La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 10

Capítulo X

Pacificación del país y abolición de la servidumbre.-Invasión y establecimiento de los uamyeras y de los accas.-Continúan las emisiones de valores fiduciarios.

Gracias a mi ingenio y al candor de los súbditos de Mujanda bien pronto me hallé en disposición de resolver la crisis por que atravesaba el país, y de trabajar por la felicidad de aquellos hombres que, no obstante la diferencia de color, yo consideraba como mis hermanos. No eran tampoco mis móviles exclusivamente humanitarios, pues sentía una noble curiosidad científica, un vivo deseo de hacer ensayos y experimentos sobre esta nación, para deducir principios generales de arte político. En estas sociedades primitivas, los órganos están más desligados y las funciones se presentan de una manera más descarnada, permitiendo a un mediano observador descubrir ciertas leyes de carácter elemental, base de toda la estática y la dinámica políticas.

Mis primeros esfuerzos se encaminaron a restablecer la disciplina militar de los destacamentos del Nordeste, que se habían negado a proclamar a Mujanda. Esta proclamación no tenía para ellos ningún interés, porque las raciones las recibían directamente de las ciudades próximas, y éstas no dejaban de entregarlas con puntualidad. Yo dispuse que todas las ciudades, sin distinción, pagaran el impuesto al rey, y que éste entregara de sus fondos las soldadas. Tal sistema hubiera sido muy penoso cuando los pagos se hacían en especies, y parecería además inútil enviar los cargamentos a la corte para reenviarlos desde la corte a la frontera; pero con auxilio de los rujus era sencillísimo, y ofrecía la ventaja de permitir a los ruandas la compra diaria de sus provisiones. Sin embargo, la medida produjo gran descontento en las ciudades y en los cuarteles; en las ciudades se temía que, si el rey se olvidaba de pagar a tiempo oportuno, se amotinaran las tropas y saquearan las haciendas particulares; en los cuarteles se rechazaba esta intervención desusada de la autoridad real, y se manifestaba un desconocimiento absoluto del mecanismo de la compraventa. Hubo varias asonadas militares, y cinco destacamentos, el de Unya, el de Uquindu, el de Mpizi, el de Urimi y el de Viti, puestos de acuerdo y dirigidos por el jefe de este último, el guerrerazo Quizigué, de quien no había yo encontrado aún el medio de deshacerme, se declararon en abierta rebeldía e intentaron apoderarse de Maya. Las ciudades de la orilla izquierda del río nos enviaron refuerzos e iba a comenzar la guerra; pero antes acudí a un hábil recurso, que hizo inútiles los procedimientos de fuerza y evitó la siempre dolorosa efusión de sangre. Publiqué, firmado por Mujanda, un edicto anunciando que si las tropas sublevadas volvían a sus cuarteles no sufrirían ningún castigo, y que en adelante se doblaría la ración a todo el ejército, pues ésta, y no otra, era la idea del rey al tomar a su cargo el abono de los salarios. La obediencia fue inmediata, y para mayor garantía y demostración de nuestras promesas se hizo una entrega anticipada.

Este ejemplo decidió a los reyezuelos remisos en el cumplimiento de sus deberes a acatar al nuevo rey, quien para ganarles más la voluntad les perdonó los atrasos, y como término feliz de la pacificación acordó la condonación de un mes de impuesto a todas las ciudades. Siempre alabaré el patriotismo de todas las clases de este país, y el espíritu de sumisión de que dieron repetidos ejemplos en época tan azarosa. Bien es verdad que si de un modo rudo y grosero se hubiese exigido a cada uno de los ciudadanos la entrega de una parte de sus bienes, acaso la solución de la crisis se realizara más lenta y difícilmente; pero en tal caso la responsabilidad sería del gobernante inhábil, que no había sabido revestir sus medidas de esa forma suave y poética que tanto agrada a la imaginación popular. Aun la conducta de las tropas, que parecerá un tanto interesada, la encontré digna de aplauso, porque revelaba un gran amor al orden y a la estabilidad. Hay organismos que aspiran a cambiar de postura con demasiada frecuencia, y que son un germen de continuos trastornos; hay otros más sensatos, que sólo cambian para mejorar, y a ellos pertenece el ejército ruanda; por esto no aceptaron la innovación en el sistema de pagos hasta que vieron que les producía algún beneficio.

Este levantamiento militar, tan noblemente ahogado por sus mismos iniciadores, fue motivo de un suceso feliz, de un hecho que formará época en la historia nacional. Apenas quedaron libres las fronteras de los distritos de Urimi y Mpizi, comenzaron a invadir el país numerosas tribus de aspecto misérrimo, hambrientas, desnudas y fatigadas por largas marchas al través de los bosques. Los reyezuelos reclamaron auxilio para expulsarlas, y los sublevados se disponían a enviar fuerzas para destruirlas. Pero, realizada la sumisión de los rebeldes, yo me dirigí a los parajes invadidos so pretexto de combatir personalmente a los intrusos y con ánimo de entablar negociaciones. Procedían estas tribus de los bosques del Norte de Maya, y quizás algunas venían desde las forestas del alto Congo, y desde los bordes del Aruvimi, hostigadas por los tratantes árabes que dominan toda esa vasta región; sus tipos eran muy diversos, pero la diferencia principal estaba entre dos, que representaban, sin ningún género de duda, dos razas muy distintas: una muy semejante a los puros indígenas mayas, habitantes del bosque, y otra de estatura más pequeña y de rasgos muy análogos a los de la raza acca, al Norte del Aruvimi. Sin embargo, los exploradores han exagerado estos rasgos, puesto que los accas no son ni con mucho, liliputienses; su talla es como dos tercios de la de un hombre ordinario; su color es moreno verdoso, como el de todas las tribus que viven a la sombra; su inteligencia es viva, y su agilidad extraordinaria. Según me dio a entender uno de los jefes (pues su idioma me era desconocido), venían en son de paz buscando refugio contra las persecuciones de unos hombres de tipo extraño que habían llegado por Oriente.

Yo persuadí a Mujanda para que les permitiera establecerse y ya que nuestro reino era muy extenso, y el número de los invasores no tan grande que los hiciera temibles; cuanto mayor fuera el número de sus súbditos, mayores serían sus ganancias, y en las ciudades nada tendrían que padecer por la vecindad de estas gentes pacíficas. Así, pues, fue acordado admitirlos, y yo, por mi parte, les anuncié que avisaran a sus congéneres que aún quedaban en el exterior antes que se cerrara la frontera. En menos de dos meses penetraron en el país más de sesenta mil personas, esto es, una cuarta parte de la población que yo calculaba en todo el reino. Esta gran masa humana fue distribuida en cinco grupos: uno formado por los accas, en número de diez mil, quedó cerca de Maya, sostenido a nuestras expensas; de los cuatro restantes, de raza común, a los que el pueblo llamó uamyeras, «hombres del río», uno se estableció al Norte, entre Viti y Mpizi, y los otros tres al Sur, entre Tondo y Nera, todos en el bosque. Según el convenio hecho, recibieron algunas provisiones y reyezuelos de nuestra nación; los tres hijos mayores del listísimo Sungo, y el único hijo sobreviviente del cabezudo Quiganza, fueron favorecidos con estos cargos.

Respecto de los accas, un plan más vasto había surgido en mi mente. Era para mí incuestionable que una restauración no podía ser perfecta mientras no se aceptase algo de lo que se había hecho durante el período de gobierno ilegítimo. Gobernar es transigir, y yo buscaba con afán las personas o el partido con quien pudiera acordarse una honrosa transacción. En la cuestión del reparto territorial no era posible transigir, porque los mismos reformadores habían tolerado que quedara sin efecto, y ahora, con la presencia de los nuevos colonos, la división sería más difícil, por no decir de todo punto irrealizable; la cuestión religiosa era muy dada a conflictos, y además Viaco la había retrotraído a su antigua pureza, con aplauso general. Realmente, este extremo lo consideraba yo perfecto, y nada necesitado de mejoras ni de componendas; una religión que afirma la existencia de un ser superior o supra terreno, fuente de bienes y de esperanzas, y de un ser inferior o subterráneo, fuente de males y de terrores, es una religión completa, especialmente si cuenta, como la de los mayas, con ritos externos, que proporcionan de vez en cuando alguna expansión a los espíritus y algún reposo a los cuerpos.

Por tanto, no quedaban más que dos puntos de transacción. El primero, reconocer que Urimi, la ciudad sin caminos, había tenido algún fundamento para asociarse a Viaco y permitir, como así se hizo, que continuara usando las sendas abiertas sin autorización, cuando el régimen ensi fue abandonado. El segundo, y más importante, conceder la libertad a los siervos. La mayoría de éstos había entrado de nuevo en la servidumbre con aparente satisfacción; mas era de temer que bajo esta falsa apariencia se ocultase un juego peligroso. Los destacamentos sublevados entregaron al hacer la paz cinco siervos incendiarios, entre los cuales se contaba el dormilón Viami, únicos que habían podido escapar a la furia del dentudo Menu. Estos cinco siervos representaban, a mi juicio, una minoría vencida, siempre digna de respeto, y con ella me entendí para hacer la tan deseada transacción.

Se acordó que los cinco siervos, con sus familias, fundasen una nueva ciudad, que llevaría el nombre de Lopo, entre Unya y Maya, en la orilla derecha del Myera. Estos siervos, y los que se fueren agregando, recibirían como presente una familia acca, y los dueños de los siervos que reclamaran su libertad recibirían igualmente dos familias enanas. De esta manera se abría una puerta para que la liberación se fuese poco a poco realizando, sin perjuicio de nadie, hasta llegar a la completa abolición de una costumbre ofensiva para el decoro del hombre. En cuanto a los enanos, su interés manifiesto estaba en no morir de hambre, y se conformarían con la servidumbre hallándose en un país de hombres más altos, más fuertes y mayores en número, y desconociendo la lengua que se les hablaba. Un año tardé en invertirlos a todos: a cada reyezuelo le fueron enviadas cincuenta parejas, y a los que gobernaban ciudades a cielo descubierto, cincuenta más para los trabajos agrícolas; y era tal la fecundidad de las mujercillas accas, que en cinco años se había duplicado el número de los nuevos siervos. Yo tomé a mi servicio cuatro reyes y cuatro reinas, y en ese período de tiempo aumentaron su familia con veinticuatro príncipes.

Entretanto, los uamyeras se propagaban también muy rápidamente y fundaban cuatro grandes ciudades, que se llamaron: la del Norte, Bangola, y las del Sur, Bacuru, Matusi y Muvu.

La ciudad libre de Lopo se desarrolló con más lentitud, porque los antiguos siervos no llevaban de ordinario más que una esposa; casi todos se proveyeron de mujeres enanas para acrecentar su familia, pero el cruce de razas no fue muy feliz. La fundación de esta ciudad proporcionó a Mujanda una inesperada ventaja, pues, aparte de la no pequeña de separar de Maya y de otras ciudades elementos perturbadores, los libertos nos descargaron del peso del dentudo Menu. Éste, creyendo que en Lopo podría continuar explotando a los siervos, que afluían en gran número, más que por su voluntad porque sus dueños los despedían para recibir en cambio las dos familias enanas ofrecidas, solicitó ser nombrado reyezuelo, y a los pocos días de su llegada fue asesinado, no se supo por quién, a la puerta de su palacio. El listísimo Sungo fue a sustituirle y a restablecer el orden; y Mujanda, nada torpe en esta ocasión, confiscó en provecho propio las grandes riquezas de Menu, sin exclusión de su familia.

Aún no había cumplido el nuevo rey un precepto tradicional en este país, la visita a todas las ciudades y cuarteles del reino, después que ha tenido lugar la proclamación y el recibimiento en la corte. Mujanda estaba deseoso de cumplir este grato deber; porque, insaciable de riquezas, soñaba con los regalos que recogería en su excursión; el pueblo pedía con insistencia que la visita se realizara, porque existe la superstición de que el súbdito que muere sin ver a su rey es muy mal recibido en las mansiones de Rubango. A esto se agregaba el miedo de que el mal recibimiento fuese todavía peor por haber aceptado un rey ilegítimo. Muchos se vanagloriaban de no haber visto a Viaco, y algunos decían verdad: los que conservan la pureza de las tradiciones son en este país tan exagerados en materia de legitimidad real, que la presencia sola de un rey usurpador les turba y les hace llorar; mientras que la contemplación de un rey legítimo les inunda de placer y les hace llorar asimismo, pero de alegría. Después de muchas prórrogas, fundadas en mis planes secretos, aconsejé por fin a Mujanda que hiciera la visita, quedándome yo en la corte al frente del gobierno y dándole instrucciones precisas sobre lo que debía hacer.

A cada reyezuelo que le hiciera algún regalo, debería entregarle cinco rujus; a cada destacamento militar, una soldada extraordinaria, a cada consejero, un ruju; a los pueblos les perdonaría seis entregas en especie, de las que hacen a diario a las autoridades. Era preciso hacer ver que con ningún rey se obtendrían tantos beneficios como con Mujanda, y el medio demostrativo, afortunadamente no nos costaba gran cosa. Pero el punto culminante de este viaje no era tanto la entrega de los donativos, como la particularidad de éstos, nueva invención mía.

Dos inconvenientes me había descubierto la experiencia en los rujus anteriores: uno, el valor excesivo de cada pedazo de piel, y otro, el más grave, la aglomeración del ganado en nuestra provincia, cuyos prados no bastaban ya para contenerlo, y menos para alimentarlo. No todos los distritos poseían ganados, y en éstos las transacciones eran imposibles, porque los mayas no habían caído en la cuenta de separar el valor figurado de los rujus de su valor equivalente en otras especies; aunque una cabra valiese un onuato de trigo, no se había ideado el recurso de cambiar un ruju de cabra por un onuato. En los destacamentos militares cambiaban los rujus por ganado, y después, cuando era preciso, éste por otros artículos. De aquí mi idea de estampar nuevos rujus y de aprovechar el viaje del rey para lanzarlos, con éxito seguro, a la circulación. Pero tampoco pude pensar, ni por un momento, que los nuevos grabados representaran directamente las especies, porque, ni era posible figurar el trigo, el maíz o las habas, ni sustituir las figuras por inscripciones que no todos sabrían leer y que no tenían la fuerza artística sugestiva de la representación pictórica. Acudí, pues, a otro medio e hice tres troqueles en los que representé una mujer desnuda y obesa, cuyos pechos caían hasta las rodillas; un hombre, portador de un carcaj, a la usanza de los guerreros, y un niño desnudo, sentado en el suelo, jugando con la tierra. El secreto de mi invención estaba en que, abolida la servidumbre de los indígenas, no había medio de utilizar estos rujus, sino cambiándolos por sus antiguos valores representativos; una mujer valía por su precio dotal (pues la mujer no se compró nunca como sierva), de tres a seis onuatos de trigo, que es la semilla más abundante y la que sirve de regulador; un siervo, de dos a cuatro onuatos, y un niño, medio onuato, o sea una fanega de Avila.

El éxito de mis nuevos rujus fue completo, y en adelante todas las especies, reguladas por el trigo, fueron objeto de compraventa, y la circulación fiduciaria llegó a representar la mitad de la riqueza del país, pues, aparte de la que estaba en continuo movimiento, había una gran cantidad destinada a usos fijos. No había casa regularmente acomodada que no tuviese como principal adorno en las habitaciones de reunión nocturna, a modo de galería de cuadros, una serie completa de rujus, de las siete clases de emisión, con preferencia los de mujer. Estas incipientes aficiones artísticas las exploté yo, variando los tipos femeninos hasta el número de ocho, pues sabía que cada nuevo tipo representaba una cantidad enorme de onuatos de trigo en los graneros reales. Los ricos, que antes enseñaban con orgullo sus montones de semillas, y sus manadas de vacas y de cabras, ahora introducían al visitante en su cámara familiar, y le enseñaban la colección de rujus colgados de las paredes. Así inmovilizaban gran parte de sus bienes, que pasaban a manos de Mujanda. Los rujus de mayor circulación eran los de figura de niño, utilizados para la mayor parte de los cambios.

La prosperidad de la hacienda del rey y de la general, puesto que un rey rico distribuye entre sus súbditos, aun siendo tacaño, como Mujanda, más que pueda distribuir un rey pobre, no bastó, sin embargo, a aquietar los ánimos de una manera permanente, de donde saqué yo en claro una vez más, que la felicidad de un pueblo es cosa imposible de conseguir. Bien es cierto que las medidas adoptadas eran las primeras, las perentorias, y que aún conservaba yo preparadas para después otras de mayor transcendencia, que quizás alcanzarían lo que las primeras no habían alcanzado; pero no era indicio tranquilizador que la recompensa inmediata de mis esfuerzos fuera la ingratitud y la enemistad de los que recibían de mí tantos beneficios. Todo el pueblo murmuraba en voz baja, acusándome de abusos y de robos, porque suponían, demostrando con ello ser capaces y aun estar deseosos de hacer lo que me imputaban, que, siendo yo el autor de los rujus, mi riqueza podía aumentarse a mi arbitrio; los uagangas y pedagogos me acusaban de dilatar la provisión de los cargos de consejero, para ser solo en el torpe ánimo y en la floja voluntad de Mujanda, y este mismo llegó a sospechar que yo cambiaba rujus por mi cuenta y me enriquecía a expensas reales. No le bastaban los inmensos bienes acumulados por mi buen ingenio, sino que su ansia envidiosa se extendía, hasta los míos, que si, a decir verdad, algo y mucho habían crecido con mis trabajos de grabador, no eran suficientes para recompensar mi inteligencia y mis esfuerzos. Yo percibía, oído avizor, estos primeros leves rumores, y me apresuré a acallarlos con abundantes dádivas a los pobres, en la seguridad de que éstos, al menos, cederían mientras estuvieran ocupados en digerir mis donativos; pero comprendí que allí hacía gran falta una reforma orgánica. El equilibrio político, indispensable para la buena marcha del gobierno, se había roto en beneficio del rey y de los siervos, y en daño de la clase media, y había que restablecerlo por cualquiera de los medios que se emplean para restablecer el equilibrio de una balanza: o quitando del platillo que tiene de más, o añadiendo al que tiene de menos, o partiendo la diferencia. Esto último, que era lo más justo, me pareció desde luego lo más impracticable y lo más expuesto a desatar las envidias y los odios. El sistema de aligerar el platillo más pesado, ofrecía, además de las resistencias naturales en quienes viesen disminuidos sus privilegios, otro peligro más grave: si los desequilibrios eran muy frecuentes, y hoy se quitaba de un lado y mañana del otro, siguiendo con constancia el mismo procedimiento sustractivo, no tardarían en quedar los dos platillos vacíos. No había, pues, otro recurso que el de nivelar, añadiendo donde fuera menester. Este último sistema no ofrecía más inconveniente que uno: aumentando sin cesar los privilegios, hoy a unos, mañana a otros, siempre para conservar el ansiado equilibrio, no tardaría en ser tan enorme el peso total que se tronchara el eje de la balanza gubernamental y todo viniera abajo. Pero como esta catástrofe, aunque posible, no sería inmediata, y acaso ocurriría cuando yo hubiese muerto, me decidí desde luego por el criterio aumentativo, y con arreglo a él me dispuse a redactar una Constitución.