La copa de Verlaine: Capítulo IX

IX. Las manos de Elena


U

N pintor bohemio rugía en una noche memorable, mientras el frío se colaba entre sus andrajos y el hambre bailaba en su cabeza descoyuntada danzas absurdas.

—Debiéramos desenterrar y quemar los restos de Murger.

Era una noche sagrada y familiar. Hasta los más humildes tenían en aquel momento un poco de fuego y de cariño. De los interiores iluminados salían hálitos suaves de serena felicidad, y en el aire flotaban, como surgidas del fondo de los tiempos antañones, las melodías ingenuas de los villancicos pascuales.

Por las calles, algunos perros vagabundos y nosotros.

Y es que nuestra bohemia ha sido un negro camino de soledad y de pobreza. No han florecido en nuestros episodios las risas de Museta ni las lágrimas de Mimí, ni nuestra madre la Locura nos ha prestado su corona de cascabeles.

Sólo una bella y triste sombra, fugitiva y perfumada como la juventud que huye, ha puesto algunos besos y algunas risas en nuestras noches trashumantes y sin asilo.

Tenía un nombre poemático, célebre en los anales del amor. Elena era su bello nombre. Era alta, rítmica, flexible... En sus ojos garzos, hondos, de un hechizo inquietante, dormían las visiones de su vida encanallada, siempre unánimes y vergonzosas. Sus manos finas, transparentes y monjiles, que parecían hechas para tejerse en los éxtasis y para filigranar ofrendas de vírgenes y capas pluviales; sus manos, finas y transparentes, eran doctas en los secretos del amor mundano.

Cuando yo la conocí, tenía la desolada belleza de las ruinas. Su carne, de azulinas transparencias, tenía la melancólica palidez de los tísicos, y hacía pensar, con pena, en la llegada de esos días grises en que caen las hojas de los árboles. Tenía un aroma vago y casi religioso: olía a cera y a flores de mortaja.

Inició un fugitivo arpegio sentimental en el cordaje de nuestros nervios, en constante hiperestesia por el arte y por la vida. Todos la amamos con una dulce piedad, sin violencias y sin delirios, con un deleite que tenía algo de romanticismo, de rara emoción artística. Amamos su belleza agonizante, con la intensidad de tristeza que sentimos en los adioses para siempre. Había en ella un misterioso encanto de ultratumba.

Un músico poeta elogió en unos versos juveniles su pobre risa, su risa extraña e inconsciente, la loca risa de Elena. Y ella, encantada con la ofrenda lírica y galante, reía siempre que llegábamos a su lado; soltaba la cascada de su risa metálica, vibradora, epiléptica, cuyas últimas perlas parecían sollozos estrangulados.

Su fisonomía moral parecía cristalizada y sin jugosidad ninguna. Tal vez la pobre profesional del amor no había sentido nunca esa embriaguez suprema, el amor sentimental que es la mayor conquista de la civilización, como dice Sthendal, y por lo único que vale la pena de vivir, a pesar del espantoso Schopenhauer.

Nosotros le hablábamos alegremente de las cosas triunfantes de la vida, cosas armoniosas entre sí: de locuras de juventud, de fragancia de primavera, de alegres cenas, de paseos campestres bajo la inmortalidad del sol, de los víveres honrados, fecundos y serenos como mansas corrientes. Y de besos.

Hubiera sido poco piadoso recordarle los melancólicos acabamientos que nos rodean y que espejan la muerte en cada cosa que miramos. Jamás la hablamos de las despedidas, de las naves que parten y de los corazones ausentes, de las últimas notas de las melodías. Y sobre todo, de ese terrible fantasma del otoño.

Su vida había sido un amargo y desbordado rodar hacia abajo, como todas las vidas y todas las cosas, hacia las negras aguas del misterio.

Y aconteció que la misma noche que un periódico publicaba el elogio rimado de su risa, una de esas sombras que cantan canciones lúgubres y corrompidas en la alta noche, me dió la nueva amarga.

—¡La pobre ha muerto hoy en el hospital!

Entonces me asaltó el triste y tardío deseo de poseer algún recuerdo suyo, un bucle, un lazo que conservase su melancólica fragancia peculiar. Lo hubiera guardado con la misma unción amorosa y sagrada con que Rodolfo besaba el gorrito blanco de Mimí.

Porque la pobre muerta era un jirón de mi juventud que se iba para siempre.

Al vagar toda la noche en el alma desconocida e inquietadora de la ciudad, evoqué, dolorido, sus manos marfileñas y monjiles, sus manos celestes e impuras, divinamente tristes y cruzadas en el fondo de uno de esos pardos y siniestros ataúdes de hospital que conservan hedores de otros cadáveres, y pensé, estremeciéndome hasta los huesos, que en aquella primera noche de la tierra ya el gusano conquistador surgiría de la podre de aquellas manos muertas, que besé tantas veces y por las que había sentido una rara pasión inmaterial.

Extravagantes imaginaciones, honda y taladrante recordación del fin, que obligan a la pobre carne aterrorizada, y al ánimo conturbado, a refugiarse en la idealidad consoladora de un misticismo.

Mi espíritu siente una inmensa ansia de infinito, que fracasa en las cotidianas banalidades; cuántas veces, al amanecer de noches de tempestad de alma, en que he hallado vacíos y menguados todos los iconos de la vida, me he arrojado a los pies ungidos de los Cristos en demanda de una emoción de eternidad.

El recuerdo de Elena suele inquietarme frecuentemente, y la veo, en la transparencia de la evocación, con el hechizo de sus ojos garzos y de su cabellera magdalénica.

Y en el ritornello de la vida pasada surge un episodio canallesco: la memoria punzante y angustiosa de una noche en que uno de estos pintorescos rufianes madrileños golpeó brutalmente el pecho hundido y flácido de la desventurada.

Ella ahogó su tribulación en el monstruoso refugio del aguardiente.

Escenas de la mala vida, recuerdos de las horas bohemias, negras y desoladas, en que el hambre era absurdo funámbulo en nuestras cabezas y lobo en nuestras entrañas. Las tengo cariño, porque al cabo han sido ser de mi ser.

Pero pienso como mi amigo pintor, que Murger ha envenenado nuestra juventud y nos ha hundido en la pobreza y en la soledad con el hechizo de sus mágicas narraciones.

«Debemos desenterrar y quemar los restos de Murger.»