cómo va? ¿Qué es eso que cuentan por ahí? ¿Con que tenemos a los franceses en España?

-Eso dicen -contestó-. Y la gente está contenta.

-Y parece que van a cogerse a Portugal.

-Pues ello... así dicen.

-Eso me parece muy bien. ¿Para qué sirve Portugal?

-Mira Gabrielillo -dijo incorporándose y apartando de la rueda las tijeras, con lo cual cesaron por un momento las chispas-; tú y yo somos unos brutos que no entendemos palotada de cosas mayores. Pero ven acá: yo estoy en que todos esos señores que se alegran porque han entrado los franceses, no saben lo que se pescan, y pronto vas a ver cómo les sale la criada respondona. ¿No piensas tú lo mismo?

-¿Qué he de pensar? Como Godoy es tan malo de por sí, cátate ahí que Napoleón viene a quitarlo de enmedio, y a poner en el trono al Príncipe de Asturias, que dicen es un gerifalte para el gobierno.

Chinitas volvió a aplicar el acero a la piedra, dandole movimiento con el pie, y después de contestar a mis observaciones con un mohín muy expresivo, añadió:

-Yo digo y repito que todos estos señores parece que están bobos. Nosotros, los que no sabemos leer ni escribir, acertamos a veces mejor que ellos; y lo que ellos no pueden ver, porque les encandila el sol de un poder que tienen tan cerca, lo vemos nosotros desde abajo; y si no, di tú: ¿No es preciso estar ciego para comprender que Napoleón no dice lo que tiene pensado? ¿Ese hombre, no ha revuelto todas las partes del mundo; no ha quitado de los tronos los reyes que ha querido para poner a los mocosos de sus hermanos? Dicen que viene a poner al Príncipe de Asturias y a quitar al choricero. De eso me río yo. Sí, porque Godoy y él no están de compinche para hacer cualquier picardía... A mí con esas. Lo que menos le importa a Napoleón es que reine Fernandito o prive D. Manuel; lo que él quiere es cogerse a Portugal para darle un pedazo a Godoy, y otro pedazo a la infanta que han puesto de reina allá en Trucha o Truria...

-Pues que lo cojan y lo repartan -dije yo con gran crueldad para nuestros vecinos-, ¿qué nos importa? Con tal que quiten a ese hombre tan malo...

-Si cogen a Portugal, porque es un reino chiquito, mañana cogerán a España, porque es grande. Yo me enfado cuando veo a esos bobalicones que andan por ahí, abates, petimetres, frailes, covachuelistas, y hasta usías muy estirados, que se ríen y se alegran cuando oyen decir que Napoleón se va a embolsar a Portugal, y con tal de ver por tierra al guardia, no les importa que el francés eche el ojo a un bocadito de España, que no le vendrá mal para acabar de llenar el buche.

-Pero como dicen que no hay pecado que el choricero no haya cometido...

-Mira, chiquillo -contestó con aplomo, probando con el dedo el filo de las tijeras-; yo me río de todas las cosas que cuentan por ahí. Es verdad que ese hombre es un ambicioso que no va más que a enriquecerse; pero si ha llegado a ser duque y general y príncipe y ministro, ¿de quién es la culpa sino de quien le ha dado todo eso sin merecerlo? Si vienen y te dicen a ti: «Gabriel, mañana vas a ser esto y lo otro, porque me da la gana, y sin que necesites para ello quemarte las cejas estudiando latín», ¿qué dirás tú? Dirás, «pues venga.»

-Eso no tiene duda.

-Y aunque ese hombre es una buena pieza y ha hecho muchas maldades, la mitad de lo que dicen es mentira. También habrás visto que hoy le escupen muchos que antes le adulaban; es que saben que va a caer, y la sombra del árbol carcomido no le gusta a la gente. ¡Ah!, me parece que aquí vamos a ver grandes cosas, sí señor, grandes cosas. Digo y repito, que de esto va a resultar lo que nadie piensa, y muchos que hoy se restriegan las manos de contento, llorarán mañana a moco y baba; y si no, acuérdate de lo que te digo.

Aquellas razones, que me parecían encerrar profunda verdad, me hicieron pensar; y como persona que ya se preciaba de saber escoger los hombres, pensé que aquel sabio amolador era digno de ocupar un puesto de consideración a mi lado, cuando yo fuera generalísimo, primer secretario de Estado, archipámpano, y tuviera todas las jerarquías que esperaba de la protección y ayuda de mi divina Amaranta.

-Pues yo lo que deseo -dije-, es que venga de una vez ese príncipe tan bueno, que todo lo ha de arreglar a pedir de boca. ¿No cree usted, lo mismo?

-Mira, chiquillo -repuso Chinitas con sibilítico tono-, yo me tengo tragado que el heredero no vale para maldita la cosa, y esto no se puede decir sino acá para entre los dos, porque si algunos nos oyeran, lloverían almendradas. Cuando vivía la señora princesa de Asturias, que en gloria esté, todos decían que Fernandito era enemigo de los franceses y de Napoleón, porque éste ayudaba a Godoy, y ahora resulta que los franceses son la mejor gente del mundo y Napoleón tan bueno como pan bendito, sólo porque parece arrimarse al partido del Príncipe de Asturias. Esa no es gente formal, Gabrielillo; y yo lo que veo es que el heredero tiene muchas ganas de serlo antes de que muera su padre, aunque es de creer que el canónigo de Toledo y otros personajes le tienen sorbidos los sesos, y serían capaces de obligarle a ser mal hijo, con tal que ellos pudieran después echarse al cuerpo los mejores destinos. Esa gente de arriba es muy ambiciosa, y hablando mucho del bien del reino, lo que quiere es mandar; tenlo presente. Yo, aunque no me han enseñado a leer ni a escribir tengo mi gramática parda; sé conocer a los hombres, y aunque parece que somos bobos y nos tragamos todo lo que nos dicen, ello es que a veces columbramos la verdad mejor que otros muy sabiondos, y vemos clarito lo que ha de venir. Por eso te digo que veremos cosas gordas, muy gordas; y si no, acuérdate de lo que te digo.

Así habló Chinitas. Cuando me separé de él para entrar en casa, recuerdo, que iba resumiendo las distintas conferencias de aquella mañana y lo mucho y vario que sobre un mismo asunto había oído en anteriores días. Cada cual juzgaba los sucesos según sus pasiones, y como yo no podía formarme idea exacta de la importancia de aquellos hechos, en mi juvenil ignorancia y equivocado patriotismo, creía muy justo que el conquistador del siglo se apoderara de un pequeño reino, que a mi juicio no servía más que de estorbo. En cuanto a Godoy, no había duda de que los comerciantes, los nobles, los petimetres, el pueblo, los frailes, y hasta los malos poetas anhelaban su caída, unos con razón y otros sin ella; unos por convicción de la ineptitud del valido; bastantes por envidia, y muchos porque creían a pie juntillas que habíamos de estar mejor cuando nos gobernara el heredero de la corona. Fue singular cosa que todos se equivocaran respecto a la marcha de los futuros sucesos esperando el próximo arreglo de todos los trastornos; fue singular cosa que el optimismo ciego de la mayoría no alcanzase a comprender lo que penetró con su ruda desconfianza el buen juicio del amolador. Cada vez estoy más convencido de que Pacorro Chinitas fue una de las más grandes notabilidades de su época.