La copa de Verlaine: Capítulo V

La copa de Verlaine de Emilio Carrere
Capítulo V: Los argonautas del vellocino de... cobre

V. Los argonautas del vellocino de... cobre

S

EGURAMENTE vosotros, buenos burgueses, tenderos adinerados y covachuelistas ecuánimes, no conocéis la moderna cofradía de titiriteros o piruetistas. Sin embargo, los habéis visto en las aceras de la Puerta del Sol, y al demandarles su ruta os habrán contestado con un gesto de amable despreocupación:

—Ya ve usted, por aquí, navegando...

Porque las rúas de la corte son mares procelosos por donde bogan estos navegantes en busca del vellocino, que suele hallarse en la gaveta de algún amigo ingenuo y sentimental.

Yo quiero poneros al corriente del pintoresco vocabulario de esta triste gallofa contemporánea, para que no hagáis mal papel en sociedad, en la arbitraria sociedad de los nautas de lo imprevisto, funámbulos de la casualidad y piruetistas de la Puerta del Sol, que es un lugar más peligroso que Sierra Morena en el período heroico de los bandoleros.

—¿Adonde vas, inmenso poeta?

—Aquí, a la Maison; voy a ver si opero a mi amigaso Panchito Bengalí, ese escritor americano.

Porque en Madrid hay siempre un americano operable, lo que en tal germanía o jerigonza quiere decir sujeto que da unas monedas fácilmente.

Ved un modelo de operación epistolar:

«Señor: Los garbanzos baten el record con Vedrines: se hallan en estos momentos a dos mil metros de mi estómago desalquilado. ¿No le parece a usted una absurda paradoja que los garbanzos vuelen? Para hacerlos aterrizar necesito que usted me tienda un cable de catorce reales...»

Y el operado no puede menos de admirar un estilo tan literario y tan metafórico, y da las tres cincuenta.

Llámaseles funámbulos o equilibristas porque su vivir es una cuerda floja que se tiende a diario de un extremo a otro de la corte, en donde ellos ejercitan ejercicios muy peligrosos. Lo difícil está en que no se les vaya un pie y caigan de bruces sobre algún artículo del Código penal.

Sus piruetas consisten en dar un salto mortal y caer en casa de algún amigo a la hora de comer, y son titiriteros porque trenzan volatines y corvetas para vender libros viejos y hurtarles otros, en un descuido, a los mercaderes de libros, aunque este ejercicio mejor estaría llamarlo de prestomania o magia de salón.

—¿Tienes algún nombre?

Esta es la pregunta de ritual entre los operadores. Quiere decir el nombre de una persona que dé dinero. El novelista D. José María Mateu ha sido un gran nombre para la seudobohemia. Gálvez, el peligro Gálvez, más temible que el peligro amarillo, llegó a visitarle a las tres de la madrugada —Mateu se acuesta temprano— para pedirle un montón de calderilla. Mateu, dulce, tímido, con su perilla rubia, que parece una perilla de teatro, padeció a Losada, el músico orangután, la bestia lírica —que tenía un gran talento—, y a Granados, la bestia jurídica, que tras de un discurso leguleyo con considerandos y resultandos, acababa por pedir cero cincuenta. La gente, por no oír su oración forense, más aburrida que un artículo de fondo, le daba el dinero. Otro gran nombre es Reynot. Por su elegante gabinete han pasado los gabanes más mugrientos, los chapeos más abollados, los zapatos más ruinosos. Reynot siente una gran satisfacción protegiendo las letras patrias... con un montoncito de perras gordas. Su tiempo precioso ha estado dividido entre la filantropía literaria y el servicio de incendios. En todos los cafetines y los palacios nocherniegos se habla de este elegante y ex municipal Mecenas con gran encomio.

Los pedigüeños saben bien que a los comerciantes no se les puede sacar dinero. Son de una brutalidad inconmovible. Os hablan de que el cajón es menor de edad y otras cosas beocias. Un violinista sin albergue fué a operar a un tendero gallego, y entró en su almacén tocando la alborada de Veiga... ¡Y luego dicen que la música domestica a los animales! El pobre músico tuvo que terminar su melodía y la noche en un banco de Recoletos.

Para pedir dinero es preciso ser un psicólogo sutil. ¡Nadie lo da generosamente! Hay que saber explotar la vanidad, el vicio o el secreto de alguna intimidad tortuosa. El dolor, la miseria, la injusticia no le interesan al que no las padece. Y esto lo saben los doctores de esas aulas de tragicomedia que están siempre abiertas en las aceras cortesanas.

Y estos lamentables bigardos os dirán que son filósofos, cronistas y poetas. Algunos tienen talento, aunque no pueden vivir de la pluma. En España la selección está hecha al revés. La inteligencia, incluso el genio, es menos útil que la asiduidad, la adulación, la laboriosidad y otras virtudes de oficinista. La tragedia de Edgar Poe se repite todavía. Además, casi nadie tiene sentido de lo bello, y la literatura les interesa a pocos. Y existe una leyenda cruel y sarcástica desde Cervantes hasta hoy. Se dice que el insigne manco no cenó cuando terminó el Quijote, y se cree que es muy gracioso que los literatos no almuercen nunca. Parece muy literario, muy de leyenda eso de las hambres artísticas.

Por eso los aprendices de literato se lanzan a la Puerta del Sol, intrépidos argonautas del vellocino de cobre. Pero no todos los que comen en la Precisa y en Próculo y los que duermen en la yácija de Han de Islandia son intelectuales. La mayoría sólo son navegantes... que en las turbias aguas tienden su anzuelo a la sombra de la bohemia pintoresca.

Porque, en realidad, lo que más les interesa es ir comiendo (vidas vacías, paralíticas, ex vidas en las que los ideales se han desmoronado), y por ello sólo se afanan los operadores, los piruetistas, toda la seudoliteraria gallofa de este momento.