La corte de Carlos IV/III
III
Contado este suceso, muy anterior a los que son objeto del presente libro, empezaré mi narración, la cual irá al compás de ciertos hechos ocurridos en el Otoño de 1807, año que en la mente de los madrileños quedó marcado con el recuerdo de la famosa conspiración de El Escorial.
No quiero escribir una palabra más, sin daros a conocer a una persona que desde aquellos días ocupó lugar privilegiado en mi corazón, siendo a la vez como se verá por este relato, lección viva de mi existencia, pues la enseñanza que de su conocimiento me provino contribuyó de un modo poderoso a formar mi carácter.
Todas las ropas de teatro y de calle que usaba mi ama, eran confeccionadas por una costurera de la calle de Cañizares, excelente y honradísima mujer, joven aún, aunque desmejorada por el trabajo, discreta y afable, en tales términos que por entre la corteza de su malestar presente parecían distinguirse nacimiento y condición muy superiores. Esto no era más que apariencia, pero a la citada persona le pasaba lo contrario de lo que a otros pasa, y es que son nobles sin parecerlo. Doña Juana, que éste era el nombre de aquella santa mujer, tenía una hija llamada Inés, de quince años de edad, la cual le ayudaba en sus tareas, con más solicitud de la que podía esperarse de su delicado organismo y edad temprana.
Enaltecía a esta muchacha, además de las gracias de su persona, un buen sentido, cual no he visto jamás en criaturas de su mismo sexo ni aun del nuestro, amaestrado ya por los años. Inés tenía el don especialísimo de poner todas las cosas en su verdadero lugar, viéndolas con luz singular y muy clara, concedida a su privilegiado entendimiento, sin duda para suplir con ella la inferioridad que le negó la fortuna. No he visto en mi larga vida otra muchacha que a aquella se asemejase, y estoy seguro de que a muchos parecerá este tipo invención mía, pues no comprenderán que haya existido, entre las infinitas hijas de Eva, una tan diferente de las demás. Pero créanlo bajo mi palabra honrada.
Si ustedes hubieran conocido a Inés, y notado la imperturbable serenidad de su semblante, imagen del espíritu más tranquilo, más equilibrado, más claro, más dueño de sí mismo que ha animado el corporal barro, no pondrían en duda lo que digo. Todo en ella era sencillez, hasta su hermosura, no a propósito para despertar mundano entusiasmo amoroso, sino semejante a una de esas figuras simbólicas, que no están materialmente representadas en ninguna parte; pero que vemos con los ojos del alma, cuando las ideas agitándose en nuestra mente, pugnan por vestirse de formas visibles en la oscura región del cerebro.
Su lenguaje era también la misma sencillez; jamás decía cosa alguna que no me sorprendiese como la más clara y expresiva verdad. Sus razones trayéndome al sentido equitativo y templado de todas las cosas, daban a mi entendimiento un descanso, un aplomo, de que carecía obrando por sí mismo. Puedo decir comparando mi espíritu con el de Inés, y escudriñando la radical diferencia entre uno y otro, que el de ella tenía un centro y el mío no. El mío divagaba llevado y traído por impresiones diversas, por sentimientos contradictorios y repentinos: mis facultades eran como meteoros errantes que tan pronto brillan como se oscurecen, tan pronto marchan como chocan, según la influencia recibida de superiores cuerpos; mientras las suyas eran un completo y armónico sistema planetario, atraído, puesto en movimiento y calentado por el gran sol de su pura conciencia.
Alguien se burlará de estas indicaciones psicológicas, que yo quisiera fuesen tan exactas como las concibe mi oscura inteligencia: alguien encontrará digna de risa la presentación de semejante heroína, y harán mil aspavientos al ver que he querido hacer una irrisoria Beatrice con los materiales de una modistilla; pero estas burlas no me importan, y sigo.
Desde que conocí a Inés, la amé del modo más extraño que pueden ustedes imaginar: una viva inclinación arrastraba mi corazón hacia ella: pero esta inclinación era como el culto que tributamos a una superioridad indiscutible, como la fe que nos ocupa sublimando lo más noble de nuestro ser; pero dejando libre una parte de él para las pasiones del mundo. Así es, que sin dejar de ser Inés para mí la primera de todas las mujeres, yo creía poder amar a otras con amor apropiado a las circunstancias de cada momento de la vida. Yo he observado que los que se consagran a un ideal, casi nunca lo hacen por entero, dejan una parte de sí mismos para el mundo, a que están unidos, aunque sólo sea por el suelo que pisan. Hago esta observación fastidiosa por si contribuye a esclarecer el peculiar estado de mi alma ante tan noble criatura. ¡Y era una modista; una modistilla! Reíd si os place.
El tercer individuo de aquella honesta familia era el padre Celestino Santos del Malvar, hermano del difunto esposo de doña Juana, tío por lo tanto de Inés, clérigo desde su mocedad, varón simplísimo y benévolo, pero el más desgraciado de su clase, pues no tenía rentas, ni capellanía, ni beneficio alguno. Su modestia, su buena fe y su candor inagotable fueron sin duda parte a tenerle en la miseria por tanto tiempo; y él, aunque era un gran latino, jamás pudo conseguir colocación alguna. Pasaba la vida escribiendo memoriales al Príncipe de la Paz, de quien era paisano y fue allá en la niñez amigo; mas ni el Príncipe ni nadie le hacía caso.
Cuando Godoy subió al Ministerio prometiole una canonjía o ración, y en la época de este relato hacía catorce años que D. Celestino del Malvar estaba esperando lo prometido: mas sin que la tardanza del favor hiciese desmayar su ingenua confianza. Siempre que se le preguntaba, respondía: -La semana que viene recibiré el nombramiento: así me lo ha dicho el oficial de la secretaría. De este modo pasaron catorce años, y la semana que viene no venía nunca.
Siempre que yo iba a aquella casa con recados de mi ama, me detenía todo el tiempo posible, y a ella acudía también en mis ratos de ocio, gozando mucho en contemplar la apacible existencia de una familia, cuyos tres individuos tan honda simpatía habían despertado en mi corazón. Doña Juana y su hija siempre cosiendo, cosiendo con eterna aguja una tela sin fin: de esto vivían los tres, pues el padre Celestino, tocando la flauta, haciendo versos latinos, o consumiendo tinta y papel en larguísimos memoriales, no ganaba más caudal que el de sus esperanzas, siempre colocadas a interés compuesto.
Nuestras conversaciones eran siempre entretenidas y amenas. Yo les contaba mi breve historia, y les hacía reír dándoles a conocer los pocos proyectos que imaginaba para lo porvenir. Nos reíamos discretamente y sin saña de la buena fe de D. Celestino, y éste después de salir a informarse de su asunto, volvía lleno de júbilo, dejaba sobre una silla el sombrero de teja y el manteo, y restregándose las manos, decía al sentarse junto a nosotros;
-Ahora sí que va de veras. La semana que entra, sin falta. Me han dicho que ocurrieron ciertas dilacioncillas; pero ya están vencidas, a Dios gracias. La semana que viene, sin falta.
Cierto día le dije:
-Usted, D. Celestino, no ha conseguido ya lo que deseaba, porque es hombre encogido y no se lanza... pues... no se lanza.
-¿Qué es eso de lanzarse, chiquillo? -me preguntó.
-Pues... a mí me han dicho que hoy conviene pedir veinte para que den cinco. Además, váyase el mérito con mil demonios: lo que conviene es tener desvergüenza para meterse en todas partes, buscar la amistad de personas poderosas; en fin, hacer lo que los demás han hecho para subir a esos puestos en que son la admiración del mundo.
-¡Ah, Gabriel! -dijo doña Juana-. Tú eres un ambiciosillo a quien alguien ha trastornado el juicio. Lo que menos crees tú es que te has de ver por ensalmo en la corte, cubierto de galones y mandando y disponiendo desde la secretaría del despacho.
-Justo y cabal, señora mía -dije yo riendo y atento a lo que expresaba el semblante de Inés, con quien repetidas veces había hablado del mismo asunto-. Aunque estoy en el mundo sin padre ni madre, ni perro que me ladre, yo creo que bien puedo esperar lo que otros han tenido sin ser más sabios que yo. De menos hizo Dios a Cañete a quien hizo de un puñete.
-Tú tienes disposición, Gabriel -dijo gravemente don Celestino-; y mucho será que de un día para otro no te veamos convertido en personaje. Entonces no te dignarás hablarnos, ni vendrás a casa; pero hijo, es preciso que aprendas los clásicos latinos, sin lo cual no hallarás abierta ninguna de las puertas de la fortuna; y además te aconsejo que aprendas a tañer la flauta, porque la música es suavizadora de las costumbres, endulza los ánimos más agrios, y predispone a la benevolencia para con los que la manejan bien. Y si no, aquí me tienes a mí, que de seguro nada habría conseguido si de antiguo no cultivara mi entendimiento en aquellas dos divinísimas artes.
-No echaré en saco roto la advertencia -repuse- pues todos sabemos a qué debe su encumbramiento el hombre más poderoso que hay hoy en España después del Rey.
-¡Calumnias! -exclamó irritado el sacerdote-. Mi paisano, amigo y mecenas, el señor Príncipe de la Paz, debe su elevación a su gran mérito, y a su sabiduría y tacto político, y no a supuestas habilidades en la guitarra y las castañuelas, como dice el estólido vulgo.
-Sea lo que quiera -añadí yo-, lo cierto es que ese hombre, de humildísimo guardia ha subido a cuanto hay que subir. Bien claro está.
-Pues no dudes que tú harás otro tanto -dijo con ironía doña Juana-. De hombres se hacen los obispos, como dijo el otro.
-Verdad es -repuse siguiendo la broma- y juro que he de hacer a D. Celestino arzobispo de Toledo.
-Alto allá -dijo el clérigo seriamente-. No aceptaré yo un cargo para el que me reconozco sin méritos. Bastante tendré yo con una capellanía de Reyes Nuevos o el arcedianato de Talavera.
Así siguió entre veras y burlas la conversación, hasta que saliendo de la salita doña Juana y el buen presbítero, nos dejaron solos a Inés y a mí.
-Cómo se ríen de mis proyectos, niñita mía -le dije-. Pero tú comprenderás que un muchacho como yo no debe contentarse con servir a cómicos por toda su vida. A ver: de todo lo que yo puedo ser, Dios mediante, ¿qué te gustaría más? Escoge: ¿te gustaría que fuese capitán general, príncipe coronado, con vasallos y ejército, señor de muchas tierras, primer ministro que quite y ponga los empleados a su antojo, obispo?... No, obispo no, porque entonces no podría casarme contigo, para hacerte llevar en carroza de doce caballos...
Inés se puso e reír, como quien oye un cuento de esos cuyo chiste consiste en la magnitud de lo absurdo.
-Ríete de mí, pero contesta: ¿qué quieres más?
-Lo que quiero -dijo con dulce voz y suspendiendo la costura-, es verte general, primer ministro, gran duque, emperador o arzobispo; pero de tal modo que cuando te acuestes por la noche en tu colchoncito de plumas puedas decir: hoy no he hecho mal a nadie ni nadie ha muerto por mi causa.
-Pero reinita -dije yo interesándome más cada vez en aquel coloquio- si llego a ser eso que tú dices, (pues bien podría suceder) ¿qué importa que mueran por mí o por el bien del Estado tres o cuatro prójimos que nada significan en el mundo?
-Bueno -repuso ella-, pero que los maten otros. Si tú llegas a ser eso que has dicho, y para mantenerte en un puesto que no mereces, necesitas sacrificar a muchos desgraciados, buen provecho te haga.
-¡Qué escrupulosa eres, Inesilla! -dije-. Si te hiciera caso, mi vida se encerraría entre cuatro paredes. ¿Qué es eso de sacrificar desgraciados? Yo voy a mi negocio, y los demás... como yo no he de matar a nadie. Y sobre todo, si hago daño a alguno serán tantos los que reciban beneficios de mi mano, que todo quedará compensado y mi conciencia en santa paz. Veo que tú no te entusiasmas como yo, ni piensas lo que yo pienso. ¿Quieres que te sea franco? Pues oye. A mí se me ha metido en la cabeza que cuando tenga más años, he de ocupar una posición... qué sé yo... me mareo pensando en esto. No te puedo decir ni cómo he de llegar a ella, ni quién me dará la mano para subir de un salto tantos escalones; pero ello es que yo cavilo en esto, y me figuro que ya me estoy viendo elevado a la más alta dignidad por una dama poderosa que me haga su secretario, o por un joven que me crea listo para ayudarle en sus asuntos...; no te enfades, chiquilla, que cuando tales cosas se ocurren y uno tiene la cabeza llena a todas horas de los mismos pensamientos, al fin tiene que salir cierto, como éste es día.
Inés no se enfadaba, sino que reía. Después marcando con su aguja el compás gramatical de su discurso me dijo:
-Pues mira: si tú hubieras nacido en cuna de príncipes, no te digo que no. Pero has de saber que si tú, que eres un pobrecillo hijo de pescadores y no tienes más ciencia que leer mal y escribir peor, llegas a ser hombre ilustre y poderoso, no porque saques talento y sabiduría, sino porque a una señora caprichosa o a un vejete rico se le ocurra protegerte, como a otros muchos de quienes cuentan maravillas; has de saber, digo, que tan fácilmente como subas volverás a caer, y hasta los sapos se reirán de ti.
-Eso será lo que Dios quiera -respondí-. Caeremos o no: pues aunque ignorantes, no nos faltará nuestra gramática parda.
-¡Qué necio eres! Mira a mí me han dicho... no, nadie me lo ha dicho: pero lo sé... que en el mundo al fin y al cabo, pasa siempre lo que debe pasar.
-Reinita -dije-, en eso te equivocas, porque nosotros deberíamos ser ricos, y no lo somos.
-Todos creerán lo mismo, hijito, y es preciso que alguno esté equivocado. Pues bien: todas las cosas del mundo concluyen siempre como deben concluir. No sé si me explico.
-Sí te entiendo.
-A mí me han dicho... no, no me lo han dicho: lo sé desde hace mil años... yo sé que en el mundo todo lo que pasa es según la ley... porque, chiquillo, las cosas no pasan porque a ellas les da la gana, sino porque así está dispuesto. Las aves vuelan y los gusanos se arrastran, y las piedras se están quietas, y el sol alumbra, y las flores huelen, y los ríos corren hacia abajo y el humo hacia arriba, porque así es su regla... ¿me entiendes?
-Lo que es eso todos lo sabemos -respondí menospreciando la ciencia de Inesilla.
-Bien, muchacho -continuó la profesora: ¿crees tú que una tortuga puede volar, aunque esté meneando toda la vida sus torpes patas?
-No, seguramente.
-Pues tú pensando en ser hombre ilustre y poderoso, sin ser noble, ni rico, ni sabio, eres como una tortuga que se empeñara en subir volando al pico más alto de Guadarrama.
-Pero, reina y emperatriz -dije yo-, si no pienso subir solo, sino que pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me suba en un periquete. Hazme el favor de decirme cuál era la sabiduría y riqueza del otro, cuando le hicieron duque y generalísimo.
-Pero, señor duquillo -contestó ella jovialmente-, si esa personita le sube a Vd. será como si un águila o buitre cogiera por su concha a la tortuga para llevársela por los aires. Sí, te levantará: pero cuando estés arriba, el pájaro que no va a estarse toda la vida con tanto peso en las patas, te dirá: «Ahora, niño mío, mantente solo». Tú moverás las patucas, pero como no tienes alas, pataplús, caerás en el suelo haciéndote mil pedazos.
-¡Qué tonta eres! -dije con petulancia-. Eso pasa en las cosas que se ven y se tocan; pero, chica, lo que se piensa y lo que se siente es otro mundo aparte. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
-Estás lucido, sí -repuso Inés-. Todo debe ser así mismamente. Cuando tú quieres a una persona o cuando la aborreces, no es porque se te antoje. ¡Ay!, chico: el corazón tiene también... pues... su ley, y todo lo que pensamos con nuestra cabecita, va según lo que debe ser y está mandado.
-¿Pero di, chiquilla, de dónde sabes tú todo eso? -le pregunté.
-¿Pero esto es saber? -respondió con naturalidad-. Pues esto lo sabes tú y todos. De veras te digo que se me ocurrió cuando estabas hablando, y que jamás había pensado en tales cosas.
-¡Picarona! Cuando menos, tienes escondido un rimero de libros, con los cuales te vas a hacer doctora por Salamanca.
-No, hijito; no he leído más libros, fuera de los de devoción, que D. Quijote de la Mancha. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de aquel buen señor: sólo que aquél tenía alas para volar, ¡pobrecillo!, lo que le faltaba era aire en que moverlas.
Inesilla no dijo más. Yo callé también, porque a pesar de mi petulancia, no pude menos de comprender, que las palabras de mi amiga encerraban profundo sentido. ¡Y la que así hablaba era una modistilla! Ridete cives.
-Lo que yo sé -dije al fin, sintiendo en mí un vivo arrebato de afecto- es que te quiero, que te amo, que te adoro, que me subyugas y dominas como a un papanatas, que eres una divinidad, y que juro no hacer cosa alguna sin consultarte. Adiós, reinita: mañana te diré lo que se me ocurra esta noche. Quién sabe, quién sabe, si llegaremos a ser... ¿Por qué no? Es preciso estar dispuesto, porque la escalera de los honores es penosa, y si uno se rompe la crisma, como dices...
-Siempre quedará la del cielo -me dijo inclinando otra vez la cabeza sobre la costura.
-Tienes cosas que me hacen estremecer. Adiós, Inesilla, luz y pensamiento mío.
Dicho esto, me despedí de ella y salí. Al abandonar la casa la sentí cantar, y su armoniosa voz se mezclaba en extraña disonancia con los ecos de la flauta que tañía en lo interior de la morada el buen D. Celestino. Siempre que salía de allí, mi espíritu experimentaba un reposo, una estabilidad, no sé cómo expresarlo, una frescura, que luego destruía el trato con personas de diversa condición. De esto hablaré en seguida; mas ante todo me cumple manifestar que Inesilla tenía razón al burlarse de mis locos proyectos. Es el caso que como a todas horas oía hablar de personajes nulos, a quienes el cortesano elevó a honrosas alturas sin mérito alguno, se me antojó que la Providencia me reservaba, como en compensación de mi orfandad y pobreza, una de aquellas repentinas y escandalosas mudanzas que por entonces ocurrían en nuestra España; y de tal modo se encajó en mi cerebro semejante idea, que llegó a ser artículo de fe. Me hallaba por más señas en la edad en que somos tontos. No todos poseen el don de saber las cosas desde hace mil años, como Inesilla.
Ahora verán Vds. la serie de circunstancias que llevaron mi necia credulidad al último extremo. Para esto tengo que dar a conocer a otras personas, a quienes espero recibirá el lector con gusto. Hablemos, pues, de teatros.