La conspiración de la saya y manto

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
La conspiración de la saya y manto


Mucho me he chamuscado las pestañas al calor del lamparín, buscando en antiguos infolios el origen de aquel tan gracioso como original disfraz llamado saya y manto. Desgraciadamente mis desvelos fueron tiempo perdido, y se halla en pie la curiosidad que aún me aqueja. Más fácil fue para Colón el descubrimiento de la América que para mí el saber a punto fijo en qué año se estrenó la primera saya. Tengo que resignarme, pues, con que tal noticia quede perdida en la noche de los tiempos. «Ni el trigo es mío ni es mía la cibera; conque así, muela el que quiera».

Lo que sí sé de buena tinta es que por los años de 1561, el conde de Nieva, cuarto virrey del Perú y fundador de Chancay, dictó ciertas ordenanzas relativas a la capa de los varones y al manto de las muchachas, y que por su pecaminosa afición a las sayas, un marido intransigente le cortó un sayo tan ajustado que lo envió a la sepultura.

Por supuesto que para las limeñas de hoy, aquel traje, que fue exclusivo de Lima, no pasa de ser un adefesio. Lo mismo dirán las que vengan después por ciertas modas de París y por los postizos que ahora privan.

Nuestras abuelas, que eran más risueñas que las cosquillas, supieron hacer de la vida un carnaval constante. Las antiguas limeñas parecían fundidas en un mismo molde. Todas ellas eran de talle esbelto, brazo regordete y con hoyuelo, cintura de avispa, pie chiquirritico y ojos negros, rasgados, habladores como un libro y que despedían más chispas que volcán en erupción. Y luego una mano, ¡qué mano, Santo Cristo de Puruchuco!


Digo que no eran dedos
los de esa mano,
sino que eran claveles
de a cinco en ramo.


Ítem, lucían protuberancias tan irresistibles y apetitosas que, a cumplir todo lo que ellas prometían, tengo para mí que las huríes de Mahoma no servirían para descalzarlas el zapato.

Ya estuviese en boga la saya de canutillo, la encarrajada, la de vuelo, la pilitrica o la filipense, tan pronto como una hija de Eva se plantaba el disfraz no la reconocía en la calle, no diré yo el marido más celoso, que achaque de marido es la cortedad de vista, pero ni el mismo padre que la engendró.

Con saya y manto una limeña se parecía a otra, como dos gotas de rocío o como dos violetas, y déjome de frasear y pongo punto, que no sé hasta dónde me llevarían las comparaciones poéticas.

Y luego, que la pícara saya y manto tenía la oculta virtud de avivar el ingenio de las hembras, y ya habría para llenar un tomo con las travesuras y agudezas que de ellas se relatan.

Pero como si una saya decente no fuera de suyo bastante para dar quebradero de cabeza al mismísimo Satanás, de repente salió la moda de la saya de tiritas, disfraz usado por las bellas y aristocráticas limeñas para concurrir al paseo de la Alameda el jueves de la Asunción, el día de San Jerónimo y otros dos que no consignan mis apuntes. La Alameda ofrecía en ocasiones tales el aspecto de una reunión de rotosas y mendigas; pero así como el refrán reza que tras una mala capa se esconde un buen bebedor, así los galanes de esos tiempos, sabuesos de fino olfato, sabían que la saya de más tiritas y el manto más remendado encubrían siempre una chica como un lucero.

No fue el malaventurado conde de Nieva el único gobernante que dictó ordenanzas contra las tapadas. Otros virreyes, entre ellos el conde de Chinchón, el marqués de Malagón y el beato conde de Lemos, no desdeñaron imitarlo. Demás está decir que las limeñas sostuvieron con bizarría el honor del pabellón, y que siempre fueron derrotados los virreyes; que para esto de legislar sobre cosas femeninas se requiere más ñeque que para asaltar una barricada. Es verdad también que nosotros los del sexo feo, por debajito y a lo somorgujo, dábamos ayuda y brazo fuerte a las limeñas, alentándolas para que hicieran papillotas y cucuruchos del papel en que se imprimían los calamitosos bandos.

Pero una vez estuvo la saya y manto en amargos pindingues. Iba a morir de muerte violenta; como quien dice, de apoplejía fulminante.

Tales rabudos oirían los frailes en el confesonario y tan mayúsculos pretextos de pecadero darían sayas y mantos, que en uno de los concilios limenses, presidido por Santo Toribio, se presentó la proposición de que toda hija de Eva que fuese al templo o a procesiones con el tentador disfraz, incurriera ipso facto en excomunión mayor Anathema sit, y... ¡fastidiarse, hijitas!

Aunque la cosa pasó en sesión secreta, precisamente esta circunstancia bastó para que se hiciera más pública que noticia esparcida con timbales y a voz de pregonero. Las limeñas supieron, pues, al instante y con puntos y comas todos los incidentes de la sesión.

Lo principal fue que varios prelados habían echado furibundas catilinarias contra la saya y manto, cuya defensa tomó únicamente el obispo don Sebastián de Lartahun, que fue en ese Concilio lo que llaman los canonistas el abogado del diablo.

Es de fórmula encomendar a un teólogo que haga objeciones al Concilio hasta sobre puntos de dogma, o lo que es lo mismo, que defienda la causa del diablo, siéndole lícito recurrir a todo linaje de sofismas.

Con tal defensor, que andaba siempre de punta con el arzobispo y su cabildo, la causa podía darse por perdida; pero, afortunadamente para las limeñas, la votación quedó para la asamblea inmediata.

¿Recuerdan ustedes el tiberio femenil que en nuestros republicanos tiempos se armó por la cuestión campanillas, y las escenas del Congreso siempre que se ha tratado de incrustar, como artículo constitucional, la tolerancia de cultos? Pues esas zalagardas son hojarasca y buñuelo al lado del barullo que se armó en 1561.

Lo que nos prueba que desde que Lima es Lima, mis lindas paisanas han sido aficionadillas al bochinche.

¡Y que demonche! Lo rico es que siempre se han salido con la suya, y nos han puesto la ceniza en la frente a nosotros los muy bragazas.

Las limeñas de aquel siglo no sabían hacer patitas de mosca (¡qué mucho, si no se les enseñaba a escribir por miedo de que se carteasen con el percunchante!) ni estampar su garabato en actas, como hogaño se estila. Nada de protestas, que protestar es abdicar, y de antiguo es que las protestas no sirven para maldita de Dios la cosa, ni aun para envolver ajonjolí. Pero sin necesidad de echar firmas, eran las picarillas lesnas para conspirar.

En veinticuatro horas se alborotó tanto el gallinero, que los varones, empezando por los formalotes oidores de la Real Audiencia y concluyendo por el último capigorrón, tuvieron que tomar cartas en el asunto. La anarquía doméstica amenazaba entronizarse. Las mujeres descuidaban el arreglo de la casa, el famulicio hacía gatadas, el puchero estaba soso, los chicos no encontraban madre que los envolviese y limpiara la moquita, los maridos iban con los calcetines rotos y la camisa más sucia que estropajo, y todo, en fin, andaba manga por hombro. El sexo débil no pensaba más que en conspirar.

Calculen ustedes si tendría bemoles la jarana, cuando a la cabeza del bochinche se puso nada menos que la bellísima doña Teresa, el ojito derecho, la mimada consorte del virrey don García de Mendoza.

Empeños van e influencias vienen, intrigas valen y conveniencias surgen, ello es que el prudente y sagaz Santo Toribio aplazó la cuestión, conviniendo en dejarla para el último de los asuntos señalados a las tareas del Concilio.

¡Cuando yo digo que las mujeres son capaces de sacar polvo debajo del agua y de contarle los pelos al diablo!

Cuestión aplazada, cuestión ganada -pensaron las limeñas-, y cantaron victoria, y el orden volvió al hogar.

A mí se me ocurre creer que las faldas se dieron desde ese momento a conspirar contra la existencia del Concilio; y no es tan antojadiza ni aventurada esta opinión mía, porque atando cabos y compulsando fechas, veo que algunos días después del aplazamiento los obispos de Quito y del Cuzco hallaron pretexto para un tole-tole de los diablos, y el Concilio se disolvió poco menos que a farolazos. Alguna vez había de salir con lucimiento el abogado del diablo.

¡No que nones!

Métanse ustedes con ellas y verán dónde les da el agua.

Después de 1850, el afrancesamiento ha sido más eficaz que bandos de virreyes y ordenanzas de la Iglesia para enterrar la saya y manto.

¿Resucitará algún día? Demos por respuesta la callada o esta frase nada comprometedora:

-Puede que sí, puede que no.

Pero lo que no resucitará como Lázaro es la festiva cháchara, la espiritual agudeza, la sal criolla, en fin, de la tapada limeña.