La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 08

Capítulo VIII

Revolución.-Batalla de Misúa y destronamiento y muerte de Quiganza.-De cómo Viaco dominó todo el país y estableció la reforma territorial o ensi.-Contrarrevolución y restablecimiento del poder legítimo.

Cuando el fogoso Viaco, quizás distraído por un deber urgente, volvió al sitio donde había dejado el hipopótamo, y lo echó de menos, sin que, recorriendo por diversos puntos el bosque, pudiera encontrarlo, determinó, según supe por la bella Memé, regresar a Maya, adonde llegó a la caída de la tarde, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad. Al día siguiente, muy de mañana, acompañado de dos siervos, salió para dar una nueva batida en el bosque, y en esta faena le cogió la noticia de la reaparición de Arimi y del edicto del cabezudo Quiganza restituyendo a éste en su antiguo cargo.

Entre Viaco y el rey mediaban graves disentimientos, porque, como hijo del ardiente Moru, el fogoso Viaco pretendía obtener del cabezudo Quiganza excesivas concesiones en riquezas y en dignidades. De aquí se originó la muerte del elocuente Arimi y la condena de su hermano Muana; pero bien que, a pesar de los deseos del rey, el fogoso Viaco consiguiera ser Igana Iguru, cargo reservado siempre a los hijos o nietos de rey, la enemistad entre ambos subsistió, pues sus caracteres no congeniaban. El cabezudo Quiganza era hombre templado, pacífico y transigente, familiar y sencillo en sus hábitos y palabras; el fogoso Viaco era, por el contrario, hombre de pasiones vehementes, altivo y emprendedor, liberal y ambicioso; el vicio dominante en el uno era la gula, en el otro la lujuria. Sus retratos podían hacerse por medio de sus esposas favoritas: la del rey, Mcazi, mujer obesa, engrosada, cebada; la de Viaco, Memé, sensible como un laúd y ágil como una pantera.

Convencido o sin convencer, que esto jamás llegué a averiguarlo, el cabezudo Quiganza aceptó el hecho de mi resurrección como un medio para aniquilar a su pariente sin cometer injusticia, estando como estaba consignado en la ley el precepto de la restitución. El fogoso Viaco, persuadido de la impostura del nuevo Arimi, pues el cadáver del verdadero permanecía donde él lo sepultó, pudo creer que todo aquello era una farsa consentida por el rey e inspirada por el listísimo Sungo, hombre de invención fértil y deseoso de vengar a su padre. La muerte de éste había tenido lugar del siguiente modo: una hermana del ardiente Moru, muy hermosa, la celestial Cubé, había sido la primera favorita de Arimi y madre del primogénito Sungo; a Cubé siguió Niezi, y a Niezi Memé. Para congraciarse con el díscolo Viaco, Arimi le entregó a Cubé, pues aunque eran tía y sobrino, la ley no prohibía este género de enlace; las prohibiciones son entre los ascendientes y descendientes y los hermanos de doble vínculo. Cubé fue devuelta bajo pretexto de esterilidad, y la misma noche de su reingreso en la casa de Arimi, facilitó la entrada a Viaco para que asesinara al elocuente sacerdote. El cadáver fue sepultado muy hondo en el patio, junto al harén; después se simuló la excursión a Mbúa y la muerte misteriosa en la ruta del Unzu; se acusó a Muana, y Viaco quedó triunfante. Pero disuelta la casa de Arimi, Sungo continuó siendo el jefe de la familia en la nueva casa, y se llevó consigo a su madre, que antes de morir, siguiendo la costumbre nacional, le confesó el crimen para que lo vengara. En Maya, el afuiri prescribe al año, porque se supone que si el crimen ha permanecido oculto, es por disposición de Rubango; pero los odios son inextinguibles, y el fogoso Viaco vivía apercibido contra la venganza, pronta o tardía, del listísimo Sungo.

Así, pues, no soñó en parar de frente el golpe que se le asestaba, y a lo sumo intentaría asesinarme, si es que la alarma de la bella Memé la noche de mi llegada tuvo fundamento; ni menos pensó en someterse a sus enemigos. Su primera determinación fue refugiarse en Urimi, ciudad propicia a una rebelión, por haber sido privada de sus caminos. En Urimi comienzan los grandes bosques del Norte, y cerca se encuentra uno de los doce destacamentos de la frontera, mandado a la sazón por Quetabé, hermano de Viaco. El lugar elegido por éste no podía ser más a propósito para una tentativa sediciosa; los habitantes de Urimi acogieron al fugitivo y se mostraron deseosos de defenderle; Quetabé apoyó los planes de su hermano, y el grupo rebelde, compuesto de dos mil urimis y de doscientos ruandas, se preparó para atacar a Maya sin pérdida de tiempo, con esa rapidez asombrosa con que acometen los africanos las empresas más arduas. Entre Urimi y Maya están Cari, en el bosque, y Misúa, bella ciudad habitada por pastores; los de Cari tomaron las armas por Viaco, y los de Misúa, donde establecieron el cuartel los insurrectos, fueron obligados a tomarlas también por la fuerza.

Desde aquí enviaron emisarios a Maya, que está a dos horas de camino, para hacer prosélitos entre los ensis, seduciéndoles con promesas, y sin más tardanza vinieron sobre la ciudad, según lo había anunciado el dormilón Viami, cuando apenas el cabezudo Quiganza y sus fieles habían tenido tiempo para apercibirse a la resistencia. Sin embargo, se adoptaron prontas medidas: cerráronse las puertas de la ciudad; pusiéronse en pie de guerra los cincuenta hombres de la guarnición; armáronse todos los hombres útiles, libres y siervos, en número de tres mil, y Quiganza confió la dirección de la guerra al consejero y hábil estratégico, Menu, el de los grandes dientes, asesorado por ocho uagangas de los más peritos en el arte militar. Hechos los preparativos, abandonando la ciudad a las mujeres, salimos a campo abierto y marchamos contra el enemigo, que retrocedía en busca de un lugar ventajoso para hacer frente, y se detuvo, por fin, junto a una arboleda que está a la vista de Misúa. Entonces nosotros nos detuvimos también, y el dentudo Menu reunió su consejo para resolver el plan de ataque. Acordaron dividir las fuerzas en tres alas, que atacarían por distintos lados y se reunirían después por sus extremos, formando un circuito (un triángulo era su idea) donde quedaría encerrado el enemigo. En consonancia se hizo la distribución de las tropas, y compuestas las tres alas, comenzó el combate; pero bien pronto notamos que nuestros cincuenta ruandas se pasaban al grupo de Quetabé y que casi toda el ala del centro, que debía llevar el peso de la batalla y estaba formada por siervos, se unía al grupo dirigido por el fogoso Viaco. De suerte que el ejército contrario, entrando por nuestro centro, separó las alas derecha e izquierda, las cuales, vista la imposibilidad de luchar con ventaja, se desbandaron y huyeron.

Faltando tan lastimosamente los tres lados de nuestro ejército, el triángulo soñado por el dentudo Menu no pudo formarse, y los que presenciábamos la lucha desde lejos, huimos despavoridos hacia Maya; los que pudimos escapar entramos en la ciudad, recogimos nuestras familias y nos refugiamos en la fiel Mbúa. Entre los refugiados estaban el príncipe Mujanda, tres hijos del rey, dos consejeros, Menu y Sungo, veinte uagangas y todas nuestras mujeres y nuestros hijos, así como la familia real. Antes que cerrara la noche llegaron más fugitivos, trayéndonos terribles nuevas: Viaco, había entrado en Maya y había sido proclamado rey; Quiganza, hecho prisionero, después de presenciar la proclamación de Viaco, había sido decapitado, y su gran cabeza paseada por la ciudad como trofeo de la victoria.

Al día siguiente partieron de la corte, para todas las ciudades del reino, correos, portadores de un edicto real en que se exigía la sumisión y se anunciaba el perdón de los partidarios de Quiganza que se presentaran en el plazo de diez días. Todos los habitantes de Maya volvieron a sus hogares, salvo quince que habían muerto en el campo de batalla, entre ellos el orejudo consejero Mato; las ciudades del Norte se apresuraron a proclamar a Viaco, y sólo las del Sur se mostraban propicias por el rey legítimo, Mujanda. Pero la intervención mía evitó la guerra civil.

Era fácil comprender que, por muy grandes que fueran los esfuerzos de las ciudades leales, sería imposible resistir el primer empuje de un ejército triunfante; los destacamentos del Norte estaban de parte de Viaco, mientras nosotros no contábamos con los del Sur porque las poblaciones se negaban a llamarlos en nuestro auxilio temiendo ser víctimas de su rapacidad; valía más ceder en los primeros momentos y esperar un cambio favorable. El peligro principal para Viaco era el mismo ejército que ahora le apoyaba, y que le impediría afirmar su poder. Gracias al influjo que yo ejercía sobre Mujanda, príncipe joven e inexperto, y yerno mío por añadidura, pude hacer imperar mis ideas, que todos aceptaron como buenas, no sé si porque comprendieran que la razón estaba de mi parte, o si a causa del temor que les inspiraba afrontar una lucha a muerte.

La esposa favorita del cabezudo y desventurado Quiganza, la gorda Mcazi, era hija del reyezuelo de Viloqué, ciudad situada en el extremo Sudeste del país, en el interior de los bosques, y solicitó de su padre el favor de establecer allí nuestro oculto refugio mientras pasaban las horas de desgracia. El viejo Mcomu, llamado así por tener el dedo pulgar de la mano derecha extraordinariamente grande, nos concedió su apoyo, y entonces se hizo saber que Mujanda y sus fieles abandonaban el reino. Las ciudades del Sur reconocieron al usurpador Viaco, y el dentudo Menu y los uagangas que nos habían seguido se presentaron también a él. Sólo Mujanda y la familia real, y Sungo, enemigo de Viaco, y yo, con nuestras familias, partimos para el destierro confiados en la lealtad de Lisu, el de los espantados ojos, del veloz Nionyi, del valiente Ucucu y del viejo Mcomu, únicos reyezuelos que estaban en el secreto de nuestra resolución. De Mbúa pasamos a Ruzozi; de Ruzozi a Boro, la ciudad de la «montaña»; de Boro a Tondo, en medio de un bosque de árboles de este nombre, y de Tondo a Viloqué, la pequeña ciudad de los «bananos», donde entramos de noche para no ser vistos de nadie. El camino de Ruzozi a Viloqué es muy penoso, y exige a hombres muy andadores cinco jornadas: dos a Boro, dos de Boro a Tondo, y una desde aquí a Viloqué, marchando a diez leguas por día; pero nosotros tardamos veinte días y sufrimos grandes penalidades por la falta de provisiones y la torpeza de las mujeres, poco habituadas a caminar. El viejo Mcomu nos acogió con buena voluntad en su palacio, en cuyo interior había construido varios tembés para acomodarnos. No obstante, nuestra permanencia allí fue muy breve, porque el temor de que una denuncia nos perdiera, y el anuncio de la próxima venida de Viaco, nos obligó a buscar otro sitio más seguro en el centro del bosque, en un lugar que inspira gran terror a los naturales y adonde mis compañeros de destierro sólo se atrevieron a ir cuando les aseguré de la benevolencia de Rubango.

Construimos una gran cabaña, cercándola con un vallado para defenderla de las fieras, y la dividimos en tres partes: la mitad para Mujanda y para su familia, compuesta de su madre, de su única mujer, Midyezi, la hija de Memé, y de la familia real, de la que él vino a ser jefe, y que se componía de cincuenta mujeres y veintidós hijos, tres de éstos varones mayores de edad. Una cuarta parte fue para Sungo, cuyas esposas eran ocho, y diez sus hijos. La otra cuarta parte para mí y para mis veintinueve mujeres y cinco hijos menores. Así vivimos diez meses de los frutos del bosque y de la caza, sufriendo las tristezas de la falta de sol y de la abundancia de lluvias y los males de una ruda aclimatación, en la que estuvimos todos a punto de perder la vida. El espanto que estos parajes producen a los de Viloqué se funda en mil leyendas fantásticas, de las que Rubango es el héroe; pero lo que hay en ellas de positivo, es que toda esta parte del país está rodeada de lagunas, cuyas emanaciones producen fiebres pertinaces y disenterías de desenlace tan rápido como una invasión colérica. Merced a un sistema de sudoríficos y antiflogísticos inventado por mí los estragos no fueron muy sensibles, y sólo perecieron sesenta y ocho individuos de la colonia entre ciento treinta y siete; las pérdidas más sensibles fueron la de la obesa Meazi, la de los hijos varones de Quiganza, de los que sólo se salvó el tercero, llamado por esta razón Asato, y la de las dos entrañables amigas Niezi y Nera, muertas en un mismo día.

El fogoso Viaco, entretanto, visitaba el país en son de paz, y establecía por todas partes la organización ensi. Contra lo que yo esperaba, había sabido evitar los peligros del militarismo, enviando las tropas a sus cuarteles con buenas recompensas, y pretendía cimentar su poder con el apoyo de los hijos de Lopo. Esta fidelidad a un compromiso adquirido en horas de apuro, me pareció un error grave; porque si una minoría descontenta puede en circunstancias críticas decidir de la suerte de una nación, no por esto será bastante fuerte para continuar imponiéndose en condiciones normales. Viaco había visto que en la batalla de Misúa la defección de los ensis había decidido en su favor la victoria, y creía que el apoyo de éstos le bastaba en tiempo de paz. El triunfo, sin embargo, era de los descontentos de Urimi, de los mismos que, satisfecho su rencor, se volverían contra él y contra el nuevo sistema. ¿No era lógico que una ciudad ofendida porque se había visto privada de sus caminos, de sus medios de comunicación, se ofendiera más cuando se viese disgregada, cuando la incomunicación fuese, no ya de ciudad a ciudad, sino de familia a familia?

Pero el errar es propio de los hombres de Estado más conspicuos, y en estos errores se funda siempre la esperanza de los caídos. El error del cabezudo Quiganza consistió en no hacer caso de los hijos de Lopo, y el error del fogoso Viaco, consistirá en hacer caso de ellos. Se puso, pues, por obra la reforma territorial, con sólo dos limitaciones: la primera, no destruir de una vez las ciudades, por si en un caso de necesidad imprevista tenían alguna aplicación: la segunda, conservar la autoridad de los reyezuelos, para evitar los retrasos que acarrearía la acción de un solo rey sobre territorio tan dilatado. El rey, los reyezuelos y sus consejeros quedaban residiendo en las ciudades, y el resto de los súbditos, sin distinción ya entre libres y siervos, fue distribuido por el país, que Viaco tuvo el acierto, justo es decirlo, de repartir con suma equidad. Cada jefe de familia recibió un lote de tierra, proporcionado a sus necesidades y a su profesión. La cantidad fue igual para todos, pero variaban las circunstancias: los labradores y pastores recibían sus parcelas en tierras de labor o de pastos; los pescadores, a las orillas del río para que pudieran pescar, y los cazadores, en los bosques para que pudieran cazar. A los industriales se les asignó toda la cuenca del Unzu y gran parte de los bosques, según que trabajaban en piedras y metales, y necesitaban estar en un punto céntrico, y en comunicación con el río, o en maderas, y necesitaban tener a mano la primera materia de su industria.

Nosotros, en nuestro retiro, no dejábamos de estar al corriente de los sucesos, porque tres hijos de Sungo, tan diestros y astutos como su padre, recorrían el país como vendedores de pieles, y volvían de vez en cuando con noticias cada vez más desconsoladoras: por ninguna parte asomaba la revolución; el reparto territorial se realizaba sin resistencias en el Norte y en el Sur, dirigido por Viaco y por las autoridades de cada localidad, y en tres meses la obra tocaba a su fin. Las antiguas ciudades habían sufrido algo, porque al construir las nuevas viviendas se aprovechaba bastante material de las antiguas: maderas, cañas, lienzos y pizarras. Yo me imaginaba el reino de Maya como una ciudad colosal: la arteria más importante era el río, donde pululaban los pescadores; el corazón, el lago Unzu, donde hormigueaban los herreros y pizarreros; los barrios, los ensis, en cada uno de los cuales se levantaba solitaria una quinta rústica; las calles, los senderos que separaban los ensis; las murallas, las grandes forestas que por el Norte y por el Sur la rodean, pobladas por hábiles carpinteros y por valientes cazadores; las fortalezas, los cuarteles donde los ruandas vigilantes acampaban.

Una de las últimas ciudades visitadas fue Viloqué, y cuando Viaco llegó ya estaba formado el plan de reparto. El viejo y honrado Mcomu permanecía en la ciudad con los tres uagangas consejeros, reservándose en las cercanías cuatro grandes lotes, cada uno con más de cinco mil árboles; los jefes de familia, que eran cerca de doscientos, recibían por sorteo los suyos, que comprendían todo el distrito, exceptuado el paraje donde nosotros vivíamos, que fue abandonado a las furias de Rubango.

Todo parecía augurar bien del nuevo sistema, y los primeros días el país vivió atareado en arreglar sus nuevas viviendas, antes que llegase la estación de las lluvias, la mazica; los siervos, alegres de ver realizado su afán de libertad y de independencia, y deseosos de acrecentar sus bienes para aumentar el número de sus esposas, que son bienes mayores; los hombres libres resignados con el cambio, porque candorosamente creían que así como se había cumplido, cuando parecía imposible, el ideal de los hijos de Lopo, se cumpliría también la última parte de su programa, la pronta venida de los cabilis. La única dificultad que surgió en los primeros momentos fue la de aplicar el reparto entre los pueblos de los bosques del Norte, donde era muy frecuente la poliandria, pues en caso de apuro los hombres acostumbraban a vender sus mujeres en Maya, mercado muy favorable, y se concertaban para vivir con una mujer sola, usufructuada por turnos regulares. Los mayas no se detienen nunca en el término medio, esto es, en la monogamia, y sólo son monógamos el tiempo necesario para adquirir más mujeres. Cuando comprenden que por su pobreza o por su invencible holgazanería no llegarán nunca a tener un harén, no se resignan a vivir siempre con una mujer, que les obliga a poner casa sin promesa de grandes beneficios; así, pues, la venden y viven en los árboles o en una simple choza suficiente para meter el cuerpo por la noche, y se ponen de acuerdo con otros hombres que viven en condiciones parecidas para sostener una esposa, a la que cada cual mantiene el día de turno. Aparte de la manutención, la mujer tiene derecho a una cabaña y a un vestido cada año, y conserva la propiedad de los hijos comunes. Hay una ciudad, Rozica, donde la poliandria está muy generalizada, y en ella las mujeres y los hijos comunes son los más considerados, siendo una grave tacha pertenecer a un solo hombre o tener padre conocido.

Viaco resolvió este problema disponiendo que en los casos de poliandria la mujer fuese considerada como núcleo de familia, y que se diese un ensi a cada mujer, juntamente con sus agregados. Esta solución no satisfizo a los varones, quienes se creyeron ofendidos en su dignidad; porque debe notarse que la poliandria, que en Europa desprestigia a los hombres que la practican, en Maya los enaltece; se considera como rasgo de noble desinterés contribuir al sostenimiento de una mujer libre, de la cual no se obtienen los beneficios que de la poligamia solían obtener muchos hombres industriosos. Un pequeño capital empleado con fortuna en mujeres laboriosas y prolíficas es una mina inagotable de bienes, explotada por hombres de manga ancha, que así resuelven el problema de enriquecerse sin trabajar. En vista del descontento, Viaco modificó su primer plan y dispuso que en los ensis ya asignados se hiciera una nueva división, señalando a cada hombre una parte, y otra en el centro, más pequeña, para la mujer. Esto fue del agrado de todos.

Diez meses habían transcurrido desde la muerte del cabezudo Quiganza, y una paz octaviana parecía reinar en todo el país; las noticias de los hijos de Sungo no nos daban ninguna esperanza, porque las que yo tenía, fundadas en el mal éxito seguro del sistema, se me volaron cuando supe que éste no existía ya. Al principio, el entusiasmo o el temor habían movido los ánimos a la obediencia; pero bien pronto la razón recuperó su lugar. En Viloqué, por ejemplo, a los quince días de marcharse Viaco, cada familia estaba en su antigua casa de la ciudad, con aquiescencia del viejo Mcomu. Aunque el reparto había sido justo, ocurrió que algunos cazadores no pudieron tirar en dos semanas una sola pieza por no encontrarla en su distrito, mientras otros hacían su agosto sin moverse de sus cabañas. Y los más favorecidos fueron los ruandas de toda aquella parte, porque la caza empezó a correrse hacia la frontera para buscar refugio en el país vecino. Hubo algunos ensis donde las enfermedades se desataron con furia por estar próximos a las charcas corrompidas que a nosotros nos rodeaban. Sin previo acuerdo, impulsadas por el hambre y por la enfermedad, las familias perjudicadas regresaban a Viloqué dispuestas a morir antes que a abandonarlo; luego las familias favorecidas siguieron el ejemplo, porque se les hacía dura la vida aislada en los bosques; aun los siervos libertados encontraban preferible la tranquila servidumbre a la penosa libertad que les proporcionó el esfuerzo de sus más adelantados colegas, los de Maya.

Lo mismo que en Viloqué ocurría en Tondo, en Boro, en Viyata, en Quetiba, en Upala, en todo el Sur, y era de suponer que ocurriese en el Norte. Y esta situación anómala, esta ficción legal, sostenida por los prudentes reyezuelos, y más que por los reyezuelos por la necesidad, venía a echar por tierra mis cálculos. Yo confiaba en los graves conflictos que inevitablemente habían de sobrevenir, y el régimen se disolvió con los pequeños; yo esperaba como santo advenimiento el día de la cobranza del impuesto, porque era seguro que los mayas, no habituados a pagarlo y poco previsores para reservar una parte de sus productos durante tres meses, se rebelarían contra los reyezuelos y contra Viaco; pero el día de la exacción llegó, y cada reyezuelo envió al rey o al cuartel militar de su región (pues doce ciudades sostenían las cargas militares, y otras doce las cargas reales) sus acostumbrados cargamentos de cereales, de frutas, de pescado seco o de pieles, reunidos en sus depósitos por las entregas diarias o temporales de sus súbditos, según el sistema antiguo de contribuciones. Esto evitaba males al país, pero perpetuaba nuestras miserias; y sólo mis éxitos de curandero me salvaron en estos días terribles, en que mis profecías políticas se confirmaban al revés, y en que la colonia desterrada maldecía la hora en que yo impedí el levantamiento del Sur y los azares de una guerra, que la imaginación, favorable siempre a lo pasado, pintaba con bellos colores, sembraba de numerosas victorias y coronaba con un triunfo final.

De este profundo abatimiento pasamos a la alegría súbita. Un hijo de Sungo nos trajo la nueva, recogida en Mbúa, de la muerte violenta de Viaco. Una revolución había estallado en Maya contra el usurpador, y la ciudad era presa del incendio. Poco después, un correo de Ruzozi se presentaba al viejo Mcomu y le entregaba un aviso del veloz Nionyi, llamándonos a toda prisa. Mujanda había sido proclamado en Maya, en Mbúa, en Ancu-Myera y en Ruzozi. Inmediatamente lo fue en Viloqué y partió llevándome en su compañía y quedando Sungo encargado de dirigir el resto de la caravana hasta que nos reuniéramos en Mbúa. El viaje de regreso fue más rápido y más cómodo que el de venida, porque las ciudades del paso se apresuraron a entregarnos las caballerías y provisiones que fueron menester.