La confesión de Molly

La confesión de Molly
de Alfredo Mario Ferreiro

     La llamaban Molly. Y le quedaba bien el apelativo inglés. Era rubia, alta, bien formada. Tenía unos brazos magníficos. El cabaret se alegraba solo con su presencia. Fumaba en boquilla larga unos cigarrillos de punta dorada, con iniciales rojas entrelazadas sobre el finísimo papel de arroz.
     La llamaban Molly, pero había nacido en el pueblo del Carmen, en el departamento de Durazno; en el corazón de nuestro país.
     Un día la encontré por la calle. Llamaba la atención de los transeúntes. Iba elegantemente ataviada.
     —¿Cómo te va, Molly?
     —Ya lo ves... Paseando.
     —¿Nada más que paseando? —insinué picante.
     —Nada más. ¿Qué te piensas?
     Efectivamente, no tenía nada que pensar. ¿Qué iba a hacer Molly por la calle sino lucir su silueta y dispensar su sonrisa a los conocidos? Iba, pues, de paseo por la vereda asoleada de la calle 18 de Julio.
     —¿Quieres tomar algo?
     —Estoy muy apurada.
     —Adiós.
     —Hasta luego.
     Por la noche, en el teatro, aparecía Molly con su atavío de cuentas de colores. Apagaban las luces, encendían un proyector policromo, y Molly danzaba infatigable sobre las mal unidas tablas de la escena. Sonaba en la orquesta un aire turco; después, un aire moro; después una quejumbrosa tonada india. Molly bailaba y bailaba en una danza inacabable y triunfal.
     Una estruendosa salva de aplausos tumbaba el recogimiento de los espectadores. Se encendían las luces. Picaban los ojos. Molly agradecía sonriendo. Y se iba hacia dentro mientras caía lento un telón lleno del mal gusto del reclame comercial a toda costa.
     A las 2 de la mañana. Sonaba una orquesta lánguida. Un tango se iba a sollozar entre las parejas que apenas se movían sobre la mullida alfombra roja. Cesaba la orquesta. Enseguida comenzaba la locura de un foxtrot. Y era un estampido de notas. Un detonar de ruidos musicales. Una locura sinfónica. Iba el pianista dando tumbos en el aire con la cabeza desmelenada; corría presuroso el arco sobre las cuerdas del violín y, de repente, se encabritaba la música y todos los músicos hacían lo posible por arrancar de nuevo en la frenética sucesión de aquellas notas desarticuladas. Bailaban tres parejas. El trombón hacía la caricatura del foxtrot. El banjo no dejaba reposo a la mano que mariposeaba sobre cuerdas de celoso acero... Bailaban tres parejas. Y era un baile loco, un desequilibro constante, un saltar sin tregua...
     —¿Te gusta Molly? —pregunté.
     —No me gusta —me respondió.
     Cambió Molly su posición. En vez de quedar abandonada sobre la barandilla que pasaba junto a la mesa, se volvió hacía mí. Sus pestañas le hacían hilos de sombra sobre las ojeras pronunciadas. Rebrillaron las uñas pulidas, primorosamente arregladas. Sonaron las pulseras. Guiñó un brillante. Molly se acodó en la mesa y siguió mirando
hacia abajo. Sobre la alfombra iban y venían las tres parejas. Destacaba el seno ajustado por la fina tela del traje. El escote era un poco exagerado. Sobre la nuca le jugueteaba el cierre de un pendantif de mérito.
     —Molly...
     —M’hijo...
     Y los dos nos reímos.
     —¿Es cierto que tienes diecinueve años?
     —Es cierto, querido.
     —¿Y?... —no me animé a decir el resto.
     Pareció entenderme.
     —El despecho... No me lo vas a creer, pero el despecho me hizo ser bailarina. Aprendí en Buenos Aires, con la Charakowski. ¿Recuerdas a la Charakowski?
     —Recuerdo...
     Un aplauso cerrado siguió a la terminación del foxtrot. La orquesta volvió a ejecutar de nuevo la pieza que había concluido. Nuevamente danzaban las tres parejas.
     —Tu sabes que soy criolla...
     —Lo sé...
     —¿Tienes un fósforo?
     —No tengo... Es decir, no fumo… ¡Mozo!...
     —¡Va, señor! —respondió una vez.
     —Yo tenía un novio...
     —Como todas...
     —Como todas, no. Como algunas, si...
     —Y... ¿Quiere traer una caja de fósforos? y... ¿qué cigarrillos quieres Molly?
     —Abdulla...
     —Y cigarrillos Abdulla.
     —¿Caja grande, señor?
     —Sí, caja grande... Y, Molly, ¿qué me decías?
     —Yo tuve un novio. Era un estanciero de aquellos pagos. Él vivía aquí en Montevideo. Iba de vez en cuando a la estancia. Era novio mío. No te rías. Novios para casarnos. Novio para casarnos, aunque te cueste creerlo. Siempre me llevaba regalos. Pero no eran sus regalos, sino su amor, lo que me tenía muy confiada en la veracidad de sus promesas...
     —¿Quién es ése?
     —El ñato López... Siempre me saluda así, con la mano… Bueno, un buen día yo salí con él en el automóvil. Tenía confianza. Puedes figurarte, tres años de amores serios... Mi padre no me lo impedía. Yo te lo digo, era cosa formal lo del matrimonio. Aquí, donde tengo este maldito brillante, tenía un anillo lícito... Siempre íbamos en el
automóvil hasta el arroyo. Me respetaba mucho. Y por eso nadie tenía nada que decir.
     —¿Fumás?...
     —Dejé hace tiempo. ¿Y?...
     —Salimos esa tarde, como otras muchas había salido. Una vueltita y nos volvíamos a casa. Yo, ahora lo recuerdo porque siempre uno recuerda los detalles después que pasan las cosas imprevistas, lo noté nervioso. ¿Qué te pasa? le pregunté. Nada, me dijo. No me pasa nada. ¿Por qué? Y ¿qué le iba a decir? Por nada, le dije. Trepamos al coche y salimos. Eran como las cuatro de la tarde. Fuimos hasta el arroyo. Estuvimos charlando como siempre. A veces nos dábamos un beso. Ese día no se nos ocurrió besarnos. Ahora vas a ver lo que son las cosas.
     —¿Quién es esa que baila así?
     —¿Quién?... —y asomó Molly medio delicioso busto afuera del balcón.
     —¡Uf! —dijo. ¿Quién va a ser?... Marta. Se va a enloquecer esa muchacha. ¡Qué loca!...
     —Y después, Molly?... —pregunté por preguntar.
     —Nos íbamos a volver. La tarde se iba poniendo fea. Bien fea. Había una tormenta machaza, como dicen por allá. De repente un relámpago hizo una firma en una nube negra. Sobre la capota del coche sonó el repique de unas gotas como monedas de a peso. Y enseguida... Una catarata de agua. ¡Cómo llovía!
     —María del Carmen, ayudame a poner las cortinas. Porque yo me llamé María del Carmen hasta los dieciséis años. ¿No sabías?
     —No, no sabía.
     —Pusimos entre los dos las cortinas del coche.
     Yo estaba mojada. Tenía una batita muy fría y la sentía pegada al cuerpo. Nos metimos los dos adentro del automóvil. No sabíamos que decirnos. Aquel pegaba con el taco en la palanca de cambios y decía: ¡Che que tiempo perro!... Y llovía de tal manera que ya no se veían los árboles ni el alambrado de los Martínez que corría rozando el arroyo...
     —¿Qué hacemos, María del Carmen? —me preguntó mi novio.
     —Vamos para el pueblo —dije yo.
     —¿Y la cañada? —preguntó con un rarísimo acento.
     —La pasamos como se pueda —le dije.
     —Debe de estar reventando de agua —me contestó.
     —Igual pasaremos.
     —¡Qué vamos a pasar!...
     Y Molly se interrumpió un poco. Destellaba la copita mediada de cointreau. Bebió el resto de un sorbo. Puso la boquilla entre los labios, lanzó una sonrisa hacia abajo y volvió a decirme:
     —Yo me alarmé un poco. ¡Cómo no vamos a pasar! —le dije.
     —Debe estar muy crecida... ¿No ves como llueve?
     —Si salimos ahora debe haber paso.
     —¿Estás loca?
     —¿Cómo loca?...
     —¡Seguro!
     —¿Por qué no vamos?
     —Porque yo no quiero —me respondió con una voz que no era la suya.
     —Yo tuve miedo; querido; tuve un miedo atroz. Un miedo enroscado en la garganta, trepado en la lengua, asomado a los ojos. Un miedo que me extendía las manos hacia delante con los dedos rígidos.
     Aquel hombre no era el de todos los días. Me imaginé estar allí adentro con un desconocido.
     Quería sacar mis ojos de sus ojos y no, no podía sacarlos. Me pareció que su mirada me paralizaba. Yo estaba apelotonada en el asiento posterior y el estaba en el asiento del comando, dados vuelta hacia mí sus ojos terribles de deseo.
     Y grité. Debo de haber gritado porque su mano cayó sobre mi boca. Aquel no era mi novio de tres años. Aquel no era el hombre que yo conocí. Era un desconocido brutal que me había traído engañada hasta el arroyo en medio del temporal de agua y viento que azotaba sin tregua el campo desnudo.
     Sentí calor en el rostro. Angustia. Falta de aire. Me apretaba la ropa. Con la vista nublada, lo vi pasar para donde yo estaba. Ágilmente se deslizó por sobre el respaldo del asiento.
     —¡Víctor!... le grité con todas mis fuerzas.
     Pero él no se llamaba Víctor. Se llamaba otro nombre. Era otra persona, alguien muy lejano, el mismo Mal que llegaba hacia mí.
     Y le sentía a mi lado. Hubo una breve lucha. Me pareció que iba a arreglarme la puntilla de la bata. Y, de repente, sus manos de presa se crisparon a ambos lados de mi cabeza. Y me vi frente a frente, ojos a ojos con el hombre terrible, dentro de aquella jaula de micas y de hules.
     Afuera sonaba estrepitosa la orquesta del tiempo. Viento y agua. En la lejanía un caballo, con la cola muy pegada al cuerpo, dando el anca al viento, aguantaba el castigo brutal de los elementos desatados.
     —Y se me fue desdibujando la cara que tenía delante de mis ojos. Lo último que vi fue su boca. Una boca de herida sangrienta y mortal...
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     —Molly…
     —M’hijo.
     No me sonreía por la respuesta.
     —¿Es cierto cuanto me has dicho?
     —Te lo juro por tu vida. ¿Lo crées?
     —Lo creo.
     —Y después...
     —Yo lo quería lo mismo. ¡Cómo lo quería!
     Canalla y todo lo adoraba. De casa me echaron. Vine a lo de una tía de la Unión. Me escapé una noche. Ya no se me importaba nada de nada. Con un viejo me fui a Buenos Aires. Siempre buscándolo...
     —¿Ibas a vengarte?
     —Le iba a implorar que me quisiera de nuevo... Se hizo un silencio profundo. Sonó una carcajada. Enseguida comenzó la orquesta.
     Molly hizo ademán a la botella; me adelanté y desbordé su copa con cointreau.
     —¿Y después Molly?
     —Conocí a la Charakowski en la pensión donde vivía. Le gustó mi cuerpo. Me dio una tarjeta. Fui a su casa. Tenía un deseo loco de aprender algo para destacarme. Yo estudié para maestra, también... Aprendí a bailar danzas clásicas y típicas... Aquí me tienes. Tengo diecinueve años...
     —Nunca lo has visto...
     —Nunca... Se casó en Buenos Aires. Se fue a Europa. Tiene dos nenes, mellizos...
     Abajo bailaban las parejas. Reía el absintio verde en las copas enanas. Las luces se estrellaban sobre las mesas lustrosas. Las plantas de hojas largas se mustiaban. De afuera llegó el escándalo de un campanazo de tranvía.
     —¿Quieres bailar, Molly?
     —De eso vivo... Ahora estoy descansando...
     —Vamos...
     —¿Adónde?...
     —A cenar a alguna parte.
     —Vamos...
     El mozo nos trajo los abrigos. Cuando el taxi arrancó, yo le dije a Molly como broma:
     —¿Y si ahora lloviera?
     Molly se quedó mirándome, mirándome. Y al dar vuelta una esquina, se coló en el coche una luz perezosa de un arco voltaico y destelló, imprevista, sobre las lágrimas de Molly...