Tradiciones peruanas - Octava serie
La conga​
 de Ricardo Palma


(Reminiscencias)


Dice bien Abelardo Gamarra cuando dice que la gracia y originalidad de nuestros cantos populares ha muerto. La chispa criolla ha ido al osario, y nos hemos zurzuelizado.

Cierto. La Conga fue el último chisporroteo del criollismo. ¿Cómo nació y cómo murió la Conga? Eso lo sé yo con puntos y comas, como que la Conga está unida al recuerdo de mis mejores días de entusiasmo juvenil; a mis tiempos de periodista político y de aventuras revolucionarias, y a mis horas de asaltador, con fortuna no siempre adversa, de plazas femeniles.

Menos pañito y más chocolate. Basta de guaraguas, y a la Conga. Pero como no me propongo hacer historia contemporánea, y menos sobre una época en la que diz que hice papel, y no de estraza, escribiré sólo lo pertinente a mi tema.

El coronel don José Palta era el ídolo del pueblo chiclayano. Caudillo revolucionario contra la administración del coronel don Mariano Ignacio Prado, llegó a Chiclayo el 6 de diciembre de 1867. Ciento cincuenta hombres harapientos, mal armados y escasos de municiones, formaban su ejército.

Los chiclayanos recibieron con frenético entusiasmo a Balta y a los que lo acompañábamos. Tres días después llegaba a las goteras de la ciudad una división enviada por el gobierno de Lima al mando del ministro de Guerra. Constaba de un regimiento de caballería, mil infantes y catorce cañones. Resistir, con probabilidad de éxito, parecía imposible.

El coronel Balta pensó en dirigirse sobre Huaraz, donde contaba con partidarios activos y con elementos para aumentar su diminuta fuerza; pero los chiclayanos se obstinaron en que no partiese. Estaban decididos a triunfar o sucumbir con su caudillo. Y hubo bombardeo y cambio diario de balas durante un mes, y los chiclayanos se batieron siempre con bizarría. Ahora vamos a la Conga.

Callos traía ya en los oídos de oír cantar en las zamacuecas de Chepén y Guadalupe:


«Viva el sol, viva la luna,
viva la flor del picante,
viva la mujer que tiene
a un baltista por amante:»


copla que, francamente, me pareció siempre sosa.

En la primera noche que pasé en Chiclayo tuve, en mi carácter de secretario general, casi ministro de Estado (y no gasté prosa, créanmelo), que acompañar a hacer visitas al futuro presidente constitucional de la República. En todas las casas había jolgorio, y se bailaba y cantaba. Poco de piano y mucho de guitarra; nada de vals, polcas, dancitas ni cuadrillas; baile de la tierra, baile criollo, nacional purito.

¿Habría mucho champagne, jerez, oporto y cerveza? ¡Quite usted allá, hombre! ¿Éramos acaso franceses, españoles, portugueses o alemanes? Chicha y moscorrofio del legítimo.

Aquella noche nació la Conga. Se cantaba:


«De los coroneles
¿cuál es el mejor?
El coronel Balta
se lleva la flor».


Y luego venía la fuga, que era una delicia del sexto cielo de Mahoma por la gracia y soltura de las parejas; y en coro acompañado de palmadas teníamos lo de


Ahora sí la Conga,
(¡ahora!)
señora Manonga,
(¡ahora!)
y no se componga
(¡ahora!)
que se desmondonga.
(¡ahora!)


¡Vamos! Quien no vio bailar la Conga no ha visto cosa buena y sabrosa. Aquello era la resurrección de la carne, como dijo un arzobispo.

Llegó la noche del 6 de enero, noche decisiva para la causa defendida por los chiclayanos.

A las once toda la fuerza sitiadora emprendía el ataque sobre la plaza. Los ciento cincuenta soldados baltistas, cuyo número no había sido posible aumentar por falta de fusiles, se parapetaron en la torre.

Entretanto el pueblo, que sólo poseía escopetas de caza, algunos revólvers y poquísimos fusiles, combatía de una manera especial, especialísima.

El sitiador embistió por tres de las avenidas que conducían a la plaza, y al pasar por las calles, los vecinos desde las ventanas de las casas cantaban:


Ahora sí la Conga,
(¡ahora!)
-¡Pin!, un balazo-
señora Manonga,
(¡ahora!)
-¡Pin!, otro balazo-.


Por todas partes no se oía sino la Conga. Chiclayo era una Conguería.

Yo, el tradicionista, aunque la curiosidad me impelía a subir de rato en rato a la torre, en breve la lluvia de confites de plomo me obligaba a descender.

La distribución de fulminantes (que aún no usaban los ejércitos del Perú las cápsulas de los modernos rifles) me estaba encomendada.

Eran nuestro tesoro, y yo los escatimaba. En nuestro parque no había más que diez mil cartuchos y poco menos de ocho mil fulminantes. No estábamos, pues, para derroches.

A las cinco de la mañana bajó el coronel Balta a pedirme personalmente fulminantes, porque minutos antes le había hecho aviar que la provisión de ellos quedaba agotada.

Sobre la espaciosa mesa que servía de parque veíanse pocos centenares de cartuchos y unos cuantos fulminantes diseminados, que por fortuna habían rodado al romperse la cajita de cartón que los contenía. El coronel Baltta los recogió con la avidez del mendigo que anda tras la limosna los guardó en el bolsillo del pantalón, y a toda prisa regresó a la torre. Al partir le pregunté:

-¿Y cómo va el combate?

-¿No oye usted la Conga? -y se alejó.

Contestar a mi pregunta con otra pregunta era dejarme a obscuras.

En la preocupación natural de mi espíritu, no me había fijado en que se cantaban dos nuevas coplas:


Venga la victoria,
la aurora rayó
y canta mi gallo
el cocorocó.
Ahora sí la Conga...
(¡ahora!)


¿Qué dice del gallo
el cocorocó?
Dice viva Balta,
Cornejo corrió.
Ahora sí la Conga...
(¡ahora!)


La fuerza sitiadora había penetrado en la plaza por tres puntos; pero tan poco concierto hubo en el ataque, que los de un extremo tomaron, en la lobreguez de la noche, por enemigos a los de la esquina opuesta.

Los nuestros, después de tres horas de fuego nutrido sobre la plaza, forzados a economizar los fulminantes, recibieron orden de hacer cada soldado un tiro de cinco en cinco minutos. Los asaltantes se mataban entre ellos.

A las seis de la mañana la derrota de éstos era completa. Y aquí pongo punto: primero, porque, cocho ya lo he dicho, no me propongo historiar; y segundo, porque lo que pudiera escribir no tendría la menor concomitancia con la Conga.

En 1868 la fiebre amarilla hizo grandes estragos en el norte, principalmente en Chiclayo. Entonces se cantaba:


-¡Tun! ¡tun! -¿Quién es?
-¿Quién vive aquí?
-¡Ay! Será la Conga
que viene por mí.


Ocurriósele a un presbítero decir en el púlpito que la Conga era la fiebre amarilla, y que, pues se llamaba con burla a quien no era sorda, ella acudía y se llevaba al cantor. Todo pueblo es supersticioso; y cata el cómo y el porqué murió la Conga, que fue la Marsellesa de los chiclayanos en la noche del 6 de enero.