La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 12

Capítulo XII

Regreso de Mujanda a la corte.-Información sobre el estado del país.-Reorganización del poder central y creación de los cuerpos de escala cerrada.-Reformas radicales en la asamblea de los uagangas.

Aunque éstas y otras reformas de poco fuste me consumían casi todo el tiempo, no dejaba de aprovechar los ratos perdidos para mi trabajo capital, el proyecto de Constitución, en el que llegué al artículo 117, punto donde ciertas dudas graves me asaltaron el espíritu, me desalentaron y detuvieron mi pluma. Mi primer propósito había sido seguir las huellas de los más ilustres restauradores, comenzando por promulgar una Constitución, continuando por las leyes orgánicas complementarias, y concluyendo por las medidas de carácter práctico y por los utilísimos reglamentos. Pero ocurrióseme pensar que si esta Constitución había de ser, como recomiendan los tratadistas, un reflejo exacto de la vida nacional, no era yo el llamado a redactarla. ¿Cómo podría yo reflejar por medio de mi pluma el carácter y el temperamento de un país que me era casi desconocido? Y aunque esto llegara a conseguirlo por un fenómeno de adivinación y con auxilio de los datos que me traería Mujanda, ¿no era expuesto lanzar precipitadamente en este período transitorio una Carta constitucional que, publicada en la mañana, quizás necesitaría reformas por la tarde? ¿Qué hubiera sido de una Constitución escrita en los primeros días del nuevo reinado, cuando a poco el establecimiento de los uamyeras modificó la división territorial, y la liberación de los siervos cambió el estado civil de las personas?

Más adelante me fijé en otro hecho importantísimo: en Maya, las leyes se establecen por medio de la acción, no de palabra ni por escrito. Un decreto no significa nada si no le acompaña la ejecución inmediata de sus preceptos. Cuando Usana realizó la concordia religiosa, publicó un edicto el día anterior al ucuezi para prevenir a sus súbditos; pero al día siguiente organizó de hecho las ceremonias religiosas en el orden en que se continuó celebrándolas después, salvo algunas variantes simplificadoras toleradas por el uso. Así se hizo siempre. Las cosas percibidas por los ojos se graban con más fijeza en la memoria que las que entran por las orejas, y esta desigualdad potencial de los órganos se ha agrandado con el hábito de tal suerte, que los mayas poseen una memoria plástica maravillosa, y en cambio carecen casi en absoluto de memoria auditiva. Júzguese, pues, de lo aventurado que sería dictarles una Constitución, que hasta aquí constaba de 117 artículos y que tendría probablemente el doble; era de temer que ni los súbditos la leyeran, cosa después de todo muy disculpable porque la mayoría no sabía leer, ni las autoridades la aplicaran, lo cual era menos digno de disculpa. Dejando en suspenso mis trabajos de redacción para época más oportuna, decidí acomodarme a las costumbres mayas e implantar de una manera tangible reformas parciales bien combinadas, cuyo conjunto sería una Constitución de hecho, sobre la cual, como bello florón, podría más tarde colocar una Constitución escrita, que, conservada en los archivos reales, sirviese de documento histórico inapreciable para los siglos venideros.

Entretanto regresó el rey, y hubo con tal motivo las fiestas acostumbradas: la recepción a las puertas de la ciudad; la danza de uagangas, en que a falta de consejeros, hicieron de jefes los miembros más antiguos de cada grupo, y la danza general hasta la puesta del sol. Mujanda se mostraba contentísimo del viaje y satisfecho del buen orden que yo había sabido mantener en el gobierno; de las innovaciones introducidas, alguna de las cuales, la de teñir las túnicas, había derramado la alegría por el país, y, sobre todo, de los valiosos regalos que por todas partes le habían hecho. El hábil calígrafo Mizcaga me hizo entrega de cinco grandes pieles, en donde había ido escribiendo las observaciones diarias del rey; en descifrarlas pasé gran parte de aquella noche, y jamás recuerdo haber perdido el tiempo más inútilmente. Algunos estadistas han llegado a creer en la Providencia observando la armonía con que en el mundo se producen los hombres necesarios para las cosas, y esto mismo me ocurrió a mí aquella noche; la época de gobierno absoluto (aunque con apariencias de parlamentario) había producido una serie de hombres geniales: el ardiente Moru, el corpulento Viti, el lluvioso Ndjiru, con el radiante Usana a la cabeza; la época de gobierno constitucional que yo abría con mi presencia, se iniciaba con un rey mentecato. Aunque mis acendrados sentimientos políticos y mi respeto hacia la personalidad del débil Mujanda no me permiten publicar íntegro su informe, extraeré de él algunas noticias.

De los doce destacamentos militares sólo había visitado cinco, los que están muy próximos a las ciudades; de éstas, que eran veintiocho, exceptuada la corte, no había querido visitar seis: Lopo, Urimi y las cuatro habitadas por los uamyeras, en las que no se consideró seguro. Estuvo en las restantes, pero en las de los bosques, cuya residencia era poco agradable, no hizo más que entrar y salir. En resumen, sus visitas se redujeron a las ciudades fluviales; pero aun respecto de éstas, sus observaciones eran baladíes e inoportunas. De aquel diario monstruoso no saqué en limpio más que un catálogo de objetos recibidos como regalo, una pesada descripción de banquetes y de los seis días muntus que había celebrado fuera de la corte, una enumeración de las personas más ricas que había conocido, traída no sé con qué propósito, y una larga lista de nombres de mujeres que le habían agradado y que pensaba adquirir a la primera ocasión. Nada de esto era interesante para el asunto que ya traía entre manos, y tuve que acudir a las luces del redactor, a quien tenía en muy buen concepto. Mizcaga, llamado así por tener seis dedos al fin de cada extremidad torácica, era el decano de los pedagogos, un viejo de mirada aguda y penetrante, de nariz afilada, de barba prominente y carácter firme y enérgico. Sus palabras fueron para mí como un relámpago en las tinieblas.

Los destacamentos militares no eran ya verdaderos destacamentos. En lo antiguo, los ruandas eran hombres fuertes, de veinte a cuarenta años; sólo podían tener una esposa a lo sumo; si reunían más de dos hijos, eran trasladados a las guarniciones del interior, y cuando tenían más de cinco o cumplían los cuarenta años, eran dados de baja, se les asignaba casa propia, y muchos desempeñaban cargos públicos. Ahora se había relajado de tal suerte la disciplina, que cada cuartel era una ciudad; el número de soldados era menor que antes, con lo cual los jefes obtenían un gran lucro; muchos ocupaban dos o más celdas del cuartel, con varias mujeres y numerosa prole; no se observaba la regla de la edad, ni la de la familia, y según se iban desarrollando los hábitos de ciudadanía, se iban perdiendo las cualidades propias del buen militar. Sólo se seguían las buenas tradiciones en algunos destacamentos del Sur y en el de Rozica, al Norte, donde el ejército practicaba la poliandria y sostenía una mujer para cada siete soldados.

En las miserables ciudades del bosque la poliandria se generalizaba y la población disminuía, no obstante el refuerzo suministrado con los envíos de accas; casi todas las mujeres eran vendidas en la corte y, desde que se dobló la paga al ejército, en los cuarteles; los caminos estaban interceptados y los reyezuelos descontentos; la aspiración general de éstos era pagar menos tributos, así como la de los generales era recibir mayor soldada. En las ciudades agrícolas y fluviales la situación material era satisfactoria; pero cada día se acentuaban más las rencillas y los odios locales. Entre Unya y Ancu-Myera, entre Quitu y Arimu, entre Zaco y Talay, y entre Nera y Rozica, existían rivalidades enconadas porque, siendo vecinas, querían ejercer la supremacía en el río; para ello acudían a todas las malas artes de la guerra encubierta; violando el reposo de la noche, algunos reyezuelos enviaban partidas de gente pagada para robar las canoas de los enemigos, o si no podían robarlas, para echarlas a pique, pues el número de canoas era el signo más seguro de poder. Y como estos desmanes eran pagados con la misma moneda, los constructores de canoas no daban abasto a los pedidos, y repetidas veces se hubo de sufrir la escasez y carestía por no poder pescar. No faltaban tampoco, aparte de éstas y otras maniobras solapadas, combates navales a la luz del día; puestos en línea los bandos enemigos, se abordaban con furia y luchaban cuerpo a cuerpo, y los que se apoderaban de una canoa contraria, ataban a sus tripulantes de pies y manos y los arrojaban al río para que sirviesen de pasto a los peces. Entre Mbúa y Upala la lucha era mortal por el predominio en el Unzu; los de Mbúa habían conseguido cerrar las entradas occidentales, y como los de Upala no podían fácilmente remontar la catarata para penetrar por la ruta de Mbúa, casi se veían privados de la pesca en el lago; pero se vengaban acechando emboscados a los de Mbúa y matando a cuantos podían. El irritante privilegio de éstos estaba apoyado por el rey, que pagaba con él la fidelidad canina de los súbditos de Lisu.

Otro privilegio no menos censurable era el que se había arrogado Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada que gobernaba a Boro. Era costumbre que los mayas de buena posición fuesen todos los años a visitar la montaña donde se verificó la ascensión del dios bueno, del hipopótamo alado, padre de los cabilis. El narilargo Monyo imponía un fuerte derecho de peaje a los devotos romeros y condenaba a muerte a los defraudadores. El descontento por este abuso era general, y se hablaba de una alianza guerrera de Ruzozi, Viyata y Quetiba contra Boro, para vengar la muerte de un hijo del glotón reyezuelo Viaculia, condenado últimamente por defraudador. Urimi y Cari, las dos ciudades levantadas en armas por el fogoso Viaco, también estaban ahora separadas por un rencor profundo, que se avivaba de vez en cuando por ser su causa permanente. Entre ambas ciudades, y sirviendo de frontera natural a sus respectivos distritos, corre un arroyuelo que va a dar en el Myera, junto a Zaco. Después de varias guerras, el corpulento Viti arbitró que los ganados de una y otra ciudad pudieran abrevar en el arroyo, puesto que el agua no había de acabarse aunque acudieran a beber todos los rebaños del reino. Conformes ya en el aprovechamiento común, el conflicto siguió en pie y hubo nuevas guerras, porque las dos ciudades pretendían el derecho de prioridad en el caso posible de que rebaños diferentes se encontrasen junto al arroyo y hubiera, para evitar confusiones, que esperar, ya de la una, ya de la otra parte. El ardiente Moru resolvió que la prioridad fuese del que llegase primero; mas se daban tal maña los pastores rivales, que casi siempre acudían todos a la vez, y las disputas se recrudecían y las refriegas nunca terminaban. Durante la permanencia del rey en Cari un combate había tenido lugar, y catorce pastores quedaron muertos en ambas márgenes del arroyo. Como éstos, en cada palmo habitado del territorio existían motivos de discordia, contra los que no había solución en lo humano. Yo me alegré mucho de estas noticias, porque el trato con los mayas de la corte me hizo temer que todos fueran tan habladores y holgazanes como ellos, y que no hubiera energías en la nación; pero estas luchas intestinas demostraban que sí había fuerzas y aun exuberancia de ellas, bien que, por desgracia, estuviesen empeñadas en destruirse mutuamente.

Pero de las revelaciones del calígrafo Mizcaga, las que más fijaron mi atención fueron dos: la primera, que casi todos los reyezuelos estaban quejosos porque sus parientes no podían asistir al congreso de los uagangas. Como éste se celebraba el día siguiente al muntu, los consejeros que residían lejos de Maya, o tenían que perder la fiesta religiosa, o dejar de concurrir al congreso. De aquí resultaba que casi todos los uagangas del reino que no podían residir en la corte se vieran incapacitados para usar de su derecho a hablar y a danzar, y que las ciudades carecieran de representantes. La otra revelación era que había producido excelente efecto la combinación de cargos entre Sungo, Asato y Cané, y la noticia que yo hice circular de que los reyezuelos que se distinguieran por su obediencia y su rectitud serían trasladados a otros gobiernos mejores. Casi todos los funcionarios soñaban ya con un cargo mejor que el que tenían, y yo encontraba en estas aspiraciones el elemento indispensable para centralizar más el poder.

Mi primer acuerdo fue nombrar los consejeros. En vez de tres debían ser seis y con crecidos emolumentos: tres de la clase de uagangas, uno de la de reyezuelos, otro de la de generales y otro de la de pedagogos. Así eran más los favorecidos y tenía yo más facilidad para imponerme, porque, entre seis hombres, cuatro por lo menos votarían siempre con el rey, esto es, conmigo. Mujanda me estimaba más de día en día, y marcadamente cuando tuvo conocimiento de mis relaciones con la reina Mpizi, la cual ejercía sobre su hijo un gran ascendiente. Difícil era la elección entre tantos dignos de ella, y no fue escaso mérito acertar. En mi lista figuraba a la cabeza mi hijo Sungo, cuyos servicios a la causa de Mujanda eran superiores a los de cualquier otro reyezuelo, sin excluir a Lisu, y cuyas pruebas en el arte de gobernar estaban hechas con brillantez. Seguía un uaganga, jefe del ala izquierda y suegro mío, llamado Quiyeré, «patazas», veloz en la carrera como el divino Aquiles, y de inteligencia tardía pero segura. En tercer lugar mi hijo Catana, quinto y último hijo de la celestial Cubé y hermano de madre de Sungo. Catana pertenecía al ala del centro, y sobresalía imitando los gritos de los animales. El cuarto consejero fue Quetabé, hermano de Viaco y fautor de la revolución; su elección fue la única debida a la iniciativa regia, pues por este medio Mujanda le atrajo a la Corte para asesinarle y quitarse un enemigo de encima. Luego figuraba el jefe del ala derecha de los uagangas, un sobrino del dentudo Menu, nombrado como su tío y famoso por la sonoridad de sus interminables bostezos en la figura de la salutación; y, por último, el pedagogo Mizcaga, como consejero secretario, por ser el más inteligente de todos en historia y en caligrafía. Este consejo estaba presidido por el rey; y yo, como dignidad intermedia entre éste y los consejeros, me reservaba el derecho de asistir a él y de tomar parte en las deliberaciones; pero rara vez usé de esta facultad, porque el consejo fue siempre dócil a mis deseos y a los del rey, que eran los míos propios.

En el primer yaurí, celebrado por los flamantes consejeros en la sala de recepciones nocturnas del palacio real, se tomaron tres acuerdos radicales: reorganizar el ejército, el gobierno de las localidades y el congreso de los uagangas, todo según pautas dadas por mí y con arreglo al fecundo principio de las escalas cerradas. En adelante, todos los mayas podrían aspirar a todas las funciones públicas, exceptuada la de rey, a la que no creí prudente tocar; no habría privilegios de herencia ni favoritismos de elección; el que consiguiera por sus méritos ingresar en uno de los grados inferiores, y tuviera calma para esperar y celo para cumplir sus deberes, estaba seguro de morir de reyezuelo, o cuando menos de uaganga local.

Todos los soldados fueron inscritos en varias pieles a modo de escalafón; para el ingreso se exigió un juramento de practicar la poliandria, porque se dispuso que en los cuarteles no hubiera más que una mujer por cada siete hombres. Por excepción, los jefes de escuadra estaban autorizados para tener una mujer sola, los centuriones dos y los generales cinco. Se completaron los cuadros, entrando en el servicio más de dos mil ruandas nuevos, todos habitantes del bosque y acostumbrados a la poliandria, y los que no quisieron aceptar el nuevo régimen fueron trasladados a las guarniciones de las ciudades, con propósito de licenciarlos poco a poco y sin peligro del orden. Pero la mayoría se conformó con las nuevas prácticas, estimulados por el deseo de ascender y de llegar al generalato. Un gran número de mujeres fueron vendidas, y con satisfacción general vinieron a restablecer la prosperidad de algunos centros, que languidecían por falta de producción de seres racionales.

Para asegurar el éxito de la reforma se aumentó en cada destacamento un centurión y dos jefes de escuadra, y hubo gran movimiento en las escalas. Dos ascensos de general en las vacantes de Quetabé y de Asato, que sucedió bien pronto en el cargo de consejero a éste, a quien, como se esperaba, hizo asesinar el rey auxiliado por Menu. Los dos puestos dejados por los centuriones ascendidos, y los doce de nueva planta, fueron ocupados por los catorce jefes de escuadra más antiguos, y a esta categoría se dieron treinta y ocho ascensos. En adelante todos los días hubo ascensos que dar; porque si antes era necesario, y no muy fácil, matar enemigos para ascender, ahora había un recurso más sencillo para hacer huecos: matar a los que estaban por encima. Esta corruptela se evitó en parte disponiendo que ningún ruanda pudiera ascender en un mismo destacamento. Era natural que el crimen cometido en provecho ajeno tuviera menos atractivos que cuando se cometía en provecho propio.

Armónicamente con el escalafón militar se organizó el escalafón civil, en el que fueron inscritos en primer término los consejeros del rey; después los reyezuelos, según la importancia de sus localidades, empezando por Bangola y concluyendo por la ingobernable Lopo; luego los pedagogos y los consejeros locales, y por último los ayudantes del rey y de los reyezuelos. De estos ayudantes, o mnanis, los había alcaldes de barrio con funciones gubernativas, recaudadores y simples polizontes, encargados de prender y vigilar a los reos y de decapitarlos en los afuiris. El ingreso en este orden civil tendría lugar, o bien por la clase de pedagogos mediante el antiguo e inmejorable procedimiento de presentar los loros amaestrados, o bien por la de polizontes, reservada muy particularmente a los separados del ejército. Así se nivelaba la dignidad de todas las autoridades, desde la del verdugo y del recaudador hasta la del rey. Aunque pongo delante al verdugo, no dejaré de indicar que para los mayas este cargo no es tan odioso como para los europeos, y lo es mucho menos que el de recaudador.

Con arreglo al nuevo escalafón, hubo una contradanza general de autoridades. Lisu, el de los espantados ojos, fue trasladado a Bangola. Este gobierno era muy fructífero, porque los uamyeras, reforzados por los accas fugitivos de Lopo, se dedicaban al cultivo de la tierra y a la cría de ganados con gran éxito. Aunque se les señaló para establecerse un lugar del bosque, ellos se habían ido corriendo hacia los campos limítrofes con aquiescencia de los primeros reyezuelos, Asato y Sungo. Además de los grandes rendimientos, Bangola tenía el atractivo de estar realmente gobernada por los jefes de la raza extranjera; el reyezuelo maya era una figura decorativa, que en nada tenía que intervenir y que se limitaba a recoger su abundante ración y la del rey. Por todo ello se dio esta prebenda a Lisu, deseoso de redondearse y de establecer su residencia en la corte, al lado de su hermana Mpizi y de su sobrino Mujanda. A Mbúa fue destinado Churuqui, el corredor, con intento de que las discordias por el usufructo exclusivo del Unzu se calmaran, y al gobierno de Upala pasó el valiente Ucucu. Con estos cambios, los dos reyezuelos veían doblado el número de sus súbditos. El veloz Nionyi, el de Ruzozi, que deseaba gobernar una ciudad fluvial, fue trasladado a Ancu-Myera; y el viejo Mcomu, desde las obscuridades del bosque de Viloqué, a los alegres prados de Ruzozi. Cané, el hijo cuarto de Sungo, harto de bregar con los antiguos siervos, pasó a Viloqué, y para Lopo fue creado el primer reyezuelo de nuevo cuño, el prudente Uquima, pedagogo y primogénito del consejero Mizcaga. Estos nombramientos produjeron gran júbilo en el país. Todos los reyezuelos del bosque estaban ya seguros de pasar los últimos años de su vida gobernando una ciudad fluvial; todos los pedagogos soñaban con las vacantes de Mizcaga y de Uquima, y todos los mnanis se consideraban de hecho con las riendas supremas del poder entre sus manos. La ambición servía de freno y de estímulo: de freno, para obedecer con humildad; y de estimulo, para trabajar con ardor por el bien común.

Yo, sin embargo, no me dejaba llevar de estos primeros entusiasmos. Lo principal estaba conseguido: que Maya tuviera un centro político adonde todos acudieran en busca de granjerías; pero el desencanto podía llegar muy pronto, y los apetitos democráticos revolverse con furia cuando se viesen frustrados. Hacía falta crear un canal de desagüe muy ancho, por donde todos los malos humores escaparan, y de aquí nació la necesidad de la tercera reforma, que desenvolvió de una manera amplísima el organismo creado por una feliz intuición de Usana, el congreso de los uagangas. Los miembros de este curioso senado gozaban de pequeños emolumentos, pero de gran dignidad; yo, suprimí los emolumentos y elevé las preeminencias por encima de todas las conocidas hasta el día. Les concedí derecho de tutear al rey y a los reyezuelos, de entrar en la corte montados en sus caballerías, sin ofensa para Rubango, y de alojar éstas en los patios del palacio real. Aumenté el número de ellos considerablemente, puesto que se concedió la dignidad de uaganga, no sólo a los hijos y hermanos del Igana Iguru, de los consejeros de los reyezuelos y de los generales, sino a todos los parientes de éstos de cualquier línea y grado. Esta modificación no era un principio nuevo de gobierno; era una exacta interpretación del pensamiento del antiguo legislador. En el edicto original no se hablaba más que de parentesco; pero los sucesores de Usana habían restringido la idea, reduciéndola a sus términos más escuetos, a los grados de consanguinidad más inmediatos. Asimismo se preceptuó que la sesión mensual de la interesante asamblea debía celebrarse ocho días después del muntu, para que de todos los lugares del reino se pudiese asistir a ella, y que no hubiera lugar a exclusión por torpezas cometidas en la danza, ni por excesos en las peroraciones. El rey sí conservaba el derecho de silbar, y aparte de éste, un nuevo derecho, el de aplicar un cogotazo a los ejecutantes torpes, por vía de afectuosa advertencia, cuando las faltas fuesen muy numerosas. Con estas medidas el número total de los uagangas fue por el momento de dos mil, y bien a las claras se veía que no era posible que se congregaran en su antiguo palacio. Entonces Mujanda acordó que se dividieran en dos grupos, uno de viejos y otro de jóvenes, y que hubiera dos sesiones sucesivas, una por la mañana y otra por la tarde, en los frescos prados del Myera, dentro de un redil (o cosa semejante) construido a imitación de la valla circular que sirve para cercar el palacio del rey. Este excelente acuerdo, que produjo gran entusiasmo en todas las clases sociales, me inspiró la idea de aprovechar el vacío e inactivo palacio de los uagangas para establecer en él un nuevo y curioso organismo gubernamental.