La cordonera
Todos la recuerdan, porque vivió muchos, muchos años, y tres generaciones la han visto envejecer lentamente, en su tienda angosta, entre rollos de estambre, piezas de pasamanería, rechamantes galones de oro y plata para casullas, y sartas de almas de bellotas, de madera torneada, que, colgadas de clavos, producían, al entrechocarse, un castañetear de huesecillos de muertos.
Se le conocía perfectamente que debía de haber sido muy hermosa... ¿Cuándo? Aquí empezaban las vaguedades y hasta las contradicciones de una historia que nadie sabía bien, porque nunca se cuidó nadie de averiguarla con puntualidad.
¿Contaría setenta, setenta y seis, ochenta, la mujer que, invariablemente, a la misma hora de la mañana, abría su establecimiento, se sentaba, muy alisado ya el pelo gris, detrás del mostrador, y esgrimiendo unas agujas relucientes por el uso, poníase a hacer media, interrumpiendo su labor si entraba un cliente, con resignación monótona y forzada?
No se podía fijar edad estrictamente a un rostro que había conservado su regularidad escultural, y a un cuerpo todavía derecho, todavía con curvas ricas y nobles. La ancianidad no es cosa que se oculte; pero, sin duda, hay personas que la disimulan, no con afeites ni retoques, sino por benignidad especial de la naturaleza, hasta muy tarde.
Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción -el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo- semejaba, de golpe, rejuvenecida.
La cordonera tenía su leyenda, casi puesta en olvido. Rara vez, con movimiento espontáneo de curiosidad, alguien, generalmente un forastero -porque en provincias las leyendas se conservan para contárselas a los forasteros y asombrarlos-, se acercaba a la tiendecilla y contemplaba un momento aquel rostro marchito, de líneas aún bellas. Era que le habían contado cómo, en otro tiempo, por la cordonera, un hombre se mató...
La mayor parte de los que entraban en el establecimiento ni pensaban en tal cosa; era un cuento del pasado, también marchito, sin importancia alguna. Sería curioso calcular qué suma de fuerza psicológica representaron las pasiones desvanecidas, las penas disipadas, las esperanzas fallidas y los dolores que fueron... Así como los cuerpos de los humanos desaparecen sin dejar acaso huella, disueltos en la materia, incorporados al todo, sus anhelos y sufrimientos pasan y se desvanecen, borrados a cada instante por el indiferente destino. Caen como gotas en el mar de la vida universal, y si para un individuo fueron lo infinito, lo inmenso, para el conjunto ni aun llegaron a existir...
Así sucedía, sin duda, con el olvidado drama de la cordonera. Algunos, al recordarlo, lo echaban a broma. Nunca comprenden los que ven a una mujer anciana, calzada con zapatos de paño por el reuma, peinada sin asomo de pretensiones, vestida con humilde blusa, que pudo un día un hombre darse por ella la muerte. El caso es reidero. ¡Suicidarse por amor, y por amor a la vieja, a la que hace calceta, a la del pelo recogido en moño escaso! Cuando se mira a las viejas se propende a creer que nunca hayan sido jóvenes, aunque conserven, como la cordonera, vestigios de su antiguo esplendor.
La cordonera vivía sola, con una criadita casi niña, y se ignoraba también si tuvo en otro tiempo familia, hogar. Nadie, por otra parte, ponía el menor empeño en indagarlo.
Los que la conocieron moza, ya dormían en el cementerio, al borde del mar. Permanecía aislada, como árbol solitario en triste llanura, llevando la existencia pálida y yerta de los ancianitos que no alternan. Su modesto comercio era también un arcaísmo; sus flecos, bellotitas y madroños, estaban mandados retirar. En todo el día, apenas entraba algún cura de aldea a encargar un manípulo o una borla de estandarte. La pasamanería la vendían ahora los tapiceros y mueblistas; los ornatos de iglesia venían hechos de Barcelona, a módicos precios. Y, por efecto de estas circunstancias, acaso la cordonera no tuviese ya qué llevarse a la boca, porque un día suprimió la doméstica, y se lo hizo todo: desde poner el puchero, hasta el barrido de la tienda.
Entonces fue cuando pudo notarse que decaía físicamente y aprisa. Las primeras señales de la decrepitud se presentaron. El andar era dificultoso; en el rostro se habían cavado hoyos de sombra, surcos severos. Los ojos, amortecidos, se encuadraron en el marco de párpados llorosos. La voz se cascó. Las manos se agitaron con temblequeteo senil, al devanar sus ovillos de estambre.
Los que entonces visitaron la tienda pudieron notar algo penoso. Eran, en los rincones, las telarañas, cubriendo con su tul, al principio sedoso, luego denso y sombrío como las alas del murciélago, la seda y el algodón y las bellotitas de oro y los galones y agremanes, que nadie compraba. La cordonera, cuyas pupilas habían nublado los años, no veía lo bastante para limpiar bien su pequeño dominio.
Una vecina, tendera de zarazas, bayetas y lienzos padroneses, le propuso, para agrandar su establecimiento, la cesión de la cordonería. Con el dinero del trato, la cordonera podría vivir, reuniéndose a otras dos o tres viejecillas y comiendo juntas de una misma olla; arreglo frecuente en las ciudades de provincia, donde todo el mundo se conoce. La cordonera rehusó enérgicamente. En aquella tienda había vivido y quería morir. Las razones, no las explicaba. Acaso no se las explicase a sí propia. En las confusas percepciones de la vejez hay mucho de instintivo. Ella misma, ella, había olvidado bastante, eran ya borrosos los contornos de los tiempos en que, por una ventanita baja, hablaba con aquél, y apenas rememoraba los juramentos, las palabras grabadas con fuego en la memoria, las luchas con la familia, que se oponía a los amores, la proposición de la fuga, su negativa, la amenaza del suicidio, y, a poco, su atroz realidad. Sobre los hechos, la esponja había pasado, desvaneciendo las tintas más vivas, borrando y confundiendo la serie de las reminiscencias, llevándose lo vivaz, lo ardoroso..., pero dejando lo que está más adentro de la superficie, lo que ya se ha incorporado al alma, a su substancia inmortal. Y la anciana, sin asomos de romanticismo, por instinto, como el perro que no quiere apartarse de un cadáver, se negaba a salir de su tienda, donde había sido amada hasta la muerte...
Todos estaban allá. Allá, el piloto, atezado por los viajes, el héroe de su novela; allá, los padres, causantes de la desventura; allá, la hermana, confidente de los amores, su amparadora... Allá, en ese lejano país, donde todos se van quedando, y donde, al encontrarse las sombras de los que se amaron o aborrecieron aquí, deben sonreírse de lo vano de las cosas. El que en una hora de amorosa furia barrenó su sien con la bala de una pistola; los que le empujaron a tal desatino -iguales-. Y pronto, igual también la anciana, casi moribunda, que aún tenía valor para abrir su escaparate, y para tejer torpemente un flequillo que no le había encargado nadie, «por si acaso» ocurría que se lo pidiesen, con destino a la vestimenta de algún santo...
Igual por fin, pues una mañana no abrió la cordonera. La encontraron caída al pie de la cama, rígida ya. Sin duda, la desgracia ocurrió a la hora de acostarse.
Entonces, por dos días, algunas comadres del barrio hablaron un poco de la pasada belleza y del antiguo amor. Después sí que vino el olvido absoluto. ¡Bah! Historias de antaño. ¡Hay tantas de hogaño!