La conquista de Inglaterra

La conquista de Inglaterra
de Rafael Barrett


¿Se aman los hombres más que antes? ¿Se aman siquiera algo? Preguntas sin contestación posible. Hoy, lo mismo que ayer, goza el odio una autenticidad negada al amor. Todos sabemos que no son las malas pasiones las que se falsifican. La desconfianza, la crueldad y la concupiscencia siguen siendo los movimientos espontáneos del alma. Mas tal vez ponemos mayor energía y mayor ingeniosidad en disfrazarlos. Tal vez conseguimos imitar mejor la virtud. Tal vez modelamos en el lodo maloliente de nuestros instintos estatuas más perfectas de la piedad. Y este afán artificioso de representar lo que no existe y esta necesidad de introducir en las costumbres mil prácticas hipócritas demuestran precisamente la realidad de una vida superior. Nuestra bondad, de dientes afuera, quizá anticipa gritos sinceros; nuestras fórmulas generosas, figuradas y sin cuerpo como los planos arquitectónicos, quizá retratan la ciudad futura.

Dice Lamartine que el ideal es la verdad a distancia. El ideal es la mentira, pero la mentira que cesará de serlo, la mentira-verdad, la mentira-germen. Y por una curiosa ley, preceden a la encarnación del ideal preparativos materiales cuyo verdadero destino nadie sospecharía. Así el pájaro primerizo ignora por qué un anhelo irresistible le empuja a buscar y reunir las briznas de su nido. Creerá que lo que le impele es codicia de urraca y no ternura de tórtola. Así gentes pasadas ignoraron que al hacer la guerra fundaban la paz, que al destruir cimentaban, y que con sangre fecundaban el mundo. Así ahora, ante el hecho universal de la disolución de las fronteras por obra de las grandes compañías de comunicaciones y transportes, podríamos concluir que no se trata sino de ganar dinero, cuando en el fondo se trata del advenimiento enorme de la solidaridad humana.

Los pueblos que eligieron para defender su territorio cordilleras heladas, ríos traidores y mares infranqueables, trabajan en romper la cárcel de la naturaleza. No hay ya precipicios bastante profundos ni rocas bastante inmensas para detener la civilización. Donde las hordas feroces retrocedían, continuamos nosotros el camino. No pasarán muchos años antes de que hayamos puesto el pie o la quilla en los últimos rincones del planeta, ni antes de que nuestra palabra se oiga a un tiempo, semejante a la de Dios, en todas partes. La ciencia nos acerca y aprieta unos con otros, por mucho que nos aborrezcamos. La inteligencia nos unifica y nos funde; era la ignorancia la que nos separaba. Y las ideas, las únicas católicas en el sentido etimológico del vocablo, las ideas nacidas del hecho experimental y no del terror religioso, han perforado los Alpes y van a construir el túnel bajo la Mancha.

Inglaterra había proclamado que no sólo ella, sino que cada inglés era una isla. Su política tradicional era la del soberbio aislamiento. No esperó a Ibsen para sentar que el más fuerte es el que está más solo. El ejército permanente de las olas atlánticas se encargaba de volver inaccesibles las costas y de asegurar la independencia nacional. Siempre rechazó Inglaterra el túnel, en tantas ocasiones proyectado, que la atara al continente. Y por fin se nos asegura que cederá, y que la nación orgullosa por excelencia tenderá la mano al resto de Europa. La isla se convertirá en península. Un istmo misterioso la unirá a otros suelos, y unirá la raza robusta y desdeñosa a otras razas. El juego fatal de los intereses económicos ha vencido los antiguos resabios, y mezclará elementos sociales aún enemigos, creando la continuidad de la tierra firme. El oro conquista a Inglaterra. El oro, hijo de la avaricia, padre de la envidia y de la desesperación, gran envenenador de conciencias, amalgama las carnes. El oro, con la tiranía que heredó de la espada, aparta los espíritus y junta los cuerpos.

Y cuando el oro haya desaparecido al igual de la espada, cuando se hayan desvanecido las mezquinas emociones que cual andamiaje fútil acompañan a la acción incalculable del capital moderno, quedará el edificio levantado por el mal para que el bien lo habite. Se irán las empresas infames, los trusts abrumadores, los propietarios de todo género, engrandecidos con el robo y con el ejercicio de la esclavitud, pero dejarán al porvenir sus minas abiertas, sus ferrocarriles, sus telégrafos, sus puentes y sus túneles, sus máquinas poderosas, sus instrumentos delicados, el tesoro entero acumulado por la rapiña para que generaciones menos despreciables lo usen y multipliquen noblemente. El amor entonces hallará dispuesto su nido, y no le importará conocer con qué intenciones fue preparado. Las heridas de la espada y del oro serán surcos donde germinarán las plantas nuevas.


Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 19 de enero de 1907.