La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 06

Capítulo VI

La religión maya.-El afuiri y el ucuezi.-Descripción de estas ceremonias y de la vida maya en un día muntu.

Aunque las mujeres mayas vivían en absoluto aislamiento, tenían cada mes lunar un día libre, el día muntu o de la mujer, en que se presentaban en público para concurrir al ucuezi y al afuiri, ceremonias religiosas instituidas por la ley. A estos dos ritos estuvo reducida la religión maya, la antigua y la nueva, hasta mi pontificado, y en ambos el sacerdote único era el Igana Iguru, después del rey, la primera figura de la nación.

Examinando los manuscritos del archivo de Arimi (acrecentado con los posteriores a su muerte), encontré en diversas piezas numeradas todas las noticias necesarias para reconstituir la historia religiosa del país. Cada manuscrito o ruju es una piel de buey un poco recortada y redondeada, y su conservación es perfecta; pero su manejo es tan penoso y su interpretación tan difícil, que tuve que auxiliarme de mis dos siervos pedagogos. Todos los rujus, en número de ochenta, pertenecen a una época reciente, pues de su contexto se deduce que la escritura fue introducida en Maya por un indígena llamado Lopo, que había vivido largos años fuera del país en otras tierras donde habitan hombres caídos del cielo. A este Lopo se le llamó Igana Iguru, fue el iniciador de un nuevo período histórico de carácter revolucionario, y, según mis cómputos, debió vivir hace unos tres siglos, allá por los reinados de nuestros Felipes II y III. Sin embargo, los manuscritos abarcan mayor extensión de tiempo y transmiten muchas tradiciones antiguas que sobrevivieron a la época revolucionaria, y que representan en la actual uno de los elementos de la religión vigente.

Los antiguos mayas creían exclusivamente en un espíritu malo. Recordando las noticias transmitidas de boca en boca de unas a otras generaciones, aprendían que jamás los campos dieron en un año doble cosecha, ni los árboles echaron dos veces hojas y frutos, ni las fieras dejaron de devorar al hombre, ni éste dejó de trabajar bajo la inclemencia del sol y de la lluvia. La naturaleza, que para el maya no es buena ni mala, sigue su curso sin mostrarse una sola vez generosa con el hombre, dándole siempre lo ordinario. En cambio, ¡cuántas tradiciones no refieren que tal año se desbordó el río y anegó los campos, que tal otro huracán arrasó los sembrados y abatió los árboles! ¡Cuántas hambres, guerras, incendios y enfermedades! Los mayas creían, pues, que toda alteración en la marcha de la impasible naturaleza era para daño del hombre, y personificaban todos los males en un solo ser incognoscible, llamado Rubango, por ser el más funesto de los males la enfermedad, la «fiebre». En la patología maya toda la nomenclatura de los padecimientos se reduce a la palabra rubango, y por una sencilla traslación metafórica, todo el arte médico se reduce también al acto de aplacar el espíritu irritado de Rubango. Este acto era el afuiri, sacrificio jurídico, y se conservó en la religión reformada.

La explicación de esta doctrina y de su ritual religiosa llena veintitrés pieles; los restantes rujus se refieren a la época moderna y pueden dividirse en dos grupos: uno de catorce, que contienen la parte fija o dogmática, y otro de cuarenta y tres, con la parte movible o histórica, después del edicto de Usana. Sobre este último grupo mi examen fue muy somero, porque los relatos se repiten constantemente, variando sólo los nombres del rey, del Igana Iguru, de los individuos sometidos al afuiri y de los concurrentes al ucuezi. Son, más que otra cosa, censos de población. Los Kim o dogmas sí merecen examen, porque, bien que bajo formas rudimentarias, encierran los fundamentos de un curioso monoteísmo.

En un principio la tierra era lisa y hueca, como una calabaza de agua, y dentro de ella vivían los animales; pero tanto crecieron éstos que faltó espacio para contenerlos, y la corteza terrestre tuvo que irse estirando. Así se formaron las montañas, y los valles. Las lluvias, que antes resbalaban por la superficie de la tierra, ahora descendían de las montañas y se reunían en los lagos, que son los depósitos de los ríos. Con la humedad aparecieron las plantas. Por último, la tierra se abrió por diversos lugares y dio a luz un par de animales de cada una de las especies que contenía en su interior. Entre ellos figuraba un par de soccos o monos antropomorfos, primera forma del hombre terrenal, aparecida en el mismo lugar donde hoy se alza Maya, en una gruta llamada Bau-Mau, gruta de los primeros padres. Este primer Kim no se opone a la aparición de otras parejas fuera del reino de Maya; al contrario, se cree que cada reino se formó de una pareja distinta, y por esto no es lícita la conquista territorial. Aunque los pueblos guerreen unos contra otros y se despojen de sus riquezas, especialmente de sus mujeres y ganados, jamás se deben modificar las fronteras, ni una ciudad de un reino debe pasar a otro reino distinto. Lo que la tierra hace, el hombre no debe deshacerlo, dice una sentencia maya.

El segundo Kim comprende la construcción del gran enyu y la ascensión del Igana Nionyi. Estos dogmas no son más que una deforme mezcolanza de la leyenda de la torre de Babel y de la fábula de Ícaro. Cuando estos hechos ocurrieron, los mayas no tenían ya cola, y sabían hablar correctamente; su deseo de conocer lo que hubiera en las alturas les impulsó a construir una cabaña en forma de pirámide; pero como no percibieran desde tal observatorio más de lo que habían percibido desde la tierra llana, eligieron de entre ellos a un hombre valiente y audaz, le hicieron subir a la cúspide de la pirámide, y después de adaptarle dos alas, hechas con plumas de pájaro, soplándole por ambos conductos le hincharon de tal suerte, que adquirió el volumen de un hipopótamo; inmediatamente el Igana Nionyi se elevó como un globo y fue subiendo, subiendo, hasta perderse de vista, sin que hasta el día haya vuelto a parecer.

El tercero y último Kim refiere cómo el Igana Nionyi llegó a una tierra que está en el firmamento y que ocupa sobre nuestra tierra la misma posición que ésta ocupa sobre la inferior, de donde nacieron los mayas; porque el mundo es como un inmenso edificio compuesto de muchos pisos de gran altura, y cada capa terrestre es a un tiempo el tejado del mundo que está debajo y el suelo del que está encima. En esta nueva tierra, cuyo suelo es muy pobre, no existen hombres ni mujeres; pero hay muchas ciudades habitadas por monos, blancos como el armiño, y hábiles en toda suerte de industrias, los cuales, aunque no saben hablar, reconocieron a Igana Nionyi por su rey y le juraron ser sus esclavos. Pasando el tiempo, el rey, forzado por la necesidad, se unió con numerosas esclavas, y de sus enlaces nacieron seres mixtos, morenos, habladores e irracionales, que por su doble naturaleza recibieron el nombre de cabilis. Tenían de las madres la voracidad y el amor a la esclavitud, y del padre el don de la palabra y cierta tendencia a rebelarse cuando no sentían el látigo sobre las espaldas; por lo cual, entristecido el rey, bien que amara su obra con el amor de padre, y temeroso de que la nueva raza, cuya propagación era muy rápida, agotase todas las subsistencias, determinó hacer envíos de ella a la tierra baja para que trabajase en provecho de sus antiguos hermanos, los hombres. Son muchas las comarcas afortunadas donde se verificó ya la irrupción de los cabilis, y en todas las demás se verificará si los hombres saben congraciarse con Igana Nionyi. El día que Maya reciba su lote se acabarán para siempre las penalidades y los trabajos, cada hombre tendrá un grupo de cabilis a su servicio y se dedicará a holgar y a bendecir el nombre de Igana Nionyi. Ese día está próximo; será forzosamente en el ucuezi, esto es, en el segundo día de un plenilunio, que por esta razón se celebra con fiestas en honor del gran padre de los cabilis.

Sin entrar en una crítica detallada y comparativa de estas creencias, cabe hacer una ligera exégesis que nos aclare su sentido y nos oriente en cuanto a su verdadero valor. A mi juicio, el primer Kim, o sea todo lo relativo a la creación de la tierra, de las plantas, de los animales y del hombre, es de puro origen africano, puesto que, más o menos adulterada, esta creencia se extiende por casi toda África, y antes de llegar a Maya la había yo recogido en dos distintas localidades: en Sinyanga, pequeño Estado regular cerca del Seque, en el Usocuma, y en Mavona, en la frontera del Caragüé.

El reformador Lopo, ya por habilidad, ya por instinto, había sin duda aprovechado una creencia arraigada y popular para establecer sobre ella el castillo de naipes de sus fábulas. Porque esto son, y no otra cosa, la erección del gran enyu, la ascensión del hombre pájaro, la formación de la raza de los cabilis y la venida de éstos a la tierra. No es posible que un pueblo tan atrasado en Arquitectura y en Física haya siquiera concebido la idea de construir una pirámide y de lanzar al espacio un hombre globo; y en cuanto a la invención de una nueva tierra en el firmamento, la contradicción es patente con el primer Kim; porque con éste el mundo es semejante a una calabaza hueca, y en aquélla se le compara a un edificio que, como un teatro o una plaza de toros, tuviese varias galerías superpuestas, dejando un gran hueco central para que alumbraran el sol y la luna.

Lopo tuvo relaciones con los navegantes portugueses que por aquel tiempo arribaron a diversos puntos de la costa occidental de África, y no es aventurado suponer que les acompañase hasta Europa, y que de las impresiones de su viaje compusiera una religión acomodada a las necesidades de su patria, introduciendo el principio fecundo de un dios bienhechor, Igana Nionyi, contrapeso muy conveniente del dios malo Rubango. Esta suposición explica el origen de las reformas religiosas de Lopo, y nos ofrece el medio de conocer, en su curiosa invención de los cabilis, las impresiones y juicios de un hombre de África sobre la sociedad europea de fines del siglo XVI.

Pero la principal reforma de Lopo consistió en instituir el culto público. La religión antigua de Rubango tenía carácter individual o familiar, y si algún acto público se realizaba, era con el concurso de hombres solos; la religión de Igana Nionyi fue pública y nacional, y no admitía distinción de sexos en cuanto al cumplimiento del deber religioso. Nació de aquí un inevitable dualismo; sin flaquear en la fe, los hombres se inclinaban a la creencia antigua, que estaba más en su naturaleza; y las mujeres a la reformada, que comprendían con más dificultad; entre los hombres, visto que el tiempo pasaba en balde, se generalizó la opinión de que la venida de los cabilis tendría lugar un poco más tarde, cuando quizás toda la generación viviente hubiera perecido; entre las mujeres se hizo de día en día más popular el ucuezi, y bien pronto el día libre se llamó muntu, y fue el pensamiento constante del bello sexo. Este dualismo cesó con el edicto de Usana, quien dispuso muy cuerdamente que el ucuezi y el afuiri se celebrasen en un mismo día y con el mismo carácter público: la oposición no tuvo ya razón de ser, y bien pronto el espíritu nacional, sobreponiéndose a los convencionalismos, exaltó la ceremonia clásica y deprimió la ceremonia nueva, que hoy ha perdido toda su significación.

En los primeros tiempos de la reforma, el afuiri se celebraba sin día fijo, siempre que, con motivo de un crimen, se imponía al autor la última pena; el ucuezi tenía lugar el día segundo de los plenilunios, y se festejaba con gran pompa. Toda la ciudad entraba en júbilo y concurría al templo del nuevo dios, donde el Igana Iguru entonaba bellos cánticos caminando alrededor de un altar que servía de peana al hipopótamo sagrado, provisto para esta solemnidad de dos grandes alas extendidas, como si fuera a volar. Todos los asistentes cantaban en coro y gritaban llenos de entusiasmo; había discursos, banquetes y danzas; se repartía trigo a los enfermos pobres, y para terminar se leía el tercer Kim, que contiene la promesa de la venida de los cabilis.

Después del edicto de Usana el afuiri se celebró en el plenilunio; se separaron las jurisdicciones, quedando a cargo de jueces ordinarios los delitos menores, y a cargo del Igana Iguru los de muerte, y la pena capital no pudo aplicarse más que un día de cada mes, lo cual representaba un gran progreso jurídico. En cambio, el ucuezi fue decayendo: dejó de darse trigo a los enfermos pobres; se suprimieron los banquetes y los cánticos; después se suprimieron las alas del hipopótamo, las cuales se habían roto con el uso, y, por último, para facilitar la ceremonia se suprimió también el hipopótamo, poniendo en su lugar un gallo, al que por medio de una cuerda se le hacía bailar.

A los diez días de mi llegada a la corte presencié, siendo yo el actor principal, estos ejercicios religiosos y demás divertimientos que caracterizaban el día muntu. Muy de mañana, contra la costumbre ordinaria, me despertaron mis mujeres, cuyo número ascendía ya a diez y siete con la llegada de Nera, la amiga de Niezi, y de Canúa, otra bella joven, regalo de Lisu, rey de Mbúa, y notable por su boca grande y sensual, a la que es deudora de su nombre. Me levanté y me vestí al instante, porque me aguardaba a la puerta el hipopótamo, ricamente engalanado por mis siervos; y montando sobre él, me encaminé al lugar de la fiesta, fuera de la ciudad. Toda mi familia, sin exclusión de persona, me acompañaba, y en el camino íbamos encontrando nuevas familias, dirigidas siempre por sus jefes, con los cuales nos reuníamos sin confundirnos. A la salida del sol todo el mundo está en los alrededores del templo, en la hermosa colina del Myera, y la animación es tan viva como en las ferias, verbenas y romerías españolas.

Cada familia elige un lugar para hacer alto y para depositar los pequeñuelos y las provisiones; y una vez el sitio elegido, todo el mundo se desparrama y se mezcla, grita, danza y corre y hace cuantas diabluras le sugieren sus malos instintos. Aquí un grupo de hombres graves se dedica a apurar panzudos cazolones de vino dulce, ligero e inofensivo; allá un coro de mujeres, cogidas de la mano, danza al compás de una canción, mientras los jóvenes las rodean y las dirigen frases más o menos galantes; ya es un montón de negrillos desnudos que se revuelcan por el suelo, ya una banda de galancetes que, laúd en mano, rondan de un lado para otro festejando a las mujeres que son de su agrado, ya una pareja de negros tórtolos que desaparece en el bosque vecino.

Un hecho que se compadecía mal con la sujeción de la vida diaria, era la libertad en que los padres dejaban a sus hijas para retozar con quien bien las pareciera. Esa libertad, sin embargo, no producía malos resultados, porque, aparte de la poca importancia concedida a la castidad de las doncellas, era muy raro el caso de que una joven con hijos -y algunas solían llevar varios como dote-no se casara con el padre de éstos, quien se apresuraba a concertar la boda o por amor o por interés. Como un hijo representaba un valor constante, pues varón se le podía vender como siervo, y hembra como esposa, no ocurría, como entre nosotros, que un padre se negara a reconocer a su hijo. En Maya todos los hijos tenían padre, y el infanticidio, según pude ver, era cosa inaudita. En los casos de adulterio en que por la calidad superior del amante no había ofensa personal, el marido consideraba como honroso y lucrativo aceptar los hijos ajenos, sin que jamás mediara ignorancia, pues estas mujeres no supieron jamás mentir ni tenían interés en engañar a sus esposos. Por una extraña anomalía, los hijos nacidos de una manera irregular, los que nosotros llamamos naturales y adulterinos, eran allí mirados con predilección, por suponérseles engendrados en día muntu y porque, como hijos de la pasión, solían aventajar en méritos y defectos a los hijos del deber. Vese, pues, que en Maya existían, iguales vicios que en otras sociedades, pero con la ventaja de tener día fijo; el padre y el esposo podían ser ofendidos en su autoridad o en su decoro, pero solamente un día de cada mes.

Las ceremonias del día muntu se regían por la marcha del sol. El ucuezi tenía lugar cuando el sol había recorrido la cuarta parte de su arco, hora de almorzar; el afuiri, cuando estaba en el cenit, hora de las libaciones. El regreso se emprendía después de comer, antes que el sol se pusiera. Ya he dicho que la puesta del sol suspendía la vida pública, abriendo la vida de familia. Llegada la hora del ucuezi, todos los concurrentes se colocaron de pie alrededor del templo, cuya cortina descorrida dejó a la vista cuatro altos pilarotes sobre los cuales descansa una montera piramidal de fajina y pizarra, y en el centro un túmulo de piedras toscas, que apenas levantaría una vara del suelo. Me acerqué a uno de los pilarotes, y desatando la cuerda que a él estaba amarrada, la dejé correr por un travesaño enclavado en lo alto del techo. De la extremidad de esta cuerda pendía un gallo joven o pollo muy zancón, degollado aquella mañana por mi bella esposa Memé, al que hice bailar en el aire un buen rato ante el silencioso concurso. Después volví a amarrar la cuerda al poste, hice correr la cortina y di por terminada la ceremonia, que en realidad era poco divertida.

Comenzó de nuevo la algazara, y una vez terminado el almuerzo o primera merienda del día, aproveché el tiempo para recorrer la colina y conocer a las mujeres más notables de la ciudad. Me acompañaba la esbelta Memé, cuyas relaciones eran muy numerosas. Vi en primer término unas ochenta mujeres que formaban la familia real, entre las cuales estaban interinamente las mujeres del desaparecido Viaco; las cincuenta esposas del cabezudo Quiganza eran notables por su obesidad, pues éste las elegía con un criterio exclusivamente cuantitativo, y en particular la favorita, a la que llamaba el pueblo la reina Mcazi, la «vaca», dejaba entrever bajo su túnica verde, adornada con plumas de colores, dos pechos gigantescos, según fama, los más grandes de todo el país. La hermana mayor del rey, madre de mi yerno Mujanda, era una gallarda negra con los bríos de una sultana mora; entre las esposas del orejudo Mato había una mujer de bello y puro tipo etiópico, que me hizo descubrir la existencia de un dualismo de razas, cuya fusión no se ha realizado aún en absoluto, pues al lado de aquella mujer y de otras que, como la esbelta Memé, conservan indudables rasgos de la raza superior, se encuentran entre la gente baja muchas de talla más pequeña y de color más claro, de tinte moreno verdoso, que deben proceder de la raza indígena. Mis impresiones, sin embargo, en esta primera ojeada fueron muy confusas, porque la falta de costumbre no me permitía distinguir las particularidades de cada tipo, y fuera de algún caso excepcional, todos me parecían iguales, con pequeñas diferencias. Lo que sí comprendí a primera vista fue que las mujeres más bellas, las de facciones más regulares, como Memé, eran las menos apreciadas por el público, de lo cual me alegré no poco, pues así me sería fácil completar mi harén a poco costo y sin excitar rivalidades.

Nada hay tan fatal para el hombre como el medio que le rodea, y yo, que al principio me ahogaba entre mi nueva familia, la encontraba ahora insuficiente viendo las de los demás. Cuando nos habituamos a vivir con una sola mujer, no sólo no queremos otras, sino que ésta única acaba por cansarnos y hacernos amar la soledad; pero si nos acostumbramos a vivir con varias, desearemos ir aumentando el número y no nos encontraremos bien sin ellas; porque si una familia pequeña sirve de martirio, una familia numerosa sirve de diversión.

En Maya, de ordinario, el hombre sólo busca la primera mujer, que es la favorita, y ésta, por no vivir sola, se encarga después de traer nuevas compañeras, procurando siempre que sean de su confianza o que no tengan méritos suficientes para desbancarla. Y como las mujeres se conocen entre sí mejor que los hombres pueden conocerlas, se ven elecciones muy acertadas, y no ocurre que jóvenes de bellas cualidades queden postergadas por su aparente fealdad. El día de que voy hablando me presentó Memé una joven muy flaca (y fea, según los gustos mayas), habilísima en el manejo del laúd y en el canto, y a sus instancias la acepté por esposa mediante la oferta de tres onuatos de trigo. El onuato, medida en forma de «canoa», equivale próximamente a dos fanegas de Ávila. Mis demás mujeres entraron en deseos, y visto que yo no ofrecía resistencia, me concertaron hasta una docena de mujeres, naturalmente de entre sus amigas, por precios variables desde tres a cinco onuatos.

Estas chalanerías eran frecuentes en toda la feria, pues entre el ucuezi y el afuiri se celebran, siempre gran número de transacciones matrimoniales, sin que haya temor de que las mujeres escaseen, porque vienen muchas de otros puntos del reino. La desproporción entre los sexos es tan grande, que, según mis cálculos, de las veinte mil personas allí reunidas, no llegarían los hombres a cuatro mil.

Cuando llegó el sol al cenit tuvo lugar la segunda ceremonia, el afuiri. Cinco hombres y dos mujeres eran acusados: uno de ellos de profanación, dos de hurto de ganados reales, y los otros dos y las mujeres, de adulterio cometido en el día muntu precedente, con la circunstancia agravante de ser ellos servidores de los esposos ofendidos; a estos delitos se atribuyó una herida que el cabezudo Quiganza se había hecho en un pie mientras afilaba una flecha, y que, según la creencia general, era un aviso de Rubango. Por los mismos procedimientos usados en Ancu-Myera, todos fueron condenados a muerte, bien a mi pesar y sólo por dar gusto a la concurrencia, que lo deseaba unánimemente, y decapitados sobre una plataforma que para el efecto está construida junto al templo de Igana Nionyi.

Después de terminado el fúnebre acto hice redactar el acta del día, con la que terminaron las fiestas religiosas. Desde este momento hasta la retirada, el espectáculo se convirtió en una espantosa bacanal, en cuya comparación las saturnales romanas serían autos de moralidad y cuadros de edificación. La pluma no se atreve a describir lo que estos hombres en un rato de expansión se complacen en hacer.