La corte de Carlos IV/V
V
Las diez serían cuando solemnemente entraron las dos damas de que antes hice mención. ¡Lesbia, Amaranta! ¿Quién podrá olvidaros si alguna vez os vio? Excusado es decir que iban de incógnito, y en coche, no en litera donde fácil hubiera sido conocerlas al indiscreto vulgo. Las pobrecillas gustaban mucho de aquellas reuniones de confianza, donde hallaban desahogo sus almas comprimidas por la etiqueta.
Ha de saberse que en las reuniones clásicas de familia o de palacio, en las reuniones donde reinaba con despótico imperio la ley castiza, no ocurría cosa alguna que no fuese encaminada a producir entre los asistentes un decoroso aburrimiento. No se hablaba, ni mucho menos se reía. Las damas ocupaban el estrado, los caballeros el resto de la sala, y las conversaciones eran tan sosas como los refrescos. Si alguien tocaba el clave o la guitarra, la tertulia se animaba un poco; pero pronto volvía a reinar el más soporífero decoro. Se bailaba un minueto; entonces los amantes podían saborear las platónicas e ideales delicias que resultaban de tocarse las yemas de los dedos, y después de muchas cortesías hechas con música, volvía a reinar el decoro, que era una deidad parecida al silencio.
Nada tiene de particular que algunas damas de imaginación buscaran en reuniones menos austeras pasatiempos más acordes con su naturaleza, y aquí traigo a la memoria El sí de las niñas, que censurando la hipocresía en la educación, es una general censura de la hipocresía en todas las fases de nuestras antiguas costumbres. Todo anunciaba en aquellos días una fuerte tendencia a adoptar usos un poco más libres, relaciones más francas entre ambos sexos, sin dejar de ser honradas, vida en fin, que se fundara antes en la confianza del bien, que en el recelo del mal, y que no pusiera por fundamentos de la sociedad la suspicacia y la probabilidad del pecado. La verdad es que había mucha hipocresía entonces: porque las cosas no se hicieran en público, no dejaban de hacerse, y siendo menos libres las costumbres, no por eso eran mejores.
Lesbia y Amaranta entraron haciendo cortesías y gestos encantadores, que revelaban la alegría de sus corazones. Las acompañaba el tío de Amaranta, viejo marqués diplomático: pero antes de decir quién era éste, voy a referiros cómo eran ellas.
La duquesa de X (Lesbia), era una hermosura delicada y casi infantil, de esas que, semejantes a ciertas flores con que poéticamente son comparadas, parece que han de ajarse al impulso del viento, al influjo de un fuerte sol, o perecer deshechas si una débil tempestad las agita. Las que se desataron en el corazón de Lesbia no hicieron estrago alguno, al menos hasta entonces, en su belleza.
Parecía haber salido el día antes del poder de las buenas madres de Chamartín de la Rosa y que aún no sabía hablar sino de los bollos del convento, de las hormigas de la regla de San Benito y de los cariños de la madre Circuncisión. ¡Pero cómo desmentía esta creencia en cuanto comenzaba a hablar la muy picarona! En su lenguaje tomaba mucha parte la risa, con tanta franqueza y tan discreta desenvoltura, que nadie estaba triste en su presencia. Era rubia, y no muy alta, aunque sí esbelta y ligera como un pajarito. Todo en ella respiraba felicidad y satisfacción de sí misma; era una naturaleza tan voluntariosa como alegre, a quien ningún extraño albedrío podía sujetar. Los que tal intentaron principiarían por enojarla, y enojarla era echarla a perder destruyendo la mitad de sus encantos.
Entre las cualidades que hacían agradable el trato de Lesbia descollaba su habilidad en el arte de la declamación. Era una cómica consumada, y según conocí después, su talento sin igual para la escena no se reducía a los estrechos lienzos pintados de los teatros caseros, sino que tomaba más ancho vuelo, desplegándose en todos los actos de la vida. Siempre que se daba alguna función extraordinaria en cualquiera de las principales casas de la corte, ella hacía la mejor parte, y a la sazón Máiquez le enseñaba el papel de Edelmira en la tragedia Otello, que debía ponerse en escena en el teatro doméstico de cierta marquesa. Isidoro y mi ama estaban también designados para cooperar en aquella representación, anunciada como muy espléndida.
Lesbia era casada. Tres años antes, y cuando apenas tenía diez y nueve, contrajo matrimonio con un señor duque que se pasaba el tiempo cazando como un Nemrod en sus vastas dehesas: venía alguna vez a Madrid hecho un zafiote para pedir perdón a su mujer por las largas ausencias, y jurarle que tenía el propósito de no disgustarla más, viviendo lejos de ella. Sin que nadie me lo diga, afirmo que Lesbia se quejaría con su dulce vocecita; pero cuidando de no esforzar su queja en términos que pudieran decidir al duque a cambiar de vida.
Amaranta era un tipo enteramente contrario al de Lesbia. Ésta agradaba; pero Amaranta entusiasmaba. La apacible y graciosa hermosura de la primera hacía pasajeramente felices a cuantos la miraban. La belleza ideal y grandiosa de la segunda causaba un sentimiento extraño, parecido a la tristeza. Pensando en esto después, he creído que la singular estupefacción que experimentamos ante uno de estos raros portentos de la hermosura humana, consiste o en creencia de nuestra inferioridad o en la poca esperanza de poseer el afecto de una persona, que a causa de sus muchas perfecciones, será solicitada por sin número de golosos.
Entre las mujeres que he visto en mi vida, no recuerdo otra que poseyera atracción tan seductora en su semblante, así es que no he podido olvidarla nunca, y siempre que pienso en las cosas acabadas y superiores, cuya existencia depende exclusivamente de la Naturaleza, veo su cara y su actitud como intachables prototipos que me sirven para mis comparaciones. Amaranta parecía tener treinta años. La gloria de haber producido a aquella mujer te pertenece en primer término a ti, Andalucía, y después a ti, Tarifa, fin de España, rincón de Europa donde se han refugiado todas las gracias del tipo español, huyendo de extranjera invasión.
Con lo dicho podrán ustedes formar idea cómo era la incomparable condesa de X, alias Amaranta, y excuso descender a pormenores que ustedes podrán representarse fácilmente, tales como su arrogante estatura, la blancura de su tez, el fino corte de todas las líneas de su cara, la expresión de sus dulces y patéticos ojos, la negrura de sus cabellos y otras muchas indefinidas perfecciones que no escribo, porque no sé cómo expresarlas; calidades que se comprenden, se sienten y se admiran por el inteligente lector, pero cuyo análisis no debe éste exigirnos, si no quiere que el encanto de esas mil sutiles maravillas se disipe entre los dedos de esta alquimia del estilo, que a veces afea cuanto toca.
No conservo cabal memoria de sus vestidos. Al acordarme de Amaranta, me parece que los encajes negros de una voluminosa mantilla, prendida entre los dientes de la más fastuosa peineta, dejan ver por entre sus mil recortes e intersticios el brillo de un raso carmesí, que en los hombros y en las bocamangas vuelve a perderse entre la negra espuma de otros encajes, bolillos y alamares. La basquiña del mismo raso carmesí y tan estrecha y ceñida como el uso del tiempo exigía, permite adivinar la hermosa estatua que cubre; y de las rodillas abajo el mismo follaje negro y la cuajada y espesa pasamanería terminan el traje, dejando ver los zapatos, cuyas respingadas puntas aparecen o se ocultan como encantadores animalitos que juegan bajo la falda. Este accidente hasta llega a ser un lenguaje cuando Amaranta, atenta a la conversación, aumenta con el encanto de su palabra los demás encantos, y añade a todas las elocuencias de su persona la elocuencia de su abanico.
Esto en cuanto a la condesa. Refiriéndome a Lesbia, si quiero acordarme de su vestido, todo me parece azul. Figúrensela Vds. con mantilla blanca y guarda-pies azul bordado de encajes negros; y si no es cierto que estuviera así, tampoco es inverosímil que pudiera estarlo.
Antes de la noche a que me refiero, había visto hasta tres veces a las dos lindas mujeres en casa de mi ama. Desde luego comprendí que una y otra eran personas muy metidas en los enredos de la corte, aunque en las clandestinas tertulias de mi casa poco dejaban traslucir. Algunas veces, sin embargo, disputaban las dos en tales términos y con tan mal disimulado ensañamiento que me pareció no existía entre ellas la mejor armonía. También mentaban de vez en cuando los negocios públicos, y a tal o cual persona de la real familia: pero en tales casos siempre daba el tema el señor marqués y tío de Amaranta, personaje que no podía estar en sosiego, si no realzaba a todas horas su personalidad, sacando a relucir a tontas y a locas los negocios diplomáticos en que se creía muy experto.
La noche a que corresponde mi narración, había asistido también el celebérrimo tío, de quien ante todo diré que parecía cosido a las faldas de su sobrina, pues la acompañaba a todas partes, sirviéndole de rodrigón en la iglesia, de caballero en el paseo y de pareja en los bailes. No sé si he dicho que Amaranta era viuda. Si antes lo dije, dese por repetido.
El marqués (callemos el título por las mismas razones que nos movieron a disfrazar el de las damas) era un viejo de mas de sesenta años, que había ejercido varios cargos diplomáticos. Elevado por Floridablanca, sostenido por Aranda, y derribado al fin por Godoy, conservó rencorosa pasión contra este ministro, y por esta causa todas sus disertaciones, que eran interminables, giraban sobre el capitalísimo tema de la caída del favorito. Su carácter era vano, aparatoso y hueco, como de hombre que habiéndose formado de sí mismo elevado concepto, se cree destinado a desempeñar los más altos papeles. Por su grandilocuencia, que no era inferior a la flojedad efectiva de su ánimo, servía como objeto de agudísimas burlas entre sus amigos, y en todos los círculos que frecuentaba, se divertían oyéndole decir: ¿Qué hará la Rusia...? ¿Secundará el Austria tan atroz proyecto? ¡Un gran desastre nos amaga...! ¡Ay de las potencias del Mediodía...! y otras igualmente misteriosas, con que se proponía darse importancia, cuidando siempre en su estudiada reserva de decir las cosas a medias, y de no dar noticias claras de nada, para que los oyentes, llenos de dudas y oscuridades, le rogasen con insistencia que fuese más explícito.
He dado estos detalles para que se comprenda qué clase de espantajos había entonces para regocijo de aquella generación. En cuanto a mí, siempre me han hecho gracia estos tipos de la vanidad humana, que son sin disputa los que más divierten y los que más enseñan.
Como hombre poco dispuesto a transigir con las novedades peligrosas, y enemigo del jacobinismo, el marqués se esforzaba en conseguir que su persona fuese espejo fiel de sus elevados pensamientos, así es que miraba con desdén los trajes de moda, y tenía gusto en sorprender al público elegante de la corte y villa con vestidos anticuados de aquellos que sólo se veía ya en la veneranda persona de algún buen consejero de Indias. Así es que si usó hasta 1798 la casaca de tontillo y la chupa mandil, en 1807 todavía no se había decidido a adoptar el frac solapado y el chaleco ombliguero, que los poetas satíricos de entonces calificaban de moda anglo-gala.
Me falta añadir que el marqués, con su anti-jacobinismo y su peluca empolvada, digna de figurar en las Juntas de Coblentza, había sido hombre de costumbres bastante disipadas. En la época de mi relación la edad le había corregido un poco, y todas sus calaveradas no pasaban de una benévola complicidad en todos los caprichos de su sobrina. No vacilaba en acompañarla a sus excursiones y meriendas en la pradera del Canal o en la Florida, con gente de categoría muy inferior a la suya. Tampoco ponía reparos en ser su pareja en las orgías celebradas en casa de la González o la Prado, pues tío y sobrina gustaban mucho de aquella familiaridad con cómicos y otra gente de parecida laya. Excusado es decir que tales excursiones eran secretas y tenían por único objeto el esparcir y alegrar el espíritu abatido por la etiqueta. ¡Pobre gente! Aquellos nobles que buscaban la compañía del pueblo para disfrutar pasajeramente de alguna libertad en las costumbres estaban consumando, sin saberlo, la revolución que tanto temían, pues antes de que vinieran los franceses y los volterianos y los doceañistas, ya ellos estaban echando las bases de la futura igualdad.